Alicia Rubio

Oscar Terán

 



Conocí a Oscar Terán en junio de 1994 cuando vino a la Universidad Nacional de Córdoba a dictar un curso sobre Foucault en la Maestría de Socio-semiótica de la que era alumna. Descubrí que, detrás de la parquedad de sus gestos y del pausado rito para encender sus cigarrillos, momento que utilizaba para sopesar las palabras que iba a utilizar en la respuestas a las preguntas de su auditorio o, para elaborar su siguiente párrafo, había un excelente docente, en toda la magnificencia de esa palabra, en que la etimología la condena a doceo, es decir, enseñar, manifestar e instruir. Aún conservo entre mis papeles el cuaderno con las notas de clases que tomé en aquel seminario, como si su sola presencia en mi escritorio pudiera ayudarme en la difícil tarea de lidiar con el pensamiento del francés. Hoy, recorriendo nuevamente esos apuntes, encuentro subrayadas algunas de sus aclaraciones. Por ejemplo, al hablar acerca de la visión de Foucault sobre las cárceles y manicomios, Terán nos alerta sobre una posible aplicación acrítica de esta concepción, ya que el filósofo francés destacaba que fue en el seno de la sociedad donde nacieron estas instituciones, en tanto que en Argentina el proceso se habría dado a la inversa, pues el intervencionismo estatal ha sido una de las características de la historia latinoamericana. La precisión de sus palabras, su claridad conceptual y el hechizo que ejercían los planteos de Foucault decidieron la elección de mi tema de tesis. Mi trabajo está cruzado por sus escritos, los de Foucault y los del propio Terán, quien a través de su pequeño pero, paradójicamente, gran libro, En busca de la ideología argentina, me mostró, y continúa haciéndolo, cómo el positivismo había dejado sus huellas en las más diversas instituciones latinoamericanas desde el Río Bravo hasta el confín más austral de la Argentina. Tal vez fue la fascinación que obró en mí el pensamiento de Foucault lo que decidió el enfoque de mi tesis, pero es seguro que la mirada de Terán diseccionando las cárceles y escuelas del México decimonónico fue lo que determinó el tema. Seguramente, lo que me sucedió debe haberle pasado a muchos otros de sus alumnos. Las estadísticas nunca rinden cuentas de las influencias, y los encuestadores no se ocupan de quienes hacen escuela en ámbitos que parecen importarles a muy pocos.

Otro recuerdo de su doceo que me marcó profundamente tuvo lugar años más tarde, durante un encuentro nacional en el que Terán habló sobre el papel de los investigadores dedicados a la historia intelectual. Ante un aula llena, más allá de lo conveniente, mayoritariamente con estudiantes y jóvenes egresados, defendió su opinión de que no correspondía a los investigadores juzgar a las figuras del pasado. En un ámbito como ese, esta afirmación cayó como una bomba. Todos pensábamos (¿sentíamos?) lo contrario, tal vez creyendo que nuestra misión era la de elevar nuestras voces y estirar nuestros dedos índices para señalar los errores en los que habían incurrido nuestros ancestros. Tal vez con la esperanza de no volver a cometerlos. O tal vez, inconcientemente, buscando encontrar un chivo expiatorio que nos permitiese empezar de nuevo, superando los avatares a los que nos había condenado la historia. Muchas voces cuestionaron su posición, incluida la mía. Ante cada argumento sacudía pausadamente su cabeza, casi con cierta condescendencia, negando los argumentos esgrimidos y reiniciando su rito de encender un cigarrillo, con la misma tranquilidad con que contestaba las objeciones. La historia se repetía, no ya como farsa, sino como un ricorsi en el que él, el profesor Terán, acudía a sus mejores argumentos para defender su visión. Con igual tranquilidad, sin apasionamiento, no porque no lo sintiera –ya que dedicarse a una profesión por tantos años y con tanta idoneidad, hablan de pasión– pero sin aquella vehemencia que tal vez desechaba no sólo por su idiosincrasia, sino porque conocía, por haberlo sufrido en carne propia, a lo que suelen conducir las posturas intolerantes. De esas experiencias dio cuenta en Nuestros años sesenta, buscando llevar al papel las reflexiones que le habían provocado sus vivencias como testigo de la época, pero pasándolas por el tamiz del análisis histórico. Años más tarde, volvería sobre los mismos temas en De utopías, catástrofes y esperanzas y, como el mismo título parecía sugerir, estas tres palabras podían convertirse en un norte o en una amenaza, según fuera el caso, de cualquier intelectual. Tal vez por eso eligió una frase de Montaigne para explicar su propio itinerario: “No sé qué soy, pero sé de qué huyo”.

Seguramente, una de las cosas de las que buscó huir fue de la intolerancia que decidiera en la década del 70 su exilio en México, lugar al que llegó luego de quemar sus naves. Pero, a diferencia de la incertidumbre amenazante que aquejara a Cesare Pavese, descubrió que en sus mesetas no se hacían sacrificios humanos, sino que un gobierno de (¿lejano?) origen revolucionario, había generado las condiciones necesarias para recibir a todos aquellos que, por una razón u otra, debieron dejar su propia patria. Pudo allí renacer de sus cenizas y transformarse en el inmenso intelectual que fue. Nunca olvidó su deuda con ese país. Como el mismo lo señaló: “México es así un nombre complejo en mi memoria, pero nunca agradeceré suficientemente las condiciones institucionales que me brindó -como a tantos exiliados- que me permitieron dedicarme con intensidad a cultivar esa otra alma que había quedado obnubilada por los fragores (es la palabra) de la política.” (1) Allí pudo retomar cabalmente sus estudios de filosofía, y abocarse plenamente a la docencia y la investigación. A la manera de los arcos triunfales de la antigüedad, su devenir por ese país operó como rito de pasaje del que emergió como autor. Su José Ingenieros: Pensar la nación prefiguró lo que sería su predilección hasta los últimos días, las cavilaciones de los intelectuales que habían modelado el pensamiento de sus países a través de lo que denominó “un conjunto de significados, sentidos y valores generados en un período histórico determinado”. Bajo esta consigna coordinó una compilación de trabajos sobre la historia intelectual de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay denominada Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano. Resulta apasionante su descripción acerca de las alternativas de la historia argentina decimonónica que generaron las condiciones necesarias para que los intelectuales se legitimasen a través de sus actividades, en un momento en que aun no se había desarrollado lo suficientemente el mercado y el mecenazgo se hallaba en vías de extinción. Desde allí hasta llegar a los años previos a la vuelta a la democracia, desliza al lector en un sesudo y atrapante recorrido a través de cien años de historia nacional.

Podría preguntarse qué otra cosa nos ha dejado Oscar Terán, aparte de su libros. Muchas más de las que aquí cabría nombrar. Pero podemos albergar esperanzas acerca de su legado. La mía es que su predicar en lo referente a la honestidad intelectual haya hecho escuela.

 

 

Notas
(1) Entrevista realizada por Esteban Brizuela para La Columna. Santiago del Estero,
Argentina, 12 de julio de 2007