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1. Posición
Cuarenta años son muchos y pocos años. Muchos para el tiempo de la memoria y el recuerdo; y pocos, demasiado pocos, para la historia. Siempre he pensado con cierta ingenuidad crítica, que la historia como narración del tiempo empieza donde termina la memoria como experiencia. Pero también he pensado qué lo que da lugar a los tránsitos entre una y otra justo el aún más breve tiempo donde se opera la confusión entre el tiempo vivido y la narración histórica. Un tiempo que se anuda en el conflicto entre lo que les tocó a unos y lo que nos toca a otros. Es un tiempo extraño donde, como en Proust, no tenemos el hecho pero tenemos la memoria involuntaria de algo vivido, la sensación de que algo sucedió. Se trata de un territorio, de una zona en que se confunde el adentro con el afuera, lo real con la fantasía, el acontecimiento con su representación: una sensación de los acontecimientos que apenas vibran como afecto. Una memoria que no es historia ni recuerdo, pero que nos coloca en ella a pesar de nosotros mismos.
Desde este a pesar de nosotros mismos me gustaría reflexionar sobre el 68 cuarenta años después. Y digo hablar del 68 cuarenta años después porque la idea de conmemoración me parece problemática, al menos por dos asuntos: primero, porque la conmemoración supone siempre un triunfo de la memoria instituida, es decir de las formas del poder; y segundo, porque hablar del 68 en términos de conmemoración supone asumir que gente que tiene sesenta y pocos años ya está muerta o está por morirse. Pero no sólo eso, supone sobre todo –como sucede con fenómenos como los memoriales tan en boga en nuestros días–, que se producen actos fundacionales de hechos, monumentos y documentos, es decir, reificaciones del acontecimiento que ponderan los momentos de visibilidad y no su estatuto interruptivo y subversivo. En todo caso, hablar cuarenta años después del 68, en lo que a mi concierne, significa colocarme en el linde de esa memoria que no es mi memoria como recuerdo, sino como afecto. Hablar, un poco como nos pasa a todos, a los “pos-sesentaocho” desde cierta urgencia de significar de qué manera eso nos toca en el momento de nuestra “edad adulta”, hablar desde el lugar de una curva de experiencia que nos hace contemporáneos hacia atrás y hacia delante. Revisar el pasado borroso de una experiencia quiere decir también imaginar el futuro incierto de nuestra propia posición histórica. Visto así, el a pesar de nosotros mismos puede también plantear la pregunta por la posibilidad de nuestra generación ante la generación que nos sigue y que nos cuestiona. Quizá esa sea la pertinencia de la pregunta por un acontecimiento que no fue y fue mío; pero un acontecimiento que sin duda define el proyecto histórico del mundo hasta 1984, en lo que a las políticas del deseo se refiere, y hasta 1989, en lo que a las políticas del discurso toca. El sida y la caída de Muro de Berlín marcan los límites de la condición subversiva del 68, donde lo que aparecía como una cartografía de los afectos que redefinía lo político por lo micropolítico de los lugares y los cuerpos deviene en un mapa de los poderes que trasforma ese impulso de lo concreto en la forma misma del control social de las fantasías. Planteo pues este acercamiento al 68 a partir de un retardo del tiempo vivido. Cuando sucedió este movimiento yo tenía siete años. Es decir que la memoria que puedo tener de él sólo puede ser confusa en términos de mi experiencia sin embargo me (nos) define como la generación a la que le toca enfrentar la fantasmagoría de sus consecuencias. A gente más joven, quizá le toque revisar su lugar histórico, a los cuartentones nos toca, eso creo, pensar el lugar de la ilusión y sus consecuencias. Lo que sí puedo decir es que este lugar de la ilusión, al menos para mi generación, significa la creencia de que lo político debería ser posible. Quizá por ello, nuestro coraje con esa utopía a la hora que vemos que en realidad es imposible: el lugar de lo en común que la política de los deseos y la toma de la palabra nos dio -parafraseando a Micheal de Certeau–, se ha convertido en el lugar en el que se inscribe la sofística contemporánea del saber y el poder. Ahí donde la democracia se limita a producir las ficciones de la tolerancia y del conocimiento, las colonizaciones y las figuraciones del placer. En suma, lo que aquí presento no es una “argumento”, sino un ensayo sobre la borrosidad de mi memoria.
2. Resonancia Si algo le debo al sesenta y ocho es el haber hecho del cine el espacio de la inquietud. En México, igual que en Francia la cineteca, el CUEC y los cine clubs fueron los lugares de la clandestinidad de los deseos. Fue en uno de estos lugares, donde siendo adolescente vi por primera vez El último tango en París. Sin duda, esa película, al lado del golpe de Estado en Chile, dieron forma a mis inquietudes. Estos dos eventos se fechan en 1973, es decir cinco años después del sesenta y ocho, aunque a decir verdad el film de Bertolucci lo ví pocos años después. Como sea, si esto lo traigo a cuenta, es porque con ello intento dibujar el retraso al que me refería más arriba, pero también porque para la realización de este ensayo me di a la tarea de volver a ver ciertas películas que forman parte de mis fantasmas del sesenta y ocho. Si cito aquí la obra maestra de Bertolucci, es para contraponerla con su film de 2003 Los soñadores, en que el director aborda el Mayo francés. Si en su estreno en México me pareció que la película era nostálgica de su propia experiencia, para este trabajo, al revisarla, me pareció una toma de postura moralista y pro-americana donde pareciera que la apuesta del director era la reivindicación del flower power norteamericano. El amor como revolución de un estudiante que se salva de ir a la guerra de Vietnam, y sin embargo defiende la pertinencia de está por razones de seguridad en Estados Unidos y se opone a las formas de la barricada y la “violencia” del movimiento francés, lo menos que sugiere es cierto coqueteo del director con Hollywood. Y si de la relación entre eros y libertad se trata, quizá sea mejor traer a cuenta, películas que abordan esta temática como Teorema de Pasolini (1967), el propio Tango en París y una relacionada directamente con el 68, Zabriskie Point (1970) de Michealengelo Antonioni. Es desde esta película que me gustaría abordar, con una mirada de sesgo poético, el movimiento de sesenta y ocho. Me parece que este film nos permite aproximarnos al lugar de la política del deseo como aquello que se opera y se pierde más tarde como lo propio de esos años. Me gustaría traer a cuenta en primer lugar el momento de figuración como cierto registro sobre el que pasa la función subversiva del deseo y que, sin duda, Antonioni muestra como dispositivo alegórico en la imagen. La historia es simple: se trata de un chico anarco-marxista que casi de manera involuntaria se involucra en las protestas del movimiento estudiantil en California. En algún punto de la trama éste compra un arma y llega a la universidad en el momento en que la policía está por dispersar a los profesores y estudiantes que la tomaron. El estudiante se coloca en un punto lateral y saca la pistola, se oye un disparo y un policía muere. El chico huye hacia un aeropuerto donde toma una avioneta y empieza a volar hacia el desierto. Paralelo a esta acción, una guapa chica viaja por carretera en ese mismo desierto para encontrarse con su amante, que es un rico empresario que intenta desarrollar un proyecto inmobiliario en ese paisaje. Durante el trayecto ambos jóvenes entran en contacto, por lo demás de una manera aparentemente inverosímil. Desde luego hacen el amor, se separan, él regresa al aeropuerto donde es asesinado por la policía y ella llega a la casa estilo funcionalista de su amante, para de inmediato salir de ella. En realidad, la historia es un pretexto para mostrar la tensión entre deseo y representación como aquello que define el diferencial histórico del movimiento de lo sesentas y su momento de visibilidad en el 68. La tensión entre el sistema capitalista de los objetos, al menos en la sociedad norteamericana, y la política de los deseos como el sustrato ontológico sobre el que se opera el dislocamiento de dicho sistema de objetos.
3. Emplazamientos
Entiendo por emplazamiento una doble operación a partir de la cual una configuración simbólica construye, siguiendo en alguna medida a Michel de Certeau, un lugar y un significado. Pero a diferencia de Certau, esta noción de emplazamiento supone también la afectividad que se pone en juego en dicha construcción. El emplazamiento supondría, de acuerdo con esto, la triple relación entre afectividad, localización y significación. Así pues, en la Toma de la Bastilla durante la Revolución Francesa o la toma del Palacio Nacional durante la Revolución Mexicana, se operan una serie de relaciones entre afectividad, localización y significación que producen el momento de visibilidad de esta relación. Un símbolo supone entonces un espacio donde se significan los afectos. Sin embargo, en las revoluciones del siglo XIX y principios del siglo XX, la afectividad pasaba por un momento de figuración que funcionaba como normalizador imaginario de éste: el ciudadano, el pueblo, el campesino, el obrero, etc. En cambio, si desafocamos la mirada para observar los movimientos de los años sesenta, podremos ver una suerte de liberación que trasciende la relación afecto-figuración, para dar lugar al afecto-situación Se me podría objetar que en sentido estricto esto no es preciso, que el movimiento de liberación negra sería muestra de que la relación figuración-afecto se mantiene como la condición de producción simbólica de los movimientos de los años sesenta. Esto en algún sentido es cierto, pero habría que ir un poco más lejos y observar que lo importante es el intercambio de figuraciones que se producen desde finales de los años cincuenta y a lo largo de toda la década de los sesenta, e incluso principio de los setenta. Tenemos el movimiento de liberación negra, el movimiento hippie, el movimiento feminista, el movimiento gay, los movimientos pacifistas, etcètera.
La condición de éstos es el modo en que producen una suerte de intercambio en el espacio social que configura el emplazamiento como flujo de afectividad. En este contexto no deja de llamar la atención el hecho mismo del funcionamiento del sistema de enunciado que se descubre detrás de la idea de movimientos y no de vanguardias. Estas últimas van acompañadas de la novedad de lo que instauran y del porvenir que prometen, en cambio los movimientos aparecen o sugieren la pura intensidad de lo que producen. Estudiantes, obreros, profesores, negros y mujeres, primero, más tarde lesbianas y homosexuales, construyen un emplazamiento que sobrepasa la relación figuración-afecto, para dar lugar a la pura afectividad. En este sentido el movimiento del sesenta y ocho habría que pensarlo como un sistema de contagio que va desplazando el afecto para resignificar los ethos culturales en los que se inscribe. Desde esta perspectiva, me parece importante llamar la atención sobre la pertinencia o no de lo revolucionario de este movimiento global. La condición de las revoluciones políticas del siglo XIX y principios del XX están definidas por el sentido del proyecto que prometen realizar y van acompañadas de un acto de violencia que destituye el poder para instaurar otro poder. La Revolución Francesa derroca a la monarquía despótica, para erigir una nueva forma de totalitarismo que cruzará toda la historia de Francia del siglo XIX entre restauraciones y revoluciones. Algo similar pasa en México, la Revolución del 1917 derroca la dictadura para instaurar otra forma de poder que cruza la historia de México hasta hace bien pocos años. En este contexto, se antoja preguntar: ¿qué instituye el movimiento del sesenta y ocho? En términos de poder casi nada; si acaso el derecho de alguna minoría, que hoy por hoy no es la árabe en Europa, en Estados Unidos y en general en Occidente; y uno que otro antro donde se operan nuevas formas de encierro, las que tienen que ver con el control del goce y el miedo. Tampoco detiene las guerras; éstas en todo caso se convierten en un mero ejercicio mediático en el que lo que se reivindica es el derecho a la seguridad como derecho a la acumulación obscena de la riqueza, por ejemplo, pero no se cuestiona la forma misma del contrato social y la función perversa entre derecho a la información y propiedad privada de los bienes y servicios de comunicación y las hegemonías del poder político y colonial. De acuerdo con esto, tendremos que aceptar que el sesenta y ocho es un fracaso o que en realidad no es una revolución. Sin embargo, habría que ir un poco más lejos de esta apreciación. El sesenta y ocho es sobre todo un acontecimiento que sustrae la afectividad y el deseo de su figuración para con ello producir una nueva forma de emplazamiento que quizá no hemos comprendido del todo. Este dislocamiento entre la afectividad y la figuración construye una nueva categoría espacio-temporal que quizá no se pueda explicar desde la perspectiva de lo instituido que el sentido de la modernidad le otorga al triunfo de la revolución. Si el pensamiento posmoderno lee en los sesenta la muerte de la Historia, es porque en términos ontológicos lo que cambia es la relación entre tiempo y subjetividad. Las críticas que ponderan la inmedi tamiento del sentido mismo de la revolución como proyecto, son acertadas, pero limitan, al menos desde mi perspectiva, la comprensión del significado que puede tener la intervención como puro gasto y subversión sin finalidad. En otras palabras, el sesenta ocho es sobre todo una suerte de desbordamiento del deseo que produce no la revolución sino la interrupción y la interferencia en las distintas formas de control social, político, ideológico y económico. He aquí su potencia y su debilidad. Su potencia porque desplaza el potens del acontecimento del cuerpo como función y arma de la máquina utópica de las revoluciones de la modernidad, al cuerpo como afecto y subjetivación de la revuelta y la comunidad de los diferenciales afectivos. Su debilidad porque este trastocamiento no pasa por el momento crítico de la producción de significantes, por la transversalidad del afecto como escritura política del acontecimiento, lo que en otras palabras quiere decir que deja abierto el espacio para que el desbordamiento afectivo se convierta en la objetivación mercantil del afecto. Si la sociedad de consumo encuentra en la inmediatez de deseo la nueva definición de la mercancía como puro placer, es porque el potens afectivo del sesenta y ocho no encontró el lugar simbólico de su realización política y social. Cuando más arriba aproximaba una definición del emplazamiento como la relación entre lugar, significado y afectividad, desde mi perspectiva precisamente lo que “fracasa” del sesenta y ocho es la configuración misma no de la relación significado-lugar, sino la de lugar-afecto. Una de las operaciones mejor logradas de esos movimientos fue el trastocamiento de los símbolos que ponían en entre dicho las contradicciones del poder. De Certeau observa claramente, en el caso del mayo francés, el modo en que se le dio la vuelta a ciertos dispositivos simbólicos del poder. El más evidente consistió en convertir el símbolo de la barricada en el lugar mismo de la paradoja del poder. Éstas, afirma el autor, “tuvieron un papel político en la medida en que pusieron al enorme aparato gubernamental en la peligrosa alternativa de capitular ante estas cortinas de piedra o de transformar a la ‘enfurecidos’ en mártires inocentes: dos maneras para perder prestigio.” [1] En México, el intercambio simbólico fue menos afortunado: si las manifestaciones previas al 2 de octubre pasaron por el Zócalo, lugar simbólico por antonomasia en la política y la cultura mexicana, el emplazamiento simbólico se transfirió a la Plaza de las Tres Culturas. En principio la operación dislocaba el lugar de lo simbólico y con ello producía una reelaboración del emplazamiento del poder en términos de su escala. La plaza de la ciudadela en realidad es una resonancia de la plaza del Zócalo, sin embargo, con un diferencial de uso que el movimiento supo aprovechar a su favor para intentar operar el dislocamiento de los significantes. Este trastocamiento simbólico no paralizó el uso del poder, antes bien fue el sitio perfecto, un emplazamiento deprimido que de manera natural sitiaba a los manifestantes, para que el ejército pudiera reprimir. Como de hecho lo hizo.
Más allá de lo acertado o no de cada una de estas operaciones, aquí quiero llamar la atención sobre el trastocamiento de lo simbólico. Estas operaciones suponen al menos un cambio en la función paradigmática del símbolo. Pero más importante aún es que detrás de este inversión de lo simbólico, ya sea por el uso de la paradoja como recurso o por la función de intercambio de la función simbólica en términos de analogía, en Francia y en México respectivamente –un asunto por lo demás importantísimo que dejo para otra ocasión–, a lo que habría que aproximarse es al afecto que permite que ese trastocamiento se lleve a cabo. Si algo caracteriza no sólo al movimiento del 68 es el la forma en que el deseo entra en juego a la hora de construir el sentido de lo público y lo político de estos movimientos. Mientras la revoluciones burguesas del siglo XIX entendían la pulsión como lugar prohibido que se resolvía en el uso del opio y en la significación de la prostituta como subversión social, y las revoluciones comunista de principios del siglo XX lo disciplinaban en figuras bien definidas, en los años sesenta y particularmente en el 68, el deseo funcionaba como pura pulsión. Esto al menos suponía la activación de dos registros: primero, el que tenía que ver con la afirmación del goce como principio vital de la revuelta, algo que en buena medida define la condición de acontecimiento a la que me he referido más arriba; segundo, la forma en que esta pulsión, al no evadir el cuerpo, suponía la producción de subjetividades diferenciadas. Se trata pues de la construcción de una comunidad de deseo en los cuerpos. De esto da cuenta los emplazamientos artísticos y culturales: el cine club y los conciertos de rock. Estos dos emplazamientos formulan las relaciones entre fantasía y afectividad como síntomas que dan cuenta de las relaciones cuerpo-deseo. En esos espacios, en sentido estricto, no había producción de utopía sino la construcción imaginaria de una pregunta: ¿Cómo imaginar un comunidad a partir de la proximidad que promete el goce? Quizá esta pregunta valga la pena resolverla trayendo a cuenta la imagen onírica de la política del deseo: la cercanía de Zabriskie Point con el movimiento del sesenta y ocho, y sin duda la complicidad de Antonio, quizá nos deje ver mejor el lugar afectivo a partir del cual, al menos estéticamente, se producía la relación entre deseo y significante. Esta película muestra la relación que he venido explicando: por una parte, la alegoría del deseo se inscribe en esa enorme metáfora de la relación del cuerpo con el paisaje en la que se produce una comunidad de los placeres en la cercanía de los cuerpos como puro transcurrir; por la otra, esa comunidad de placeres activa la mirada crítica sobre el sistema de los objetos y el control de los placeres por la fantasías de la mercancía. Desde luego se trata de un puro sesgo poético que sin embargo da lugar a lo que desde mis perspectiva define el afecto de los sesenta.
4. A manera de conclusión Si en algo hemos de estar de acuerdo con André Glucksman es que el 68 produjo una orfandad de historia. La política del deseo operó un sentido del presente, del puro presente que sirvió para poner en crisis las formas del poder de derecha e izquierda. Fue una operación que suspendió la relación utopía/proyecto a cambio de un emplazamiento del cuerpo en el presente de su deseo: puro acontecimiento. ¿Supone esta operación las lecturas que intentan justificar el fin de la modernidad y el nacimiento de la posmodernidad en el sesenta y ocho? A decir verdad no lo creo, más bien pienso que este movimiento y con él los dorados sesenta dieron lugar a la subjetivación como una forma inédita de producción de significación del acontecimiento. Redefinieron el espacio de la praxis no como función sino como afecto. Justo en ese linde de la praxis se plantea el 68 como un fracaso. Si los cuerpos interfirieron el ethos de la modernidad y desenmascararon la estructura falaz sobre la que la Guerra Fría sostenía “la paz del mundo”, en cambio se abandonaron en el presente de su acontecimiento sin poder construir el lugar social y ético de la política del deseo. Su fracaso fue su precipitación: se ganó el espacio político de las diferencias, cuyas expresiones debilitadas son el discurso del multiculturalismo y los estudios culturales, pero se perdió el espacio en común del deseo, el de la proximidad de los cuerpos a cambio de sus territorializaciones simbólicas. Es cierto, como lo observa Glucksman, que el sesenta y ocho cambió el estatuto de las relaciones del poder, de la comunidad sumisa al poder, a la comunidad emancipada, ya no la sumisión al jefe, sino la sumisión del jefe, o lo que más llanamente llamamos nacimiento de la sociedad civil, que a decir verdad en México es mucho más tardía y muy ambigua. Si las políticas del cuerpo pudieron ganar el derecho de la diferencia, el deseo no alcanzó su momento de configuración política –quizá por que no lo puede ni lo debe alcanzar–, y al no hacerlo abrió el espacio de su administración a las formas de la economía como producción de fantasía narcisista. Algo que desborda no sólo al 68 sino la condición misma de la historia de las revoluciones y las revueltas de la modernidad, y que pareciera darle una vez más la razón a Marx. Pero también es cierto que el sesenta y ocho logró un dislocamiento en el sistema de enunciados de la cultura occidental a la hora de colocar el deseo como puro acontecimiento en los cuerpos y de los cuerpos que permitieron mostrar, con mayor o menor intensidad, el núcleo perverso del poder. El sesenta y ocho no cambio el poder, quizá logró una distribución distinta de él, pero a partir de entonces sabemos que el poder se sostiene sobre la mentira. A lo mejor eso si se lo debemos al sesenta y ocho. En un momento en que todo indica el ascenso de nuevas formas de autoritarismo, vale la pena pensar que aunque no estuvimos ahí, el 68 no es como el pop, aunque más de uno quisiera pensarlo como una Sopa Campbell.
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Para mi vale todavía la pena diferenciar la ironía del kitsch como una estrategia estética que subvierte el orden simbólico del objeto; de la mirada, si se quiere ingenua, de un pollo flotando en la pantalla. Sin duda entre la sonrisa y la risa existe el
NOTAS * Este Ensayo fue presentado como conferencia en el marco de la catedra Michel de Certeau del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana el 13 de septiembre del 2008. 1.- Michel de Certeau, p. 34.
José Luis Barrios, “El 68 es como el pop: maravilloso si no estuviste ahí”, Fractal nº 49, abril-junio, 2008, año XIII, volumen XIII, pp. 13-28. |