BRUCE ECO

EL OLIMPO

 

 

 La tarde del 5 de junio su vida cambió.

Al mediodía alargó los brazos deseando que su felicidad fuese compartida. En lugar de eso vio un rostro que la rehuía, un perfil que se sumía en la penumbra y unos ojos en los que no volvería a reflejarse. Quedó presa de esos muros contra los que hubiera querido estrellarse. Y queriendo elevarse, se abandonó a las simas del verano. Una tarde sombría de esas en las que el cielo se derrumba y las gotas rebotan en el suelo se cortó los muslos. Primero el izquierdo. La falta de dolor la sorprendió y repitió la acción. Cortó el muslo derecho. Y pensó, liberada, que su cuerpo no era distinto de cualquier carne, y el pensamiento de que la muerte es una raya de sangre trazada sobre una piel insensible la liberó.

Entonces una nube electrizada descendió. Juno Esther. A sus lados los eternos pavos reales ahora cagándose en la sala que se había empeñado en dejar prístina.

Así que muy lista tú, ¿verdad?

Eclipse del rostro en el sobaco.

Y en el agua se insinúa una maldición que la enturbia. Es la que vigila. La que lo escupe todo con su saliva verde. A la que ha retenido para protegerlas. Y han escapado. Ante el desastre sólo queda ella.

–Criatura…

La revisa de pies a cabeza con su mirada petrificante. Pero ya tampoco importa. La voz se endurece a fuerza de contenerse. Afuera, en Campos Elíseos los talones rosáceos se desvanecen silenciosamente en auroras suspendidas entre la vida y la muerte.

Y las odiosas fuentes, las mentirosas, las de mil lenguas.

–Tu nombre.

–Nonlnlorrlooccuueeredo.

–No importa. Aquí lo tengo. ¿Tú crees que un sindicato se maneja así nomás?

–SisiEmemPrprsiEeeesePosieserepemem…

Para imponerse le basta la voz y los enconados ojos laterales de sapo, las cejas en circunvalaciones que le rozan las corvas.

–¿Quién está aquí?

–Aquí, aquíí…

Estar aquí, cámara en mano. Captar esos ojos sombreados por espesas pestañas, la nariz afilada que contrasta con la fuerza del mentón.

Lo ha sorprendido. Se lo nota en el entrecejo, en la crispación de la voz.

–Acércate…

–Acércateee… teee…

La mira mirarlo y su inactividad lo irrita porque no soporta ese rostro compungido, esa boca abierta, esos ojos que apenas resisten su mirada. Odia ese pasmo.

–¡Ven!

–¡Venn!

Y se contiene sólo para apurar la burla porque el infeliz no sabe que sus días también están contados:

–Tin tan ton…

–Ton tonn…

Habla el que arrebata el aliento y le suelta:

–No te amo.

–Amo mo ooo…

Y la bella pierde pie. Siente el abismo. Un gusano le roe el vientre.

“¿Amar? Mar ar…”

Se concentra en el fresco silencio.

“¿Amar? Mar ar…”

Se pasa la yema del dedo anular por la frente y nota una cicatriz.

“Debe ser el sol”, piensa, arrancándose la costra.

Más adentro de su cabeza la frase rebota distorsionándose. Escucha:

–DEBsrloldeEeSerserELellSOsoLll…

Ese murmullo del agua precipitándose en un cántaro. En muchos cántaros. Y su aroma.

El asedio contra sí misma se desató en ese instante.

Todo refulge: las estructuras cromadas de los aparatos son fuegos fatuos en las paredes cubiertas de espejos. En ellos también refulgen las miradas equívocas, algunas joyas. Ebúrneas, las deidades se concentran en las rutinas que interrumpen sólo para confirmar la precisión escultórica de las curvas de Pericles, la apretada brevedad de las cinturas, la sinuosidad enervante de las nalgas, que a veces supera la fastuosidad de las de las cebras, para detenerse en la pétrea perfección de los pectorales, en la altiva precisión de senos hechos para embestir, en muslos masivos y vertiginosos, en espaldas y vientres en el instante de mayor y más perfecta tensión, en el panteón fragmentario del gimnasio y en su floración de bocas jadeantes.

“Pain is momentary, pride for ever”, reza una camiseta.

“No pecs, no sex”, anuncia otra, descalificadora de los naufragios.

Las tripas.

La peste.

¿Dónde más podría encontrar trabajo una muchachita distraída, torpe, propiamente muda, incapaz de organizarse? En el templo donde se venera la opulencia de la carne.

La lideresa termina de hablar por teléfono.

–Nos duele nuestras muchachas… Pero sabemos lo que se nos solicita y lo concedemos.

Se repantiga en el sofá de moiré, abandonándose al placer del dulce. Y le indica al Doctor Piquetes con el muñón erizado de garras el sitio del inminente arponazo de colágeno.

–¡Ññaao! ¡Ññaaooo!

Chilla y su voz se reproduce y magnifica en esa especie de hangar que contiene la piscina. Los ecos de sus chillidos rivalizan con la música puesta a todo volumen que emerge de una enorme bocina. Lo único que Juno Esther le ha permitido conservar de su voz es una especie de maullido que admite dos variaciones resonantes bajo la bóveda plexiglás del Leteo.

–¡Ññaao! ¡Ññaaooo! ¡Ññaaooo!

Delgada a un extremo que en cualquier situación ordinaria la mandarían al hospital psiquiátrico, ilustra los maullidos con movimientos frenéticos. Bucea en el aire. Salta. Oscila enérgicamente a la derecha, a la izquierda. A todas les encanta porque es un huso. Es flaca por todas.

Entienden perfectamente su voz inarticulada, sus ruidos de animal cercado.

–¡Rrramññaooo! ¡Rrmrñmañooo!

Esos alaridos de puerco atorado.

El agua, de suyo serena y se diría estancada, apenas suavemente zurcada por serpientes, en este instante se encrespa agitada por el repapaloteo de ancas y tetas y panzas y nalgas y adiposidades comatosas.

–¡Rrramññaooo! ¡Rrmrñmañooo!

Las diosas rebotan neumáticamente.

En El Olimpo hay una nueva generación de dioses. Hasta hace poco la administración se reservaba el derecho de exclusividad, pero ante los crecientes gastos y el deterioro de las instalaciones una mayor flexibilidad se hizo necesaria. Desde entonces no sólo la casta divina despliega sus marfileñas carnes, ni los naufragios de amor encuentran sus Caribdis únicamente en áureas undosidades capilares.

Son otros tiempos, aunque de tanto en tanto resurjan añoranzas de un universo cerrado en sí mismo.

–Ni se te ocurra dirigirle la palabra.

–No te preocupes. Desde las estrellas se le ve lo rasposo. ¡Y mírale las greñas!

–Es un alcohólico perdido. Peor que el panarra.

El Leteo, así como los cotos y la nueva sección del Valhalla están abiertas a todos los miembros.

No así los restaurantes.

Ambrosía permanece idéntico en cuanto a la decoración y al menú y en lo que se refiere a los comensales. Siguen sobrevolando las mismas deidades que lo convierten en un cálido comedor familiar. Los frescos despiertan desde hace siglos las mismas sonrisas ambiguas y los gestos guasones que desembocan en lubricidades gloriosas.

Las Metamorfosis está abierta a todos los nuevos miembros. Es un espacio de encuentro y cada detalle de su decoración y de la carta manifiestan una voluntad cosmopolita y posclásica. Allí conviven los puntos cardinales.

Sentada en la barra, una diosa inscribe sus pensamientos en la eternidad:

“En El Olimpo proliferan ídolos variopintos. Ya nada es lo mismo. Aquí, justo a mi lado, están algunos que parecen jamás haber abandonado los bosques. Son… ¿cómo decirlo? No, soy incapaz. Me ensuciaría.”

Y otra deidad en el salad bar registra un pensamiento similar:

“Esta mañana me encontré en el Valhalla a una dama-tapón, pigmea entre enanas, las mandíbulas poderosas pero más los frontales, como hechos a roer cráneos, y vestida con una falda de serpientes. La acompañaba un individuo más bien feo, esmirriado y macilento, con la piel descascarada. Sus escamas flotaban sobre la espuma de la gloria.”

Suya fue esa tarde abrupta resuelta en pesadez sombría y agobiante. Como que quería llover. Desapareció como cualquier cazador que viaja ligero. Y ella quedó atrapada entre anticipaciones. Un tiempo instaurado por sus labios, por la aérea ligereza de sus miembros, por su perfección divina. Quedaron esas noches de verano en las que el cielo se revolvió desgarrándose en innúmeros aguaceros. Fueron suyas y su murmullo la acunó mientras repasaba en las fotografías cada miembro amado. Suyas para examinar cada milímetro de esa piel. Para ahogarse. Para repetirse la misma pregunta.

Repasó los muros que había vuelto a pintar con la esperanza de olvidar. Y no chistó. Su voz le era odiosa. Era la que repetía los desechos de otra. La de su derrota. No quiso pronunciar ni una vocal porque la pequeñez de la casa vacía amplificaba la reberveración vertiginosa.

–Aa…

El clamor de los grillos en su ensordecedora repetición infernal. Los élitros insólitos frotándose en una imprecación sostenida y creciente que ya hace vibrar los vidrios de las ventanas y las copas en el aparador.

–YayaNOooYanTEoyAMyaOooo…

¿Para decir?

Llegó Liriope, menor en años pero mayor en arrogancia. Y examinando los muros recién pintados, antes de desaparecer dictaminó:

–Tienen la falsa tumecencia de un atún envenenado.

El autobús avanza bajo la lluvia pertinaz. Pasa frente a muros pintarrajeados de los que se desprenden cicatrices multicolores. Desde su asiento mira a la gente que se apresura, que espera pacientemente, que viaja sentada o de pie y que la mira detrás de otros vidrios empañados. Gente que a lo mejor, como ella, quisiera hacer explotar el mundo en ese instante y que lo haría si tuviese a su alcance un botón que oprimir. Camina bajo la lluvia a su casa sin notar el brillo de las enredaderas ni la sosegada frescura del patio. Cada acción es mecánica, como en El Leteo. Y piensa al abrir la puerta que entre toda esa suciedad inabarcable se encuentra él, los ojos bajos, sombreados por oscuras pestañas, el cromo reflejado en la transparencia del estanque. Avanza contando los escalones, diciéndose a sí misma lo que hará a continuación porque ésa es la única forma de realizarlo.

El aguarrás en la barriga.

–¡Arrbaaaa! ¡Aaa!

Y después, sin sentirlo, encuentra por fin una bahía.

–¡Rrmañaoou!

Esa tarde de junio Eco expira.

 

Bruce Eco, “El olimpo”, Fractal nº 49, abril-junio, 2008, año XIII, volumen XIII, pp. 163-169.