En las mejores rachas de mi cotidianidad, me encuentro una y otra vez en situaciones donde le doy entrada a alguien más a mi vida privada; cedo temporalmente lo que concibo como mi derecho inalienable a tener la última palabra en todo lo que me concierna (aunque sea sólo tantito, que en casos como este ya es bastante). Es gracias a este tipo de intercambios, que los dilemas que me asechan toman dimensiones distintas a las que habitualmente, por la inercia que cobra mi historia, logro imaginar. Ocurre una especie de paralaje por medio de la cual se me ofrecen perspectivas alternas –antes imposibles de considerar desde el soliloquio–, así produciendo en el horizonte de mi posible, un vistazo a los parajes de la meta-narrativa. Se torna potencial la alteración del tono, modo, estilo, significado y contenido de mi experiencia personal. Con ello, se gesta la opción de afectar la manera en que me relaciono con todo el entorno y las consecuencias recíprocas que acontecen en toda dicha comunicación.
Sin duda es cierto: me encuentro en un diálogo constante con todo lo que me rodea –de manera directa e indirecta. No hay un cese a la conversación que tengo con todo lo demás; a tal grado se suscita esta interdependencia –como dicen algunas escuelas budistas– que sería complicado –al grado de la aporía– determinar, la línea que divida mi parte y la otra en esta charla. No puedo evitar la expresividad, ni tengo mucha opinión en cómo se ha de asumir, en cuál será su interpretación final. Como quiera, debo conceder que, a pesar –y por– estas pautas estructurales de la permeabilidad, vivo, como parte de un efecto –por así llamarlo– la ilusión de una voluntad individual. Si ontológicamente no soy más que permeabilidad, vulnerabilidad, maleabilidad, por ende, a lo que me refiero cuando digo “soy” o “yo”, y la sensación de ubicación y certeza que pueden acompañar a estas declaraciones, es puro efecto especial/espacial.(1)
De vez en cuando, en instancias –breves en su mayoría– en que no me encuentro completamente sometido al peso y motor de mi neurosis y la convicción que le protege; en esos ratos en que la colección de lesiones que me constituyen y las historias que les escoltan se cae por el propio peso de su carencia original; en esos lapsos, atemporales, surge en mí una serenidad y lucidez que acompañan una gama de ternuras y calores en el pecho. Una inspiración, una aspiración que cobra la tesitura de una epifanía.
Desde ahí, contemplo el vacío de sentido en el que habito, ese dolor irresoluble y la imposibilidad de la satisfacción, no como un apocalipsis nihilista y desesperanzado; sino que le aprecio, de pronto, como una fertilidad ilimitada. El parloteo habitual en mi cabeza vive una variedad de crossfade(2) y pasa gradualmente a formar parte del ruido de fondo, para después sumergirse en el mar sónico del ambiente. Las opiniones de las cuales constituyo alguna trama de seguridad/solidez ontológica, con toda su carga de fatalismo y esperanza se derrumba en su propia fragilidad. En este espacio de apreciación, ocurre que considero las formas que puede tomar este diálogo que continuamente acontece con mi entorno. Reflexiono sobre sus posibles efectos y cómo encausarlo de la manera más inspirada y atinada posible.
Estos cruceros en que el principio de realidad traspasa los nudos que le mantienen trabado en mi mente, se caracterizan también por una ausencia de las marcadas distinciones entre pasado, presente y futuro. Las contradicciones y obsesiones diarias ceden a lo inmediato; el embrollo del ímpetu que lleva mi karma se desplaza y lo que se palpa es la relación pura. La imputación cognitiva de sujeto y objeto se abre a un lenguaje de procesos e intercambios continuos, en vez de un dictamen de sucesos y resultados aislados.
Sí, ahora que lo leo en la hoja, develo las partes grandilocuentes detrás de este decir; pero, por ahora, quisiera continuar sin desacreditar las intenciones genuinas (y genuinamente torcidas) que hay en ello, también. Entonces: las intenciones y develamientos que acontecen en estos pasajes (por así decirles) se tornan una aspiración y un tipo de confianza o promesa(3). Y luego(4), ocurre algo más: retorna la locura, regresa mi estructura, regresa una complejidad (mis complejos, complicaciones y sofisticaciones), los conceptos y su juego de definiciones, mi verborrea mental de costumbre.
Ese pequeño repertorio de reduccionismos habituales se impone, de nuevo, sin consideración alguna por mis mejores intenciones –aunque no sin alterarse progresivamente por ellas.(5) Es así que, aunque acontecen estos desplazamientos, no puedo partir de otro sitio que no sea aquel en que me encuentro. Para aspirar a comprender y actuar desde esta atemporalidad, requiero también reconocer el contenido de mi cabeza. No me es posible saltarme el transcurso de metamorfosis de esta interacción.
Nos gusta hablar, nos gusta contar nuestra historia y oír la de otros; ya sea una serie de televisión, un chisme, una novela, una nota en el periódico, una conversación ajena en un puesto de tacos o un íntimo compartimiento con alguien querido. Comunicación. Es una manera de celebrar la expresividad en que ineludiblemente moramos (y nos mora, a su vez… por así decirlo). Comunión. Es también un festejo del potencial que hay de alterar estas narrativas de maneras asombrosas e inconmensurables. Otra forma de sugerir que no cesamos de tener esta conversación con “todo” es a la manera de Derrida: No hay afuera del texto.
No hay sitio, momento, suceso o ser que no esté en relación con “todo lo demás”…
Usemos la analogía del texto: vivimos en una expresividad, como expresividad –si no fuera así, ni enterados estaríamos. El ambiente es uno de contrastes y contextos en continua y oscilante mutación, que es registrable por una conciencia expresiva. De nuevo reitero, de no ser expresivo, el universo (por así llamarlo(6))… no “existiría”. A cada experiencia le sucede otra que altera irreversiblemente el matiz y significado que anteriormente tenía esa experiencia. En un texto cada palabra modifica la anterior (y viceversa) y cada enunciado siguiente altera al que le precede… y el texto continúa, no acaba, un libro cita a otro previo y etc. No hay afuera del texto. Somos palabras en los enunciados de nuestra historia, de nuestra época, nuestros cuerpos a su vez cubiertos, rellenos de palabras y sus cargas (como tatuajes); somos sujetos de un enunciado; sujetos a nuestra historia, sujetos a esa constante expresividad.
Inclusive si intento salirme del enunciado, éste no cesa. Si me drogo –por ejemplo– como para no estar en “esta dimensión” o situación, sigo siendo contable (pueden contar un cuento sobre mí), en una relación causal con el mundo. Puede que esté muy anestesiado, pero aún podrá decirse que estoy en una habitación y que llevo tres meses sin pagar la renta, y que vomité por la ventana y dormí todo el lunes tras haber insultado “sin querer” a… Si me suicido es lo mismo, me convierto (en la historia) como “ese güey que se colgó de la lámpara desnudo, con un cinturón de piel, una mañana soleada…” No hay afuera del texto(7). Lo que pasa es que no puedo pretender ser ninguna otra palabra más que la que soy en es(t)e texto. Sólo desde ahí puedo partir, cualquier otra postura sería partir desde el engaño (cosa que en términos de método resulta en equívocos tóxicos); como insistir que mi televisión sí tiene cable y echarme la tarde de un jueves, insistentemente poniendo el canal 300, para luego sorprenderme (y frustrarme muchísimo, indignándome de paso, jurando que se están burlando de mí como parte de un malévolo plan, o por mera deficiencia de empatía, por lo cual devendrá una venganza terrible en la que basaré el resto de mis días hasta… bla bla bla) de que no entra la señal.
Ahí estoy, como esa palabra, y no otra, y no puedo dejar el enunciado, escaparle… ENTONCES, a lo que sí puedo aspirar es a modificar esa palabra, para así tener un efecto sobre el resto del enunciado y la historia (o novela ciber-porno-punk, si prefieres). Lo que puedo alterar ni siquiera es la palabra, sino su relación con lo demás. Es como si de pronto hago de ese enunciado un enunciado poético que descompone y conmueve el sentido, la lectura y las secuelas de todo el párrafo y etc…
Aquí entra en juego una cuestión no menos importante: ¿Pa’ qué (diablos) cambiar el enunciado? ¿Qué no sería mejor simplemente aceptarlo tal cual? Estoy de acuerdo: vaya insistencia en andar “quesque mejorando las cosas”; pero en este caso –quizás con tal de continuar con este texto– me remito a la primera persona narrativa: porque me duele. Es decir, que de alguna forma, ya sea por el enunciado, o por mi sitio en él, algo no funciona, algo no cuadra; y sí, estoy de acuerdo, no tiene porqué hacerlo, y quizás (seguramente) jamás lo haga; pero inclusive llegar a una conclusión (por así decirle) de esta índole requiere un desplazamiento de algún tipo. No cambio el enunciado, sino la relación de una palabra con las otras, y esto afecta al enunciado. La segunda es, porque es posible, porque el enunciado como tal no es fijo, ni absoluto, ni final(8); y por ello, para responder al cinismo con su reductio ad absurdum: ¿porqué (diablos) no?
Ahora, para llegar al punto de éxodo, este mítico “desde dónde parto yo”, daré una vuelta por el territorio de las prácticas esotéricas del Budismo Indo-Tibetano. Uno de dichos recursos para la realización de la naturaleza de la realidad, son las prácticas de visualización. Quien se somete a dichos ejercicios, se visualiza como un ser despierto, como un Buda (por así decirlo), de tal suerte que concibe todo su entorno como uno plenamente glorioso (por así ponerlo) repleto de otros budas. Ocurren, por medio de este riguroso ejercicio (que requiere, sin duda, la guía adecuada de alguien ético y bien entrenado en ello) varias experiencias, de las cuales relataré un par: la primera es que por medio de estos detallados rituales, uno se puede percatar que esto de visualizar(se) es algo que hacemos todo el tiempo; es decir que quien creemos ser “así nomás”, también involucra un complejo y preciso proceso de visualizaciones (inconscientes –por así invocarles); segundo, que al visualizarse a uno y al entorno como algo lleno de cualidades exaltadas, la manera en que interactuamos toma un tinte radicalmente distinto al habitual. Las señales emitidas y por ello las recibidas viven cambios significativos, produciendo una eclosión de cualidades lúcidas en uno y los demás. Esto se suscita, además, de forma exponencial, disipando nudos cognitivos, emotivos y libidinales, que en sus enredos topológicos producen mucho sufrimiento (a lo pendejo).
Ahora, ¿de dónde parto yo?, en otras palabras, ¿a pesar de mis mejores intenciones, y construcciones de una imago aceptable, y mis deseos de vivir un profundo romance con la vida misma, cuál es mi neta? Bien, pues a ello: mi neta es que la visualización primaria que me atiene, y desde la cual puedo aspirar a una mayor apertura y lucidez, no es, digamos, la de Chenrezi, el buda de la compasión, o la de una claridad pura e intrínsecamente nítida, libre de toda distorsión o extraño interés, o siquiera la de un “yo” vagamente bien estructurado. Es más, creo que de no asumir el punto de partida (para empezar) no podría siquiera contemplar la oportunidad de llegar a un espacio, no digamos armonioso, sino meramente funcional. Bueno, ya: la visualización primaria desde la cual puedo partir es la siguiente: el sistema operativo instalado en mi mente es aquel puesto en escena por Pinky y Cerebro, la caricatura de Warner Bros que apareció inicialmente en 1993, como interludio a los Animaniacs, para posteriormente convertirse, de 1995 a 1998 en su propia serie de media hora.
La trama de cada episodio de esta serie animada, se echa a andar por el mismo motivo: conquistar al mundo. Esta recurrencia sintomática, detrás de la cual no hay una explicación final, más allá de una compulsión, gracias a la cual organizan sus vidas, es enfatizada y explícitamente puesta en marcha siempre por Cerebro. El chaparro y más-neuronas-que-ratón, Cerebro, ante la pregunta de su compañero de celda, al comenzar cada episodio, “Oye Cerebro, ¿y qué vamos a hacer esta noche?”, invariablemente contesta, con aires maquiavélicos de obviedad y una determinación implacable, “lo mismo que hacemos todas las noches Pinky: tratar de conquistar al mundo”.
Estos blancos ratones de laboratorio(9) han sido objeto de un experimento genético que ha hecho que uno de ellos, Cerebro (como su nombre indica) cuente con un cerebro super-desarrollado dotándole de capacidades racionales, matemáticas y estratégicas de alto calibre. Por otro lado, no se sabe a ciencia cierta qué efecto han tenido estos experimentos sobre Pinky, quien parece estar loco, sin embargo demostrando una variedad de habilidades paranormales (telequinesis entre ellas), una extraña intuición y una conexión con el azar muy particular. Residen juntos en una jaula, desde la cual disfrutan de su mutua compañía, hacen sus planes (Cerebro hace los planes), y en la cual terminan de nuevo tras cada uno de sus fallidos intentos de dominación global.
Esa es la forma de mi psique: una especie de mezcolanza tornasol entre un complejo Napoleónico y la inmanencia tipo síndrome de tourrette. Cerebro es esa voluntad de poder, la categorización obsesiva de todo, la insaciable búsqueda de la victoria, la ventaja, el saber cortejando al poder, y un sarcástico empirismo empedernido. Es la aprehensión sobre la noción del territorio. Esto proveniente de un pánico fundamental(ista) ante la ausencia de control y sentido, una herida narcisista –justificada en la evidencia de que a pesar de ser un ratón es más capaz, en muchos sentidos, que los humanos.(10) A pesar de su imagen de sí, sigue siendo presa de un laboratorio, objeto de experimentos con fines que no consideran su subjetividad ni de chiste. Cabe agregar, el hecho de que, su persistencia en dominar al mundo, es también porque no se le ocurre otra cosa; o por ponerlo en términos clínicos: es sintomático. Un patrón no reconocido que rige la vida propia, por medio de experiencias, fijaciones y fantasías no-examinadas. Cerebro es completamente unidireccional, tiene un objetivo, uno que considera como el ápice de toda la experiencia; así tratando todo cuanto ve y le acontece en función de este supuesto clímax, por medio del cual estructura (dando “sazón” a)su vida. No quiere ser afectado por el movimiento del mundo, ni asumir su susceptibilidad ante todo cuanto le ha acontecido, sino que osa por/como fin estar por encima de todo. Intocable. Cerebro, desde esta herida narcisista quiere ser la ley: el mero mero de los meros meros, el jefe de jefes: quien su palabra es la ley(11). La terrible ironía emana de que en última instancia, su querer regir lo rige.
Pero ahí no acaba el cuento; sí así fuera, sería yo un tipo completamente congruente(12), y estaría en estos momentos, o en un puesto narco-político, ejerciendo estos viajes de poder, o en un instituto psiquiátrico con un delirio de omnipotencia (sucesos que todavía no pasan –fiu). Esto es gracias a que también Pinky es parte de mi constitución; de esa visualización primaria, o estructura. Pinky, el factor X, el elemento sorpresa, inaprehensible por la lógica “cerebral” del control y la vigilancia. El otro ratón, de complexión alargada y de disposición ludico-onírica, es como el comodín de la baraja, es ese algo que se escurre entre las líneas de lo que se espera, así poniendo en juego (y a su vez permitiendo) todo el orden establecido. Es un signo de interrogación o exclamación, o un acento fuera de lugar, dependiendo del caso. Pinky es lo que falla en los planes de Cerebro, pero sin el cual, paradójicamente, no habría siquiera oportunidad de que fracasaran –ya que cada que se estanca en su plan es la errática creatividad de Pinky de la cual toma pauta, y en ocasiones es Pinky quien instiga a su compañero de jaula, motivado por una total intolerancia al aburrimiento, a que –una vez más– haga un elaborado plan para conquistar al mundo.
Torpe y de buen corazón, este otro ratón se entretiene a toda costa, disfrutando de bizarras intervenciones e inquietudes divertidas; enfocado en el presente, de cierta manera ya ha conquistado al mundo, al habitarlo plenamente, libre de la necesidad de conquistar al mundo. Sin embargo, estima mucho a Cerebro y a menudo le necesita para no perderse en un torbellino de confusión o vértigo ante el vacío. Es tal su disposición a lo inmediato que, cuando se le dice algo es generalmente propenso a tomarlo en sentido completamente literal –extra-directo. Cerebro –más cabeza que cuerpo– a su vez, en situaciones de peligro siempre opta por preservar la vida de su amigo, aunque en dichos casos le cueste su casi lograda meta de dominar al mundo. Es también incapaz de lastimar a su amigo; cada que se enfurece con el debido a su rabia, impotencia y frustración, opta por golpearse la cabeza contra algún objeto sólido, mas nunca por agredir físicamente a su único amigo.
Sus lógicas difieren, la de Cerebro es una basada en la predicción, mientras que la de Pinky, por su espontaneidad, alude más a la profecía. Cerebro es un as de lo simbólico, mientras que Pinky soporta la expresión de lo Real.(13) Ese traumático contacto con lo ominoso. Pinky, en este caso es el no-todo que completa e interrumpe al todo; aquello que siempre falla, que no se pesca finalmente; es el contenido deconstructivo dentro de cualquier sistema; es aquello que perturba y moviliza hacía paradigmas antes inconcebibles; es lo que sobra y lo que falta –sin lo cual el todo no es todo–, y la posibilidad misma, con la infinitud insoportable de su fecundidad, encarnada.
Para uno, el plan es una misión que otorga propósito a su trágica existencia, y para el otro es un divertimento, una aventura requerida para estructurar su experiencia, para organizar sus estremecimientos. Como quiera, son considerados como una simbiosis. Conquistar al mundo es una fantasía, una que debe seguirlo siendo, una fantasía que en el fondo prefieren a su realización. Si la cumplen se acaba, entierran la fantasía, toda esa grandiosa creación que les proporciona aliento y narrativa. Es la rueda para correr en la jaula.
Juro que a veces hasta puedo oír cómo rechina.
En efecto, esa es mi mente, la forma que ha asumido.(14) Y son justamente esos puntos paradójicos en las constituciones y disposiciones de Pinky y Cerebro por los cuales puedo aspirar a una comunicación menos distorsionada con un principio de realidad. Su interdependencia, su complementariedad y el afecto mutuo que comparten. Soportan lo imposible del otro; se comprenden. Las intersecciones de su comunicación, aquella relación que tienen, la ternura que se tienen y las fracturas en la lógica de cada uno de ellos. Ahí es donde se encuentra la posibilidad de un desplazamiento: en el irrefutable contacto con la permeabilidad, la destreza para hacerlo de manera efectiva (la capacidad analítica de Cerebro aplicada al autoengaño), y el hecho de que es una obra siempre ya inconclusa (lo impredecible en Pinky). Es desde esa imposibilidad de ser culminada, que la visualización recibe y transmite en continua mutación.(15) Respaldada por la intención compasiva de esa inevitable e inexplicable ternura que sienten estos ratones –incluso a pesar de sí; es decir que les rebasa su idiosincrática concepción de sí mismos–, dando importancia a su entrañable conexión con el otro, esto es el impulso, su dirección. Finalmente es la capacidad de cálculo, ese discernimiento llevado a la acción, que en su penetrante claridad, puede conducir el vehículo.(16)
Es justo en sus enajenaciones que se encuentran sus cualidades más aptas para este proceso de disipación de obstáculos y expansión de una armonía feroz y contagiosa. En Pinky, por ejemplo, aquello que hace que se quede pasmado intermitentemente, en esa fascinación que le absorbe se traza también una tremenda apreciación por el mundo. Acepta lo inconcebible como tal, fenómeno que hace que valore en vez de osar manipular. La cualidad de lo vívido en su experiencia es manifiesta por este medio. Es gracias a esto que es, a fin de cuentas, un ratón ético.(17) Tiene la capacidad de gestar una intención genuina y expansiva. Cerebro, por su parte, dentro de su neurosis obsesiva, contiene la capacidad de llevar a cabo complejos planes y esquemas, que requieren gran discernimiento, concentración y determinación; con el método preciso y la constancia adecuada, se puede llegar lejos (por así decirlo). Es muy hábil y consciente de cómo se maniobra el reino de lo simbólico.
Pero yo sigo en la repetición sintomática, los desvaríos y un discurso trillado y confuso que toca en loop en mi cabeza. Corriendo en la rueda en mi jaula de laboratorio. Es decir, todavía soy inquilino de la necedad de Cerebro y la ingenuidad de Pinky. Sólo que ahora comienzo a anhelar, y contemplar como posible lo que puede suceder si me dispongo con un poco de candor y descanso mi atención en las texturas y cualidades que hay implícitas en mi enajenación. Una suerte de pharmakon. Es decir: la herida es la medicina.
(1) Cabe señalar que este efecto del “yo” se vigila, irónicamente, también produciendo una alienante noción de escepticismo y/o independencia/inherencia con la cual se identifica. Dicho de otra forma, esta negación de la propia porosidad, es una manera muy eficiente de ser totalmente crédulo.
(2) Crossfade se refiere a la función que tiene una mezcladora de torna-mesas para ir gradualmente pasando la prioridad a una torna-mesa y luego a otra dependiendo de cómo esté situado el controlador.
(3) Que en vocablo psicótico-místico podríamos designar como Devoción.
(4) Nota, con este “luego” ha “regresado” el tiempo.
(5) Como una gran piedra expuesta a una gotera que terminará por romperla.
(6) Nota: el repetido uso de frases en paréntesis como, “por así decirle” o “por así llamarle”, etc. es una manera de aludir a que las palabras utilizadas para designar ciertos fenómenos, en especial, son de un tono excesivamente congelador; es decir que esto es un intento de problematizar algunos términos en pos de provocarles asociaciones más dinámicas.
(7) Esto tiene una correlación marcada con la noción del sujeto independiente; en otras palabras, los delirios trascendentales presuponen un sitio aparte al actual completamente desconectado de éste. Lo ridículo de tal propuesta es aparente en lo siguiente: si es un sitio absolutamente independiente al sitio en que uno se encuentra, ¿entonces, cómo *%#*@*! se supone que hay pasaje de uno al otro?
(8) Para ser legible implícitamente debe ser alterable, es decir que de ser permanente no podría tener interacción posible –no podría afectar ni ser afectado. De ser inmutable no podría tener relación con quien lo lee y “existiría” de forma completamente aislada, y por ende ilegible.
(9) Laboratorios acme.
(10) Trampa Hegeliana en la insaciable pesquisa por la confirmación de la existencia y valor propio, vía el reconocimiento ajeno.
(11) Cuestión que recuerda a la resolución edipal en la frase vernácula-chilanga, que irónicamente alude a que uno, en efecto, no es la ley: Aquí el chingón, chingó a su madre.
(12) Más aún considerando lo rigurosa que es la lógica de la paranoia.
(13) O como dirían los budistas tibetanos, y aludiendo a la simbiosis de Pinky y Cerebro: la unión indivisible y regocijante de la apariencia y la vacuidad.
(14) Mismo en las prácticas del budismo tibetano, las representaciones que se utilizan como base para la visualización, también conocidas como deidades, no son deidades en el sentido teológico, sino que, basándonos en la traducción literal de la palabra tibetana para referirse se ellas, yi-dam, son formas mentales, formas que asume la mente. Entiéndase por mente, en este caso, no meramente el ámbito del intelecto y/o la percepción, sino la vida afectiva y de cierta manera el entorno también.
(15) Curiosamente las prácticas de visualización se basan en la premisa de tomar el resultado como camino. Se asume en el presente la actitud despierta, se hace como si ya se ha logrado el objetivo. Esto inmediatamente problematiza la noción de resultado, ya que la finalidad como tal se considera como algo provisional.
(16) Por la super-carretera de la poiesis holográfica en el ámbito de la hiper-permeabilidad. (Tenía que decirlo).
(17) En repetidas ocasiones en que Cerebro logra cumplir su objetivo, Pinky al ver la desmoralización que lleva a cabo su amigo, deja de cooperar con él, trayendo consigo el derrumbe de su plan
Fausto Alzati Fernández, “Pinky: aquel resplandor del no-todo”, Fractal nº 48, enero-marzo, 2008, año XII, volumen XIII, pp. 125-138.