Para Rodrigo, g. i.
I
Los grandes ensayos irrumpen en el horizonte como esos yates de gran diseño que parecen no tocar el agua siquiera. Sólo mirarlos es un placer, y son en sí mismos una verdad estética, una verdad náutica, una verdad humana. Pero aquí sostengo que el mar ha sido hecho también para los grandes cargueros, que desplazan cientos o miles de toneladas, que tarde o temprano se oxidan, que tiran aceite y petróleo, pero que transportan buena parte de la riqueza del mundo. Confieso que muchas veces he preferido los cargueros a los yates, y siempre los esforzados remolcadores veracruzanos a las lanchas de Chapultepec.
Quiero plantear ciertos aspectos centrales al desarrollo de las ciencias sociales y la historiografía que hacemos en México, y que juzgo no han recibido la atención que se merecen: me refiero a las relaciones entre conocimiento y expresión.(2) Para decirlo pronto, argumento que la pasión que sienten la mayoría de los intelectuales y algunos académicos por el ensayo es una noticia menos buena de lo que parece, sobre todo porque ese entusiasmo no ha sido acompañado por una reflexión generosa y documentada alrededor de aquel otro género que es una de las formas características de comunicación del trabajo académico: el tratado. Mi análisis no se propone la crítica de un género (el ensayo), sino la de una actitud y de aquel discurso (generalmente implícito) que, para subrayar las virtudes de la forma ensayística, ha enviado al tratado (y a su hermana pequeña, la monografía) al rincón de los gordos, feos y aburridos. Dicho de otra forma, sugiero que la inexistencia de una reflexión que asuma y promueva sin complejos la forma del tratado sistemático y, en otro sentido, de la monografía, es un punto vulnerable y a la larga peligroso en el edificio del pensamiento mexicano contemporáneo. Más aún, considero que el debate sobre la naturaleza del conocimiento social e histórico ha dejado de lado, precisamente, el problema de la expresión y las reglas que a ésta competen. La manera como se crea el conocimiento es ciertamente un problema epistemológico, pero la manera como se comunica ese conocimiento es, además, un problema donde se entreveran las tradiciones literarias e intelectuales, y donde se exhiben las distintas legitimidades del trabajo intelectual. Esto último es perfectamente claro en la saga del ensayo mexicano moderno, donde se suceden escritores de la talla de José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Gabriel Zaid o Carlos Monsivais. Semejante genealogía hace entendible todos los prestigios del género en nuestro medio. El deslumbramiento es peligroso sólo en la medida en que oscurece la necesidad de revalorar y reubicar el tratado en la cultura escrita contemporánea. Escribió Goethe: “ver lo preciso, lo iluminado, no la luz” –no sólo la luz, al menos.(3)
El trabajo está dividido en tres partes. En un primer apartado, discuto el texto de un autor que ha planteado en los términos teóricos y históricos necesarios la importancia capital de distinguir entre las funciones del ensayo y el tratado en la cultura moderna. En segundo lugar, intento una caracterización somera y provisional de los tipos intelectuales y de las funciones políticas y culturales del ensayo y del tratado. Finalmente, en tercer lugar, procuro identificar las ventajas y los modos según los cuales una suerte de renacimiento de una tradición tratadista en México ofrece al debate público contemporáneo y al desarrollo del trabajo académico en las universidades.
II
Francisco Gil Villegas no será jamás un profeta en su tierra, me temo. En 1997 publicó un libro que, sin hipérbole, será fundamental en el desarrollo del pensamiento filosóficos y social en México.(4) No hay paradoja alguna cuando afirmo que este libro, que cumple todos los convencionalismos de la academia (notas extensas al pie de página, referencias bibliográficas en tres o cuatro idiomas, noticias de becas, viajes y estancias de investigación en algunas de las universidades más prestigiosas de Europa), constituye una de las mayores provocaciones al establishment cultural en nuestro país. Porque Francisco Gil Villegas escribió un tratado en tierra de ensayistas.
Villegas ha escrito un tratado sobre un ensayista sin complejos (Georg Simmel); sobre otro ensayista (Ortega y Gasset, “tal vez el más grande de nuestra lengua”, Paz dixit) que un día quiso ser tratadista; sobre un pensador que defendió, en sus años mozos sobre todo, las valías del ensayo y el tratado (Lukács); y sobre un tratadista all the way (Heidegger), quien es, dicen algunos, el mayor filósofo del siglo XX. Al contrario de algunos teóricos, historiadores e intérpretes que desde los ambientes postmodernos se empeñan en decir lo que les viene en gana de lo que les da la gana, Villegas recompone, acomoda y explota los conceptos y los métodos de la sociología del conocimiento y de las historia de las ideas para reconstruir una de las genealogías más importantes del pensamiento filosófico moderno. La pregunta que pretende responder el libro de Villegas es inmensa: ¿por qué Heidegger intuye, enuncia y resuelve filosóficamente hablando aquello que Lukács y Ortega y Gasset sugieren, aquello que rondan, aquello que han entrevisto pero que escapa final y dramáticamente a su pensar y a su decir? La pregunta, peligrosa y prometedora, debe enunciarse también en otros términos: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de una obra filosófica y cuáles son las condiciones objetivas y subjetivas que definen su modo de expresión?; ¿por que Lucáks y sobre todo Ortega eligieron el ensayo, y por qué Heidegger el tratado? Todo el capítulo séptimo del libro (“El ensayo precursor y el tratado sistemático”) asume este problema de orden epistemológico y cultural. Están ahí esbozados y argumentados criterios para una reflexión más amplia, que me atrevo a llamar estratégica para la cultura mexicana contemporánea: ¿qué y cuánto se dice con el ensayo?, ¿qué y cuánto se dice con el tratado? Más aún, ¿cuáles son las fronteras, los dominios de cada uno? ¿En qué contextos intelectuales aumenta la importancia relativa –su difusión, su prestigio– de una de esas formas de expresión?
Villegas escribió un tratado, y quiero decir por qué. En primer lugar es un libro “bien artillado”, para usar la célebre expresión de Ortega. Villegas utiliza todas las convenciones del trabajo académico, pero las lleva a un nivel de plenitud difícil de encontrar en la universidad mexicana. El autor ha revisado no sólo buena parte de las obras completas de Simmel, Ortega, Lukács y Heidegger, sino a un número impresionante de comentaristas y estudiosos que desde la estética, las ontología, la crítica literaria, la historia intelectual y la sociología del conocimiento han revisado, reconstruido, interpretado y reinterpretado el sentido y los alcances de lo escrito y lo vivido por aquellos pensadores. Lo que construye Villegas es una verdadera fortaleza, en la cual asoman fusiles, cañones, morteros, misiles: comentarios que iluminan el sentido de un autor y su obra, sesudos artículos académicos que puntualizan algún aspecto particular, libros enteros que argumentan una interpretación, doce o treinta o cincuenta volúmenes de unas obras completas que son el laberinto pero también el horizonte de unas mentes notables.
Villegas no vende erudición, aunque es, ciertamente, un erudito. Si la muralla de la fortaleza es un aparato crítico que por sí mismo no puede señalar sino el oficio de un investigador profesional, el texto de Villegas es otra cosa –es como un club de conversación. Una de las virtudes mayores de Los profetas y el mesías es que las voces de los muertos célebres se escuchan perfectamente. El trabajo de Villegas en este sentido es impecable. Como un director de escena, Villegas administra a cada paso las voces de los muertos y la suya propia. En pleno dominio de los recursos del montaje, y con toda la responsabilidad del profesor, Gil Villegas deja muy atrás dos peligros que acechan a los académicos de las humanidades: la proliferación de citas, esa gritería del documento que a nada conduce; y la preeminencia del yo trasmutado en un salvaje narcisista, ese yo sin tabúes que busca a los muertos sólo para arrebatarles su pertenencias, pero los deja insepultos.(5)
El trabajo de Villegas recupera algunos elementos conocidos sobre los orígenes del género ensayístico: en Montaigne, en Baudelaire, en Benjamín, reconocemos esa angustia metódica y vital por atrapar “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” del mundo moderno, y por recuperar en la expresión la calidad, la profundidad, el movimiento y los contrastes de la vida misma (y cuánto se ha jugado en esa empresa intelectual en los últimos 150 años). Pero en la genealogía del ensayo y en el crecimiento de su programa Villegas redescubre el papel casi fundacional de Georg Simmel. Estrictamente hablando la inclusión de Simmel no es tampoco una novedad. Pero sí me parece sumamente original la forma en que Villegas coloca a Simmel como un pensador clave de la Alemania guillermina y en la formación intelectual de Lukács y Ortega. Porque la curiosidad incontenible de Simmel, su sensibilidad de observador amable y enamorado de la vida y esa elegante distancia no por cierto siempre deseada por él –que hubo de mantener de la institución académica–, todos esos rasgos lo hacían necesariamente atractivo a un par de jóvenes que como Lukacs y Ortega eran en realidad unos outsiders –como Simmel– en relación al escenario filosófico alemán.
Si como argumenta Villegas el programa filosófico de la modernidad se cumple en Alemania entre 1900 y 1929, justamente con la publicación de El ser y el tiempo, Lukács y Ortega –ligeramente mayores que Heiddeger– necesariamente estuvieron en contacto –como estudiantes universitarios en Alemania– con los ambientes y los problemas que también marcaron la vida intelectual de Heidegger. Pero la agenda político-intelectual de Lukács y Ortega estaba organizada de otra manera, aunque sólo fuese en términos de las modalidades de comunicación de sus hallazgos filosóficos. No debiera sorprender entonces que en ambos casos su debut en el mundo filosófico se haya dado con reflexiones extensas, en forma de ensayo, precisamente sobre la naturaleza y función del ensayo en la cultura moderna.(6)
Quizá resulte más contundente la relación entre el ensayo, los problemas filosóficos del mundo moderno y la situación de outsiders que atribuye Villegas a Ortega y Lukács, si la contrastamos con el lugar generacional y espacial de Heidegger y con la forma de comunicación de su obra. Heiddeger eligió la forma del tratado sistemático porque pudo identificarse a plenitud y desde adentro con la tradición filosófica alemana –es pues un insider. Villegas descubre que en Ortega y Lukács efectivamente están presentes ya algunos de los problemas que Heidegger llevará a su culminación en su trabajo filosófico de la década de 1920. Pero quien resolverá esa problemática filosófica (para bien o para mal), que ya inquietaba a Simmel desde antes de 1900, será Heidegger.
III
Estoy obligado a decir primeramente qué entiendo por un ensayista y qué por un tratadista. Nótese que prefiero postular en este trabajo los atributos intelectuales de aquellos hombres que eligen escribir de una forma y con un tono determinados. Trato de describir y entender una actitud ante el conocimiento y ante las modalidades de su comunicación. Por ello, no defino de entrada el ensayo o al tratado, sino al ensayista y al tratadista. No defino en principio géneros sino tipos intelectuales construidos con unas ciertas evidencias que proporciona la historia intelectual moderna. Trátese del ensayista o del tratadista, el aspecto definitorio de ambos tipos es una actitud ante el conocimiento, la reflexión y la manera de expresarlos.
Por ensayista entiendo un autor que escribe un texto en prosa con el fin de desarrollar una intuición, una imagen, una idea o un conjunto de ideas.(7) Pero la parte estratégica de mi argumento es la afirmación de que para ensayista la contrastación del enunciado con su referente material u objetivo es secundaria, o irrelevante, o prescindible. El ensayista asume que sus enunciados serán aceptados (o rechazados) por los lectores en virtud de su pertinencia y de la calidad estético-literaria del texto; las capacidades persuasivas del ensayo vienen de su coherencia interna, de su estilo y de su capacidad de actuar como catalizador de las angustias, esperanzas e imaginaciones de un público. Quizá he dicho mal: el ensayista no propone enunciados, sino cuerpos argumentales completos, verdaderos textos que no es posible desagregar, ya que su armonía interna, su ritmo y sus imágenes (sobre todo en los ensayos más importantes de una lengua) son parte sustancial del argumento. El ensayo –casi con independencia de su materia– es literatura, pues ni el resumen, ni la glosa, ni la paráfrasis lo satisfacen.
El ensayista es beneficiario de dos principios soberanos: el de libertad y el de autoridad. El ensayo no tiene un criterio de verdad, en el sentido de que no existe una legislación externa al texto lo suficientemente poderosa o legítima para desmentirlo o anularlo. El ensayo es verdad en tanto que existe; es la verdad de un arte. Tal es asimismo su libertad. Pero precisamente porque su existencia es su verdad, el ensayo tiende a ser una forma de autoridad. El ensayista legisla sobre su obra (con los límites que impone la lengua y sus reglas) pues define las premisas desde las cuales afirma, niega y sugiere; define asimismo los tiempos y alcances de los argumentos particulares; hace el croquis y consuma la arquitectura del texto; elige discrecionalmente sus interlocutores.
Debo advertir que no entiendo al ensayo como un hecho solipsista. Para el que escribe ensayos el mundo existe, y ese mundo puede ser el más extraordinario de todos. Pero es un mundo de perspectiva, es decir, un mundo donde el observador y el punto de fuga constituyen la realidad esencial. Por eso el ensayo es hijo del mundo moderno, es decir, es producto del fenómeno de individuación –todo hombre tiene derecho a un punto de vista, todo hombre es un punto de vista. Los derechos del hombre, aquí, son literatura.
La libertad y la autoridad implícitas en el ensayo definen todas sus potencialidades. Esta prosa no quiere ni puede respetar los límites usuales de las artes liberales y de las ciencias. El escritor es libre, pues elabora su propia agenda. No obstante, un buen ensayo (no se diga los geniales) frecuentemente deviene en una doxa interpretativa y estilística. Pero hay más: debido a la capacidad de adaptación, a su flexibilidad, y debido asimismo a la autoridad que le es consubstancial, el ensayo es una estrategia literaria, quizá la más importante, en la formación y desarrollo de la esfera pública. Parece obvio pero no lo es tanto: el ensayo es el género del intelectual, si entendemos por intelectual aquel hombre o mujer que discute asuntos de interés general sin compromisos partidistas, ideológicos o religiosos inmediatos, y sin el recurso a los vocabularios y las formas de argumentación de los especialistas y de las disciplinas académicas.(8) Por supuesto no todos los ensayos se refieren a la cosa pública, pero de cualquier forma, aunque su temática sea puramente artística o científica o filosófica, su forma de decir coloca su tema justo en el centro del ágora o en la tribuna de la asamblea de la República de las letras.
Entiendo por tratado un texto en prosa que se propone explicar exhaustivamente una cosa. Aunque no dudo que el tratado pueda ser objeto de una larga serie de clasificaciones internas, me conformo con dos.(9) La primera es el tipo de tratado que muestra la cosa tal como se encuentra en un momento dado. Me refiero a esos objetos de ánimo didáctico, es decir, a los libros de texto. La segunda categoría incluye el tratado que propone descripciones, datos, hipótesis, teorías e interpretaciones que ratifican, matizan, aumentan o niegan nuestro conocimiento del mundo. En ambos casos, pero sobre todo en el segundo, es crucial que el tratadista acepte que existen reglas y procedimientos que obligan y permiten contrastar el enunciado con su referente material u objetivo, es decir, la palabra con la cosa.
El tratado encuentra lectores entre los escritores que escriben tratados (o monografías) y entre las personas deseosas de adquirir habilidades y conocimientos específicos. El tratadista no tiene (o no debiera tener) muchas ilusiones sobre la discusión de sus temas de interés en la plaza pública. Un tratado de anatomía será leído por médicos, enfermeras o estudiantes de medicina o enfermería. Un tratado de estructuras, por ingenieros o arquitectos. Uno de comercio internacional, ya se imaginan. Que el destino y la función del tratado no sea su discusión en la plaza pública no quiere decir que no sea y no deba ser discutido. Si el ensayista lleva en la frente los reflejos de un sol que sale para todos, las fatigas del tratadista, pálido éste para el gusto contemporáneo, serán objeto de los pequeños pero a veces exuberantes rituales de las academias modernas y las tradiciones disciplinares. A no dudarlo, el ensayista es hijo de las libertades nuevas; en cambio, el tratadista es una reminiscencia de las libertades antiguas –las de los gremios y otras corporaciones. El ensayista tiene un público. Quien escribe tratados, apenas alumnos y colegas.
El ensayo moderno nace de la angustia, de la desesperación del artista ante lo que será destruido y permanecerá innombrado. El poeta hace el mundo, si recordamos a Octavio Paz en Los hijos del limo. El ensayista es un testigo de semejante acto. Pero el ensayista, al contrario del poeta, nombra el mundo sólo después de contemplarlo, de sopesarlo, de hundirse en él. La del ensayista no es la palabra primigenia, como la del poeta. No da nombre a los animales, a las piedras o a las montañas; procede de otra manera: corrige la nomenclatura, actualiza las taxonomias antiguas y las hace relevantes de nueva cuenta, nos dice qué y cuánto nos importan. Si la obra del poeta es una fundación, la del ensayista es un testimonio que nos recuerda el mundo antes que desaparezca.
En cambio, el tratadista es y será sólo un hombre –ni dios ni testigo. Construye dentro de la montaña, desbasta la roca madre para inventar una arquitectura. Viola la naturaleza, disminuye lo dado, consagra lo hecho y sus razones. Lo hecho y sus razones: tal es la épica del tratadista. Explicar un bosque, una estrella, una política, unas ambiciones o un terremoto no es asunto de dioses; tampoco basta el testimonio enardecido o sutil, la intuición abrasadora. Su misión es otra: explicar –y sólo a los hombres les es dado ese destino.
IV
En México se pueden leer elogios muy importantes del ensayo. Veamos uno de ellos. Gabriel Zaid escribió “La carretilla alfonsina”(10), donde en el título mismo existe ya una validación literaria y cultural de enorme peso simbólico. El argumentos de Zaid no parece tener ambigüedades: el “ensayo no es un informe de investigaciones realizadas en el laboratorio: es el laboratorio mismo, donde se ensaya la vida en un texto, donde se despliega la imaginación, creatividad, experimentación, sentido crítico del autor”. No debe sorprender entonces que para Zaid el ensayo tenga su bestia negra: el informe académico, el artículo especializado que “usa la prosa como ancila, sierva, esclava, criada del material acarreado: como carretilla subordinada al laboratorio del especialista”. De otra forma: mientras el especialista supone que lo que importa son los materiales en su carretilla, el ensayista sabe que “su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla”; la carretilla es una “prosa trabajada como poesía”. Si los datos en la carretilla se hacen viejos un día, la carretilla misma perdurará porque es una obra de arte. La salvación del especialista no está lejos: debe ser “mucho más que un especialista”; debe ser “un espíritu ensayante, un escritor de verdad”.(11)
Es casi imposible desdibujar o disminuir el argumento de Gabriel Zaid, poderoso, repleto de promesas. Digo yo que el texto de Zaid tiene alcances estratégicos. Por un lado, y en la medida en que es el único pensador genuinamente sans-culotte que hay en México, la de Zaid es una crítica que se dirige, sí, a mostrar la frecuente vacuidad o la mala calidad del trabajo que hacemos los profesores universitarios, pero sobre todo a mostrar que el trabajo académico es en un ejercicio caro socialmente hablando debido, entre otras cosas, a sus afanes autorregulatorios. De otra parte, y en lo que puede ser una verdadera declaración de principios, Zaid logra contraponer la posibilidad de una “cultura libre” y de una “cultura de autor”, por un lado, a “la cultura asalariada”, a la “cultura autorizada por los trámites y el credencialismo” de los universitarios, por el otro. El ensayo –interpreto – es una de las salvaciones de la cultura libre en la medida justamente en que es el género que se produce y se comunica desde la sociedad misma, sin necesidad de escalar las pirámides corporativas del mundo universitario.
Tengo dos clases de objeciones a las tesis de Zaid. En primer lugar pregunto si la voluntad de estilo, la pasión por escribir una prosa no sólo correcta sino elegante, el “espíritu ensayante” que hace al “escritor de verdad”, sean virtudes que en principio estén ausentes en la vocación del tratadista (o del monógrafo). Debe ser considerada como falsa la caracterización del tratado como una negación directa e inapelable del espíritu ensayístico. El tratado no puede ser juzgados bajo la sospecha de que su estilo literario es un problema genético. Hay ensayos aburridos como hay sonetos que no son poesía. Adorno, quien reivindica el ensayo en el seno de la cultura alemana, no obstante recuerda que “los malos ensayos no son menos conformistas que las malas tesis doctorales”.(12) Lo que es esencial al tratado es su vocación de verdad, y la certidumbre de que esa verdad es discutible y reversible. Lo que es esencial al tratado, asimismo, es que no da por hecho que el laboratorio ha sido instalado y no se embelesa sólo en la imagen del científico trabajando; procede de otra manera: discute las especificaciones mismas del laboratorio, la calidad de sus herramientas y aparatos, la naturaleza de las sustancias, la pertinencia de los manuales de operación, los resultados de los experimentos, y los límites de éstos. El tratado es al mismo tiempo una anatomía y una dinámica de la cosa, y un inventario material y conceptual de las herramientas e instrumentos con los que se trabaja.
En este sentido no es aceptable la caracterización del tratado como un hijo de un antiguo régimen emocional, filosófico y literario. Más importante aún, tampoco puede descartarse la posibilidad, ciertamente deseable desde mi punto de vista, de que el tratado integre algunas de las virtudes que definen el ensayo moderno, al tiempo que conserva su propia identidad, es decir, sus cualidades en cuanto a su sintaxis (enunciados falseables) y a su aparato crítico.(13) ¿Acaso el tratado está condenado a sobrevivir siempre al margen de la literatura?
Mi segunda objeción es de otra naturaleza. Zaid ha reconocido, y estoy de acuerdo, las virtudes democráticas del ensayo en la sociedad contemporánea. De hecho, y como ya se dijo, es uno de los instrumentos más importantes en la conformación de una esfera pública, incluso en sociedades autoritarias en cuanto al régimen político. No obstante, buena parte de los entusiastas del género tienden a prestar poca atención a la historia del ensayo, y al papel diferenciado que podría haber jugado en distintas coyunturas. Como toda cadena de antecedencias, la del ensayo puede llevarse muy lejos. Es una regla, quizá totalmente justa y fundamentada, señalar a Montaigne como el inventor del género. Sería importante inquirir, no obstante, si el ensayo tal como lo concibió Montaigne hacia 1580 se ha modificado, no tanto en términos de los impulsos artísticos y emocionales que lo nutren, sino en términos del papel que juega en una cultura. Varios estudiosos coinciden en que el ensayista vino a cubrir, literalmente, una necesidad expresiva del mundo moderno. De Baudelier a Simmel y a Benjmin, o en Ortega y Lukács , existe una conciencia profunda de que la riqueza y todas y cada una de las dimensiones materiales y espirituales de la modernidad están siempre por escapar, por desvanecerse. La amenaza para el hombre es inmensa: que sólo quede el silencio, que la memoria pierda su capacidad articuladora del sentido de la existencia, que la paciencia y el método que exigen la reflexión filosófica y científica acaben siendo un impedimento, un obstáculo para conservar los momentos irrepetibles pero esenciales de la vida. Desde hace unos 150 años el ensayo es un salvavidas, el ensayista un tipo entrenado en el rescate, y la misión es salvar al hombre de morir ahogado en el mar inmenso de los estímulos y las ilusiones de la modernidad.
De acuerdo. No obstante, algunos peligros acechan. El primero y más obvio es mirar el pasado que acunó el ensayo moderno como el “jardín imaginado de la cultura liberal”.(14) Con frecuencia se olvida por ejemplo el papel central que jugó el género ensayístico en la discusión pública y popularización de algunos de los tópicos centrales del nacionalsocialismo, antes y después de 1933. De hecho debe considerarse con seriedad la hipótesis de que los regímenes totalitarios sean capaces de conformar una esfera pública ad hoc para ventilar sus propias contradicciones internas y los ritmos y sentido último de sus programas. Un poco a la manera de su papel en las sociedades liberal-democráticas el ensayo hizo su propia su contribución a un modelo político totalitario y genocida.(15)
Imagino otra cosa: acaso debamos considerar con seriedad que el papel de los tratadistas en la cultura contemporánea debería de ser la de un senado que regule y matice los furores democráticos y la proliferación de puntos de vista de esos plebeyos ilustrados y encantadores que son los ensayistas. Me explico: la cultura moderna –y la mexicana especialmente– requiere de una cámara colegisladora(16) y reguladora de su contraparte, esto es, de esa asamblea contestataria, tumultuosa y fértil que es la opinión pública ilustrada que se expresa en el ensayo –como toda asamblea, bien puede confundir su propio destino como cuerpo con las angustias y deseos más generales. Según yo, la función del tratado y los tratadistas en el mundo contemporáneo es algo muy parecido a lo que imaginó Nietzsche, es decir, “un sistema bicameral de la cultura, en el sentido de que una cámara se calienta genialmente, mientras que la otra se refrigera por el bien de la conservación de la vida”. Si suena excesivo Nietzsche (y tal es su grandeza: escribe excesos verosímiles), recordemos la preocupación de Thomas Mann quien advirtió “la tremenda cercanía entre el esteticismo y la barbarie”.(17)
V
Debo aclarar finalmente mi posición. Es sólo una cuestión retórica abogar por el regreso del tratado como un género central a la experiencia expresiva moderna: ¿lo dejó de ser alguna vez? Pero con toda seguridad es necesario reeducar el gusto. La insistencia de antologadores y comentaristas del ensayo en un canon que, por ejemplo, toma sus precauciones al considerar el trabajo “académico” es ya un síntoma de endogamia.(18) Uno no puede mirar el horizonte marino buscando sólo la esbeltez y la gracia de los yates. Busquemos en el horizonte, además, toda la variedad de buques cargueros y petroleros. Alejandría es un puerto.
El regreso del tratado exige de una nueva legitimación de la obra en sí misma y del trabajo universitario que con frecuencia está en su génesis. Es falso que los grandes problemas contemporáneos se enuncien sólo en el ágora, en la asamblea polifónica de los medios escritos. Ese regreso tendría consecuencias estratégicas en el desarrollo de la cultura contemporánea. La primera de ellas, de carácter epistemológico, es que en mucho contribuiría a revertir la fuerte tendencia a la fragmentación del conocimiento. Esa fragmentación, un verdadero Balcanes en el episteme dominante en las últimas décadas, se alimenta, entre otras muchas razones, de la gran autonomía y del prestigio casi incontestado del ensayo como forma de comunicación y como demiurgo de la opinión pública en las sociedades modernas. No es un secreto que esa fragmentación ha llevado al crecimiento y la hegemonía de un complejo de corrientes relativistas en la teoría, la ética y la política. No propongo una Teoría Unificada del Todo. La dispersión de la materia debe respetarse, como nos enseñó Spinoza. De cualquier forma, podemos y debemos alentar la reducción y síntesis del pensamiento teórico contemporáneo a unos cuantos paradigmas comunicables, falseables e intercomunicados. La infraestructura de esos nuevos paradigmas no puede ser sino una masa crítica de tratados, esto es, de abordajes exhaustivos, documentados, sistemáticos, acerca de las materias más significativas del universo. Los tratados bien pueden ser grandes promesas en código. Valórese tanto como se quiera al ensayo y al ensayista, pero el caso es que el español escrito ha producido muy pocas teorías –y son imprescindibles.
Solicitar la reorganización y consolidación teórica y metodológica del episteme científico, ético y político contemporáneo bien puede alarmar a aquellas comunidades intelectuales que mantiene relaciones más bien sutiles y a veces intangibles con la filosofía, la historia y la ciencia. Esto es explicable en la medida en que el ensayo se ha convertido en el más prestigiado (único, tal vez) vehículo del debate público. (Como las grandes marcas que se convierten en el símbolo del producto que representan, el ensayo es el negocio y el marketing.) Pero advirtamos que ese debate se sustenta en lo que Umberto Eco ha llamado el “derroche de energías hermenéuticas” (Adorno lo llama un “exceso de intención sobre la cosa”), esa pasión por aislar y descodificar un pequeño conjunto de síntomas, elegidos éstos arbitrariamente, y construir versiones irrebatibles del universo. Más aún, Eco ha defendido la necesidad de que la comunicación humana siga partiendo del sentido literal de las palabras, para después –antes, no–intentar el discernimiento de lo que es valioso, útil, bello o verdadero en el quehacer humano.(19) Es dudoso, y atiendo el argumento de Liliana Weinger, que el “yo hermenéutico” pueda transmutarse en un “yo crítico” sin abandonar jamás el dominio del ensayo.(20) Entendamos que la sobreinterpretación del mundo reduce la riqueza de los fenómenos y procesos que nos rodean; interpretar con precipitación o sin mecanismos de control identificables desorganiza y aún cancela la posibilidad de vincular la palabra y la cosa. La palabra se refiere a sí misma, se cosifica. Una parte del mundo ha sido destruida.
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