Antonio Rivero Taravillo

Cernuda en la Alianza*

 

 

 

En otoño de 1937, en plena Guerra Civil española, por supuesto comprometido con la causa de la República, pero ya alejado del comunismo y sus excesos, de los que no le han faltado ejemplos durante su estancia en Valencia ese verano, Cernuda canaliza su colaboración política de otra manera, aunque sea sólo de forma simbólica. Así, en una aportación de notable interés por el cambio de signo político, el número 721 del periódico c.n.t., de 15 de octubre, publica que ha hecho un donativo de 10 pesetas a las Juventudes Libertarias de Madrid. Es cierto que tal vez, requerido a ello, no tuviera posibilidad de negarse, pero lo cierto es que, dados los enfrentamientos entre comunistas y anarquistas, este gesto no carece de significado. Y más adelante aun dará un paso más en su aproximación a las organizaciones libertarias, adhiriéndose a Solidaridad Internacional Antifascista, a un mes de su salida de España a principios de 1938 (dato desconocido hasta fecha muy reciente).

Para el curso 1937-1938, Cernuda había sido invitado a ir como lector de español a Oslo, pero no aceptó el ofrecimiento. A su amigo Víctor Cortezo le dirá: “Desde luego te parecerá una locura y también yo lo encuentro así, pero hay cosas que se deciden instintivamente; y de nada sirven las consideraciones posteriores. Es posible que en otras circunstancias yo me hubiera ido”. A principios de octubre, Cernuda está de nuevo en la capital asediada. Aunque no hace tanto frío como en la capital de Noruega, en Madrid hay un tiempo espantoso, y el poeta, que se había dejado en casa de Gil-Albert en Valencia todo su vestuario, y en el tinte un pantalón, y la ropa blanca al cuidado de una lavandera, encarga a Rafael Alberti y María Teresa León, quienes pasan unos días en la capital levantina, que le traigan algunas prendas de abrigo. Apenas sale de la sede de la Alianza de Escritores Antifascistas, donde ha vuelto a residir, como en el invierno anterior: se dedica a escribir, leer y beber coñac cuando puede (el 22 de octubre se compra una botella).
En el incautado palacio de los Heredia Spínola, Cernuda, como Alberti y María Teresa León, ocupa una de las pequeñas habitaciones de los criados en la planta baja o el sótano (se ha dicho que semisótano), más a resguardo de las bombas que diariamente se abaten sobre Madrid que las estancias de la zona noble de la casa (donde en una de la tercera planta que hacía esquina estuvo encantado de poder hallar acomodo el poeta y periodista norteamericano Langston Hughes, llegado tras la batalla de Brunete, sólo hasta descubrir lo arriesgado de aquel emplazamiento supuestamente mejor). Era este palacio, según cuenta Hughes en sus memorias I Wonder as I Wander, una muy amplia mansión de unas cincuenta habitaciones, de cuyas paredes colgaban cuadros de Goya o El Greco, y en la que había antiguos tapices, enormes jarrones de porcelana, muebles antiguos y genuinas sillas doradas estilo Luis XV. Al periodista norteamericano le llamaron mucho la atención la gran cantidad de trajes de torero (el marqués era muy aficionado a la Fiesta) y mantillas, así como los baúles repletos de armaduras y cotas de mallas (de las panoplias habló también un entrevistador de Alberti el año anterior). Y prosigue contando el discurrir de aquellas jornadas bajo el asedio:

Algunas veces, en las noches muy frías en que no teníamos nada mejor que hacer, todos los hombres se vestían con chaquetillas de torero y las mujeres con vestidos de la Sevilla de antaño y celebraban, al son de mis discos de jazz, un improvisado baile de disfraces. Pero teníamos mucho cuidado de volver a colocar todo como era debido en el sótano, pues algunas de aquellas cosas no tenían precio, y sabíamos que seguramente irían a un museo cuando acabara la guerra.

Spender también recaló en el palacio, al que en Un mundo dentro del mundo llama Casa de la Cultura, y recuerda su “lujo sobrecargado”, los grandes cuadros, los cortinajes púrpura, incluso afirma que el antiguo mayordomo y otros miembros del servicio aún permanecían en el edificio, atendiendo a los nuevos ocupantes. También poseemos por Hughes otros datos de cómo era el día a día en el palacio, donde sólo se realizaban dos comidas al día: el desayuno a las nueve de la mañana, y la cena a las ocho de la tarde. Fuera de esas horas no había nada que echarse a la boca, dada la escasez de suministros para una ciudad de un millón de habitantes sometidos al racionamiento. El desayuno consistía en un bollito y café de malta; sólo a veces había leche, pero nunca azúcar, que era suplida con la sacarina que Hughes y Nicolás Guillén, venidos al ii Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura, habían traído de París. Por la noche se comía bastante suculentamente, pues la cocinera hacía exquisitos platos muy bien presentados con lo poco que conseguía agenciarse en aquel Madrid desabastecido y trataba de presentarlo de la manera más atractiva posible. Carne y pescado, poco o nada; bastantes garbanzos y cebollas, y cuando no había otra cosa, sopa de pan con pan, ante lo cual los escritores exclamaban al unísono el refrán: “Pan con pan, comida de tontos”, y, refiere Hughes, se apretaban los cinturones para, con la presión, no sentir el estómago vacío.
Había una sala en un anexo junto al patio que jugó un importante papel durante aquellos días. Nos cuenta Hughes que esta habitación tenía un espléndido tocadiscos con amplificador moderno y rara vez se usaba, salvo cuando los cañoneos arreciaban sobre la ciudad. Si esto sucedía, Cernuda y los habitantes de la Alianza se refugiaban en la sala de música, guarecida por un edificio mucho más alto que la convertía en el lugar más seguro del palacio. De modo que cuando la cosa se ponía fea, María Teresa León cogía la llave de aquel salón y todos se congregaban allí a escuchar música hasta que terminaba el bombardeo. La presencia de Hughes en la Alianza hubo de ser muy bien recibida por todos en general, pero especialmente por Cernuda, pues el negrito apareció con una caja de discos de jazz y swing y, señores a los que no podían alcanzar los obuses, Benny Goodman, Duke Ellington, Lunceford y Charlie Barnet tocaban para los antifascistas y les hacían mover el esqueleto. Como anota Hughes, sus discos, puestos a toda pastilla, demostraron ser mucho mejores que los del marqués (sinfonías de Beethoven, Brahms u oberturas wagnerianas) para acallar el estruendo de los proyectiles de Franco que impactaban en las calles de alrededor. Una noche en que el bombardeo fue especialmente persistente, aprovechando los avances técnicos del famoso tocadiscos del marqués, que permitía reproducir innumerables veces un mismo disco, en la Alianza sonó el “Organ Grinderís Swing” de Jimmie Lunceford hasta el alba, sobreponiéndose a las explosiones. También en lo que había sido una cuadra se instaló un salón de cine (lo cuenta Nicolás Guillén en sus memorias, Páginas vueltas). Jazz, cine, una buena biblioteca que había permanecido cerrada treinta años, en la que quizá encontró nuestro poeta el Stillo de Vigny, que tanto le impresionaría... Dentro de lo que cabe, Cernuda no está mal.
Cuenta también Hughes, de todos modos, que la Alianza no era un lugar tan de entretenimiento como pudiera pensarse, sino esencialmente un lugar de trabajo, motivo por el que no fueron tantos los escritores extranjeros que pasaron por allí en sus visitas a la ciudad asediada, y añade que había escasez de alimentos y bebidas. Cuando había dinero para ello, al anochecer los residentes en la Alianza sacaban al huésped a un selecto bar venido a menos por la guerra, situado en la calle Alcalá Zamora, que servía un magnífico jerez (lo único que había quedado en su bodega). Al vino acompañaban avellanas o almendras, que se servían con martillitos, y recuerda que a veces a la hora del aperitivo el crujido que se producía al partir los frutos secos era un ruido más fuerte que el de los disparos en el no lejano frente. Conforme Madrid se fue quedando más y más desprovisto de víveres también se fueron agotando esos cascajos hasta no quedar ninguno.
Madrid se llenaba de ruidos increíbles, inquietantes. Por la noche, en la Alianza se podían oír los rugidos de los leones escuálidos de la Casa de Fieras de El Retiro, que no quedaba tampoco muy lejos. ¿Con qué alimentaban a los animales? Según el corresponsal norteamericano, se decía que con caballos que caían muertos de desnutrición.
El hambre se fue extendiendo conforme avanzaba el otoño. Si alguna vez, al principio, el dueño del bar que frecuentaban conseguía hacer un sospechoso paté de higadillos de bestias de irreconocible abolengo o más sospechoso que cualquiera a ojos del SIM (el Servicio de Investigación Militar), estas reuniones a las que acudían a beber y hablar de literatura ìcasi todosî los escritores de la Alianza (imaginamos que la más que probable ausencia del esquivo Cernuda obligó a Hughes a emplear ese ìcasiî) fueron cada vez más etílicas, con menos que picar (no era cosa de poner lentejas, las famosas “píldoras del Doctor Negrín”, para acompañar al jerez). Prácticamente se acabaron las cebollas, y se hervían peladuras de patatas y pellejos de chorizo para hacer sopa. La cocinera de la Alianza hizo lo que pudo para que la carne de caballo disputada a los leones de El Retiro pareciera un apetecible estofado con lentejas cubierto de salsa, la cual hacía las veces de traje de camuflaje y disimulaba el contenido del plato, tratando de mimetizarlo con otros que los comensales recordaban de tiempos mejores.
El 7 de noviembre se conmemora el aniversario del rechazo de Madrid a los sublevados (también coincide con la saca de Paracuellos del Jarama) y del vigésimo aniversario de la revolución en Rusia. Con ese motivo se exorna la Puerta de Alcalá con gigantescos retratos de Lenin, de Stalin y de Vorochilov, “como homenaje de la ciudad mártir al pueblo que ayuda y defiende al pueblo español”. Con este motivo, hay una gran celebración en la Alianza, a la que asisten Hemingway, Hughes, Alberti, María Teresa León, Santiago Ontañón, Jaume Miravilles, Kolstov, Marta Gelhorn, Salas Viú, Durán, Aparicio, Cernuda... y una delegación del Institut Catalá de Folklore de Montserrat. Muchachas y jóvenes hacen una exhibición de los bailes populares de Cataluña. Como nos narra Nicolás Guillén, que también estaba allí, ìcuando la orquesta atacó las primeras notas de la inmortal sardana de Morera, todas las manos resolviéronse en aplausos, y yo vi muchos ojos húmedos por la emoción... Después, un coro improvisado que dirigió Rafael Alberti cantó canciones españolasî entre sátiras a Franco y cuchufletas. Luego, de la música se pasó sin transición a la poesía, y recitaron todos los poetas que había en la sala. ¿Qué leería Cernuda en esta ocasión? ¿Quizás, en vez de versos suyos, las memorizadas líneas de su papel en Mariana Pineda, cuyo papel protagonista masculino interpretó en julio en Valencia, bajo la dirección de Altolaguirre y con la participación de actores procedentes de La Barraca?

*Adelanto de la biografía Fuego con nieve, La vida de Luis Cernuda. Años españoles (1902-1938), Premio Comillas de Biografía, de próxima aparición en la editorial Tusquets.



Antonio Rivero Taravillo, “Cernuda en la Alianza”, Fractal nº 47, octubre-diciembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 71-76.