Una nueva élite intelectual aparece en México en el decenio que va de mediados de 1950 a mediados de 1960. Esta élite estaba compuesta por jóvenes cuya edad oscilaba entre los veinticinco y treinta y cinco años y que, por tanto, habían nacido y crecido durante el período de la institucionalización de la Revolución Mexicana (1928-1956). Estos jóvenes crearon su propio territorio intelectual, la Revista Mexicana de Literatura (1955-1965) frente a un horizonte cultural dominado por el nacionalismo revolucionario. Los organizadores de la Revista, que aparecen como responsables, fueron: Carlos Fuentes que tenía 27 años, y Emmanuel Carballo, de 26.
Los jóvenes escritores que formaron el núcleo promotor de la Revista eran novelistas, poetas y ensayistas.La revista –afirma Carlos Aguinaga– se propuso ser un medio de difusión cultural abierto a manifestaciones literarias internacionales, como una forma de contrarrestar la entonces creciente tendencia de la cultura mexicana hacia el nacionalismo. La publicación había tomado el ideal universalista de Alfonso Reyes, sin dejar de lado la influencia cosmopolita de Octavio Paz. Se estimula la experimentación así como la polémica con el nacionalismo y el realismo socialista. Esta publicación se había propuesto contrarrestar la creciente tendencia de la cultura mexicana hacia el nacionalismo imperante en ese momento. Y su posición política era: ni capitalismo ni estalinismo. (García Bonilla, 2005.)
La Revista Mexicana de Literatura buscó abrir el cerco tendido sobre la cultura mexicana por el nacionalismo duro, consolidado por la revolución agraria de principios del siglo XX. Esta revista es la expresión de un proceso de cambio en la organización y estructura social que transforma de manera radical las identidades colectivas, los valores y las representaciones sobre la política, los derechos colectivos e individuales y la moral pública. Ésta no era la primera vez en el siglo XX que los creadores enfrentaban el nacionalismo cerrado, lo habían hecho ya, en una batalla por lo universal, y desde la vanguardia, los miembros de la generación de los Contemporáneos (1928-1931).
La Revista Mexicana de Literatura recorre los años de 1955 a 1965; esta década se encuentra en el centro de los años intensos de la transformación de la sociedad mexicana dada por el cambio de un mundo agrario a uno que tendía hacia lo urbano, producto de un rápido crecimiento de la población. Se vive un acelerado proceso de migración hacia las ciudades, sustentado en un crecimiento económico producido por la sustitución de importaciones y la ampliación del mercado interno, con un Estado fuerte interventor en la economía, un partido hegemónico corporativo y un proyecto cultural nacionalista. En 1951 se inaugura la Ciudad Universitaria, campus de la Universidad Nacional Autónoma de México convertida en la más importante institución pública de educación superior, investigación y difusión científica y cultural en el país. En ella estudiaron varios de los jóvenes que después participaron en la Revista.
El crecimiento demográfico y urbano se expresó sobre todo en la zona metropolitana de la ciudad de México, la que tuvo el mayor incremento del país, al pasar de tres millones de habitantes en 1950 a nueve millones en 1970 (Gustavo Garza, 2001: 610). Así, ésta se convierte en el principal polo de atracción económico y cultural para los jóvenes de las ciudades pequeñas e intermedias que se sentían ahogados por el peso de los valores tradicionales católicos y la falta de instituciones culturales y de educación superior, de cines, teatros, editoriales, librerías y galerías de arte, y en esos años, la ausencia de los llamados cafés cantantes en donde se escuchaba rock o de sitios en donde se podía oír jazz. Parte importante de los jóvenes que crearon la revista habían emigrado de ciudades medias. Provenientes de Guadalajara llegaron Juan Rulfo, Emmanuel Carballo, Antonio Alatorre, Juan José Arreola; de Guanajuato, Jorge Ibargüengoitia; de Comitán, Chiapas, Rosario Castellanos; de Mérida, Yucatán, Juan García Ponce; Elena Garro, de Puebla, y Bonifaz Nuño, de Córdova, Veracruz.
Durante ese período cambia el concepto total del mundo, así como los paradigmas interpretativos de la realidad social e individual. Se transita de la preponderancia del ensayo, anclado en la tradición humanista que busca los elementos que definen la singularidad de las sociedades y del mexicano, hacia la especialización interpretativa entre las disciplinas humanistas y las ciencias sociales. Diferenciación creciente que entrará en el interior de cada uno de los campos del conocimiento hasta volver a cada una de sus partes irreconocible entre sí (Pozas, 1994: 301-317).
El tránsito del humanismo dominante a la diversidad de las ciencias sociales va del inicio de la década de los cincuenta a la mitad de los años sesenta. Este tránsito encuentra su expresión en dos textos, que en su momento fueron los más representativos: el ensayo literario social, aparecido en 1950, El laberinto de la soledad de Octavio Paz (mexicano, 1914-1998), y La democracia en México de Pablo González Casanova (mexicano, 1922), perteneciente al género científico y especializado que interpreta la realidad social mexicana, aparecido en 1965. El texto de González Casanova es reconocido como el primer libro contemporáneo que analiza la realidad mexicana desde la perspectiva de las ciencias sociales.
El paso del ensayo, como el género literario en el que se examina la realidad social y política, a los trabajos producidos por las ciencias sociales, desarrollados en el interior de las instituciones académicas, expresa un doble fenómeno a nivel mundial, ocurrido entre principios de los años cincuenta y finales de los sesenta. El primero consiste en la expansión y consolidación de las instituciones académicas públicas de nivel superior, como parte del desarrollo del Estado de Bienestar, en las cuales se creó un nuevo tipo de especialista en los campos de investigación social; el segundo fenómeno consiste en la paulatina desaparición y pérdida de peso del intelectual independiente, cuyo propósito central fue construir una interpretación amplia de los eventos de la vida pública de una sociedad nacional e influir en la opinión del país. Estos dos fenómenos, ocurridos en las democracias del mundo occidental (Bell, 1995) acontecieron también en América Latina y en México.
La Revista Mexicana de Literatura es la expresión de ese tránsito renovador en la cultura y en el mundo intelectual, dado por la acelerada diferenciación de los géneros en la escritura. Cambio que va desde la tradición literaria del ensayo social, en la que los poetas, los novelistas y los dramaturgos crearon textos sobre la vida pública y los eventos políticos, con toda la carga moral en la que el escritor sustenta el juicio ético de su ensayo al proponer un deber ser para la sociedad y el hombre, a la interpretación construida por las ciencias sociales, que busca la objetividad y la distancia de los hechos, con métodos e instrumentos de verificación objetiva, y que, a diferencia del ensayo, mantiene una constante tensión con los juicios de valor presentes en las interpretaciones sobre el individuo, la sociedad y la política. La consolidación de las disciplinas sociales no excluyó al ensayo social, ni su legitimidad como género literario de la interpretación individual y colectiva. Más bien, muchos de los literatos se abrieron a las modernas interpretaciones de las disciplinas sociales.
La disposición de los artistas hacia las ciencias sociales se expresa por primera vez en México en la Revista Mexicana de Literatura, en la cual se elaboran encuestas abiertas a escritores prestigiados del momento, como las enquête realizadas por Le Figaro, publicación francesa muy leída por los jóvenes intelectuales y de las cuales la Revista da cuenta. Los editores dedican números especiales o partes importantes de un número de la Revista a problemas y análisis propios de las disciplinas sociales, como fue el caso del número dedicado a Cultura y subdesarrollo (RML, núm. 1-2, enero-febrero, 1963). En este sentido, la Revista es la primera publicación de literatura abierta a los cambios en la construcción del conocimiento y a las polémicas que en estos campos se efectuaban, a diferencia de las revistas puramente literarias.
En 1965, año en el que termina la Revista, detona el conflicto entre las prácticas intelectuales modernizadoras y las tradiciones del nacionalismo cultural (Pozas, 2007) y es precisamente un libro de las ciencias sociales el que desata el conflicto entre ambas tendencias en la sociedad y en la política mexicana.
El nacionalismo
Las demandas de cambio cultural, planteadas por los actores sociales emergentes, buscaron la modernización de las instituciones sociales y del Estado, a través de las cuales se ejercía la cohesión y coerción social y política. En la década de los sesenta, las demandas de cambio cuestionaron desde la organización de la familia hasta el tipo de régimen político (Pozas, 2001).
En el país de la Revista Mexicana de Literatura (1955-1965), los intelectuales que ejercían los valores que daban sustento a los referentes simbólicos del nacionalismo duro y agresivo, buscaban mantener la continuidad de su matriz interpretativa, apelando a los mitos patrios y a los íconos reiterados por los ritos que fundaban las identidades vigentes en las comunidades artísticas.
El contenido de la cultura nacionalista había perdido su eficiencia creadora en una parte importante de la sociedad urbana, y para los nuevos artistas dejó de ser el principal referente de identidad social. Los valores y creencias nacionalistas, revitalizados por los proyectos culturales de los gobiernos de la Revolución Mexicana, se volvieron la modalidad nacional del conservadurismo artístico defendido por los intelectuales de Estado, que, para entonces, parecían viejos y fueron cuestionados e identificados con los intelectuales oficiales de otros gobiernos, en donde los nuevos creadores libraban las batallas en contra del nacionalismo y el totalitarismo.
Los jóvenes intelectuales de la Revista se consideraron parte de la lucha por la libertad y la diversidad de las posiciones políticas y estéticas –véase más adelante el inciso Literatura y sociedad–. Estas “batallas culturales”, libradas en el mundo occidental por la subjetividad, la libertad individual y los conflictos de la elección, fueron protagonizadas por los movimientos de intelectuales como la Generación Beat en los Estados Unidos o los existencialistas en Francia, escuela de pensamiento liderada por la pareja formada por Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, editores de Les Temps Modernes, publicación leída y comentada por los intelectuales latinoamericanos, desde Buenos Aires hasta la ciudad de México.
Los intelectuales críticos y liberales inician, desde los centros culturales del mundo, las luchas en contra de las hegemonías metropolitanas, como lo hizo Wright Mills en el caso cubano con su texto Escucha yanqui (1960), y Sartre al introducir a Frantz Fanon entre las voces de la cultura francesa con su prólogo a Los condenados de la tierra (1961), posición política del teórico existencialista con la que daba prueba de la responsabilidad del intelectual comprometido con su individualidad pública. Tanto el texto de Mills como el de Sartre fueron publicados por el Fondo de Cultura Económica y traducidos por Julieta Campos (cubana, 1931-2007), colaboradora de la Revista Mexicana de Literatura.
Las batallas protagonizadas por los intelectuales de las metrópolis fueron difundidas por los medios de comunicación, y los integrantes de las sociedades latinoamericanas entraron cotidianamente en contactocon ellas, afiliándose a alguna o algunas de las posiciones culturales o políticas en pugna. Los años sesenta en su conjunto representaron otro más de esos tiempos en el que resurgió el escándalo de los adultos frente a las nuevas generaciones, esta vez producido por la irreverencia del ruido del rock and roll, la actitud corporal retadora, el tono de la voz y la necesidad de los hijos del boom de ser notados como diferentes.
Una de las características principales de esos años fue el arranque de la diversificación cultural e ideológica y la militancia abierta y confrontada de grupos sociales en sus versiones del mundo, no sólo en el plano nacional sino también en el internacional. Los jóvenes, revolucionarios y contestatarios, coexistían con amplios sectores de la sociedad mexicana para quienes los valores del nacionalismo seguían vigentes y daban fundamento y sentido a una idea cerrada y funcional de patria. El nacionalismo seguía siendo uno de los principales referentes culturales que sostenían la identidad individual y colectiva.
Dentro de los nuevos grupos urbanos se encontraba también la parte conservadora de la sociedad moderna que se hacía eco de las posiciones de las autoridades eclesiásticas que satanizaron la nueva moral sexual de los jóvenes liberales, “contagiados por el mundo externo”, y la lucha por la autonomía femenina, que ponía en duda la legitimidad de la pareja patriarcal y jerárquica de la familia silenciosa y obediente, establecida por el matrimonio católico fundado en la tradición judeo-cristiana que sancionaba la relación asimétrica entre el hombre, la mujer y los hijos. La revuelta por la palabra, que buscaba romper el silencio y crear la igualdad fundada en el derecho a decir y a ejercer la diferencia, la iniciaron las hijas y los hijos que a finales de los años cincuenta se hicieron eco de las quejas de las madres sumisas.
Los funcionarios de las instituciones políticas, culturales, civiles y religiosas encontraron la acreditación de su discurso nacionalista y conservador en amplios sectores sociales urbanos: una nueva burguesía nativa, sectores medios urbanos y un proletariado industrial conservador, de primera y segunda generación de inmigrantes de provincia y del campo. Estas clases, sectores y grupos sociales se habían expandido y consolidado durante el desarrollo urbano e industrial de la cuarta y quinta década del siglo aumentando sus niveles de consumo y confort, pero sobre todo al concebirse los propios miembros como individuos que habían progresado gracias a su esfuerzo. Esta diversidad de actores sociales fue representada por los personajes de Carlos Fuentes (mexicano, 1928) en la que se llamó en la época la primera novela urbana moderna: La región más transparente (1958).
Un año antes de creada la Revista, en 1954 el Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura inicia su publicación oficial, una revista con la que se ratifica la tradición literaria nacionalista: Las Letras Patrias, cuyo director fue Andrés Henestrosa (Oaxaca, 1906); esta revista gubernamental fue paralela a la Revista Mexicana de Literatura y polemizó con ella. En Las Letras Patrias se condensa la tradición de los funcionarios culturales del gobierno, en donde el tema reiterativo fue la literatura mexicana y el reforzamiento de la identidad nacionalista.
Los políticos en el gobierno apelaban a los contenidos simbólicos de la patria, reconstruidos por la cultura de la Revolución Mexicana a partir de la tercera década del siglo XX. Para los jóvenes de la Revista Mexicana de Literatura, la Revolución Mexicana, concebida como la cosmovisión dominante, el eje temático y el referente significativo de la creación artística, había muerto, tal como lo recrea Carlos Fuentes –uno de los fundadores de la Revista– en su novela La muerte de Artemio Cruz (1962) o Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo (1955), obras en donde el diálogo con la muerte es la única relación posible que establecen los vivos de su generación en la búsqueda de su origen e identidad presente. La idea de la muerte del pasado histórico le quita la raíz al nacionalismo oficial que reiteraba cotidianamente su origen revolucionario en el ejercicio del gobierno y en su búsqueda de autoridad y aceptación social, pero también abría el futuro al aligerar el lastre del pasado simbólico.
Para los jóvenes de la Revista Mexicana de Literatura, la Revolución Mexicana no sólo había muerto sino que había perdido su contenido popular. A tres años de haber surgido la Revista, en 1958, Carlos Fuentes, uno de sus directores, afirmó en que “en el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) –tiempo en el que ocurre la trama central de esta novela– la burguesía mexicana había llegado al poder” (p. 16).
Para el mundo intelectual mexicano, el límite de la credibilidad del nacionalismo cultural de Estado coincide con el final de la Revista Mexicana de Literatura. En 1965, el mundo intelectual latinoamericano mira cómo se ejerce la violencia de Estado en contra de la libertad de expresión y de imprenta –derechos consagrados en la Constitución mexicana al reprimir al director, de origen argentino, de la editorial más importante de México, el Fondo de Cultura Económica, Arnoldo Orfila Reynal, quien renunció por el revuelo causado debido a la publicación en español del libro Los hijos de Sánchez (primera y segunda edición en 1964) escrito por el antropólogo estadounidense Oscar Lewis (norteamericano, 1914-1970) y publicado en inglés en 1961.
Los hijos de Sánchez analiza, desde la perspectiva teórica de la cultura de la pobreza (Lewis, 1961 y A. Valentín, 1968: 51-61) la vida de una familia mexicana, los Sánchez, que hacia mediados de los años cincuenta viven en dos vecindades del centro colonial de la ciudad de México.
Para México, afirma el autor:
La cultura de la pobreza incluye por lo menos la tercera parte de la escala de la población rural y urbana.
Aproximadamente un millón y medio de personas de entre una población total de los cinco millones de almas que tiene la ciudad de México, viven en condiciones similares o peores. La persistencia de la pobreza en la ciudad más importante de la nación, cincuenta años después de la gran Revolución Mexicana, presenta serias cuestiones acerca del grado en que este movimiento ha logrado alcanzar sus objetivos sociales. A juzgar por la familia Sánchez, por sus amigos, vecinos y parientes, la promesa esencial de la Revolución no ha sido cumplida aún. (Lewis, 1982: XXXII.)
En el libro, los Sánchez cuentan, con su lenguaje y expresiones coloquiales, sus vidas, hablan abiertamente de su sexualidad, del adulterio, de la infidelidad y de la violencia con la que se vive entre los muros de la casa y en las calles; de la práctica del robo, del trabajo, del robo como trabajo y del sueño de irse a los Estados Unidos.
El libro guarda lo que formaba la vida cotidiana de los miembros de la familia Sánchez que no era ajena a la vida de la tercera parte de los habitantes de la ciudad de México en la década de los sesenta, realidad por la que el libro fue calificado por la Junta Directiva de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística como “obsceno” y “denigrante para nuestra patria”. Se dijo también que contenía faltas a la moral pública, razón por la cual se inicia un proceso judicial en febrero de 1965, ante la Procuraduría General de la República, y por lo cual fue citado a comparecer el director de la editorial. En su defensa, el editor argumentó que el libro fue publicado porque se trataba de un texto científico. La Procuraduría no encontró fundamento en la acusación, “ya que sólo es una narración de la vida de cinco personas que tropiezan con todos los incidentes que reflejan la pobreza, pero que están muy lejos de ser peculiaridades de un país determinado” (Lewis, 1982: Apéndice: 513-521) (Díaz Arciniega, 1996: 143-157).
Frente al ataque a la libertad de imprenta y expresión, el director de la Revista Mexicana de Literatura, Juan García Ponce, junto con otros intelectuales, entre los que se encontraba Elena Poniatowska, escribieron textos en defensa del editor. El director de la Revista tituló su artículo: “Nacionalismo y otros extremos” en la revista Siempre (núm. 649, diciembre 1, 1965, Suplemento, La Cultura en México, núm. 198, sp.) y enfrentó al poder político que ejercía la censura. En el texto, el director de la Revista Mexicana de Literatura afirma:
El despido de Arnaldo Orfila de la dirección del Fondo de Cultura Económica, cubierta con el velo de misterio y la ausencia de explicaciones que es ya característica en esas circunstancias en nuestro país, tiene que verse como un síntoma más de una enfermedad que amenaza verdaderamente no sólo la vida intelectual, sino la esencia misma de los valores sociales en México. La naturaleza de esa enfermedad no ha sido mostrada claramente por los acostumbrados comentaristas de nuestra gloriosa prensa. El calificativo que define los méritos del sucesor de Orfila es el gravemente accidental de “mexicano”. En cambio el pecado mayor de Orfila es no serlo. Claro que después de nacer con el lastre de este pecado original del que, en nuestro paraíso, para nada cuenta que se sea tan inocente con respecto a él como todos nosotros del de Adán y Eva, es natural que pueda acusársele de todos, hasta del imperdonable de izquierdista. (García Ponce, Siempre, 1965, s/n.)
La ruptura de la cultura nacionalista la iniciaron los que militaban en la diversidad de las interpretaciones del mundo, en la libertad de pensamiento individual: religioso, político y cultural que se confrontaba con una visión cerrada y unidireccional. Frente a los excesos del nacionalismo y la tradición política de negar los problemas sociales mexicanos como una forma de proteger la integridad de la patria frente a las críticas nacionales que pudieran tener resonancia internacional, los jóvenes intelectuales lucharon por abrir los diques de las fronteras simbólicas para que las cosmovisiones que se debatían en el mundo de su tiempo cambiaran los contenidos vigentes de los referentes simbólicos, cerrados y autorreferenciales de la cultura dominante en el México de la mitad del siglo XX.
La generación creadora
Los jóvenes escritores que formaron la Revista Mexicana de Literatura se ubican como parte de la llamada Generación de Medio Siglo. Este conjunto de creadores literarios comparte el espacio cultural con la llamada Generación de la Ruptura, grupo de artistas plásticos que promueve la diferenciación con el muralismo mexicano, modalidad dominante del arte pictórico nacionalista. De entre ellos, las figuras más destacadas fueron José Luis Cuevas, Pedro Coronel y Rufino Tamayo.
La Generación de Medio Siglo marca el final del predominio de dos corrientes literarias que se impusieron a partir de la tercera década del siglo XX en México. Estas corrientes se integraron con los escritores de la literatura de la Revolución Mexicana y lo mejor de la vanguardia representada por el grupo de Contemporáneos (1928-1931).
Para 1955 los escritores de la novela de la Revolución habían cumplido el período más importante de su ciclo creativo. Casi todos ellos habían participado en el movimiento armado y sus principales obras se publicaron entre 1928 y 1940. Los dos novelistas más importantes fueron Mariano Azuela (1873-1952), cuya fama comienza en 1925, fecha en que aparece la tercera edición de la novela Los de abajo (1916), y Martín Luis Guzmán (1887-1976). Ya en el período de la Revista Mexicana de Literatura todos habían muerto, excepto Martín Luis Guzmán, quien continúa siendo uno de los intelectuales del régimen y en 1958 es nombrado director de la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito.
Los Contemporáneos, cuyo nombre surge de la revista que los aglutina, Contemporáneos (1928-1931), son un “grupo sin grupo”, como lo llamó Xavier Villaurrutia; en él se encuentran los mejores poetas mexicanos del siglo XX, así como los más brillantes ensayistas y críticos de literatura y arte; ellos constituyen la vanguardia cultural de la primera mitad del siglo XX mexicano. Entre 1955 y 1965, algunos integrantes habían muerto y otros se habían incorporado a las tareas institucionales de gobierno. Lo mejor de su obra creadora, la que les dio un gran prestigio, ya había sido escrita y formaba parte del canon literario en la cultura nacional. En suma, a mediados de los años cincuenta tanto la novela de la Revolución como los Contemporáneos conformaban lo mejor de la tradición literaria mexicana.
Para los escritores de la Revista, los Contemporáneos fueron el grupo intelectual y literario más importante. Desde el principio hasta el final de sus números, los miembros de los Contemporáneos aparecerán en sus páginas: Octavio Paz escribirá sobre la poesía de Carlos Pellicer (1899-1977), el mismo Carlos Pellicer hará un texto sobre el pintor Rufino Tamayo, y hacia el final, en 1964, aparecerán dos poemas de Xavier Villaurrutia (1903-1950).
Los individuos de la élite
En toda élite cultural existen personalidades del mundo de las artes que se convierten en funcionarios de Estado. Estos intelectuales tienen capacidad de convocatoria y de interlocución debido a la posición que ocupan dentro de las redes sociales de los creadores y de las cuales se sirven, tanto en las funciones de gobierno que llegan a desempeñar, como en el apoyo y promoción que dan a ciertas empresas culturales independientes.
En 1955, año en que inicia sus actividades la Revista Mexicana de Literatura, la Secretaría de Educación Pública, con su Subsecretaría de Cultura y la Dirección General de Bellas Artes eran los ámbitos institucionales en los que, de manera natural, gravitaban los creadores. Entre 1958 y 1964 Jaime Torres Bodet, quien fue uno de los miembros prominentes del grupo de Contemporáneos, ocupó la Secretaría de Educación Pública. Otro intelectual del mismo grupo, el embajador José Gorostiza, dio empleo y protegió tanto a Octavio Paz como a Carlos Fuentes.
Una de las grandes individualidades de ese tiempo fue Agustín Yáñez (mexicano, 1904-1980), quien a pesar de haber participado desde muy joven en la política, tuvo gran prestigio como creador. Al emplear en su novela Al filo del agua (1947) técnicas narrativas nuevas, como el monólogo interior y la alteración de planos temporales, inaugura la renovación de la narrativa contemporánea en México. Los jóvenes creadores reconocieron en esta novela a un clásico de la literatura mexicana. Con ese gran prestigio literario es nombrado secretario de Educación Pública en 1964 por el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970).
El hecho de que figuras intelectuales participaran en la coalición gobernante permitió mantener proyectos culturales de Estado con un aceptable margen de consenso entre los intelectuales y artistas independientes. Fue así como la Revista Mexicana de Literatura recibió financiamiento público a través de inserciones publicitarias del Banco de México, Banco Nacional de Comercio Exterior, Ferrocarriles Nacionales de México, Financiera Nacional Azucarera, Nacional Financiera y el Instituto Mexicano del Seguro Social, entre otras. Fueron estos recursos los que mantuvieron a flote a la Revista durante casi un decenio, hasta sus últimos años en los que Juan García Ponce y su esposa, Mercedes Oteyza, ambos pertenecientes a las familias ricas, con tradición e ilustradas del estado de Yucatán, conocidas como La Casta Divina, pagaron los costos de su edición, además de utilizar el apoyo recibido por la Rockefeller Foundation.
Pero el apoyo a la Revista Mexicana de Literatura no fue sólo financiero; encontró también la tutoría y protección de dos grandes intelectuales: Alfonso Reyes y Octavio Paz. Don Alfonso (1899-1959) había desempeñado, desde la década de los veinte, el papel de árbitro supremo en las sempiternas disputas entre individuos y grupos literarios en el país. Hombre de una enorme cultura y gran generosidad recibía con frecuencia en su casa a los miembros de la Revista, quienes acudían para hacerle todo tipo de consultas (entrevista con Emmanuel Carballo, 6 de marzo de 2007). En la Revista Mexicana de Literatura se publican textos de Alfonso Reyes y diversas notas críticas sobre su obra, entre las que destaca un escrito de Jorge Luis Borges: “Alfonso Reyes en Argentina” (RML, núm. 4, marzo-abril, 1956).
La otra figura es Octavio Paz, quien apoya y promueve la nueva empresa cultural desde su fundación hasta el final de la primera época en 1959, año en el que el poeta parte a Europa. La influencia de Paz en la Revista posee tres vertientes: en primer lugar, como puente entre los Contemporáneos y los jóvenes de la Revista, vínculo que no se agotó con los escritores mexicanos sino que se extendió a los latinoamericanos, europeos y estadounidenses, a quienes solicitó textos para la Revista. Entre las colaboraciones importantes estuvieron las de los miembros de la Revista Sur, Paul Eluard y Kostas Papaioannou, entre otros.
Otra vertiente fue la de sus colaboraciones publicadas en la Revista, la que se convierte en un espacio para su poesía. En el número 1, septiembre-octubre de 1955, aparece el poema Cántaro roto; en el 11, mayo-junio de 1957, aparece la primera versión del poema que marca el fin de un ciclo poético: Piedra de sol y la única obra de teatro que escribió: La hija de Rapaccini (1956).
Los ciclos del escritor y del grupo
La Revista Mexicana de Literatura forma parte de la tradición de revistas literarias e intelectuales en México que aunadas a los suplementos culturales de algunos diarios fueron el espacio en el que intelectuales, creadores literarios y plásticos dieron a conocer su obra y sus propuestas. En torno a ellas, convergieron personas que lograban mantener durante un cierto tiempo la tensión entre su individualidad, a veces extrema, y la solidaridad que todo grupo requiere para mantener una publicación periódica en funcionamiento. Esta dinámica contradictoria entre individuo y grupo define generalmente los ciclos que marcan la vida de este tipo de publicaciones.
En el caso de la Revista Mexicana de Literatura la salida de la dirección de Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo y después de Antonio Alatorre y de Tomás Segovia, está ligada a los ciclos particulares en los cuales el escritor consolida su prestigio y acrecienta su estatus. De esta forma se sostiene y aun se fortalece la identidad de los creadores en el espacio público de la cultura, y la referencia a las revistas en las que participó contribuye al mismo tiempo a la construcción mítica de los grupos literarios a los que sus individualidades quedan asociadas. Tal es el caso de José Lezama Lima con Orígenes; Jorge Luis Borges con Sur; José Gorostiza y Xavier Villaurrutia con Contemporáneos; Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Octavio Paz y Tomás Segovia con la Revista Mexicana de Literatura.
La salida de Juan García Ponce (Mérida, Yucatán, 1932-2003) fue diferente. Desde 1960 hasta 1963 compartió la dirección de la Revista con Tomás Segovia, y a partir de esta fecha y hasta 1965 se hizo cargo totalmente de ella. García Ponce, al igual que los anteriores directores, gozaba ya de un sólido prestigio. En esos años escribe su novela Figura de paja (1964); traduce las cartas de Tomás Mann (RML, núm. 5-6, mayo-junio, 1963) y difunde la obra de Robert Musil (RML, núm. 7-8, julio-agosto, 1964), Hermann Broch y Pierre Klossowski (Klossowski, 1976). Igualmente intenso fue en su vida personal; Juan García Ponce confronta los valores nacionales y los patrones morales de conducta establecidos convirtiéndose en uno de los contestatarios más intolerantes de su generación, como lo fueran, en esos mismos años, Julian Beck y Judith Malina en Nueva York representando The Living Theatre (Teatro vivo).
Juan García Ponce “se burlaba de los valores nacionales, de las figuras patrias, gritaba que había que mearse en ellos” (Poniatowska, 1978: 350). En julio de 1965, aquejado de una enfermedad degenerativa, toma la decisión de cerrar la Revista, cuyo último número es el correspondiente a mayo-junio de 1965.
En síntesis, la evolución de la Revista, vinculada a la personalidad de sus sucesivos directores, parte en 1955 de una concepción crítica de los valores nacionalistas y concluye su ciclo, en 1965, con una concepción crítica más amplia y un director que, como afirma Elena Poniatowska (París, 1932), se concebía a sí mismo como el enfant terrible de la literatura mexicana. La Revista transitó de la concepción de la función social de la literatura en favor de la identidad individual moderna al compromiso social con formas de creación y de conducta que buscaban abrir los espacios del yo en medio de una sociedad de masas, un Estado omnipresente, un nacionalismo agobiante y una moral pública cerrada y condenatoria.
Épocas de la Revista
La Revista Mexicana de Literatura cubre diez años de la vida cultural mexicana. Durante este tiempo tuvo seis épocas, marcadas por sus sucesivas direcciones, la composición de sus consejos de redacción y sus colaboradores, la periodicidad de la publicación, las dimensiones de la revista y el tipo de financiamiento.
La Revista Mexicana de Literatura fue suspendida durante el año de 1958 y retomada en 1959, a partir de esta fecha comienza la nueva época.
Estructura de la Revista
Entre 1955 y 1965 aparecieron 47 números. La Revista estaba constituida por ejemplares que contenían colaboraciones individuales y en algunos casos números preponderantemente monográficos con diferentes temas, como fue el caso de la poesía, cuyo objetivo era dar a conocer lo que se estaba realizando tanto en el extranjero como en México, por ejemplo: “La poesía francesa” (núm. 9-10, enero-febrero, marzo-abril, 1957); “La poesía inglesa” (núm. 1, enero-marzo, 1959), “Nuevos poetas –mexicanos–” (núm. 6-7, diciembre-enero, 1959-1960); “La poesía norteamericana contemporánea” (núm. 5, mayo-junio, 1956); “Nuevos poetas norteamericanos” (núm. 1-2, enero-febrero, 1962, 108 pp.); “Nuevos poetas argentinos” (núm. 10-11, abril-mayo, 1960); así como números temáticos creados en torno a poetas reconocidos por los jóvenes como el número en homenaje a Cesare Pavese (núm. 7-8, julio-agosto, 1962, 60 pp.) o a Jorge Luis Borges (núm. 5-6, mayo-junio, 1964); también se editaron números monográficos como el dedicado a los textos eróticos (núm. 3-4, marzo-abril, 1962); números especiales como el de cultura y subdesarrollo (núm. 1-2, enero-febrero, 1962), y el dedicado a la censura (núm. 5-8, mayo-agosto, 1961).
La Revista también editó números en los que se incluyen trabajos de dos a cuatro poetas: “Dos poetas mexicanos” (núm. 4, marzo-abril, 1956); “Dos poetas chilenos” (núm. 5, mayo-junio, 1956); “Dos poetas colombianos” (núm. 8, nov.-dic., 1956); “Dos poetas nicaragüenses” (núm. 2, abril, 1959); “Cuatro poetas argentinos” (núm. 16-18, oct.-dic., 1960); “Tres poetas” (núm. 3-4, marzo-abril, 1964); o un único número especial, hacia el final del período de la Revista, en el que todo el número es ocupado por una obra de teatro: El atentado, obra en tres actos de Jorge Ibargüengoitia (núm. 11-12, nov.-dic., 1964).
La Revista tuvo durante sus diez años secciones que aparecen de manera regular durante un determinado período. Éstas cambiaron en ciertas épocas, y en algunas de ellas sus participantes definen sus posiciones ideológicas y estéticas frente a los grupos y tendencias de su época. Las secciones fueron, durante los primeros seis números: Textos, sección en la que se traducen trabajos de importantes intelectuales, como en el núm. 1, sept.-oct. de 1955, en donde se publica el trabajo de André Malraux: “El hombre y el fantasma”. Esta sección deja de aparecer en el núm. 7, sept.-oct., 1957. Hacia el final de la revista, Textos reaparece en 1964, en el núm. 9-10 de sept.-oct., y en el núm. 3-4, marzo-abril de 1965.
Revista Mexicana de Literatura
Otra sección permanente fue Talón de Aquiles (de 1955 hasta 1956, que incluye los números del 1-8); ésta dio cabida al debate literario y político y fijó la posición acerca del sentido de la creación literaria, asimismo dio noticias de otras revistas en América Latina y el mundo, determinando su posición política frente a los grupos literarios, corrientes ideológicas y acciones de los gobiernos extranjeros, como fue el caso del maccartismo y el totalitarismo soviético (nunca hubo cuestionamiento al gobierno mexicano). Esta sección la elaboraban preponderantemente Emmanuel Carballo, Carlos Fuentes y Octavio Paz.
En el número 11 (mayo-junio, 1957) aparece Actitudes, sección que informa sobre nuevas publicaciones de libros y de crítica literaria; en esta sección se incluye, a veces, información sobre música, teatro y cine, así como efemérides sobre artistas o sobre el Premio Nobel de Literatura, como fue el caso de Albert Camus, premio cuestionado por Ramón Xirau, en su texto aparecido en el número 1 de enero-marzo de 1959. Esta sección concluye en septiembre-octubre de 1964, núm. 9 y 10.
Otra sección fue Aguja de navegar, que aparece sólo en dos ocasiones, en el número 7 de septiembre-octubre y en el número 8 de noviembre-diciembre de 1956; en ella se publicaron colaboraciones de crítica literaria y de arte. La última sección constante de la revista fue Pajarera, que apareció en 1959 en el número 2 de abril-junio y dejó de salir en el número 8 y 9 de febrero-marzo de 1960.
Primer espacio literario femenino
La Revista será en su tiempo el primer espacio importante abierto a las mujeres, tanto en su condición de miembros del consejo editorial –Rosario Castellanos, Emma Sperati, Isabel Frayre– como de colaboradoras. Muchas de las más importantes escritoras mexicanas iniciaron su carrera en esta revista. Ahí concurren lo mismo las dos Elenas: la Poniatowska y Garro, que Rosario Castellanos, Guadalupe Amor –muy en la práctica de la liberación femenina–, Enriqueta Ochoa, Isabel Fraire, Inés Arredondo, Margit Frenk Alatorre y la pintora surrealista Leonora Carrington.
Junto a las escritoras mexicanas que lucharon por una nueva representación colectiva de lo femenino y un papel de la mujer como intelectual y creadora que interpreta de forma diferente el mundo, participaron las otras, las de afuera, las que concurren con sus voces a decir lo diferente, tanto en sus colaboraciones en español, como a través de traducciones. Los textos femeninos ayudaron a abrir el horizonte cultural de las lectoras y lectores mexicanos, en un tiempo en el que la lucha por los derechos de las mujeres emergía como lo nuevo en el mundo. Ahí estuvieron la argentina Emma Susana Speratti, las españolas María Zambrano y Rosa Chacel, la inglesa Hilary Corke, o la cubana Fina García Marruz. En total 42 mujeres con 75 colaboraciones.
Las colaboradoras de la revista no sólo aportaron una nueva estética sino también una nueva ética ejercida a través de la libertad en el ejercicio de la escritura. Las escritoras tuvieron como misión la lucha por el reconocimiento intelectual, como parte sustantiva de la igualdad social, en una década en la que se iniciaban las batallas del feminismo en el mundo. En las páginas de la revista, ellas dieron muestra de poseer una mirada diferente en un México en el que perduraban instituciones sociales de corte patriarcal.
Los textos del canon
Una de las características de la élite intelectual consiste en que su producción pasa a formar parte del canon literario y académico de la cultura nacional. En algunos casos, estos textos adquieren resonancia internacional, condición que refuerza la posición de poder e influencia de los escritores. De esa forma acontece que en los circuitos literarios y académicos internacionales la voz de un escritor frecuentemente aparece representando la cultura específica de una sociedad nacional o regional, a través de un fenómeno de construcción simbólica. Este proceso simbólico que fija la representación de una nación en una textualidad subsume en los nombres de los autores y sus libros una sociedad, una temporalidad y una geografía hasta constituirse en “los imprescindibles” de una cultura nacional. En el caso que nos ocupa, sus más importantes colaboradores muy pronto fueron traducidos al francés y al inglés.
Los imprescindibles de la cultura nacional otorgan nuevo peso y significado a la revista literaria en la medida en que algunos de sus poemas o capítulos de libros aparecieron por primera vez publicados en sus páginas. Éste es el caso de la Revista Mexicana de Literatura en la que aparecieron publicados por primera vez textos que se volvieron clásicos en la literatura mexicana, así ocurrió con el artículo “La fisonomía del apretado” que forma parte del libro la Fenomenología del relajo (Portilla, 1986: 58-168); los Cuentos de Carlos Fuentes; el poema Piedra de sol de Octavio Paz; Cuentos de Juan Rulfo, y el trabajo crítico de Carlos Aguinaga sobre la obra de Juan Rulfo. Lo mismo puede decirse de diversos poemas de Tomás Segovia y de Jaime García Terrés, poemas y ensayos de José Emilio Pacheco o cuentos de Rosario Castellanos, pero también un número completo de la revista con la obra de teatro en tres actos, El atentado de Jorge Ibargüengoitia (rml, número especial, núm. 11-12, noviembre-diciembre, 1964).
Otra característica que define a una revista intelectual con prestigio nacional es su acreditación como interlocutor válido del gobierno en su política cultural. Una parte de la identidad pública de los escritores agrupados en torno a estas publicaciones queda subsumida en su nombre y las posiciones individuales de sus miembros, frente a los problemas sociales y políticos del país, son identificados con sólo nombrar su pertenencia a la Revista. “Es de la Revista Mexicana de Literatura”, se decía, para nombrar la postura pública de alguno de sus colaboradores. Toda revista cultural crea una identidad colectiva que identifica a sus individuos con ciertos trazos ideológicos y estéticos.
Este tipo de revistas se vuelve fuente cotidiana de información y difusión sobre otras revistas y publicaciones periódicas que aparecen, tanto en el país de origen como en otros países, con las cuales los editores construyen una red. En ocasiones, la revista nacional termina siendo identificada con un movimiento cultural internacional. En este caso, la Revista Mexicana de Literatura refiere a México, Sur a Argentina, Orígenes a Cuba, Metáfora a Colombia, entre otras revistas latinoamericanas que fueron vistas desde México a través la Revista.
La Revista se propuso abrir la cultura mexicana al mundo. Este objetivo es enunciado en el título mismo: “...de manera deliberada le pusimos ese título, no queríamos una revista de literatura mexicana, sino una revista mexicana que mostrara la literatura del mundo.” (Emmanuel Carballo, entrevista 6/III/2007.) Este proyecto tenía como referencia implícita de contraste a una de las revistas literarias de mayor prestigio de la década anterior, la Revista de Literatura Mexicana (1940) dirigida por Antonio Castro Leal (mexicano, 1896-1981) y uno de los miembros de la generación de 1915.
Las traducciones
El objetivo de abrirse al mundo se realizó también a través de las traducciones de textos que mostraban las nuevas tendencias en Europa, los Estados Unidos y Asia. Fue así como se dieron a conocer poesía francesa y norteamericana pero también las polémicas del marxismo. Gracias a la traducción del politólogo Víctor Flores Olea se dan a conocer los escritos del crítico literario y filósofo húngaro György Lukács (1885-1971), en que informa sobre la censura de la que está siendo víctima. Por su parte, Juan García Ponce traduce de Herbert Marcuse (1898-1979) La dimensión estética (rml, núm. 3-4, 1965: 42-61), texto que forma parte del libro Eros y civilización. En total fueron 44 traducciones y 27 traductores, entre los que destaca Tomás Segovia, quien tradujo fundamentalmente poesía. Estas y otras razones hacen que la Revista Mexicana de Literatura constituya hoy una fuente importante de la historia de las ideas.
Literatura y sociedad
La responsabilidad del escritor
Uno de los ejes problemáticos de la cultura, durante el período de la Guerra Fría, estuvo dado por el peso de las ideologías en las relaciones existentes entre los grupos y las individualidades intelectuales. El peso de estas representaciones culturales cerradas y sus operaciones reduccionistas en la interpretación del mundo cercó, con juicios de valor, la complejidad inherente de la creación estética y la función social del artista.
A mediados de los años cincuenta, las representaciones ideológicas y los relatos holistas, binarios y excluyentes empezaron a cambiar, no sólo en los ámbitos del conocimiento científico y artístico, sino también en las relaciones sociales y políticas. Esta transformación cultural se expresó estéticamente en nuevas formas de representación y valoración de la realidad, haciéndose cada vez más claras las otras voces, las de la diferencia, tanto en el interior de los bloques dominantes como en las sociedades nacionales. El surgimiento de las diferencias intelectuales y artísticas se expresó con nuevas propuestas culturales y estéticas que rompían con la homogeneidad cultural a través de la revaloración de la creación individual y la experimentación, que produjo una nueva identidad compleja, tanto del artista como de la obra de arte.
Este proceso de cambio aparece en el mundo de la literatura como una confirmación de la libertad del Yo moderno, como la primera responsabilidad del creador. En los primeros números de la Revista, con el título “Sobre la responsabilidad del escritor”, dos escritores mexicanos desarrollaron sus ideas sobre el tema. El primero, Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública, construye su texto en torno a la libertad vinculada a la relación entre lo individual, lo nacional y lo universal.
La autenticidad del hombre de letras se mide siempre por el valor con que asume la responsabilidad de su libertad. Para él la responsabilidad es parte indispensable de todas sus tareas…
…en el mundo del arte, no hay libertad exterior sin rigor interno…
El autor concluye afirmando que:
…el escritor actúa solo. Y así debe actuar, como hombre libre; libre de servir a la libertad de sus semejantes por el ejercicio de su conceptopropio y particular de su ser, de su nación y de su universo (rml, núm. 5, mayo-junio, 1956, 519-520).
Por su parte, el poeta y ensayista Jaime García Terrés (mexicano, 1924-1996), quien recientemente había publicado Las provincias del aire (García Terrés, 1956), da una respuesta contundente a la pregunta planteada por los organizadores sobre si la literatura desempeña una función política:
¿Que la literatura desempeña una función política? Sí.
Y continúa haciendo la caracterización social de la literatura:
Digámoslo de una vez: el escritor no necesita abandonar sus ámbitos peculiares para cumplir una dimensión política. El mero escribir es un acto de mera ciudadanía… resultan actitudes ciudadanas la creación estricta, la fantasía, el libre reconocimiento de la hondura personal. Cada palabra escrita es un testimonio de agresiva comunión. Cada imagen propuesta, una definición del hombre, capaz de renovar al mundo. (RML, núm. 5, mayo-junio, 1956, 521.)
Literatura y sociedad
Cuatro meses después de la primera encuesta en torno a la responsabilidad del escritor, Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo, directores de la Revista, iniciaron una encuesta abierta en torno a la relación entre la literatura y la sociedad, problema frente al cual los encuestados darán sus respuestas escritas con total independencia. Esta encuesta abierta fue dirigida a escritores cuya presencia en América Latina o en México se juzgaba significativa. En la presentación de la encuesta los responsables afirman:
Iniciamos en esta ocasión una encuesta permanente [que en realidad sólo se realizó dos veces] en torno a un tema que, aunque por lo general ha sido tratado desde ángulos en exceso partidaristas y de manera superficial, revela un profundo conflicto en nuestra época. El quehacer literario, tradicionalmente ha sido un quehacer social sin necesidad de justificarse o de establecer su carácter mediante proclamas explícitas… Hoy, al operarse una escisión cada vez más notoria entre el valor social como valor en sí y los valores arte y literatura, también como valores en sí, urge volver a encontrar ese punto de conciliación en que las tareas literarias y artísticas se integran naturalmente en la vida social, y ésta en aquéllas. Nos parece que tal conciliación sólo es posible si la literatura y el arte se mantienen fieles a sus propósitos y naturaleza peculiares; de lo contrario, la literatura y el arte no sólo se sacrifican a sí mismos sino que sacrifican sus efectivas posibilidades sociales. (RML, 7, sept.-oct., 1956, 41.)
Los organizadores de la encuesta hicieron un conjunto de preguntas en una primera versión a siete escritores e intelectuales de renombre internacional: Mario Picón Salas (venezolano, 1901-1965), Daniel Cosío Villegas (mexicano, 1898-1976), Hernando Téllez (colombiano, 1808-1966), Albert Camus (francés, 1913-1960), Emilio Adolfo Westphalen (peruano, 1911-2001), Henry Miller (estadounidense, 1891-1980) y Ezequiel Martínez Estrada (argentino, 1895-1964).
En el siguiente número de la revista (RML, núm. 8, nov.-dic., 1956) la encuesta se completa con tres escritores más: Américo Castro (español, 1885-1972), María Zambrano (española, 1904-1991) y el escritor chino Juo Mo-jo.
La densidad de las respuestas indica hasta qué punto la relación entre literatura y sociedad es un tema pensado y repensado por los escritores y, más aún, un problema que “flotaba en el ambiente”. La libertad del autor en el ejercicio de la escritura es considerado como el acto que condensa, en la creación individual del artista, su función social. Esta acción individual de carácter colectivo sólo se realiza en la autonomía del Yo que ejerce el derecho a expresar lo complejo de la vida frente al orden institucional que lo coerciona y delimita su horizonte creador. La rebeldía frente a lo institucionalmente establecido es una de las características de los creadores en el inicio de los sesenta.
Las respuestas subrayan también la necesidad de la independencia del autor frente a la institucionalización de la creación artística, subordinada a las ideologías temporales y a los nacionalismos culturales. Esta posición de principio, que enfatiza la autonomía del autor, va tomando forma hacia mediados de los años cincuenta y queda totalmente asentada durante la década de los sesenta como el eje vertebrador de la singularización del objeto de arte y de la escritura. Libertad que enfatiza el fortalecimiento del Yo frente a la otredad y a las instituciones, como lo nuevo y lo característico del proceso de modernización que se vive en la época.
La respuesta de Mario Picón Salas afirma la condición social implícita del artista y el arte, pues para él:
Cada vez que el hombre sale de su yo y se comunica con los demás con la palabra, la actitud o la obra artística, está cumpliendo una función social. Y aun aquel huir de las circunstancias históricas para refugiarse en el muy aséptico o muy demoníaco mundo, constituye también un pronunciamiento público. (RML, núm. 7, sept.-oct., 1956, 42-46.)
Más aún, se insiste en la condición de la independencia del escrito, condición de independencia que se vuelve autonomía de la literatura misma; en esta doble perspectiva, Hernando Téllez, ensayista colombiano que en ese año de 1956 publica un libro con el título Literatura y sociedad, afirma:
La eficacia social de la literatura no es una condición de la literatura. En ningún caso lo es de la obra de arte. La literatura agota sus valores dentro de sí misma.
La literatura, como creación artística, es una expresión de la más íntima libertad del hombre, probablemente la única inalienable, puesto que el acto de crear valores artísticos es imprevisible, inmodificable, irreductible a cualquier pedagogía social o política.
Pero si el artista es tal en el ejercicio de una escritura autónoma, la condición de la obra de arte es una temporalidad que trasciende el mundo normado de lo inmediato. Para el economista e historiador Daniel Cosío Villegas:
…muy pocas obras humanas alcanzan la altura y tienen la perdurabilidad de la obra de arte. En la medida, pues, en que preocupe al hombre dejar alguna huella de su paso por la tierra, en esa medida debe proteger y exaltar al artista…
Para José Lezama Lima, en ese tiempo director de la revista Orígenes (1944-1956), y colaborador de la Revista Mexicana de Literatura (RML, núm. 5, mayo-junio, 1956) la relación entre sociedad, lenguaje y tiempo sustenta el sentido de la literatura:
Hasta que el lenguaje no adquiere su unidad formal, en el sentido de visibilidad, la sociedad no puede presumir de su existir dentro de lo histórico, hecho transmisible por la existencia de un ceremonial, por su dominio sobre la semejanza espacial, que da un estilo en el vivir, y por las sutiles maneras en que ese milagro de forma y ceremonial, de lenguaje y sociedad, se decide a organizar su resistencia frente al aluvión temporal.
Y por lo tanto la relación entre literatura y sociedad es una relación dada por el ceremonial de la escritura.
Las tangencias entre literatura y sociedad son tan sólo permisibles por evaporación o imagen, por saturación o metamorfosis o por reducción o metáfora. Quizá sea necesario repetir que para nosotros la sociedad que nos interesa en relación con la literatura es ese entendimiento que se ofrece en unidad espacial, apartado por la asimilación de una dosis de lenguaje alto, capaz de transmitirse por una ceremonial creador. (RML, núm. 7, sept.-oct., 1956: 58-59.)
El poeta Emilio Adolfo Westphalen subraya que:
…la obra de arte [es] más bien como un objeto ambiguo entre la realidad y lo imaginario...
El juego de ambigüedad gira desde luego alrededor del término realidad. En toda obra de arte la realidad está evocada; el artista, sin embargo, utiliza algunos rasgos, algunas características, las imprescindibles para expresar su relación con esa realidad a la cual exalta o denigra, o a la cual opone otra, siempre posible…
En verdad, para el cumplimiento de su misión el artista no ha de satisfacer si no a la demanda interior de creación… No puede sin embargo claudicar; su deber es defender la autonomía absoluta de su obra. (RML, núm. 7, sept.-oct., 1956, 62-65.)
No existe total unanimidad. Para algunos creadores existe una misión social tanto para el escritor como para la literatura. Así lo expresa Ezequiel Martínez Estrada:
El escritor debe revelar al pueblo qué es y qué debe ser mediante la obra literaria limpia en absoluto de todo compromiso político, económico, religioso, etc. La literatura es un cosmos y no necesita servir a los que deben ser sus servidores. Todo del pueblo, por el pueblo, para el pueblo: esto es todo. (rml, núm. 7, sept.-oct., 1956: 66.)
Misión social de poesía que lo es también para María Zambrano:
Sueño lúcido y compartido, revelación nacida de ese lugar secreto en que las fronteras del yo y de lo otro –de lo humano y de lo cósmico– se entrecruzan, la poesía todo arte ha de rescatar la sociedad “enajenada” y al individuo en ella perdido, por ella desamparado. (rml, núm. 8, nov.-dic., 1956: 36.)
La hegemonía de la élite
Una de las características que definen a una élite intelectual, en una época y un país, es su hegemonía en el campo cultural y su capacidad de influir y dirigir las instituciones que certifican el reconocimiento y confirman el prestigio de sus miembros en el mundo de los creadores. El grupo de la Revista Mexicana de Literatura logró tener presencia tanto en los espacios de la reproducción de la élite cultural como en los espacios en que se define el reconocimiento social a los creadores. No en vano, en palabras de Carballo “...a este grupo se le conoció, a principios de los sesenta, como La Mafia [entrevista, Emmanuel Carballo, 6 de marzo de 2007], ya que tenía presencia en todo: en las editoriales, a través de los consejos editoriales de revistas intelectuales y literarias, suplementos culturales, en la radio, la TV, y aun en el premio más importante de literatura del momento: el Premio Villaurrutia con el que fueron galardonados varios de los miembros de la rml durante el período 1955-1965: Juan Rulfo (1955), Octavio Paz (1956), Josefina Vicens (1957), Rosario Castellanos (1960), Elena Garro (1963), Juan José Arreola (1963) y Homero Aridjis (1964)”.
Conclusión
La Revista Mexicana de Literatura ocupa el tiempo que va de la mitad de la década de los cincuenta a la mitad de los años sesenta, período en el cual el mundo transita de la Guerra Fría y los nacionalismos fuertes, con representaciones colectivas excluyentes y binarias, al estallido de todos los órdenes rígidos custodiados por las instituciones civiles y de Estado.
Los jóvenes escritores fueron la expresión mexicana de una clara tendencia hacia la diversidad. Estos creadores dieron forma a un proyecto intelectual que rompió el cerco de la cultura nacional defensiva y salió hacia el mundo, confirmando, una vez más, el papel transformador de la literatura y el arte en la fractura de la hegemonía de las instituciones culturales de Estado y volviendo evidente el papel excluyente que habían desempeñado los ideólogos nacionalistas.
La Revista se desarrolla en uno de los períodos de mayor apertura y creatividad cultural de la historia de México, tiempo formado por el interregno existente entre los dos procesos ideológicos más importantes de la segunda mitad del siglo XX: el del agotamiento de la ideología de la Revolución Mexicana y el producido por el movimiento de 1968, a partir del cual el sustrato político retorna como referente significativo de la cultura y la creación literaria.
Los miembros de la Revista Mexicana de Literatura participaron de manera significativa en la transformación cultural surgida desde el interior del movimiento de 1968. Algunos producen la escritura de este movimiento social, edifican sus mitos, son los productores de su narrativa y consagran su identidad pública como intelectuales, en el ya clásico sentido francés del término, desde el J’accuse de Zola.
La élite intelectual constituida en torno a la Revista remplazó en el campo cultural a la de los Contemporáneos, de quienes siempre recibieron protección y apoyo. Varios de los que participar on en esta empresa cultural se convirtieron, durante el último tercio del siglo XX, en figuras dominantes del mundo intelectual mexicano; su diálogo e influencia con los grupos en el poder fue continua y se realizó fundamentalmente a través de sus relaciones personales con los políticos, su participación en las instituciones culturales del Estado o bien desde la prensa y las nuevas revistas o suplementos culturales que contribuyeron a fundar en años posteriores. Sus voces y textos formaron parte de la opinión pública de su tiempo, su poder devino de la palabra y varios de ellos se asumieron, como toda élite, como la última palabra.
Algunos de los que formaron la Revista se mantuvieron en su posición de intelectuales independientes; escritores y escritoras que han vivido la literatura desde la solidez del Yo, a través de la creación individual y solitaria. Unos compartieron su saber dando clases, otros acompañaron con su oficio en los talleres a los que buscaban su voz y revivieron el asombro de sentir un verso pleno, junto a una joven poetisa. Otros más, lucharon contra el agobio de esa perversión moderna llamada fama. Más de uno no volvió a escribir un texto equivalente al que creó cuando participaba en la Revista Mexicana de Literatura, cuando su entusiasmo abrió el horizonte frente a un pasado agotado, el de la cultura de Estado de la Revolución Mexicana y un pasado consumado, el de los Contemporáneos.
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