Mauricio Tenorio Trillo

Guajiras

 

 

 

1

A la distancia ya no reconozco ni el perfil de la virgen de Guadalupe y menos con la rala luz invernal de Chicago a las seis de la tarde después de ofrecer dos lecciones de tres horas. Ojos míos de poco alcance. ¿Cómo iba yo a distinguir el parecido de ese estudiante con su padre, Karl, compañero de las correrías de adolescencia? Cada año pasaban por mis aulas decenas de estudiantes cuyos rostros yo ganaba y perdía en el transcurso de unos meses. De profesor bisoño, el rostro o la silueta de alguna joven estudiante me obsesionaba por un tiempo, y si llegué a ejercer aquellos ardores también ya se han nublado los amores y los rostros. Por cierto que en esa universidad, la de Chicago, todos, alumnos, funcionarios y profesores, solían sentirse elegidos, de rostros de difícil omisión. Pero no eran memorables ni el mío ni el de ese estudiante de rizos rubios, Wolf. No lo reconocí y salí de clase camino a casa con la esperanza de que el viento y el frío del invierno me dejaran transitar las cuatro cuadras que me separaban de mi apartamento sin tener que refugiarme en algún edificio. Wolf fue quien rompió el hielo.

A medio trimestre, siguió mis pasos, sin duda al tanto de mis trayectorias de los martes y jueves. Me dio alcance frente a la librería de la calle 57 y me habló en un cargado inglés británico. “You got a minute, Professor?” Ningún profesor tiene tiempo para los estudiantes en general porque guardamos el tiempo, todo, para aquel o aquella que osa mirarte y desvelar al fin la naturaleza íntima del rito que une a maestro con alumno. Me paré y él comenzó a hablar de la última lección en un lenguaje más elevado que el que yo hubiera podido sostener. Se refirió a las lecturas del curso y mientras él peroraba yo intentaba recordar haberlo oído opinar en clase. No tenía registro de su voz. Le pedí que entráramos en la librería a seguir la conversación. Él, nervioso, me cedió el paso y al cruzar cerca de él reparé en su rostro bajo la claridad de las farolas. Me entró una inmensa nostalgia por un semblante que, en ese momento, no atiné a poner nombre. Entramos. Conversamos por varios minutos. Logró lo que buscaba: ponerme en alerta de su inteligencia. Pero casi al despedirse dijo aquello de: I believe you knew my father. Y cambió al español.


–Karl X era mi padre –me dijo.
–¿Eres el hijo de Karl? –pregunté como idiota.
–Sí.
–¿Y tu madre?
–Bien, vive en Londres desde hace años, yo la he pasado entre México y Londres, éste es mi primer año en Chicago.
–¿Tu abuelo?
–Viejo, pero bien… en México.


No pude continuar la conversación. Simulé apuro. Tenía que reponerme y revisar las notas no escritas sobre un pasado intenso pero no evocado por mucho tiempo. Quería pensar en Karl y nuestros años de adolescencia, en la familia de Karl y en las borracheras en su casa, los libros, la música, la risa. Le pedí a Karl que tomáramos un café al día siguiente, cuando el sol hiciera más llevadero el invierno de Chicago. Quedamos en una cafetería del campus, la mía, la de siempre. Invitaba al hijo de Karl a la intimidad que nadie en quince años había compartido, no desde que mis hijos crecieron y me separé de mi mujer y desde que dejé de ser el joven maestro que socializaba con la caterva de estudiantes. A las once de la mañana, en la cafetería donde las mexicanas me servían el café, me senté a preparar las actividades del día en tanto ellas intercambiaban dos o tres novedades. “Quien prepara las clases, no merece impartirlas”, me había dicho al principio de mi carrera un amigo entrañable a quien cada mañana a las once rendía recuerdo y pleitesía. Y había convidado a Karl a esa intimidad.


En casa, con la imagen de Wolf en la mente, busqué por todas partes el librito de poemas de Karl, el único que publicara en vida, el cual yo sabía que había empacado en cada mudanza para llevarme de mí lo que soy. Lo hallé, en una esquina del librero más inesperado. ¡Un milagro! Ahí estaba como siempre. El vestigio se titulaba. Leí el primer verso, “Semejanza”, que iniciaba con unas líneas de Yeats:

Before me flotes an image, man or shade,
Shade more than man, more image than shade.

Y remataba:

Desgobernada imagen de sí mismo
en plenitud cercada por su esencia
Karl y Wolf, en Chicago, sitiados por sí mismos, ante mí y a la procura de las esencias.

2

Una madrugada en Berlín me despertó el teléfono. Era un amigo desde México, tan impertinente como bien intencionado. “Karl murió ayer en un accidente de carretera, también murió la madre, sobrevivió el padre y el hijito de Karl.” Hacía años que no oía de Karl. Nos habíamos distanciado, no sé por qué y ya nunca lo sabría. Claro que a través de los años lo procuraba; alguna vez logré verlo y me habló acerca de su difícil matrimonio, sus afanes por escribir un tratado sobre estética o ética, sobre Bachelard o algo complicado y profundo como él. Me decía que echaba de menos nuestras conversaciones, que no debíamos alejarnos, pero luego huía a mis llamados o cancelaba las citas en el último momento por problemas con la familia o el trabajo. Un día no lo procuré más. Sabía de él por otros amigos. En alguna ocasión estuve a punto de llamar a la puerta de su casa, un día en que mis caminatas urbanas me llevaron por sus rumbos en la ciudad de México. No lo hice. Cuando por el teléfono recibí la noticia, lo primero fue recordar la aldaba de la puerta de su casa y yo ahí dudando y desistiendo. Lo segundo fue maldecir al amigo que me llamaba a esa hora para darme la noticia como si yo pudiera hacer algo, como si saberlo en ese preciso momento fuera cuestión de vida o muerte. Ella, la muerte, ya reinaba entre Karl y yo desde hacía años, pero me causaba rabia y dolor el saberla vencedora absoluta. Coraje sentía ante el amigo que me imponía esa sensación en un invierno de Berlín. La muerte era, entonces todavía, un pasatiempo hermoso con el que Karl y yo, aún jóvenes, podíamos jugar a placer y a la distancia. Karl murió a los treinta y cinco años. Wolf, su hijo de escasos diecinueve años, llegó a mí cuando yo rozaba los sesenta.
Seguro pensé periódicamente en la muerte de Karl, cada que otro de nosotros moría. Antes que Karl, la ciudad de México había matado al primero del “nosotros”, una pandilla de nerds presuntuosos, poco más inocentes que inútiles, pero también. Karl, con toda su impericia motriz, había participado en la búsqueda entre las ruinas de un edificio de la colonia Roma. Un terremoto había destruido nuestro mapa de la ciudad. Todos juntos, desesperados, dimos por perdido al amigo. Una década después, era Karl el que moría. En fin, cada que la muerte de Karl venía a mí, sentía en abstracto lo que la palabra desperdicio puede llegar a connotar. La oportunidad perdida para una mente más fina y poderosa que la del resto del grupo. El desperdicio de la empatía intelectual, la que sólo puede darse en los primeros años de profunda exploración humana. El derroche de unas alegrías irrepetibles. Nunca más.


Nerds éramos todos, pero Karl era el rey. Asocial como ninguno de nosotros, culto como todos queríamos ser, misterioso más allá del cavilar adolescente: un viejo pensador en el cuerpo de un joven de rizos rubios, robusto y de ojos azules. Por años lo conocimos por “El Guajiro”, mote que –confieso– yo aventuré para nombrar todo lo que Karl no era: cascabelero, desbordado, dicharachero. En momentos de gran camaradería, lo pronunciábamos “Guájiro”. Con los años, llegó a mis manos un ensayo de Croce sobre Hegel, el cual me hizo entender por qué yo había hallado consuelo en llamar a Karl “Guajiro”. Croce mostraba el lado irónico y humorista de Hegel y así rompía flechas con el complicado filósofo alemán. En medio de la inconsciencia juvenil, lo mismo había hecho yo al llamar a Karl, por siempre, Guajiro: Guájiro.

Mientras nosotros nos hartábamos, como era ley, de Nerudas, Machados, Vallejos, de marxismo mal leído y psicoanálisis de a centavo, Karl leía clásicos españoles y poetas metafísicos ingleses. En tanto nosotros nos dábamos a escuchar y a cantar con la guitarra canciones revolucionarias de la década de los setenta, el Guajiro escuchaba sofisticadas grabaciones de Schönberg o Bartók y aprendía guitarra clásica –aunque en la casa de Karl, con la complicidad de su padre, cultivé mi pasión por la vieja música popular mexicana, aprovechando la impresionante discografía de quien entonces llamábamos el Sr. Guajiro–. En aquel México con mercado protegido, esa casa era una ventana cosmopolita que daba a libros y discos raros, mexicanos, europeos y estadounidenses. Fue en esa casa, bajo el mecenazgo impagable de los padres de Karl, que leímos a coro a Borges, a Andrew Marvell a Paul Celan a Yeats a Valéry. Ahí fueron las noches largas, la melancolía a varias manos, el alcohol, los versos… el Guajiro. (No lo llamaré más Karl, los recuerdos puesto en papel han roto la lejanía, ya somos él y yo, los de siempre.)


¡Horas de música, lecturas, planes de futuro, viajes, mujeres casi siempre inexistentes, e ironía… toda la ironía! Mucho antes de toparme con Wolf, en algún momento indebido de introspección, había caído en la cuenta de que fue en esos sueños guajiros que me convertí en lo que soy: un mondo humorista, aunque serio, metódico y tímido. Y en esas tertulias guajiras, creo, el Guajiro viró lo que fue: la sobrada promesa de lucidez acerca de una realidad que lo inmerecía. El Dasein desbordado, que incluía a la realidad al trascenderla. “Con insolente sol, el tiempo avanza”, escribió:

nacido sombra.
la realidad por la mirada crece.


El humorista, el verdadero, carece de héroes. Eso decía Pirandello. Abracé con los años la melancolía light, esa que nunca cede por completo ante la sombra pero que vive en el rellano entre la caída libre y el puerto seguro; esa melancolía que es orfandad porque es descreencia y descaro militantes, pero que no mata porque al cabo reina la certeza guardadora del humor y la autoburla. Me hice scholar para ganar el pan con la ironía afinada en noches guajiras, y la vida me permitió revestir la monotonía académica –o la llana soledad– de los ecos juveniles de “en caí el Guájiro”. He, pues, disfrutado y padecido con el pensamiento y la palabra sin tomarme en serio. Pero yo y los otros éramos los escuderos que hacían posible la seriedad y la profundidad de un caballero perfectamente cuerdo y en su papel.


Ser el Guajiro era trabajo arduo. No era egoísmo, que el Guajiro, bien vivido, era el más desprendido de todos, con su sabiduría, sus libros, su casa, sus discos, su auto … todo. Guajiro no era tacaño, no, era que en su mundo él habitaba y más nadie, nosotros sólo a la puerta, y era también la sensación de que su palabra habría de revolucionar al mundo… cuando el mundo la mereciera. No fue mi héroe, porque, como decían en el Bajío mexicano, no los ocupo, pero…


Ahora me alcanza la imagen de su habitación, refugio de esa inteligencia, un cuarto rodeado de libros, la guitarra y el atril de un lado, colores oscuros, un gran ventanal que daba a un jardín pequeño y fresco, todo bajo una protección rara pero completa. Una guarida guarecida, un escondite dentro del zulo más escondido, custodiado por los padres del Guajiro, que a un tiempo lo alentaban y lo dejaban en su santa paz. Era hijo único. Y de esa protección vivimos muchos y ha marcado lo que hoy somos. La habitación se evoca a sí misma en mi mente sobrepuesta a la sensación de ingratitud, de la mía. Ese refugio creía más en mí que yo mismo. No era que el Guajiro me tuviera por un igual, pero no se sentía más. Hay personalidades que reparten igualdad porque son de otra especie. Y fueron ellos, los Guajiros –como es natural que la casa toda fuera conocida– los que nos vieron futuro antes de que creyéramos en nosotros mismos.


En aquel grupo de adolescentes hubo ambición y vanidad suficiente para que unos se imaginaran llenos de futuro; y hubo lo necesario de disfrutes momentáneos para que otros continuáramos posponiendo la simple idea de mañana. Y los Guajiros a todos daban lo que buscaban. Yo era escudero no caballero; era feliz en mi papel.
Con el tiempo, vinieron los viajes, primero, el Guajiro a Londres y luego yo y otros a otras partes. Él a vivir su soledad y melancolía en los otoños londinenses de donde nos enviaba narraciones de los parques granates y de las primeras pasiones vividas a todo lo que el cuerpo da. Yo me escapé con becas hacia una vida que me diera los recursos que el Guajiro había tenido toda su vida, una huida hacía un oficio que me sustentara. Fueron los Guajiros quienes predijeron que yo no volvería del todo, que allá alguien descubriría en mí lo que ellos, no yo, veían, y que algo o alguien en el extranjero me haría imposible el regreso. Hace treinta años, cuando salió publicado mi primer libro, ya con el Guajiro y yo distanciados, les envíe el libro dedicado: “a los Guajiros, a los que creyeron en mí antes que yo”. “Todo es reticencia”, escribió el Guajiro, ìsólo aquel que nombra existe”. Él me nombró, ellos me pronunciaron. Yo, el profesor X de la Universidad de Chicago, fui la evidencia de la existencia guajira y, de paso, me nombré… y fui.

3

–Guardo la certeza de que él te estimaba mucho, tú eras al que más respetaba de aquel grupo –me dijo Wolf después de los primeros sorbos de café cuando le pedí tutearme. La mañana era nublada y triste, como el Guajiro la hubiera querido para que yo encontrara en esos edificios neogóticos a su hijo, cuya plena juventud nunca conoció. Yo vivía lo que, como pocas cosas, sólo el Guajiro hubiera tenido el derecho de experimentar, pero no le dio la vida para más. Wolf me habló de lo importante que había sido leer los papeles inéditos de su padre, me dijo que había obras acabadísimas, muchos poemas y cartas. Dijo que le gustaría escribir su tesis de licenciatura sobre su padre, que yo se la dirigiera, que juntos editáramos en español los trabajos de su padre sobre Bachelard, sobre poética y estética.


–Mi padre estaba muy adelantado a su tiempo –me dijo con una soberbia impropia en un joven de su edad– mezclaba la ironía y la habilidad retórica de la ensayística filosófica continental, con la rigurosidad de la filosofía analítica. Hay trabajos de lógica y lenguaje que realmente sobrepasan lo que aún hoy se escribe, en México o aquí. Por momentos pareciera que uno está leyendo una destacada amalgama de Russell, Foucault y Wittgenstein, articulada con la claridad de Valéry. Es una lástima que no escribiera en inglés, el mundo anglosajón lo habría apreciado tanto o más que a un estudioso tan riguroso como tú.

Una estación de radio mal sintonizada que pierde y gana la señal, eso era: el Guajiro se me apersonaba y se desaparecía entre las frases grandilocuentes del pequeño Wolf. Sus ojos brillaban como los de su padre y su discurrir mezclaba los peores momentos verborréicos de su padre con engreimiento oxfordiano que su padre nunca gastó. Como Wolf, el Guajiro mezclaba ideas y hallazgos egregios con ventriloquia de primera clase de toda suerte de lecturas. Eso no era nada asombroso entre nosotros a los escasos dieciocho años. ¿Cómo si no con hervores de sangre juvenil uno puede usar la voz de otros con destreza y honestidad? Versos completos del Guajiro me habían parecido ecos de Borges:

El indecible asombro del espejo
es olvido y afán,
otro recobra el mesurado intento.

No conocía, ni conozco aún, los trabajos inéditos del Guajiro. Es probable que en sus tardíos veinte o en sus primeros treinta produjera lo que siempre prometió, sobre todo a sí mismo. No lo sé. Pero aún a mis dieciocho me eran altisonantes las citas en griego y alemán –que no dominaba–, las palabras de diccionario, la increíble necesidad de hacer de toda confusión un error de compresión del mundo y no un traspié de su pensamiento. No me costaba ni me cuesta aceptar que el Guajiro era la inteligencia más fina y capaz que yo había conocido entonces. Tampoco creo exagerado afirmar que esta impresión me ha durado, como es evidente, hasta hoy. Mas no pude conceder al hijo el héroe que no fue mío, yo que lo había conocido mejor que mi estudiante precoz, el que bebía café conmigo en Chicago.


–Pero, ¿crees que es bueno que dos personas tan cercanas a tu padre hagan este trabajo? –pregunté para no entrar en detalles–. ¿No sería mejor alguien con cierta lejanía?


–Todo depende de qué entiendas por cercanía. Novalis hablaba de la luz como la oscuridad de lejos. Tú no puedes estar tan cercano a su trabajo, pues no lo conoces en su totalidad, fuiste cercano a su persona; yo soy íntimo de su recuerdo, era muy niño cuando él murió, pero conozco bien su obra. Yo creo en su obra y de hecho pretendo dar a mi carrera de filósofo un giro newtoniano: he visto más lejos porque me he subido sobre las espaldas de un gigante. For you, in turn, editing his works could be a way to honor and salute the influence of a man who after all was decisive in your intellectual trajectory.


–¿Cómo lo sabes tú? –le pregunté sin reparar en que no entendí ni en qué poema o ensayo qué quiso decir el Novalis de su cita, ni la pretensión de ver más lejos que nadie a los diecinueve años, aunque se esté parado en la punta de un castillo humano de los pueblos catalanes.


–Lo sé porque vi las cartas que enviabas a mi padre y el libro que remitiste a mis abuelos, y porque en alguna parte de tu trabajo he descubierto la marca, para usar tus palabras, “guajiriana”.


“Guajira”, decíamos guajira, no guajiriana. Quise ganar la distancia profesional que había perdido sin remedio. Nunca más el tímido estudiante que seguía mis pasos por la calle 57.


–Tú sabes, como yo, que es un desperdicio, you know el trabajo de mi padre debe al fin ser conocido y yo podré darle la continuidad que no tuvo.
–No sé si tu padre aspiraba al tipo de fama que pretendes darle.
–May I beg your perdon?
–Desperdicio es una palabra fácil de evocar cuando alguien, cualquiera, muere a los treinta y cinco. No niego que sea la sensación que a menudo siento cuando pienso en tu padre. Me encantaría leer lo que tu padre dejó escrito, pero espero que sea otro quien lo edite y publique, no yo. Hay pensadores que son porque son potencia y son porque dejan esparcidos en nosotros esa potencia que los rebasaba más acá y más allá de la concreción llana en el papel. No me imagino a tu padre como es evidente que tú te imaginas a ti mismo: de profesor de Harvard o de Chicago. No, y no por falta de capacidad, sino acaso por exceso. Se necesita un grado de conformidad, de autoengaño y de mediocridad para lograr esto que tú y yo somos. Tu padre no poseía esa capacidad de conformidad. Simplemente no. Hubo un filósofo de Trieste que siempre me ha recordado a tu padre. Un filósofo que a los veintitrés años afirmaba saber lo que quería y no tener lo que quería, y hacía el parangón de un plomo colgado de un gancho; un plomo que sufre porque siendo peso quiere caer, pero en tanto plomo enganchado permanece suspendido. Y decía que si por ayudar a su naturaleza pesada lo libráramos del gancho y lo dejáramos caer, y entonces pudiera poseer en un momento el infinito descenso del futuro infinito, en ese momento dejaría de ser lo que es: un peso. Ese filósofo se suicidó después de terminar su estudio. Tu padre, lo creo, tenía la lucidez para pensar lo impensable, pero, hasta donde yo lo conocí, no podía abandonar la potencia, ésa era su naturaleza, y no es de lamentarse, más lamentable es abrazar la mediocridad de ser un profesor capaz de publicar cualquier idea que le viene a cuento…
–Pero él no publicó porque estaba más allá de su tiempo, no había manera de ser entendido…
–No, al contrario Wolf, no concretó, no cayó, porque era suspensión, porque su lucidez y generosidad estaban presas de la incapacidad de reconocerse mediocre, de dejar de ser potencia. Es muy difícil no sentir una derrota después de poner en papel lo pensado. Tu padre habitaba la potencia porque ahí quería vivir, no quiso dar el salto para no matarse a sí mismo, para no ser como nosotros, como tú quieres ser. O eso creo al menos por lo que conocí de él. La genialidad de tu padre, Wolf, fue frenada, en efecto, y es siempre el caso, por la muerte. Pero a la genialidad de tu padre le faltó, al menos hasta que lo dejé de ver, el desparpajo que a veces se confunde con valentía, pero que es descuido de uno mismo.
–Nunca creí que hubiera habido tanta competencia entre ustedes, as itís quite evident… –dijo como si quisiera disfrazar un insulto de razonamiento.
–No confundas al bufón con el héroe. Competencia no la hubo porque nunca quisimos las mismas cosas. Tu padre sufrió mucho, y no quisiera detenerme en los pormenores de ese sufrimiento que yo mismo ignoro. Pero no sufrió por no llegar a ser lo que quería ser.
–¿Crees que mi padre no pudo llegar más alto?
No contesté por unos momentos, y creo que mi silencio hizo pensar a Wolf que había logrado hacerme pagar mi ingratitud, pero lo que no podía decirle al huérfano de padre es lo que el Guajiro sufrió por un mal matrimonio, lo que padeció por él, por Wolf, y por la incapacidad de superar la vida cómoda de hijo de familia. Hasta la última vez que lo vi, no era cautivo de la incomprensión –que nunca pareció preocuparle–, sino de la comodidad de su habitación y de su amparo. Pero tampoco quería decirlo porque sospechaba, y aún sospecho, que el Guajiro había logrado lo que deseaba. Un temperamento melancólico, al contrario de los sanguíneos o coléricos, como yo y como –poco a poco aprendí– Wolf, está predestinado a lo sublime, y lo sublime es, en esencia, íntimo, único. El Guajiro descubría lo sublime ante el mar: “Blancos murmullos bogan en el agua”. Lo sentía en los sustantivos inusuales, en los adjetivos trabajados que escogía para describir su propia necesidad de autoasombro, su ansia de secretar lo sublime, él, el Guajiro: una sublimación privada, poco importaba que el poema fuera o no sublime para otros:

En volandas el sueño
a más del muérdago presente, la fatiga,
son lustres que en círculos
ascienden modulando la sazón o el rastro
de la núbil mudez que les sujeta.

No podía, no obstante, decir mundanamente que la melancolía era del Guajiro, no él de la melancolía. Él era más de una vida cómoda y una necesidad, inexplicable para mí entonces y ahora, de formas de protección muy primarias. Expresar esto ante Wolf, estaba seguro, hubiera sido insultar la memoria de su padre construida, cual toda añoranza, con pena y con cuidado.


Why the aloofness between you two? –cuestionó sin respetar que ya había ejercido su derecho a preguntar y no había recibido aún respuesta. Era claro: mi silencio era la respuesta que esperaba.


–No lo sé, yo mismo me lo he preguntado muchas veces. Fueron muchas cosas y ninguna. Supongo que nos metimos cada uno en ciclos distintos y poco a poco perdimos el camino de vuelta al terreno común.


No le puse al tanto de mis esfuerzos por encontrarme con el Guajiro, de los problemas personales que enfrentábamos él y yo, de los chismes que empezaban a circular entre nosotros. Pude haberle contado de ese día en que el Guajiro nos dejó a los Sancho Panza fuera de su casa con las botellas compradas y las ansias de tertulia insatisfechas, negándose a abrir sólo por compartir la tarde con un nuevo allegado al grupo, uno que poseía una erudición desacostumbrada tanto para el Guajiro como para nosotros. Leo se llamaba y era una inteligencia poderosa, una ambición ya cocinada y bien dirigida a la escasa edad de dieciocho años. Pero que ni se emborrachaba con Nerudas ni conocía a Novalis o a Marvell. Podía, en cambio, recitar de memoria a Nervo, o la Imitación de Cristo, o vidas de sabios y políticos, y sabía al dedillo la lista de premios Nobel y la historia sagrada. En esa primera visita a nuestro mundo, Leo, cual nuevo miembro, exigió exclusividad con quien era sin duda el yoghi de los nerds. Y la obtuvo, no por lo que explicaría varias veces el Guajiro, por el poder de manipulación de Leo, sino porque el Guajiro quería también un rato a solas con ese otro tipo de inteligencia antes de entregarlo a nuestra ironía y desfachatez colectivas. No es de Sancho Panza indignarse, pero en secreto todos quedamos dolidos. Con los años, Leo reveló cuán parecido era a nosotros y se volvió parte intrínseca del círculo. También de él se apartó el Guajiro. También él, ya viejo, me confesó la marca dejada por el Guajiro en su vida y pensamiento. Hacia los cuarenta, en un poema, Leo agradeció al amigo muerto: por las tardes de vino, por la música y por esa entrega a la belleza en abstracto, “donde dejé mi adolescencia” –escribió Leo–. Agradecía, también, por el “desprecio al reloj/y al calendario”. Como todos, Leo aprendió tarde lo que nos ocurrió tan tempranamente: nos estábamos bosquejando al unísono, las líneas que remataban el autorretrato de uno se encimaban con las que iniciaban el del otro.

 

Pero no le iba a narrar estas aventuras a Wolf, correrías que requerían de tantas explicaciones paralelas y presentaciones de personajes. La mañana se alargaba y yo tenía que entrar a clase. Quedamos en otro café, mismo lugar, misma hora.


Mientras lo despedía y me preguntaba cómo podría tomar en adelante su presencia en mis cursos, Wolf me soltó lo que siempre había sospechado, pero que creo que era una sospecha de él y no un razonamiento guajiro. Me dijo que su padre se separó de todos porque quería reinventarse de otra manera, hacer tabla rasa para empezar a vivir y pensar lo que su lucidez le estaba marcando. “It makes sense”, le dije aprovechando la libertad lingüística que Wolf había establecido en nuestra conversación. Lo que no le dije es que aquel grupo de nerds pronto enfrentó los retos de la pasión, el amor, la ambición y todos probamos ser variopintos en nuestras habilidades profesionales, y malos, simplemente malos, como Don Juanes, más el Guajiro que acabó sumergido en una relación que parecía agobiarlo profundamente. Dos o tres veces hablamos de ello el Guajiro y yo, y con espanto real me hablaba de su relación, la que acabó por romper. Nunca crucé más de dos palabras con su mujer, bella y ambiciosa a luces vistas. Pero esa relación provocó en el Guajiro un ensimismamiento que borró las pocas amistades del Guajiro. Pero no iba yo a narrarle a Wolf historias de su madre, cuando poco la conocí, cuando evidentemente había acabado cuidando de Wolf, aunque todos sabíamos que hasta la muerte del Guajiro, Wolf había estado al cuidado fundamental del Guajiro, es decir, de los Guajiros, la protección que el Guajiro era apto para ofrecer.


Al entrar a clase, esa tarde, Wolf estaba sentado en primera fila, con sendo volumen de Nietzsche sobre la mesa, con el título en alemán a la vista. Vestía un saco negro y una bufanda lila, de tela extraña, casi transparente, indumentaria guajira como jamás se ha visto otra. Coloqué mis notas de clase sobre el podio en el que cada día ofrecía una autómata lección, pero estaba nervioso. Tenía que hablar de cómo se escribe la historia utilizando un texto de Huitzinga que los alumnos habían leído. Wolf, trasvestido de Guajiro, me miraba con Vom Nitzen und Nachteil der Historie für das Leben frente a él. No era ya uno más de los estudiantes inteligente y deliciosamente pretenciosos de Chicago. Era alguien más. Alguien que con su mera presencia dilataba el inicio de la clase. No acertaba a comenzar.


What is the role of poetry in Huitzingaís story telling?”, finalmente pregunté, sabiendo que a mí mismo me había intrigado la pregunta sin hallar respuesta satisfactoria, y que nunca había iniciado la lección con tal pregunta. De súbito había subido el nivel de esa lección básica, sólo por el miedo de hablar no con Wolf, sino frente al Guajiro. Nadie contestó. Wolf sonreía levemente como si fuera cómplice en el juego que yo proponía al resto de los estudiantes.


Al fin, una mano se alzó y habló de los dos o tres poemas citados por Huitzinga para explicar el pesimismo de la tardía Edad Media. Empecé a olvidarme de Wolf para ejercer el oficio que había escogido y ya preparaba algún giro extraño e irónico para aliarme con ese valiente estudiante, cuando Wolf interrumpió.


–No sólo eso, no es sólo la poesía citada, sino que la poesía es la estructura de la historia en tanto que la historia es tiempo, y el tiempo es lo que deviene del reverso del ser, que es, por cierto, lo que la poesía produce.
Era del Guajiro el verso, lo sabía, empezaba con algo así como: “La realidad se esconde en cada cosa, resquicio para ser…” Y terminaba con “del reverso del ser deviene el tiempo”. Ni Wolf, ni yo, ni los estudiantes entendimos lo que Wolf había querido decir de Huitzinga, pero Wolf y yo sabíamos lo que quiso decir sobre el Guajiro. Como pude pasé por alto la opinión de Wolf, y me fue viable producir una lección más de mis treinta años de profesor.

 

4

Di clases por cinco o seis años más. Regresé a México y me dediqué a escribir ensayos que me divirtieran. En mis últimos cuatro años en Chicago, Wolf visitaba mi oficina. Hablábamos de libros, poco a poco se fue cayendo, al menos ante mí, el montaje del estudiante precoz y salió a flote un Wolf trabajador, profesional, inteligente, dispuesto a todo para construirse una firme carrera académica. Con los años, le conté muchas anécdotas de aquellas tertulias y reíamos juntos. Creo que por primera vez supo que su padre reía y se embriagaba de bromas absurdas y sin sentido mientras cantábamos las viejas canciones mexicanas que el padre del Guajiro nos enseñaba.


No hace mucho recibí el libro Ethics of Melancholy: la tesis de doctorado de Wolf publicada por Harvard Univesity Press. Supe que Wolf había sido una de los profesores más jóvenes contratados por Harvard y que en los mundillos universitarios era muy conocido como líenfant prodigue del momento. Traté de leer el libro, pero era demasiado profesional, correcto y lúcido, repleto de jerga: un libro académico, excelente, de esos que se discuten por dos o tres años, que se ponen de moda y producen la fama efímera de las universidades. Wolf ni traicionó a su padre ni lo sublimó, tampoco publicó los inéditos del Guajiro. Wolf se había convertido simplemente, como tantos, en un profesor. No citaba en su trabajo a su padre. Ni siquiera dedicaba la tesis a Karl. No. El libro estaba dedicado a “Los Guajiros”, y sólo Wolf sabe quién cabe en el mote.


El libro de Wolf, sin embargo, me trajo a cuento la carta. Cuando obtuve mi primera posición en una prestigiosa universidad extranjera, el Guajiro supo enviar su última carta dirigida a mí, todavía en la era pre-e-mail. En ella me recordaba que fue él quien siempre creyó que alcanzaría el éxito. “Ahora tendrás que luchar para no perder la frescura que rápidamente te ha llevado adonde querías”, me dijo. “A ratos pienso que cualquier éxito, aunque lo malquieras, es navegable y gobernable como en teoría cualquiera río. Lo inviable, mi querido Professor, es volverse un simple ojo de agua, así tranquilo y murmurante, y no morirse en el intento”.

 

NOTA

Los versos que se incluyen están sacados de Carlos Ávila, El vestigio, México, Ediciones El Tucán de Virginia, 1990. Lo demás es ficción.

 

Mauricio Tenorio Trillo, “Guajiras”, Fractal nº 47, octubre-diciembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 41-58.