Hans Ulrich Gumbrecht
De la hermenéutica edípica a
la filosofía de la presencia

Fantasía autobiográfica*

 

 

Al igual que en un coloquio anterior en Moscú en 2004, donde abordé el tema de la literatura en la República Federal de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, hoy quiero hablar sobre las tensiones entre las generaciones de la guerra y la posguerra en Rusia y en Alemania. También en esta ocasión mi perspectiva será sobre todo autobiográfica. Claro es que esta convergencia (que raya en la repetición) no es casual, pues pienso que existen afinidades notablemente complejas entre la Alemania que emergió de la breve pesadilla de doce años del nacionalsocialismo y la Rusia que emergió del largo estancamiento de la Unión Soviética. En ambos casos, el colapso nacional condujo a los círculos culturales y a los gobiernos recientemente electos a buscar su opción por una discontinuidad definitiva e incondicional; en ambos casos, tales propósitos de un cambio irreversible produjeron la ambigua sospecha de que existían vestigios, ocultos o por lo menos ignorados, de cierta continuidad problemática; y en ambos casos, por ende, las nuevas generaciones, las generaciones cuya propia vida intelectual sólo ha comenzado a partir del colapso de los viejos regímenes, han temido obsesivamente su repetición (y en algunos casos excepcionales, han sido inspiradas por la esperanza del retorno).

No intentaré probar –y ni siquiera intentaré discutir– si tales afinidades entre la Rusia postsoviética y la Alemania de la posguerra (así como las aprensiones que estas afinidades han acarreado) son o no “reales”, “adecuadamente percibidas” y “justificadas”, o todo lo contrario. Sólo afirmo que tales aprensiones, justificadas o no, pueden despertar ciertas visiones del mundo, e incluso ciertos problemas, lo suficientemente similares como para justificar las expectativas de que los intelectuales que hoy lidian con una situación cronológicamente posterior, puedan “aprender” algo de la experiencia de aquellos que se enfrentaron a una anterior “postsituación” (y tengo mis dudas sobre lo que aquí pueda significar exactamente “aprender algo”).

En esta ocasión, sin embargo, nuestro coloquio no se centrará sobre la literatura postotalitaria, sino sobre la cuestión de si una “herejía académica” puede convertirse en la causa de “revoluciones dentro de las humanidades”. Esto implica que revisaremos un problema que, una vez más e inevitablemente, evocará los dramas de las tensiones entre los diferentes escenarios. Ya que nací en Alemania treinta y siete meses después de la rendición incondicional de mi país, quiero describir algunos recuerdos relacionados con aquellas tensiones generacionales, y articular las cinco fases de lo que yo llamo (acaso con excesivo optimismo) mi “argumento” respecto a una situación típicamente postotalitaria en las humanidades.

I

El tema de los debates de este coloquio vislumbra las humanidades desde dos ángulos diferentes. Presupone que este racimo de disciplinas académicas es comparable a una institución religiosa (algo respecto a lo cual se puede cometer una “herejía”) y, al mismo tiempo, comparable a una institución política (algo que hay que superar o transformar en el proceso de una “revolución”). Pero no actuaré como un deconstructor de mentalidad mezquina, señalando a los organizadores del coloquio la contradicción entre sus dos diferentes sugerencias metafóricas. Más bien, diré que estoy en desacuerdo con la concisión institucional de un presupuesto que ambas perspectivas comparten y por lo tanto atribuyen a los esquemas intelectuales, estilos y prácticas que denominamos las “Humanidades”. En este sentido rechazo, entre otras posiciones, el ambicioso deseo de los formalistas rusos que a principios del siglo XX pretendieron imponer a las humanidades la forma institucional de una “ciencia” (y sé que utilizaban este término en el sentido más amplio del Wissenschaft alemán). También rechazo el postulado de una analogía entre las ciencias y las humanidades que obligatoriamente aducen aquellos que aplican a las humanidades la teoría de las “revoluciones científicas” de T.S. Kuhn.
Por mi parte, en manifiesto contraste, yo veo en las “Artes y Humanidades” (como las llamamos de manera muy reveladora en la tradición angloamericana) un marco institucional, cuyas estructuras externa e interna son mucho más fluidas, por no decir caóticas, que las de las ciencias naturales y las ciencias sociales. Veo las humanidades como un racimo de disciplinas que continuamente cambia, y al cambiar se transforma casi siempre (pero no siempre) sin dirección programática alguna, provocando a veces súbitos chapuzones, olas e incluso tsunamis en el informe océano de la esfera pública. Tales chapuzones, olas y tsunamis corresponden (y aquí revelo mi propia contradicción metafórica) a una “lógica” emocional de romances familiares y revueltas edípicas, más que de la lógica institucional de las herejías y las revoluciones.
En mi exposición de la situación postotalitaria en las humanidades adoptaré, por lo tanto, la perspectiva de Harold Bloom (¿o debo llamarla, con su firme beneplácito, la “mitología” de Harold Bloom?) respecto a la forma en que la innovación se produce en la literatura.(1) En esta perspectiva se suceden consecutivas y acaso interminables revueltas edípicas, donde los “hijos”, al sentirse más débiles que los “padres”, intentan herirlos, de hecho debilitarlos, produciendo así, inadvertida e inevitablemente, cierta decadencia en la calidad intelectual (o artística) que con el paso del tiempo se vuelve más y más devastadora.
Puesto que yo mismo estoy convencido (al menos sin congratularme de ello) de que tal “hermenéutica edípica” puede describir mi propia (y modesta) producción intelectual en las humanidades desde el inicio de la década de 1970, y puesto que estoy intentando escapar a esa sombra infantil del pasado mediante mi proyecto intelectual de una “filosofía de la presencia”, el género de divertimento que quiero ofrecer aquí tiene que ser una “(Fantasía autobiográfica)” –y los paréntesis sí vienen al caso.

 


II

Aquí, pues, la galería (o, si ustedes prefieren una perspectiva bloomiana, que también es, curiosamente, nietzschiana y foucaultiana: aquí, pues, la genealogía) de mis antecesores académicos alemanes. No pretendo que ésta pueda añadir datos desconocidos o nuevos puntos de evaluación importantes al corpus de la historia intelectual y académica. Simplemente trataré de redescribir, a la luz de mis reacciones personales y tal como ahora las recuerdo, entrado el nuevo siglo, una serie de datos, opiniones e imágenes ampliamente conocidas.

Mi asesor académico (o mein Doktorvater, con un sintomático cambio en el énfasis, según el léxico académico alemán) fue el crítico literario Hans Robert Jauss, que nació en 1921, el año más típico en el que estadísticamente nacieron los alemanes que participaron en las acciones militares de la Segunda Guerra Mundial. Desde su conferencia inaugural de 1966 en la entonces recién fundada Universidad de Constanza, Jauss se había convertido en el autor más leído dentro de la nueva tendencia teórica de estudios literarios que durante los siguientes dos decenios, y bajo el nombre de “Estética de la recepción”, adquirió considerable prestigio internacional, sólo superado, entre las exportaciones intelectuales alemanas relacionadas con las humanidades, por el de la llamada “Escuela de Frankfurt”. Aunque me consuela en cierto grado recordar que la relación que mantuvimos él y yo jamás fue fácil (ni, menos aún, “relajada”), sería deshonesto de mi parte no admitir que me beneficié enormemente de mi aprendizaje con él (y, sobre todo, “bajo” él). Jauss era un lector meticuloso, autorizado y autoritario, de cada una de las páginas que escribían sus estudiantes de doctorado y sus asistentes (en la tradición académica alemana, los “asistentes académicos” eran en aquel entonces los asistentes personales de los catedráticos). A Jauss le debo la premisa de que cierto grado de familiaridad con la tradición filosófica occidental es una condición imprescindible para la comprensión histórica y acaso todavía para la apreciación estética de la literatura europea, y sin duda fue gracias a su gran reputación, tanto como la de su escuela, que mi transición a los niveles superiores de la profesión académica en Alemania se realizó con prontitud y facilidad.
En la época, interpreté como la consecuencia de un contraste específicamente alemán entre la procedencia cultural de Jauss y la mía aquello que yo experimentaba como una tensión interpersonal. Interpreté esta tensión como una consecuencia del contraste entre un antiguo devoto –secreto practicante– del pietismo de Suabia, es decir, un tipo muy motivado, controlado, tenaz, exitoso (Jauss), y un antiguo católico de Bavaria, más que nada gregario, irresponsablemente exuberante y no siempre muy profundo (yo). Debido sin duda al desasosiego que siempre había ensombrecido nuestras interacciones, pero que no había evitado que siempre fueran eficientes y provechosas para ambos, no quedé demasiado sorprendido y desde luego para nada “choqueado” (si me esfuerzo, acaso excesivamente, en ser honesto, debo admitir que quedé aliviado o, incluso, schadenfroh) cuando me enteré, paso a paso, mediante una tenaz secuencia de confesiones a las que Jauss fue obligado desde el inicio de la década de 1980, que mi asesor académico, el parangón del progreso político, el socialdemócrata público, el admirador sin límites del exiliado de la Segunda Guerra Willy Brandt y, lo que era aún más asombroso, el marido de una mujer judía que había pasado la guerra oculta, había sido un oficial de alto rango en las Waffen SS de Hitler. Incluso existía la sospecha de que Jauss, habiendo pertenecido a esa selecta unidad militar, que durante la primavera de 1945 había estado a cargo del funcionamiento cotidiano del Fuehrerbunker [el refugio] de Hitler, sospecha que, aparte de su posible veracidad, para mí se ha convertido desde hace poco en una auténtica obsesión desde que vi el film histórico alemán La caída.(2)


El académico que Jauss más admiraba, desde cierta distancia disciplinaria que sólo magnificaba la intensidad de su admiración (pues los humanistas alemanes siempre tienen en el más alto lugar al filósofo entre ellos), fue Hans Georg Gadamer, que nació en el año de 1900. En mis recuerdos de las contadas ocasiones en que vi a Jauss y Gadamer embarcarse en discusiones académicas, predomina la impresión de que Gadamer, a pesar de la devoción que públicamente le profesaba su antiguo alumno, trataba a Jauss con notable condescendencia y casi con desprecio, como si hubiera sabido siempre del pasado nazi del discípulo (cosa muy improbable – pero esa actitud me hizo sentir una inmediata y siempre inconmovible simpatía hacia Gadamer). Ciertos autores han alegado, no sin buenas razones tanto filosófica como empíricas, que la nueva versión de la “hermenéutica filosófica”, cuyo padre fundador había sido Gadamer con la publicación de su libro Verdad y método en 1961 (que divulgada en la forma de un curso de conferencias ya había tenido un impacto decisivo en la totalidad de la generación de jóvenes humanistas alemanes de la posguerra), hubo de proporcionarle una justificación intelectual a una generación de perpetradores nazis, jóvenes aún, activos en las humanidades, gracias a su insistencia filosófica en la necesidad de aceptar e incluso de adoptar el legado de las tradiciones locales y nacionales, y también gracias a su incitación a reformular estas tradiciones de acuerdo con las perspectivas siempre cambiantes de cada nueva época.(3)


Puesto que este ensayo pretende ser del género del relato familiar (o de la “fantasía autobiográfica”), más que del género de la historia intelectual, en vez de embarcarme ahora en una interpretación de una teoría de la interpretación, debo antes proporcionar algunos datos biográficos. Gadamer, cuyo padre había sido un profesor de farmacología y un Rektor en la Universidad de Marburg durante los años veinte, pudo sobrevivir a los años nazis en calidad de filósofo de mediana edad y mediano éxito como profesor en diversas universidades alemanas. Tan inmaculado debió parecerle a la administración soviética su historial político, a lo menos desde cierto punto de vista, que fue nombrado Rektor de la Universidad de Leipzig en los años de la posguerra. Honor y reconocimiento que no le impidieron a Gadamer transferirse a la Universidad de Heidelberg (situada en aquél entonces en la zona alemana ocupada por Estados Unidos) a principios de la década de los cincuenta.
Hans Georg Gadamer fue un discípulo de Martin Heidegger, probablemente el único discípulo importante de Heidegger en Freiburg durante los años veinte y principios de los treinta. Al igual que Ludwig Wittgenstein y Adolf Hitler, Heidegger nació en 1889, y es fama que se unió al partido Nacional Socialista el 1 de mayo de 1933, tres meses después de la elección de Hitler como Reichkanzler –y sólo diez días después de su propia elección como Rektor de la Universidad de Freiburg. Aunque Gadamer habría de convertirse posteriormente en el único filósofo bajo la influencia de Heidegger que hizo contribuciones palpables al reconocimiento nacional e internacional de su asesor, al parecer tomó cierta distancia de su mentor en la esfera de sus relaciones privadas desde el momento de la vinculación pública de Heidegger con el movimiento Nacional Socialista, distancia que jamás descartó enteramente tras la posguerra, durante las tres décadas finales de Heidegger (que murió en 1976).
Los detalles de la vinculación de Heidegger con las instituciones de la Alemania nazi son bastante conocidos –la impresión que pueden causar en nuestro ánimo se sitúa entre la vergüenza ajena y la propia confusión.(4) Vergüenza porque Heidegger fracasó de forma casi grotesca en su pretensión de venderle a las autoridades nazis la importancia de su filosofía y de sus propios proyectos de una reforma ideológica de la universidad alemana. Confusión, también, porque uno no puede más que dar una respuesta afirmativa a lo que Jacques Derrida alguna vez señaló como la única cuestión realmente pertinente respecto a los años nazis de Heidegger –a saber, la cuestión de si hubiera podido ser uno de los grandes filósofos del siglo XX sin sus afinidades intelectuales con la ideología nazi. Aunque yo no creo que Heidegger haya elegido y adoptado con deliberación tal cercanía filosófica respecto a la ideología nazi (a lo menos antes de 1933), es indudable, primero, que existe una convergencia patente entre la terrenal “ontología existencial” que desarrolla en El ser y el tiempo, su obra más conocida, publicada en 1927, y la ideología de las sa, es decir, las unidades paramilitares que habían sido formadas por veteranos de la Primera Guerra Mundial y que habían conquistado la esfera pública para Hitler. En segundo lugar, tengo la impresión de que la tan frecuentemente mencionada “conversión” que supuestamente tuvo lugar en la filosofía de Heidegger en los años treinta, se inicio en Introducción a la metafísica, un curso de conferencias que impartió en el verano del año 1935, y donde enfocó con mucha mayor atención que jamás antes el “des-escondimiento propio del Ser” como un “suceso de Verdad”, conversión que le dio a su filosofía una estructura más jerárquica, que probablemente era más afín al estilo ideológico de las elitistas SS que de las SA.(5)


A diferencia de mi “padre académico” Hans Robert Jauss, mi “bisabuelo académico”, por así decirlo, Martín Heidegger, jamás hizo nada para ocultar su vinculación al partido nazi, que no llegó a su fin previsible e inevitable antes del colapso de Alemania en mayo de 1945, a pesar de la obvias decepciones políticas que Heidegger había sufrido. Heidegger jamás hizo un esfuerzo público para explicar su opción ideológica, y menos aún para excusarse de haberla hecho. Acaso su vinculación a la ideología nazi se había dado en él con tanta naturalidad, que cualquier explicación retrospectiva le hubiera parecido tan tautológica como paradójica. Cualesquiera que hayan sido las razones de su doloroso silencio (doloroso al menos para sus admiradores), las razones de un silencio que no ocultaba nada –romper ese silencio nos hubiera proporcionado como mínimo una mejor comprensión de la relación de Heidegger con su propio mentor académico, su protector Edmund Husserl, un filósofo judío nacido en el imperio austro-húngaro en 1859, y que murió abandonado por la mayoría de sus amigos y colegas académicos en la Alemania nazi de 1938. Heidegger fue discípulo de Husserl y luego su asistente en la Universidad de Freiburg en el decenio de 1910, años en que muchos autores y estudiosos en el mundo de la filosofía veían en Husserl a su más notable representante vivo. En 1927, Ser y tiempo de Heidegger apareció con una dedicatoria a Edmund Husserl –y sabemos que Husserl leyó las galeras de imprenta del manuscrito (cosa que le ayudó a Heidegger a acelerar su publicación) con la intención de apoyar la carrera del discípulo cuyo genio había reconocido desde hacía mucho, y con la convicción de que Ser y tiempo representaba la culminación de su propia filosofía. Este hecho, es decir, que Husserl, por lo menos durante un corto periodo, hubiera podido pensar que un argumento que hoy nos parece una obvia desviación e incluso la antítesis de su propia filosofía, fuera la culminación de su pensamiento –este hecho es para mí mucho más intrigante que el otro, desgraciadamente el hecho muy verosímil de que Heidegger removiera la dedicatoria a su mentor judío en las ediciones de Ser y tiempo que vieron la luz durante los años nazis– y que la volviera a incluir después de 1945.

 

III

Hans Robert Jauss, Hans Georg Gadamer, Martin Heidegger y Edmund Husserl son mis cuatro (todos muy distintos y todos muy “alemanes”) antecesores intelectuales, las cuatro generaciones de mi genealogía académica. Puesto que entre ellos se encuentran tres de los grandes filósofos alemanes del siglo pasado y un crítico literario de prestigio y fama internacionales, la cuestión de cómo yo pude haber reaccionado a la influencia de esta genealogía se convierte en una cuestión meramente retórica, al menos para quienes conceden alguna importancia a la hermenéutica edípica de sello bloomiano. En cuanto heredero “más débil” de la quinta generación, yo no podría dejar de “herir” a mi padre académico, quien a su vez habría hecho lo posible –y lo que las circunstancias particulares de sus tiempos le habrían posibilitado– para “herir” a alguno de sus propios antecesores académicos. Hoy puedo admitir, con un sentimiento que es a medias autocrítico, autoirónico y autocelebratorio, que los subsecuentes episodios de mi revuelta edípica no sólo me proporcionaron divertidos ratos intelectuales, sino también una trayectoria académica que probablemente ha sido algo mejor que una carrera mediana.
No deja de ser irónico que la primera de mis revueltas edípicas pretendiera ser un muy leal cumplido a mi asesor Hans Robert Jauss. En 1971, cuando me convertí en su asistente en la Universidad de Constanza, yo estaba convencido de que su “estética de la recepción” contenía el potencial para marcar una diferencia democrática dentro de los estudios literarios, una diferencia que daría nueva autoridad e incluso nueva dignidad a las múltiples interpretaciones que (histórica y sociológicamente) grupos diversos de lectores atribuían a los textos literarios canónicos y no canónicos Con esta idea y con toda ingenuidad, organicé un experimento “empírico”, donde intenté documentar –meticulosamente– las diversas reacciones de diversos lectores con diversos trasfondos culturales, ante una serie de textos breves y poemas alemanes contemporáneos.
Claro que a mi maestro no le podía interesar para nada tal “democratización” de la lectura, que a fin de cuentas socavaría su autoridad como lector jerárquicamente superior, y su reacción, que a lo menos puedo calificar de cortante, me afectó profundamente. Una herida que –para retornar a la dimensión metafórica de la teoría de Bloom– me dejó con cicatrices académicas para siempre. Jauss no sólo se rehusó a mostrar el más mínimo interés en mi “investigación”, sino que incluso me acusó, en el ambiente competitivo de la reunión semanal de nuestra facultad, de haber transformado esos “textos literarios en una matriz vacía” (todavía puedo oír a Jauss pronunciar las palabras leere Matrix con el espeso acento del sudoeste de Alemania). Y para agravar las cosas aún más, me calificó de “a-dialéctico” (no sé qué quería dar a entender exactamente con esto), diciéndome además que carecía del más básico entendimiento de la “hermenéutica literaria”. La presentación de mi proyecto había resultado en un episodio totalmente desastroso, una humillante e inesperada derrota.
Tras esa tarde de principios del verano (¿1972?) en que había tenido lugar mi condena pública (desde entonces la he asociado obsesivamente con la famosa escena histórica donde al capitán Dreyfus le despojan de todas sus condecoraciones militares –¡cosa que parece sugerir, para mi vergüenza, que aún ansío una rehabilitación!), tras ese suceso personalmente desastroso, la relación con mi anteriormente tan admirado e incluso amado Doktorvater jamás habría de ser la misma –tanto así que desde entonces mis recuerdos del dulcemente bucólico paisaje piedemontés alpino de Constanza están poblados con mi tristeza y depresión personales. Pero más que contra Jauss, mi inmediata agresión y energía vengadora se dirigieron contra los términos “dialéctica” y “hermenéutica”– y para siempre en verdad, como hoy lo sé. Durante más de treinta años he hecho todo lo que mi capacidad intelectual me ha permitido para probar que estas palabras son tan “vacías” como mi concepción del texto literario lo fue en la perspectiva hiriente de Jauss.
Derrotado como estaba, lleno de cicatrices, mi siguiente, ahora sí que muy deliberado ataque edípico, tuvo que esperar hasta que yo accediera a una posición de independencia académica, cosa que sucedió cuando la Universidad de Bochum (situada en un área muy poco bucólica de minas de carbón, en el valle del Ruhr) me otorgó mi primera cátedra a principios de 1975. En el primer ensayo que elaboré en Bochum, traté de demostrar que era errónea e ilusoria una de las promesas principales de la teoría de la recepción de Jauss. A saber, la afirmación (desde luego “hermenéutica”) de que es posible reconstruir y mostrar en detalle cómo la literatura, mediante las reacciones de sus lectores y las consecuencias que éstos sacan de las lecturas, representa una fuerza mayor en la formación del proceso (desde luego “dialéctico”) de la historia.
Mi ataque se basaba en un argumento de Max Weber sobre la imposibilidad de separar analíticamente los diferentes tipos de experiencias que convergen para formar las motivaciones de cualquier tipo de acción.6 Hoy es obvio que la afirmación que yo con tanto ahínco quería cuestionar resulta bastante ilusoria y superficial de todos modos, tan superficial en verdad que no se requiere mucha energía edípica para demostrar que es más que “algo vacía”. Pero en 1975 mi ataque causó escándalo y logró, cosa excepcional, que Jauss reaccionara con cierta irritación y mostrara su enojo. También captó la solidaridad de algunos lectores que se atrevieron a declarar que estaban de acuerdo con mi posición, la posición del más débil, el edípico débil. El hecho de que Jauss no tardara en responderme con la amenaza explícita de una “exclusión de su escuela y con el estatus de un renegado”, fue aliento y motivación suficientes como para allanar el primer decenio y aún más de mi mayoría de edad como académico. Siguiendo cierta pauta de crescendo edípico, mi subsecuente ataque resultó más generacional que personal. Éste pretendía cuestionar la serie de coloquios y publicaciones interdisciplinarios que Jauss había inaugurado e inspirado, desde mediados de los años sesenta, bajo el título de Poetik uns Hermeneutik (¡una vez más la “hermenéutica”!), no obstante mi favorable opinión respecto a su calidad intelectual. Puesto que no se me había otorgado, a pesar de haber sido invitado ocasionalmente a algunos de los encuentros de Poética-y-Hermenéutica, el muy ansiado honor de ser un miembro permanente de ese “grupo de investigación” (tal era su subtítulo oficial o apellido), mi única forma de buscar algún tipo de compensación había sido mediante la inauguración y organización de una serie alternativa de coloquios, a lo largo de los años ochenta, para los humanistas (sobre todo alemanes) de mi generación que todavía sentían la vocación de comportarse como “jóvenes académicos iracundos” –y para algunas luminarias ya mayores que no gozaban del apenas condescendiente favor del grupo elitista de Poetik und Hermeneutik.
Con el fuerte apoyo de la Universidad de Siegen, adonde me había transferido mientras tanto (principalmente porque sentía que la provincial imagen que proyectaba sería motivo suficiente para que se aventurara a financiar proyectos bastante excéntricos), y con la colaboración de mi amigo Ludwig Pfeiffer, un antiguo discípulo de Wolfang Iser, compañero de generación y rival de Jauss, logramos realizar (tal fue a lo menos nuestra impresión) mi propio –más que el de Pfeiffer, era obvio – sueño edípico, sobre todo gracias a dos sencillas pero políticamente astutas innovaciones. Puesto que el principal deseo y proyecto de todos los humanistas de “izquierda” en esos años (y por entonces eran todavía menos los humanistas que hubieran osado definirse de otra forma que de “izquierda”), consistía en la “inclusión” de los colegas de las naciones oficialmente “socialistas” de la Europa oriental, aprovechamos una oportunidad que se presentó de manera más o menos fortuita para organizar cinco coloquios entre 1981 y 1989 en la hermosa población costera de Dubrovnik, por entonces todavía de Yugoslavia. Que era el único Estado socialista dispuesto a permitir que los occidentales organizaran eventos académicos en su territorio, y por una parte los demás y mucho más rígidos Estados socialistas sabían que no le podían negar a sus propios académicos el permiso de viajar a una república hermana como Yugoslavia. Esto nos dio un aura de ser “radicales”, calificativo que desde el punto de vista ideológico o aun filosófico no merecíamos realmente.
Pfeiffer y yo también tuvimos la suerte de lograr que Suhrkamp, la editorial más visible y poderosa del mundo intelectual germano,(7) publicara nuestros volúmenes con los “acontecimientos y actas” de los coloquios, y que los distribuyera mediante su mercadotecnia (relativamente) agresiva. Desde el momento que algunos de los lectores potenciales empezaron a preguntarle a Suhrkamp si esos elegantes (y siempre muy rápidamente editados) libros reemplazarían la serie de obras de Poetik und Hermeneutik, sentimos que habíamos ganado nuestra primera ofensiva.
Hacia 1985 le llegó a Jauss el momento del retiro obligatorio de su cátedra en la Universidad de Constanza. Aunque su fama y gloria ya estaban empezando a declinar como consecuencia de las primeras revelaciones sobre su pasado nacionalsocialista, la disponibilidad de ese puesto académico dio inicio al usual ritual académico de la candidatura pública (principalmente entre sus antiguos discípulos y asistentes) para ganar el todavía considerable honor de convertirse en su sucesor. No es necesario decir que yo decidí asumir el inesperado reto –claro que en mis propios términos edípicos. Cara a cara con mi Doktorvater, la presentación que en esa ocasión di en Constanza pretendía esbozar (me temo que más vaga que convincentemente), el programa de una nueva “crítica literaria no hermenéutica”.
Desde luego que no tenía posibilidad ninguna –sin duda ni la más mínima– de ganar la candidatura. El comité de selección se aseguró de que en la típica “lista de los tres candidatos mejor colocados” que las universidades alemanas someten al ministerio de Estado como propuesta de las nuevas asignaciones y sustituciones magisteriales, se encontraran dos antiguos discípulos de Jauss (bastante mayores que yo) y finalmente un colega desconocido que jamás había pertenecido a la escuela de Constanza. En mi paranoia, interpreté (probablemente sin justificación) esta lista como un gesto humillante para mí. Pero en comparación con el trauma inicial que había sufrido en Constanza hacía más de una década, ahora me sentía como un héroe a pesar de la decepción que ambas derrotas significaban. Sí, traté de persuadirme, yo había sido el único candidato y el único antiguo asistente que se había atrevido a hablar sin ambages, y con extremada provocación en el hogar del maestro. Yo había querido ser el único que se sentía lo suficientemente independiente como para afrontar la furiosa reacción del maestro y de la mayoría de sus amigos, clientes y seguidores universitarios que se habían agrupado en torno a él como si fuera necesario protegerlo del terrorismo intelectual (creo que jamás le he perdido el respeto a tanta gente como en la escasa hora que duró la discusión de mi segundo –y hasta la fecha último– discurso vespertino en Constanza). Al mismo tiempo, me sentí orgulloso de recibir las ocultas congratulaciones de aquellos colegas de Constanza (¡y no demasiado pocos!), tanto jóvenes como viejos, a quienes les había agradado y que incluso compartían mi espíritu de rebeldía.
Algunos de los que optaron por el rol del hijo modelo académico, o de la hija leal, se imaginaron (creo que con relativa razón) que mi gesto abiertamente hiriente había sido alentado por las primeras noticias relacionadas con la participación de Jauss en las Waffen SS. Su unánime y en algunos casos bien intencionada exhortación por lo tanto suponía que yo debía “hacer justicia” a mi antiguo asesor, tomando en cuenta todo tipo de circunstancias históricas específicas, las cuales podrían explicar y condonar su “juvenil” error nazi. Aunque siempre había hecho todo lo posible por evitar el término de “ética” y sus exigencias implícitas, ésta era en verdad una expectativacuyo “fundamento ético” yo nunca quise entender –a pesar de un excepcional esfuerzo por tomarla en serio. ¿Por qué debería yo sentirme obligado a realizar tal esfuerzo en favor de una persona que no sólo había cometido el craso error de enlistarse, sin necesidad alguna de hacerlo, en las filas de una de las ideologías más abominables y las tiranías más atroces en la historia de la humanidad, y que sucesivamente había mentido de manera sistemática a sus alumnos y colegas respecto a esta decisión y respecto a su culpabilidad, remitiendo a estas mentiras su supuesta superioridad moral y política? A diferencia de los colegas y amigos que no podían soportar la idea misma de que su padre académico fuera humillado públicamente, yo en ese momento entendí –¿acaso con cierto grado de cinismo?– que distanciarme visiblemente de Jauss, sin caer en acusaciones demasiado agresivas, sólo podría obrar en mi favor.

 

IV

No obstante, mi carrera en Alemania había alcanzado su límite por entonces. Es ésta al menos mi actual valoración retrospectiva de una situación que yo mismo hubiera descrito con mayor optimismo en 1988, cuando –a decir verdad para mi sorpresa– recibí la oferta de una cátedra de Literatura Comparada en la Universidad de Stanford. Stanford se había convertido, desde el final de la Segunda Guerra, en una de las principales instituciones académicas del mundo, fundando su poder y gloria sobre todo en las ciencias y los terrenos de la ingeniería, el derecho y la administración de empresas –de modo y manera que en ella había campo de sobra para las ambiciones aún ilimitadas de un humanista europeo de cuarenta años. En Alemania, yo me había ganado la reputación, creo, de ser un académico lleno de energía, inquieto y agudo. Pero probablemente también se me había calificado invariablemente como demasiado iconoclasta para el gusto de universidades con más renombre que Bocum o Siegen. Así que dejé Alemania para ir a California en el verano de 1989 –y aunque yo no iba como un emigrante víctima, sin duda me sentía considerablemente aliviado por la posibilidad de distanciarme espacial e institucionalmente de ese pasado alemán que el silencio incondicional de una generación de perpetradores había impuesto a mi generación– y también con la firme (y hoy cumplida desde hace mucho) intención de convertirme en un ciudadano estadounidense. Al recordar aquel momento hoy, veo que nada había de estratégico en todas esas decisiones y opciones relacionadas con los Estados Unidos –tan sólo y sobre todo había el inmenso deseo, no sólo académico, de encontrarme allí.
Y si bien creo que esta distancia, así como una nueva (aunque pálida) aura que tomé prestada de la reputación institucional de Stanford, me ayudaron a ganar más autoridad de la que antes había tenido en Alemania (donde en la época de mi partida justo se había dado inicio al doloroso y costoso proceso de la “reunificación” nacional), mi mayor recuerdo es, para decirlo con la más americana de todas las fórmulas idiomáticas, que “I never looked back again”.(8) Jauss, que para entonces había perdido el derecho a ingresar en los Estados Unidos, se veía tan pequeño desde mi ribera del Pacífico que la atracción de cualquier proyecto edípico futuro pronto se desvaneció. No hace tanto, en el otoño de 1989, Jauss me escribió por última vez con la casi humilde petición de que lo salvara de una desagradable situación en Argentina, donde, como reacción a su advertencia pública respecto a la supuesta amenaza de un resurgimiento del fascismo en el país, algunos periódicos de Buenos Aires lo habían hundido a él y al Instituto Goethe local con la revelación exhaustiva de su pasado nazi. Yo le respondí sucintamente que sólo consideraría una intervención de ese tipo si él me proporcionaba la evidencia factual de su “identificación errónea”, en sus palabras, como un oficial de las ss. La reacción de Jauss, que me llegó por fax, consistió en tres absurdamente desesperanzadas palabras alemanas, Schaemen Sie sich(9) que resultaron ser el final (liberador, para mí) de nuestra historia. Cuando Jauss murió en 1997 de una embolia (ésta fue la versión oficial, al menos) yo no sentí ni remordimiento ni alivio.
Fue durante mis años en Stanford cuando descubrí y empecé a desarrollar –bajo el manto edípico de aquello que primero había nombrado lo “no-hermenéutico”– cierta fascinación por los fenómenos y los efectos de la “presencia”, es decir, por esas dimensiones de la cultura que surgen de la relación de nuestro cuerpo con las cosas que lo rodean y de las que es parte, más que de las atribuciones de los actos de significado. Debo admitir, sin embargo, que fue un discípulo mío (que hoy se ha convertido en colega y amigo) –y no mi propio, a veces no demasiado inventivo cerebro– quien en un seminario que impartí como profesor invitado en Río de Janeiro, descubrió la original formulación de la “producción de la presencia”, que se ha convertido en el nombre y la subsunción de mi trabajo intelectual del pasado decenio.(10)
En mi propia experiencia subjetiva (lo digo con un orgullo casi infantil), esta filosofía de la presencia se encuentra tan distante de mi formación académica alemana como el lago Constanza del Pacífico del noroeste. Y sin embargo mis discípulos y muchos de mis colegas hoy me identifican, con mayor insistencia que jamás en el pasado, como un “pensador alemán” y un “autor alemán”. Después de años de resistencia desesperada, finalmente he aprendido a aceptar pacíficamente un pasado nacional del que jamás podré escapar, pues me he acostumbrado al hecho para mí dolorosamente real que siempre seré un ciudadano estadounidense que es fácilmente reconocible por su acento alemán. Pero una minoría calificada y querida de mis colegas estadounidenses comprende, sin embargo, que comparado a casi todos los demás humanistas europeos que reciben un salario en universidades estadounidenses, yo soy diferente porque me encuentro aquí y felizmente aquí porque elegí estar aquí, porque elegí este medio para realizar mi trabajo y este país para mi familia (y para mi propia vejez). El hecho de que se me identifique hoy con un intelectual alemán, al parecer depende principalmente de la importancia central de la filosofía de Heidegger en mi obra. Tal cosa para mí resulta ligeramente irónica, puesto que yo había logrado ignorar de manera persistente la filosofía de Heidegger durante mis años alemanes, y sólo empecé a familiarizarme y admirar mucho sus libros y ensayos cuando traté de estar a la altura de las expectativas de mis alumnos en los Estados Unidos.
¿Pero no es una contradicción que mi postura vis à vis con el pasado de Jauss haya sido tan agresiva y ofensiva si hoy estoy efectivamente contaminando a las futuras generaciones intelectuales con el pensamiento de un filósofo que estuvo tipológicamente más próximo de la ideología nacionalsocialista (aunque nunca de manera idéntica) que cualquiera de las posiciones que adoptó públicamente mi asesor académico? Yo podría aducir un buen número de respuestas posibles a esta cuestión, pero no lo haré: no quiero recalcar un intenso sentimiento de desagrado respecto a la personalidad de Heidegger, sentimiento que no puedo ni quiero superar; no quiero subrayar la distancia abismal entre la importancia histórica de la filosofía de Heidegger y las ideas ya obsoletas de Jauss relacionadas con una reforma de los estudios literarios; ni siquiera trataré de legitimar mi posición con base en el hecho de que Heidegger, a diferencia de mi Doktorvater, por lo menos jamás mintió sobre su pasado. Lo único que importa en el contexto de este ensayo es el hecho de que el punto de referencia esencial de las revueltas intelectuales es al parecer la generación de nuestros predecesores inmediatos. Sí, es “algo injusto” que yo sea más condescendiente respecto a Heidegger de lo que jamás quise ser respecto a Jauss, y sí, es acaso todavía más “injusto” que yo siempre me sintiera más atraído por la elegancia intelectual que veía en Gadamer, que por la hermenéutica de Jauss, la cual para mí fue invariablemente sofocante.
Pero también, ¿con cuál de los dos debería ser yo (¿hermenéuticamente?) justo y en qué consistiría el mérito y la función de tal cosa, al fin y al cabo, puesto que ambas partes de mi desequilibrio edípico, la parte de Jauss y la parte de Heidegger, al parecer funcionan juntas tan adecuadamente para mí? ¿Sería incluso posible para mí declarar sin un dejo de culpa (que en efecto poseo) que me interesa particularmente la filosofía de Husserl, específicamente la filosofía de sus años postreros –sólo porque es el único judío y la única víctima en mi genealogía académica?

 

V

Permítanme concluir con ciertas cuestiones que, tras tanta “plática autobiográfica ociosa” (como Heidegger la podría haber calificado), intentarán llevar este ensayo de vuelta a un nivel de interés académico más general. ¿Es realmente un síntoma de mi fracaso, como en años recientes he oído con frecuencia, el hecho de que yo no haya logrado establecer una “escuela” de antiguos discípulos cuyo estilo intelectual y cuyo estatus profesional se vinculen a la visibilidad de mi nombre y lo realcen? Esta crítica sin duda es correcta factualmente: buen número de mis antiguos discípulos han logrado construir una respetable carrera académica (lo cual no es nada sorprendente, dada la cantidad de años que he pasado en esta profesión). Pero no son ni lo suficientemente ambiciosos, ni lo suficientemente convergentes en su trabajo, como para que se les pueda identificar con una “escuela”. ¿Debí yo esforzarme más para que esto sucediera? ¿Fracasé en esto porque no quise ser una pesadilla para mis alumnos (como Jauss ciertamente lo fue para mí)? ¿O debe verse como un mérito el que haya logrado evitar para mis alumnos lo que yo mismo sufrí? ¿O no es un fracaso ni un mérito, sino tan sólo una consecuencia fortuita de mi temperamento mediocre? Quiero dejar constancia (que sirva como potencial excusa) de que hay por lo menos un antiguo discípulo mío, hoy notablemente exitoso, que alguna vez amenazó con hacerme pagar la terapia que según su psicólogo se había vuelto necesaria para él debido a mi irresponsable conducta como asesor.
¿Y no es vergonzosamente revelador que el término decisivo (“producción de la presencia”) gracias al cual creo yo pude distanciarme de la dinámica estresante de la hermenéutica edípica, me llegará de afuera, de un discípulo mío brasileño? ¿Marca este hecho –para mí afortunado– el límite de lo que puede lograr una revuelta edípica, en términos del progreso intelectual, es decir, más allá de la esfera de la negación simétrica? ¿Y no muestra mi tardío descubrimiento y apreciación de la filosofía de Heidegger (aún quiero reprimir la palabra “entusiasmo”), no confirma que no he logrado en absoluto dejar atrás mi pasado alemán? Finalmente, por lo menos en lo que concierne a mis temores perdurables, ¿seré capaz de tener algo más que una vida intelectual apenas repetitiva, ahora que mis libros sobre la “presencia” están bien escritos –obras que claramente representan mi propia, acaso muy californiana manera, de querer debilitar la hermenéutica de mis antecesores académicos?
“El tiempo lo dirá”, podría yo decir, si revirtiera al nivel menos profundo del gastado estilo académico de la “sabiduría socrática”. Afortunadamente, al público que asistió a mi conferencia en Moscú le obsesionaba una cuestión mucho más interesante y bastante más específica. Ésta era la cuestión respecto a una situación, de hecho la situación postsoviética en las Humanidades, que según esa gente están llenas de antiguos colaboradores y perpetradores –ninguno de los cuales tiene la suficiente importancia intelectual para asumir, productivamente, el papel de un “padre edípico”. ¿Hay alguna forma de encender la vida intelectual en semejante tierra baldía, existe la posibilidad de una vida intelectual en una situación de poscolapso donde no hay sujetos como Jauss y Heidegger?
Finalmente, ¿está en lo cierto Harold Bloom cuando afirma (respecto de la literatura, exclusivamente) que los padres siempre han sido objetivamente más fuertes que los hijos y que por lo tanto las genealogías literarias y académicas inevitablemente describen trayectorias de decadencia cualitativa? En verdad, una condición parece indudable en este sentido: cuán productivo e incluso cuán necesario es que los “hijos” crean, durante al menos un tiempo, que sus padres son abrumadora y opresivamente más fuertes que ellos. ¿Para qué tratar de herirlos si no fuera así? ¿Pero no se acompaña el deseo de herir y debilitar a los padres con el sueño de llegar a ser uno algún día más fuerte y brillante de lo que ellos jamás fueron?
Hace unos meses, le pregunté a un antiguo discípulo mío, mediante el correo electrónico y con intenciones indudables, quién según él había sido el académico de origen alemán más notable de los últimos decenios en el ámbito de los estudios literarios. “Al fin y al cabo”, me respondió con prontitud y seguridad mi discípulo, “pienso que este mérito le corresponde a Jauss, pues nadie como él logró desarrollar sus ideas programáticas con mayor concentración y éxito”. Mi depresiva reacción a esta carta me hizo ver muy claramente que nosotros, los (antiguos) hijos edípicos no creemos, por lo menos no necesariamente, que estamos condenados a ser inferiores a nuestros padres eternamente.

 

Traducción de Mariano Sánchez-Ventura

 

 

NOTAS

* A los estudiantes y colegas que tuvieron la bondad de asistir al seminario que impartí durante el curso de teoría crítica que se celebró en la Universidad de Cornell en junio/julio de 2005, como respuesta a una pregunta que se manifestó de modo tan insistente como perseverantemente silencioso.

1 Expuesta en forma brillante en los ensayos escogidos de Harold Bloom, Agon, Towards a Theory of Revisionism, Oxford, 1982.

2 La etapa más intensa del debate sobre el pasado de Jauss tuvo lugar en el periódico Frankfurter Rundschau durante los meses de mayo y junio de 1996. Aunque nadie, para entonces, negaba el hecho de que Jauss había sido un oficial en las Waffen-SS, es increíble, retrospectivamente, ver cómo los datos proporcionados por Earl Jeffrey Richards (14 de mayo), quien había descubierto la evidencia documental de las actividades nazis de Jauss, fueron tanto precedidos como seguidos por una serie de refutaciones con frecuencia insultantes (casi todas escritas por críticos literarios de la generación de la posguerra). Ver, por ejemplo, Frankfurter Rundschau, marzo 19 (Michael Nerlich), mayo 28 (Hans Robert Jauss y Karlheinz Stierle) y junio 11 (Manfred Furhann). La defensa que Stierle hizo de su asesor académico fue reproducida en el diario francés Le Monde, que también le dio a Jauss en una entrevista la oportunidad de “corregir” la acusación de Richards. Jauss aprovechó esta ocasión para insinuar sospechas sobre las actividades nazis de algunos colegas de su propia generación (algunos de los cuales al parecer jamás se enlistaron en el ejército alemán, y menos aún pertenecieron a las SS). El dossier más devastador de Earl Jeffrey Richards jamás ha sido publicado o discutido en Alemania: “Vergangenheitsbewaeltigung nach dem Kalten Krieg. Der Fall Hans Robert Hauss und das Verstehen”, en Germanisten (Journal of Swedish Germanists) 2, pp. 1-15, 1997.

3 La discusión filosófica más completa de esta cuestión se encuentra en Anselm Haverkamp, Latenzzeit. Wissen im Nachrieg, Berlín, 2004.

4 Algunas de las referencias obligadas son Hugo Ott, Martin Heidegger –Unterwegs zu einer Biographie, Frankfurt, Main y Nueva York, 1988; Ruediger Safranski, Martin Heidegger. Between Good and Evil, Cambridge, MA., 1998, y, más recientemente, Emmanuel Faye, Heidegger, l’introduction du Nazisme dans la philosophie, autour des séminaires de 1933 à 1935, Paris, 2005.

5 Ver mi ensayo sobre “Einführung in die Metaphysik” [“Introducción a la metafísica”] y la “conversión” de Heidegger en Frankfurter Allgemeine Zeitung, septiembre 2005.

6 “Konsequenzen der Rezeptionsaesthetik oder Literaturwissenschaft als Kommunikationssoziologie”, en Poética 7, pp. 388-415, 1975 (traducción española en J.A. Mayoral, ed., Estética de la recepción, pp. 145-175, Madrid, 1987; traducción italiana en R.C. Holub, ed., Teoria de la ricezione, pp. 155-185, Turín, 1989; traducción inglesa en H.U.G., Making Sense in Life and Literature, Minneapolis, 1992; traducción portuguesa en, H.U.G., Corpo e forma, Río de Janeiro, 1998).

7 Bernard Cerquiglini / H.U.G, eds., Der Diskurs der Literatur- und Sprachhistorie. Wissenschaftsgeschichte als Innovationsvorgabe, Frankfurt/Main, 1983; H.U.G. / Ursula Link-Heer, eds., Epochenschwellen und Epochenstrukturen im Diskurs der Literatur-und Sprachhistorie, Frankfurt/Main, 1985; H.U.G. / K. Ludwig Pfeiffer, eds., Stil-Geschichten und Funktionen eines kulturhistorischen Diskurselements, Frankfurt/Main, 1986; Materialitaet der Kommunikation, Frankfurt, 1988 (reeditado en 1995); H.U.G. / K.Ludwig Pfeiffer, eds., Paradoxien, Dissonanzen, Zusammenbrueche. Situationen offener Epistemologie, Frankfurt/Main, 1991. – Existe una traducción francesa parcial del volumen de , 1987, y una colección de ensayos de los volúmenes de Materialitaets y Paradoxien en H.U.G. / K. Ludwig Pfeiffer, eds., Materialities of Communication, Stanford, 1994. –En 1991 Pfeiffer y yo organizamos el sexto (y último, así como mucho menos logrado intelectualmente) coloquio en la Universidad de Stanford, publicado (con bastante menos impacto que los volúmenes de Suhrkamp) con el título Schrift, Munich, 1993, y en los números de primavera y otoño de 1992 de la Stanford Literature Review.

8 I never looked back again equivale a “nunca volví la espalda” o “nunca me arrepentí”.

9 Schaemen Sie sich equivale a “debería darle vergüenza”.

10 Los cuatro libros míos que han surgido de la reflexión sobre la presencia son: In 1926. Living at the edge of time, Cambridge, MA, 1997 (se ha traducido al portugués, alemán, español y ruso); Powers of Philology. Dynamics of textual scholarship, Urbana y Chicago, 2003 (traducido al alemán y al español); Production of Presence. What Meaning Cannot Convey, Stanford, 2004 (traducido al alemán, español, húngaro y ruso); In Praise of Athletic Beauty (que será traducido al alemán, español, francés, holandés, griego, mandarín y ruso).

 

Hans Ulrich Gumbrecht, “De la hermenéutica edípica a la filosofía de la presencia”, Fractal nº 47, octubre-diciembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 15-40.