Al dejar atrás el Parque Francisco Niebla –ese viernes de finales de febrero–, se topó de frente Marioralio con una papelería. Se revisó la cartera y en el local pidió un frasco de pegamento, de medio litro está bien, sí. Después caminó a su casa. Al entrar a su cuarto levantó el colchón y tiró todas las cartas al suelo. Una a una las empezó a pegar en las paredes ya nunca más blancas de la recámara: toda la correspondencia de tantos meses habría de convertirse ahora en el diario tapiz que le recordaría sus deudas, su expectación, Omar, la niña, su padre, Beata María. Y la casera, ¿qué? ¿No diría acaso Está usted loco, señor Espósito, ésta es mi casa y por más que usted pague la renta de este cuarto no puede echarme a perder las paredes con ese cochinero, ese caudal de páginas absurdas? Pero ese pensamiento ni de lejos lo pudo inquietar. De alguna manera entendía, por lo demás, que la vida no estaba en esas cartas, la vida estaba afuera, en las calles, en las casas ajenas, en la gente como Lauro Gumersindo y Beata María, vidas rudas y lejanas que él no podría siquiera vislumbrar si seguía en su aislamiento de cartas leídas secretamente.
Esa misma noche tuvo Marioralio un sueño que habría de reiterarse una y otra vez con muy leves cambios. Estaban los tres (Lauro Gumersindo y Beata María y él) sentados a la mesa de una mañana soleada, en una sala grande de paredes blancas. Vivos y sonrientes, los tres comían y, como si nada hubiese pasado nunca en esa fastidiosa vigilia adyacente, hablaban de temas triviales e inmediatos, de ir al súper o cortarse el pelo, como si fueran ellos su amante y padre desde hacía ya tanto, y vivieran juntos y muy felices. Cambiaban cada noche en sus sueños uno o dos detalles: los temas de la charla, los lugares que ocupaban a la mesa, si acaso las prendas que vestían. Durante el día de repente –a media mañana en la Oficina, a la hora de la comida, mientras iba por la calle de regreso a su casa– recordaba Marioralio del sueño las preguntas y gestos y respuestas, y en esos momentos sentía una incómoda (por inmerecida) ola de bienaventuranza correr por su piel, justo en estos tiempos de gran soledad y desazón.
En la vigilia se dedicó pronto a buscar –como sucedió a partir del secuestro de su padre– una respuesta a su inquieta sensación de espera. Necesitaba la claridad de una señal: Haz esto, ahora. ¿Qué era esto? ¿Cuándo sería el ahora? Durante varios fines de semana se subió a los microbuses y recorrió las rutas completas de un extremo a otro de la gran Ciudad de infinita catástrofe, llegaba a barrios remotos y aunque casi no hablaba con nadie en sus trayectos sí observaba los rostros de la gente, las fachadas de las casas y comercios, el pavimento, las banquetas, los perros y los autos, sin comprender bien a bien si acaso esta urbe degradada conocía no sólo una frontera geográfica –el comienzo del campo– sino, más aún, un límite a su violencia, desencanto y pobreza. Al atardecer o ya de noche regresaba a su cuarto cansado pero con un sentimiento de oxigenada y viva saciedad.
Cada mañana se paraba ante el puesto de revistas ubicado a cuadra y media de su empleo, ojeaba los titulares y compraba un periódico, más bien cualquiera. A la quincena siguiente –en realidad, cuatro días después del suicidio de Beata María– gastó parte de su sueldo en un televisorcito, y aunque a partir de entonces veía los noticieros y ponía atención hasta en los comerciales, no lograba deshacerse de la fatigosa intuición de que de nada sirve enterarse. Si es que te enteras de algo. En verdad lo molestaba la ausencia de noticias sobre los secuestros de ancianos: ¿de qué mundo hablaban estas gentes?
Ni siquiera el Ahora, uno de los diarios dizque más críticos, había publicado (hasta donde él sabía) nada sobre el tema, aunque en todo caso la sensación de Marioralio frente a las noticias políticas de los periódicos y la tele era la de presenciar un ruido excesivo: todos hablaban, todos criticaban, todos decían Qué mal están las cosas, pero de nada servía. Nada cambia, llegó a decirse. Saber qué pasa en el mundo no logra cambiar el mundo. Había críticas constantes al Primer Mandatario y su segunda esposa, Elsa Bernardi, a quien acusaban de prepotente, manipuladora y fascista. Rui Salgado era visto como un hombre débil y errático. Sin embargo, el caos, la corrupción y el cinismo se hallaban en todas partes: los partidos opositores y muchas uniones políticas parecían inmersos en un carnaval destructivo y cínico de gritos y ofensas sin control. Se contaban anécdotas no menos chuscas que vergonzantes de rivalidades y venganzas entre los miembros del primer círculo de Salgado, de la corrupción de los hijos de Bernardi, de los desplantes y disputas de los parlamentarios y los hombres de empresa y los líderes de sindicatos. Algunos hablaban de pobreza y bajos salarios y desempleo y protestas sociales, pero Marioralio llegó a pensar que todas esas denuncias y críticas servían sólo para saber (supuestamente) qué pasaba, mas no para conocer cómo pasaban esas cosas en el interior de la gente. No era una pretensión cursi. Podían hablar esos diarios de Pobreza o Desigualdad o Corrupción o Impunidad o Injusticia, pero las palabras abstractas y los porcentajes y las declaraciones huecas no le permitían sentir –y sentir era la única forma auténtica del conocer– lo que pasaba en la gente: la angustia en los poros de la piel al cruzar una calle oscura, el desaliento en forma de saliva agria al levantarse en la mañana para ir a trabajar por un sueldo miserable, el sentirte agredida al viajar en el metro o el microbús entre apretujones y abusos. Nada de eso.
Así regresó a las cartas.
El pegamento, ya seco, había vuelto ilegibles no pocas de las frases y, como podemos imaginarlo, las hojas se dejaban leer sólo por un lado. Con todo, se puso a revisarlas, de pie sobre la cama o sentado en la silla o incluso acostado en el suelo, la mirada fija en las paredes cubiertas por papeles con caligrafías y colores de tintas diferentes. Reparó incluso en una vieja página en que había anotado los rasgos reiterados de los “amanuenses de la obsesión suicida”: ¡había pasado tanto tiempo! Él había cambiado tanto desde entonces. Ya no era el tipo indiferente de meses atrás, cuando ante su mirada se fue tejiendo el destino funesto de Omar y el de la niña Stesse. Porque el secuestro de su padre y el suicidio de Beata María lo habían, sí... estrujado. Sintió ahora como si la mayoría de las cartas las leyese por vez primera y –a diferencia de meses antes, cuando se había interesado más que nada por las historias estrafalarias– ya no le parecieron todas ellas burdas confesiones sin relevancia. Detrás de los saludos distantes y los buenos deseos y las peticiones de dinero o ayuda estaban personas. Podía ver sus rostros en los caracteres de tinta azul o negra o roja; y no sólo eso: a través de las cartas pudo conocer de manera tan directa como lo permite el lenguaje lo que sentían todos ellos: el decaimiento de un ama de casa cuyo hijo ha desertado de la escuela, la envidia o el rencor de un muchacho jodido que ve pasar un automóvil bien caro mientras piensa en su tío que vive en El Otro Lado, la soledad de una mujer cuarentona gordilla y fea a quien nadie se ha llevado jamás a la cama: y tantas situaciones más. Ahí estaba el mundo: esas hojas holladas por la tinta y tan fiables como el aire le dibujaron cabal –o eso creyó Marioralio– lo que pasaba del otro lado de las paredes de su cuarto.
Mientras caminaba por las calles o viajaba en microbús sentía como si respirase la realidad más fría y sus narinas sufriesen delicadas y resecas. Veía a la gente y se preguntaba: ¿así era el mundo? ¿Eran éstas las víctimas quejosas de sus cartas? No lo eran: cuando se ponía a imaginar la vida de esta mujer o este hombre o ese anciano que viene por aquí, concluía que en sus facciones revelaban todos la sordidez, la vileza, una mediocridad de sentimientos y ansias, gramillos de maldosidad que sólo esperan ocasión fértil –no para germinar lentamente–: para hacer explosión, destruir lo que esté en su entorno.
En total: fueron dos meses difíciles. Y mientras buscaba una respuesta para sí –la señal: Haz esto, ahora– seguía cumpliendo con su trabajo, al que veía ahora tan sólo como una estación momentánea. Había otra cosa para él. Intuía una fuerza dentro de sí. Puso fin luego de un tiempo a sus recorridos por la Ciudad, y las noches y los fines de semana los pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto, hundido en sí mismo. Veía sus años anteriores como si los hubiese pasado vegetando, de mente y de cuerpo.
Ahora vivía.
Vivía y pensaba.
Aún leía los periódicos y las cartas, pero eran sólo impulsos iniciales: la exploración más dura y férrea del mundo comenzaba y se expandía dentro de sí. Nunca había conocido esta capacidad de introspección. No era tanto la memoria de su infancia y su pubertad y juventud lo que lo adensaba en la búsqueda de sí mismo. Era más bien este presente tan pletórico y complejo que respiraba el que le parecía un pozo turbulento y magnético. Y aunque daba la impresión de ser el suyo un pleito con la realidad, no era tal cosa: la estaba más bien deglutiendo, se lanzaba en ella no para negarla más –ya nunca más–. Las cosas vistas en la calle y las noticias del mundo escritas en los periódicos eran sólo una parte escasa o, si no escasa, por lo menos muy incompleta de la realidad.
Porque –lo entendió– la realidad también estaba en su interior. El mundo lo poblaba por dentro. Bajo su piel, en sus sentidos latía el aliento de Omar, la interrogación definitiva de la pequeña Stesse, bajo su piel vivía la sangre sin venganza de sus padres, bajo su piel estaba el magma de Beata María. El mundo lo poblaba por dentro. Entrevió que dentro de sí estaba también la fuerza para someterlo.
A eso había venido.
Eso era. Él podía –¿qué podía?–: él podía trastocar, poseer esas vidas tan grises y viles y ofendidas.
Geney Beltrán Félix, “Días de introversión”, Fractal nº 47, octubre-diciembre, 2007, año XII, volumen XII, pp 79-84.