En un cabaret cubano comenzó la semana más inolvidable y terrible de mi vida, dice Willy. Le pido que siente su cuerpo de armario inamovible en la única silla sobreviviente e instale su calva pecosa bajo las luces de neón. Se pasa la mano por la cabeza sudorosa y arranca con entusiasmo de cumbiambero. Yo me arrellano en mi sillón, doy la espalda al panorama completo de las demás oficinas y me dispongo a escuchar.
Anduvimos de club nocturno en cabaret y de cabaret en bar de mala muerte metiendo ron habana, whisky, ginebra y hasta aguarrás, a mi costa, claro, dice Willy. Y yo imagino cuánto le habrá costado ahorrar cada peso. Y el Ribeira
No Escritor me decía: Bueno, chico, cuál quieres. Basta que yo truene los dedos para que vengan contigo. Y como Willy no se atrevía a escoger, Ribeira Dos llamó a una negra relumbrante, una fiesta de mujer. Le colocó un dedo en la coronilla, la hizo girar y dijo: Esto es una mujer, chico. Si fuera coche sería uno de esos Packard dignos de Aristóteles Onassis. La negra se sentó al frente de Willy. Dos segundos después mi amigo comenzó a sentir que un pie de planta blanquísima le trajinaba las zonas sentimentales, mientras la negra hablaba del tamaño de todas las partes de Fidel. Chico, que la revolución no la hizo con el fusil sino con la tranca, decía y venga a vapulear las noblezas de Willy.
Pero antes de seguir con esta historia que podría ser cómica si no fuera patética y que sin duda es trágica porque involucra y parece humillar a todo un país, tengo que abandonar Cuba y regresar al momento en que Willy entró a mi oficina, muchos meses antes del viaje a la isla, con el pretexto de pegar un afiche en la pared. Todo eso desencadenó lo de la negra, Ribeira Uno y Dos, y sus consecuencias. Pidió permiso para pegar el afiche y se lo di sin molestarme en voltear a verlo. ¿Ya fuiste por tu café?, preguntó. Negué con la cabeza. La verdad es que yo no estaba muy interesado en entablar plática. Sabía que sería cosa de nunca acabar. Es el tipo de personas que pasan sin transición del saludo al chisme, de éste a una confidencia, de ella a un informe sobre el precio del dólar, luego a la evolución del clima o a la decadencia de las costumbres y así sucesivamente hasta que la víctima cierra los ojos y aguanta el chaparrón o simplemente lo manda al cuerno.
Tengo que decirlo: caí en la trampa de la ternura. Willy es tan indefenso, tan humilde sin razón (es doctor en derecho y sin embargo en la oficina se encarga de la correspondencia, prepara el café, lava las tazas si es necesario y se deja abusar con una generosidad sorprendente).
Le comenté que había leído el manuscrito del cubano (Ribeira Uno) y que lo había aprobado entusiastamente. Si el jefe no dice otra cosa lo vamos a publicar, le dije. Willy se puso las dos manos de simio sobre la cara rubicunda y pecosa. No lo puedo creer, dijo, y yo voy a ser el culpable de la felicidad de Ribeira, habré salvado por lo menos un alma de Cubita la bella.
A partir de ese punto el barco de Willy derivó hacia el Ribeira Escritor, lo que me interesaba un poco, pero no lo suficiente para abandonar mis rutinas. Luego enrumbó hacia su reciente viaje a Cuba y mencionó a una mulata. Entonces fue cuando me di cuenta de que Willy merecía que lo invitara a sentarse. Soy un sibarita que incluso de oídas disfruto de las mujeres, aunque sean ajenas o imaginadas.
Procedamos con orden. Por alguna extraña circunstancia en la que estaban involucrados el carácter samaritano de Willy y el comercio indiscreto con el correo de la editorial, nuestro amigo de pronto se convirtió en el receptor de una serie de paquetes bastante dignos de sospecha. Los curiosos vimos que Willy desenvolvía sus paquetes con aires de perro en su hueso y que le robaba tiempo a la editorial para redactar larguísimas cartas, lo que hacía con inútil sigilo, pues el camino al baño pasa exactamente tras su escritorio y es inevitable enterarse de sus travesuras. Nuestro Willy tenía sus secretos, pero era servicial y por ello se le respetaba (aparentemente). Lo que nunca pudimos digerir fue que de alguna manera terminara por leer casi todas nuestras cartas, generalmente apelando al burdo expediente de que llegaban rotas. Creo que su costumbre era una forma modesta e insultante de vengarse de una vida lombricera.
Pasado el tiempo, Willy comenzó a prolongar sus escritos de perro en su hueso lo que nos hizo sospechar que la maldición había caído sobre él: una de cada cinco personas que llegan a trabajar a esta oficina, terminan dedicándose a la literatura, no sé si para bien o para mal. La verdad es que a nadie le importó ni le importaría, pues lo que menos le interesa al jefe o a los empleados es que alguien efectivamente trabaje. Ni aquí ni en ninguna parte de este país la gente quiere trabajar, sino llevarla suave y sufrir con los partidos de la selección nacional. Cumplir horarios, eso sí, siempre que se trate de personal de base. Willy cumplía horarios y además de hacer el café y llevar y traer cartas, amarrar paquetes y contar chistes sucios a las secretarias –con una inocencia bárbara, por supuesto– seguía dedicándose a lo que parecía un interminable comercio epistolar. Eso no alarmó a nadie. Más bien nos dio un respiro, pues Willy en lugar de incordiar con su cháchara se dedicaba a picotear en la Olympia ferrocarrilera con pasión de boxeador pobre. Pero luego, cuando vimos acumularse las hojas, comprendimos que aquello no podía ser simplemente una carta, sino que amenazaba con géneros mayores. Revisando su basurero en uno de los días de asueto, descubrí hojas de un texto hecho bola. Estaba escrito a mano sobre un papel francamente infame. Leí un par de líneas y llegué a la fácil conclusión de que Willy se dedicaba a pasar a máquina una novela que sin duda era ajena. De ahí a inferir que la obra objeto de tan sumisa transcripción era hechura de un cubano no hubo más que un paso: papel revolución, un par de expresiones, la mención de algunos sitios que conozco en La Habana, eran indicios suficientes. Durante varios meses vimos a Willy empeñado en su tarea y asistimos al instante en que él mismo se apersonó en la oficina del jefe, llevando en una mano una taza de café y en otra el manuscrito.
Entre disculpas y reverencias lo ofreció para su lectura. Es que, dijo titubeante, yo no sé nada de literatura pero me atrevo a pensar que aquí hay algo que puede ser un buen libro de cuentos y como he escuchado que en este país ya no hay escritores sino puros fariseos de la pluma o taxistas metidos a literatos, pensé que de pronto un cubano pudiera salvar el prestigio, de hum, la Editorial.
Arrastró con su palma prehistórica una a una las gotas que perlaban su calva sudorosa y colocó un mazo de hojas de color café con leche (más café que leche) verdaderamente amenazante sobre el escritorio del jefe. El jefe, que no tiene ni un ápice de sentido humanitario y que no conocía la historia completa del martirio de Willy, casi sin levantar la vista de los poemas que estaba fingiendo traducir, dijo:
–Tiene que hablar con la secretaria para que le dé tres copias del formato de solicitud.
Listo. Willy cerró la puerta con el manuscrito bajo el brazo. Se paró frente al escritorio de Yocasta. Colocó el mazo café con leche al lado de la computadora. No tuvo que decir una palabra pues en esta oficina tenemos un sistema acústico perfecto.
–Tiene que presentar tres copias perfectamente legibles del manuscrito, llenar tres formatos de la solicitud y que los firme el autor, luego esperar entre tres y cinco meses la respuesta.
Yocasta le extendió displicentemente los formatos y volvió a lo suyo: comer.
Willy regresó compungido a su escritorio. Supongo que sopesó con desolación las quinientas páginas y consideró cuatro posibilidades: uno, sacar dos copias más con su máquina; dos, gastar su pobre salario en fotocopias; tres, suicidarse. La cuarta opción, que era la más lógica (escribirle al autor y decirle que se rascara sus propias pulgas literarias) estoy seguro que ni siquiera la consideró. De las tres opciones iniciales, la primera y la tercera eran las más viables. Seguramente descartó la segunda sin mucho conflicto de conciencia. Suicidarse, imposible: Willy tiene esposa y tres hijos y un alma pía que le impide someter a su gente a los rigores del hambre y la nostalgia. Total que lanzó un gran suspiro y emprendió la tarea de pasar a máquina otras dos copias.
La más borrosa es la que llegó a mis manos. El jefe me la dio con toda la mala intención del mundo. Antes de despedirme de la oficina sonrió cómplice. Entendí con facilidad: esperaba que yo pusiera sobre mi mesa de trabajo puñales, hachas, sierras, seguetas, y que le entregara más que un dictamen de lectura, una autopsia. Y es que los tres libros más recientes que han tenido la desgracia de caer en mis manos terminaron hechos jirones.
Cualquier lector medianamente profesional habría rechazado el libro de entrada. Era imposible distinguir una “e” de una “a” o una “o”. Esas tres vocales eran un único e irreductible manchón, un punto gordo en la hoja. Más que leer, adiviné. Pero mi adivinación me dejó maravillado. Ribeira Uno (ya habrá oportunidad de presentar a Ribeira Dos) tiene un estilo paradójico a morir: torrencial como una avalancha en los Alpes o como una avenida en el Orinoco, pero tan fácil de leer, tan agradable, que fluía como un arroyuelo en un prado manso.
Mi informe de lectura fue entusiasta. “Hacía mucho tiempo no leía un libro de cuentos tan arrasadoramente ameno, con textos sólidamente fundamentados en símbolos locales, pero fácilmente compartibles. Conjeturo que las limitaciones comerciales y culturales de la Cuba de hoy han acrisolado este talento musculoso, convirtiéndolo en una especie de atleta de la literatura, que habría naufragado en un país con libre comercio, computadores a destajo y libertad absoluta de creación. Recomiendo enfáticamente la publicación de este libro”.
En cuanto Willy supo que su protegido había triunfado, vino sudoroso y feliz, a celebrar, y de paso, a soltar toda la sopa, que le hacía pesar la masa encefálica. Reveló que el origen de todo había sido una carta que llegó rota y que él debió remendar antes de entregársela al jefe. Tuve la debilidad de leerla, dijo Willy, y me enteré de las penas que pasan los escritores en Cuba. A última hora decidí guardarme la carta y entrar en contacto con Ribeira, haciéndome pasar por el jefe.
Luego vino lo de la mulata, como una especie de consecuencia o premio o castigo. Vaya uno a saber. Fui a Cuba en una de esas excursiones baratonas, pero en lugar de seguir el tour, busqué a Ribeira. Es un tipo absolutamente intelectual. No sale de su casa, lee 18 horas al día, ha escrito ciento cincuenta manuscritos y no ha publicado nada, detesta las fiestas, la política y, asómbrate, teme a las mujeres como si fueran apestadas y les achaca todos los males de la isla y del mundo. Pero su hermano, mi amorcito, es un semental, un ciclón bailando. Entendí que el individuo aludido era el ya famoso Ribeira Dos.
–Yo, chico, me he bailado y magullado a más de mil mujeres de La Habana y puertos circunvecinos. No le pongas atención a Morroncho –que así llama Ribeira No Escritor al Ribeira Escritor– y vente conmigo que vas a saber lo que es La Habana.
Pues se fueron al circuito de cabarets hasta que sucedió lo de la negra y la bragueta.
Volvemos entonces a la negra, la bragueta y el pie indiscreto: Willy no sabía qué hacer y nada más se abrillantaba la calva y abría tremendos ojotes. Nadie en kilómetros a la redonda parecía dispuesto a salvarlo. Todas las hembras debían estar metiendo pies en braguetas o alfabetizando.
–Que yo no me voy de esta isla aunque me ofrezcan el cielo, chico –decía Ribeira No Escritor–. Aquí hay todo lo que yo necesito: mujeres para el amor, sol para el descanso en una hamaca y un gobierno revolucionario que no me dejará morir de hambre. Las cubanas son las campeonas mundiales del amor y mientras yo tenga cartuchos no voy a querer otra cosa. ¡Arriba la revolución y las trancas! ¡Abajo el imperialismo y los calzones!
La negra seguía mandándole besos de labio gordo a Willy, que, es necesario decirlo, no sabía cómo reaccionar, pues como casi todoslos blancos, no soporta a los negros a menos que sea en la Selección Nacional o en las pistas de atletismo.
Una mulata, esta sí preciosa, que andaba rondando entre las mesas, escuchó a Willy e inmediatamente se le sentó al lado. ¿Colombiano? Adoro a los colombianos. Le dio un beso en la frente, abrazando la cabezota de Willy. Un colombiano me enseñó el camino de la felicidad, un colombiano operó a mi mamacita de cáncer mamario, un colombiano trajo los vallenatos a Cuba, un colombiano inventó la vacuna contra la malaria. ¡Adoro a los colombianos! ¡Ay Chihuahua, ajua, ajua, ajua!, eso gritó la mulata, bailando en torno a la mesa y exhibiendo una espalda, una cintura y un culo de montaña rusa.
–Entonces –dijo Willy– me vi entre la espada y la pared, es decir, entre la negra y la mulata. Rosa Edith, que así se llamaba la mulata, con toda tranquilidad y sin violencia apartó el pie indiscreto de la negra e instaló el imperio de su hermosura de toro que sale al redondel. La negra sonrió comprensiva, se puso el zapato correspondiente y siguió hablando con Ribeira Dos.
Willy supo detallar en Rosa Edith lo que él a sus casi 50 años nunca nunca iba a poder de nuevo disfrutar si no se avivaba. Tendría 17 años, pero tan bien aclimatados que no era posible imaginar obra mejor. No tanto el rostro, que era simpático, ni la gracia, que era cautivadora, ni un barniz de cultura, ni el desparpajo, sino un cuerpo que se adivinaba como una máquina de placer, todo aceitado, justo, bien proporcionado, ni atlético ni excesivamente suave, unos muslos que se levantaban airosos pero llenos de vigor y que debían estallar al juntarse en un derrière de fantasía y en un monito sublime. Y ella tan serena, como si no fuera la madre de todas las hembras del universo.
Ribeira Dos le guiñó un ojo. Se inclinó al oído de Willy. Y no creas que esta Rosa Edith es cosa de otro mundo. Te puedo presentar a diez hembras mejores en un solo cabaret. Todas son obras de la revolución, hijas de Fidel.
Llegó la hora de las despedidas y Willy todavía no tenía nada concreto. La negra lo miraba con sorna, apoyando el rostro en un codo. Lo que te perdiste, chico, parecía decir. Quizá sí, la negra era una bruja, una digna hija de Yemayá, que le iba a enseñar lo que ninguna otra mujer, pero en fin.
Ya se iban él y la mulata a despedir de beso en la mejilla cuando a Willy lo atropelló la osadía y se escuchó decir:
–Rosa Edicita, ¿no tendrás un momento el día de mañana para enseñarme la Habana?
–Pensé que no lo ibas a decir nunca, miamor. Claro, nos vemos a las ocho en la puerta de tu hotel, ¿cuál es?
–El Islamán –confesó con pena Willy.
Al día siguiente, Rosa Edicita, sin mediar conversación alguna sobre el asunto, lo llevó casi a rastras a rentar un apartamento, lo acompañó al hotel Islamán por la maleta, lo trajo al nidito de amor en el taxi de un amigo, cerró la puerta y se desnudó con la naturalidad del que se va a meter en la piscina. Willy estuvo sentado con la pierna cruzada en un sillón bastante incómodo de la sala, sin saber qué hacer, hasta que se le iluminó la calva y decidió desnudarse. Donde fueres, haz lo que vieres, se dijo.
–Chico, pensé que no lo ibas a hacer nunca.
Y a partir de entonces, dice Willy, pasé una semana convertido en un sultán: dormir, fornicar, comer, dormir, fornicar, ver discursos de Fidel en la televisión, leer poemas de Nicolás Guillén y Martí, dormir, fornicar, comer. Rosa Edicita era una perfecta geisha. Estuvo pendiente de todos mis caprichos y nunca mostró interés alguno, ambición, malos sentimientos. Simplemente me dio placer, satisfacción y hastaamor. Imagínate eso, una corderita en celo absolutamente para mí, casi una adolescente, para este viejo al borde de la tercera edad, una criatura hecha para el deleite, absolutamente a mi servicio, al servicio de este viejo al borde de la tercera edad, ¿crees que puedo olvidarlo?
Willy estaba llorando. Dejó sobre mi escritorio un papel y se alejó. Era un poema que celebraba a Rosa Edith.
No volvimos a hablar sobre el tema hasta seis meses más tarde, cuando el libro de Ribeira Escritor ya estaba a punto de salir de las prensas. Me encontré a Willy preparando el café. Sin mirarme dijo:
–Cuando nos despedimos no permitió que yo le dejara mi dirección. Tampoco me dio la suya. Sólo me dijo: “Si algún día regresas a La Habana, búscame.”
Y no se volvió a hablar del asunto. La depresión se le ha ido pasando poco a poco. Imagino que todavía deberá veinte mensualidades de su paseo a Cuba. Supongo que para cuando vuelva a tener posibilidades de un nuevo viaje, no tendrá arrestos para una segunda semana en manos de Rosa Edicita. Por lo pronto sigue siendo un buen padre y un amigo que se dejaría quemar en leña verde por el más humilde de sus compañeros de trabajo. Para principios de diciembre se anuncia la llegada de Ribeira Escritor, quien presentará su libro de cuentos y sin duda podrá hablar de Italo Svevo y Flaubert, pero no de la mulata de La Habana.
* De la colección Cuentos para antes de hacer el amor, que recientemente publicó Ediciones de Educación y Cultura.
Marco Tulio Aguilera Garramuño, “El humilde Willy en Cuba”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 191-200.