Piedad Bonnett

Y todos tan contentos.
Consagración de la mentira*

Pútrida patria.
w.g. Sebald

 

Soy de aquellos que sienten malestar y profunda desconfianza por el término patriotismo. Lo relaciono con himnos y banderas, símbolos en general vaciados de sentido, gastados por el uso indebido que de ellos se hace en ceremonias inocuas y en actos celebrados por gobiernos dudosos o decididamente corruptos; pero también con manos en el pecho y discursos retóricos, con sentimientos inculcados en la escuela por una educación farisea, con el orgullo que deben suscitarnos los dos mares, con bandas de guerra y con la guerra misma, que la mayoría de las veces envía a sus jóvenes a morir en nombre de una nación que nada les ha dado.

Creo, en cambio –a pesar del horrible manoseo al que hoy por hoy se la somete– que la palabra patria sigue manteniendo vivo su sentido; sobre todo cuando se libra de las connotaciones sensibleras que por lo común se le otorgan, y hace más bien referencia a una experiencia entrañable, individual, que todo el mundo tiene, aunque a veces sea como sensación de pérdida; creo también en la importancia de la noción de pertenencia (así sea para renegar de la patria) y en que todo pueblo necesita de la conciencia de unidad que nace de saber que se tiene un origen común y por ende una idiosincrasia, una cierta identidad. Patria vendría a ser, en últimas, un concepto que, como el de libertad, se ilumina cuando no se tiene; es lo que muchos añoran cuando se vive en el exilio o lo que se defiende cuando una fuerza externa lo amenaza.
Es en la lengua común, en sus modismos, sus ritmos y sus estructuras, donde se expresa, antes que todo, la forma peculiar en la que un pueblo vive y siente. Pero también, por supuesto, en sus costumbres, sus fiestas populares, su música y su historia, entre otras cosas.
También la mirada del “otro”, la forma en que nos perciben desde afuera, entra a configurar nuestra identidad. Un ensayo de Mario Vargas Llosa sobre la novela “No soy Stiller”, de Max Frisch, lleva un título sugestivo: ¿Es posible ser suizo? La pregunta, que nace del tema planteado en la novela, apunta a la idea, ya generalizada y convertida casi en lugar común, del modo de ser de ciertos países civilizados, de los que Suiza suele ser considerado prototipo. Lo expresa así el escritor peruano: “Leyendo a algunos autores contemporáneos de ese país, se diría que no hay pesadilla más siniestra que la civilización. Ser prósperos, bien educados y libres resulta, por lo visto, de un aburrimiento mortal. El precio que se paga por gozar de semejantes privilegios es la monotonía de la existencia, un conformismo endémico, la merma de la fantasía, la extinción de la aventura y una formalización de las emociones y los sentimientos que reduce las relaciones entre los seres humanos a gestos y palabras rituales carentes de sustancia”. Aunque la sugerencia de que civilización y tedio siempre van juntos nos remite también al viejo tópico, sin duda falso, de que en los países atrasados la vida es más estimulante, la reflexión de Vargas Llosa a partir de Frisch confirma la idea generalizada de que la nacionalidad imprime sello. En la imaginación colectiva “ser francés”, español, argentino, brasilero tiene unas connotaciones, que aunque responden casi siempre a estereotipos, encierran cierto fondo de verdad.
¿Qué significa ser suizo, ser ruso, ser colombiano? Estoy segura de que cada uno de los ciudadanos de esos países tiene un sentir al respecto, una percepción, más o menos vaga y más o menos problemática de lo que eso significa. Pero que si se le conmina a definir esa identidad sólo se conseguirá que sume un montón de idealidades mentirosas, o que haga un inventario de virtudes y defectos que se apoya en una percepción colectiva consagrada a fuerza de repetirse. Es al sentir y no a la definición lo que parece acercarse la famosa frase pronunciada por un personaje de Borges en el cuento “Ulrika”. ¿Qué es ser colombiano? le pregunta alguien: y él contesta: “Un acto de fe”.
Hay y habrá siempre quien intente dar cuenta de la identidad de su pueblo, a pesar de que las probabilidades de fracasar cuando se intenta pasar el sentir por la criba de la racionalidad son inmensas. Una y otra vez lo hacen los científicos sociales desde sus distintas disciplinas. O los ensayistas de envergadura cuando iluminan sus respectivas culturas desde ángulos originales y de gran agudeza. O, con mejor suerte que casi todos, pues su método consiste en “dramatizar” los conflictos de sus sociedades llevándolos al plano de lo universal, algunos novelistas: desde Balzac hasta Coetzee, pasando por el mismo Vargas Llosa, Milán Kundera o el austriaco Tomas Bernhard, quien dedicó miles de páginas a mostrar las oprobiosas formas que adopta la cultura tradicional en su nativa Austria, la “pútrida patria” de la que habla W.G. Sebald cuando analiza el tema en la obra de Joseph Roth, Kafka, Hermann Broch o el mismo Bernhard.
“Cuanto más se habla de patria, menos existe ésta”, nos dice Sebald. Aunque este autor se refiere específicamente a “la experiencia de la pérdida de la patria (que) no puede repararse nunca” y al esfuerzo de la palabra por reconstituirla, su afirmación conduce a otra idea: que es en la literatura donde se logra expresar de forma más honda y verdadera la noción de patria, bien sea como nostalgia, en la literatura del exilio (la provincia idílica, generalmente asociada con la infancia), bien sea como acercamiento crítico, anclado en la ambivalencia o en el decidido rechazo. O en las dos formas, como en el caso de Fernando Vallejo. La razón de que este concepto alcance su sentido más vivo y verdadero en el arte se debe, sin duda, a que la representación simbólica no nace del frío raciocinio o de la conceptualización, sino que necesariamente pasa por la experiencia del individuo –por su sentir–.
No es sencillo para ningún pueblo verse con ojos claros a partir de lo que implica su nacionalidad; pero para los colombianos esto es infinitamente más complicado, pues la comprensión de nuestra realidad social es ciertamente más compleja e impenetrable que la de muchos pueblos de la tierra. En Colombia no sólo toda verdad histórica parece permanentemente desdibujarse, sino que los límites siempre son borrosos. (¿Dónde empiezan y terminan, cómo se deslindan o se funden guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, violencia oficial, delincuencia común, corrupción?). Pero además la realidad nos abruma de tal modo con su carga de violencia, que unos hechos desplazan a otros con una velocidad que impide que haya memoria que a todos los abarque o conocimiento que pueda desentrañar su razón de ser. Estamos siempre ubicados en un umbral de incertidumbre y confusión. Creo que no exagero si digo que la percepción del país que tiene un colombiano de hoy es la del caos irreductible, la del vértigo de hechos cuyo sentido final escapa a su inteligencia. Aquí pasa todo y no pasa nada. ¿Quién mató a Gaitán? ¿Quién mató a Galán? Miles de preguntas como estas se alzan sin ninguna respuesta.

 


Pero además en la conciencia de muchos colombianos –sin duda que no de todos– está la herida: ser colombiano equivale no sólo a pertenecer a una sociedad desigual y discriminatoria –como muchas en el continente– ni a soportar a diario el peso de la peor violencia –masacres, desalojos, la furia inclemente de la guerra– sino a llevar colgado de los hombros el estigma que el mundo exterior nos impone, y que nos somete diariamente, en todas las fronteras, a la humillación y al oprobio.
En los muchos años que llevamos señalados por este estigma, hemos aprendido a convivir con la condición de sospechosos. A asumir como propias culpas ajenas, a avergonzarnos de las desvergüenzas de unos cuantos. Y tanto ha calado esa estigmatización en nosotros, tanto ha afectado nuestra autoestima, que aún aquí somos todos sospechosos los unos de los otros. Miedo y desconfianza. Escalofrío de ser culpables sin saberlo, como cualquier personaje de Kafka.
Sin embargo, un estudio del centro de investigación del New Economics Foundacion, que indagó sobre el índice de expectativa de vida y felicidad del planeta en 178 países, concluye que después de los 300.000 habitantes de Vanuatu, una desconocida isla agrícola y turística, los colombianos se sienten los seres más felices de la tierra. No “optimistas”, como los africanos, que en otro estudio dijeron creer firmemente en que su futuro será mejor –quizá porque el presente no puede ser peor- sino simplemente “felices”.
¿Felices? Rebuscadores, trabajadores, hospitalarios, imaginativos. Todo eso, quizá. ¿Pero felices cuándo, como escribió Jesús Zárate en La cárcel: “Los países se conocen por lo que producen y la violencia es nuestra mejor industria nacional de exportación”? Después de leer estas conclusiones, los que no nos sentimos tan contentos como la mayoría, queremos, como tantas otras veces, entender. ¿Son estos resultados producto de la manipulación de la información? ¿O es que hay detrás una campaña de propaganda? ¿Evidencia la respuesta de los colombianos sus poderosos mecanismos de defensa? ¿O la consagración de la mentira? ¿O una tremenda deshumanización?
Formular estas preguntas en términos negativos no significa estar parapetado en la arrogante superioridad moral, sino partir de la convicción de que la solidaridad y la empatía son condiciones básicas de lo humano. Que se conmueva con el sufrimiento de los demás es lo que se espera de un hombre –y uso este término, como Shakespeare, ahorrándome el adjetivo “verdadero”– ¿Podemos no dolernos frente a la fotografía de una hilera de campesinos asesinados, de un hospital derribado por una bomba sobre sus pacientes, de una víctima secuestrada que posa con sus captores? ¿Podemos ser felices cuando todos los días el país sufre masacres, desalojos, desplazamientos masivos? O es así y todos seguimos tan contentos a pesar de los dolorosos hechos de cada día, –lo cual implicaría un alto grado de insensibilidad– o nuestra capacidad de negación y de autoengaño es enorme.
Sobre este tema ha reflexionado con tremenda lucidez, como siempre, Susan Sontang. Quizá valga la pena recordar sus palabras: “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. (…) Tales imágenes no pueden ser más que una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos. ¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es responsable? ¿Se puede excusar? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho? Todo ello en el entendido de que la indignación moral, como la compasión, no puede dictar el curso de las acciones”.
Es hasta cierto modo comprensible que la tendencia de la mayoría sea a acorazarse, a blindarse, como aquel ciudadano de Simmel que se defiende de los mil estímulos de la ciudad limitando su capacidad de visión. Pero el precio de la ignorancia deliberada y de la amnesia es siempre alto para un pueblo: compromete su salud moral.
Sontang habla de que el dolor de los demás nos debe llevar a reflexionar. Pero, ¿es posible la reflexión masiva cuando se vive entre una avalancha de frivolidades y estupideces mediáticas que diariamente hacen perder el sentido de las proporciones a televidentes, oyentes y lectores? No creo, como afirman algunos, que la frivolidad sea una respuesta comprensible frente a la violencia. Ni que los colombianos tengan una solidaridad que se traduce en euforia. Pienso que tenemos una enorme propensión a mentirnos. O a consolarnos tontamente. “Sólo a un colombiano se le ocurre…” –dicen los publicistas– “Colombia es pasión”, “Somos el mejor país del mundo”. Y nos exhortan: “!Demuestra tu pasión cuando hables de Colombia!” O nos recuerdan que podemos “recorrer descalzos” de la Guajira hasta Leticia, que aquí se dan todas las frutas, que “ese cielo azul es Colombia”. Mejor dicho, “¡Arriba ese ánimo!”.
En sociedades como la nuestra la verdad descarnada suele ser recibida como una ofensa, al menos por los sectores más tradicionales. O como un escándalo sin trascendencia, por cierta intelectualidad. Así ha sido recibida, por ejemplo, la literatura de Fernando Vallejo, la cual crea malestar en sectores muy diversos, conservadores unos y progresistas otros. Máxime cuando ella está construida, no tanto sobre la reflexión, cuanto sobre la invectiva y la desvertebración de toda noción de institución familiar, de jerarquía establecida y de poder. Fernando Vallejo, se duele de una realidad perdida, la de su infancia idealizada y señala sin compasión las máculas y pústulas de nuestra mal asumida modernidad. Lo que para algunos significa que es un apátrida. Su lenguaje resulta irritante porque es provocador y cínico. Y también sus gestos –donar su premio a los animales, burlándose de la idea del escritor– benefactor y ratificando su idea negativa de la especie humana.
Pero –y a pesar de su visceralidad y de cierto elementalismo de su argumentación– una narrativa como la suya significa oxígeno en una sociedad que se miente. Su función es desenmascarar, poner en evidencia lo perverso de sus estructuras más hondas. Aguarle la fiesta a los inveteradamente felices, a los que nada les borra la sonrisa.
A esos que dicen, con un desparpajo que abisma, que éste es el mejor vividero del mundo.

* Una versión de este artículo fue publicado inicialmente en la Revista Número, 50.


Piedad Bonnett, “Y todos tan contentos. Consagración de la mentira”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 83-90.