La historia de la familia en Latinoamérica ha alcanzado en los últimos años un desarrollo significativo. Las investigaciones realizadas han cubierto un conjunto de tópicos, períodos históricos y regiones bastante variados. Además, ha habido un refinamiento en los métodos y formas de análisis, como también, de manera bastante llamativa, una exploración de fuentes documentales nuevas y originales. Hoy sabemos mucho más sobre el impacto de la conquista en las estructuras familiares indígenas, sobre las estructuras y composición de las familias urbanas de los siglos XVII y XVIII, sobre la dimensión de la ilegitimidad de pareja y nacimiento, sobre las complejidades de la formación de pareja, sobre la viudez femenina y otros temas. No obstante, aun hay mucho por investigar. Conocemos muy poco sobre las familias campesinas, sobre las familias esclavas o de la servidumbre doméstica, sobre los niños o los viejos, y muy poco sobre los vínculos familiares no consanguíneos. Aquellas filiaciones espirituales o políticas, que en la vida cotidiana fortalecían, o aun reemplazaban, los parentescos de sangre.
En esta oportunidad quiero comentar algunos aspectos de la ilegitimidad, el abandono infantil y la adopción en cuatro momentos históricos, para observar continuidades, cambios y transformaciones.
LOS HIJOS DE EL APOCCALIPSIS
Con este sugestivo nombre S. Gruzinski y Carmen Bernand, hace ya algunos años, quisieron comprender los complejos y azarosos cambios ocurridos en la historia familiar americana a raíz de la conquista española.(2) La catástrofe demográfica indígena resume los quebrantos generados por los sistemas de trabajo, las fuertes exacciones, la ruptura de las estructuras organizativas, sociales y culturales de las comunidades, las epidemias y las guerras. Todos estos factores motivaron la reducción de los pueblos, la dispersión de las familias, la migración y la pauperización.
Uno de los efectos más notorios de la colonización española sobre la población indígena fue su migración forzosa. El colombiano es un caso sumamente interesante para estudiar este aspecto. Entre los tres grupos de conquistadores que asaltaron y dominaron el reino Muisca en la altiplanicie central, donde hoy está situada Bogotá, sumaban cerca de 3.000 peninsulares varones. Mas entre ellos no viajaba ninguna mujer española. Todos, el grupo de Gonzalo Jiménez de Quezada (que partió desde el Caribe), el de Nicolás de Federman (que salió de Venezuela) y el de Sebastián de Belalcázar (que estuvo en Perú y ascendió por Ecuador), todos incorporaron indígenas. Aunque fue el último, el de Belalcázar el que movilizó mayores contingentes indios peruanos y ecuatorianos. Tanto que su presencia dejó huella en el habla y técnicas artesanales colombianas. Respecto a nuestro asunto, dos historias generadas entre este grupo de conquistadores nos permiten apreciar el fenómeno de la migración y dispersión indígena.
Cada conquistador, bien sabemos, llevaba su grupo de indígenas que le servían.(3) Entre ellas sus concubinas, con las cuales incluso llegaban a tener relaciones duraderas; pero que casi nunca consideraban propias para el matrimonio. Por ejemplo, Juan de Arévalo, soldado de Sebastián de Belalcázar, llevó una india peruana llamada Yumbo (que en lengua quechua significa danzante, bailarina, bruja), y a la que los españoles llamaron Beatriz. Esta india, al parecer hermosísima, despertaba la pasión entre todos los soldados. Arévalo, su amo y amante, consciente de sus encantos, cuando decidió regresar a España no dudó en venderla a Hernán Pérez de Quezada por 700 castellanos de oro. Pérez de Quezada (hermano de Gonzalo, el capitán de la campaña) enloqueció de amor por Beatriz, y fue esta pasión la causa de sus múltiples altercados con los soldados. Alguno, dolido, llegó a manifestar que Pérez “...comprarla había empeñado la magnífica esmeralda Espejo Grande”, y que “..más quería el rabo de la dicha india que la conversación con sus amigos”. El hecho es que todos estos hombres morían por Beatriz, pero ninguno pensó jamás en hacerla su esposa. Convertida en objeto de placer y negocio, Beatriz fue de nuevo vendida. Como muchas otras indias de la conquista debió aceptar callada su desarraigo y destino, sin comprender los hilos del mundo que la envolvían.
El segundo caso, muestra que fueron los pecheros los que cedieron a la tentación de casarse con las indígenas. Hecho despreciado por los capitanes y tenientes de las huestes. Como hecho sorprendente, la primera indígena casada en territorio colombiano, Beatriz Bejarano, no era muisca, tairona o páez, era mexica. El conquistador Lucas Bejarano, que participó en la empresa mexicana junto a Hernán Cortés, llevó a Beatriz en su recorrido por Guatemala, de allí pasaron a Perú, después a Quito y a Popayán con Sebastián de Belalcázar. Fue el mismo Belalcázar quien en varias oportunidades refirió que estando herido de muerte Lucas Bejarano y ya en territorio Muisca, pidió al cura que lo casara con Beatriz. Lucas pidió a Belalcázar, mientras moría, que Beatriz quedara libre, así como Lucas, su pequeño hijo. En el mismo grupo de indios acompañantes de Belalcázar, hoy lo sabemos, iban dos nobles incas, los hermanos Francisca y Pedro Inga. De ellos llega a decirse que eran sobrinos de Huaina Capac.
Francisca era la manceba del conquistador Juan Muñoz de Collantes y traían a su hija Mencia de Collantes. Esta niña se casó unos años después en Santafé con Alonso de Soto, oriundo de Valladolid y también curtido en guerras de conquista. Cansados, agotados y cincuentones, muchos conquistadores reconocieron sus hijos mestizos, especialmente a las mujeres. Fueron estas mestizas, hijas naturales de la conquista, pero hijas de españoles, las que contrajeron nupcias cristianas. Los soldados, que empezaron a dejar las armas y a convertirse en encomenderos y regidores, vieron plausible casarse con estas muchachas que, finalmente, llevaban su sangre. Así, los que eran solteros o viudos, o lograban pasar por tales, celebraron las primeras nupcias en las nacientes ciudades del Reino. Los hijos naturales varones de los conquistadores corrieron con menos suerte. Aunque, algunos pocos fueron llevados por sus padres a España y recibieron legitimación. La mayoría, sin embargo, nunca fueron reconocidos y vivieron una historia de marginación y pobreza.
De otro lado, la migración era, casi siempre, más una huída de las exigencias tributarias de la Corona y los encomenderos. A través de los sistemas de encomienda, mita y alquiler, gruesos núcleos de población fueron trasladados por la fuerza a prestar servicio en regiones distantes a sus lugares de origen.(4) El efecto inmediato de esta imposición fue la separación de las parejas y la desarticulación de las familias indígenas. Hechos que, sumados a la severidad del trabajo y las epidemias, redujeron al mínimo el tamaño de las comunidades.
Mientras en el campo parecería haberse dado una especie de vaciamiento de población indígena, en la ciudad había una notoria concentración. Al menos éste es el caso de Santafé de Bogotá, donde en 1688 había 3.000 blancos peninsulares y criollos junto a 10.000 indios. Esta población vivía principalmente en las colinas y en los arrabales de la ciudad. En conjunto, desde comienzos del siglo XVII Santafé contaba con un 80% de población indígena. Parte de esta población era flotante, compuesta por aquellos que venían a la ciudad en los días de mercado con sus productos o a visitar familiares. Los que vivían en forma más estable en sus ranchos y bohíos, y los que habitaban en las casonas de las familias blancas, cumplían toda una constelación de servicios forzados y voluntarios.
Llama la atención que la mayor parte (70%) de la población indígena de Santafé fuera femenina. Las familias encomenderas atraían con diversos mecanismos a indias jóvenes para emplearlas en el servicio doméstico. Esta costumbre de realzar el status con la posesión de un abultado séquito de sirvientes tomó un auge inusitado a finales del siglo XVI. Es conocida una comunicación del Presidente de la Audiencia, Juan de Borja, en la que estima que en la ciudad hay cerca de 2.000 sirvientes indígenas:
He averiguado también que hay en esta ciudad gran número de indias chicas y grandes que llegará a 2.000, que hurtadas, forzadas y engañadas, las tienen mujeres, parientas o allegadas de encomenderos o doctrineros para sus granjerías y servicios y hay casa de gente muy particular donde hay 30 o más: de todas se sirven y de sus labores marcándoselas con grandes aprovechamientos, sin que a las pobres indias se les dé salario ni aun la comida necesaria, antes están en perpetuo encerramiento y se les veda el casarse por no perder el servicio [...] He mandado que se alisten todas [...] Yo no me he resuelto a cercenar la demasía, que como digo a v.m. hay muchas personas que tienen 20, 30 y 40 en sus casas pudiendo para su servicio contentarse con dos, hasta que v.m me ordene lo que he de hacer.(5)
Los oficios de la servidumbre indígena femenina no eran muchos, pero sí eran imprescindibles en la vida cotidiana de la sociedad hispánica. La mayoría tenía lugar en el interior de los hogares, por ejemplo la cocina, la costura y la limpieza. Algunos requerían trasladarse a los ríos, como el lavado de ropa, o a los extramuros de la ciudad, como el almacenamiento de leña. En las casas donde existía un grupo numeroso de sirvientas se daba cierta jerarquía, que seguramente respondía a la edad y a la antigüedad en la casa. Normalmente las sirvientas tomaban el apellido de sus patrones y eran reconocidas con algún apelativo cariñoso.
Distintos historiadores han señalado la importancia del papel desempeñado por las mujeres indígenas en la interacción con la sociedad y la cultura española. La migración indígena a la ciudad fue de parentesco. Tras las mujeres, llegaban contingentes de familiares que se asentaban en su propia casa o en los arrabales. Prueba de esto es el hecho de que la servidumbre de cada casa española guardaba algún grado de vínculo familiar. Así mismo, estas mujeres de servicio eran las que primero aprendían el castellano, las prácticas cristianas y las formas de comportamiento hispánico. El traje, por ejemplo, cubrió en forma más precisa su cuerpo, y en el vestir se generalizó la blusa de lienzo junto a las mantas y el faldellín.(6)
Ahora, no todas las indígenas de la ciudad estaban concentradas en los hogares de los españoles. Muchas vivían en los barrios de San Victorino, Santa Bárbara y Las Nieves, y se empleaban por días en casas de algún rango. Otras ofrecían en las calles panes y bizcochos, producidos por panaderos, parientes o mestizos.(7) Sin embargo, poco se conoce sobre el papel que la mujer campesina indígena jugó en este proceso. El mundo de los pueblos indígenas de los siglos XVI y XVII no ha recibido aun suficiente atención por parte de antropólogos e historiadores, y carecemos de información sobre la función de la mujer en la familia y la comunidad.
Desde muy temprano, mujeres de la jerarquía indígena fueron atraídas como esposas por los españoles. Este proceso debió extenderse a lo largo del siglo XVI hasta que perdió interés y prestigio para éstos. Entonces los mestizos y mulatos incrementaron su demanda de mujeres indígenas como esposas o amantes. La acción conquistadora del siglo XVI trajo consigo una relajación de las costumbres sociales y sexuales de los pueblos indígenas y de las comunidades españolas. La campaña de la Iglesia por legitimar las uniones de hecho, que muchos españoles tenían con indígenas, decayó a fines del siglo XVI. El crecimiento de un contingente de mujeres mestizas hacía menos ventajosas aquéllas uniones. No obstante, estas continuaron con la complacencia de la comunidad. El siguiente caso nos ilustra al respecto: en Santafé de Bogotá la india Catalina demandó en 1581 a los albaceas de Pepe Sánchez de la Membrilla para que se le reconocieran sus más de treinta años de servicio a éste. Según declaraba Catalina, en esos años, “lo sirvió en todo lo necesario, así en guisarle de comer como limpiar la ropa y en todos los demás trabajos y servicios, así en laciudad como fuera de ella, en otras partes y caminos y con mi ayuda e industria y trabajo adquirió más de 10.000 pesos que tenía al tiempo que falleció y debiendo gratificarme conforme a lo que podía y puedo merecer, no lo hizo”. En el curso del proceso se descubrió que Catalina y Pedro convivieron muchos años y que sus hijos fueron criados como tales, aunque Pedro se casó después con una blanca.(8)
El destino de las mujeres indígenas urbanas era el de la integración y la mestización. Muy pocas pudieron construir familias junto a sus maridos indígenas; viviendo como sirvientes en las casas de las familias blancas de prestigio, lo usual fue que establecieran relaciones consensuales interétnicas. Los testamentos escritos por estas indígenas revelan que muchas procrearon hijos de sus amos, los que les donaron solares en la ciudad. La posesión de estos solares y la construcción de sus viviendas permitió a estas mujeres alcanzar cierto grado de estabilidad para sus familias. Algunas montaron mesones donde alimentaban a blancos y mestizos, también trabajaban en el comercio y las más prósperas llegaban a prestar dinero a los vecinos. Estas mujeres fueron un punto de apoyo indiscutible en medio del caos de los años posteriores a la conquista; bajo sus techos crecieron sus hijos, pero también niños expósitos, incluso de condición blanca. Cierta conciencia histórica parece observase en estas mujeres cuando dejan la casa para sus hijos con cláusulas que impedían venderlas o dividirlas. Habían llegado a conocer, muy tempranamente, el valor de la propiedad privada, y que en la pobreza y descomposición la posesión de la casa es un bien inconmensurable. Con todo, no debe olvidarse que esta importante función de puente entre las sociedades hispánica e indígena se hizo a precio de un altísimo costo vital, de desarraigo, castigo y explotación.
LAS REVELACIONES DE LA ILUSTRACIÓN
La segunda mitad del siglo XVIII constituye en los estudios de historia de la familia un momento de referencia principal. La existencia de empadronamientos, casa a casa, de la población de cada ciudad ha permitido efectuar las indagaciones más precisas sobre la estructura, organización y composición familiar. En la medida que los padrones registran cada núcleo familiar a partir de su cabeza visible, que señalan los vínculos entre los distintos miembros, sus calidades, su estado civil, sus edades, sexos, oficios, procedencias, incluso su salud, estos documentos constituyen una fuente excepcional para la comprensión del universo familiar colonial. Aunque, es bueno reconocerlo, también presentan limitaciones en cuanto al registro e inventario de la organización de las familias de servidumbre, indígenas y esclavas.
La primera sorpresa que presentan esos padrones es que las familias de las ciudades colombianas no eran numerosas. La imagen habitual de familias de tres generaciones y muchos hijos es de una época más reciente, probablemente de comienzos del siglo XX. En el siglo XVII las familias estaban constituidas por los padres y los hijos, y corrientemente éstos no eran más de tres o cuatro. Hecho que no quiere decir que las madres no dieran a luz muchos hijos. Ocurría que, en forma fatal, más de la mitad de los niños que nacían morían antes de cumplir el primer año de vida. Y buena parte de estos fallecía en el primer mes de nacimiento. Claro, algunas pocas familias, especialmente de las élites, lograban escapar de esta fatalidad y se apertrechaban de ocho y diez hijos. Pero, también, la gente fallecía mucho más temprano. La expectativa de vida, particularmente de los hombres no superaba los cuarenta años. Lo que hacía que en muy pocas oportunidades lograran convivir tres generaciones de una familia. Y, cuando las había, casi nunca existía la pareja de abuelos. Había la abuela, que sobrevivía enmucho a su marido, y pasaba sus últimos años junto a uno de sus hijos y sus nietos. Así, familias numerosas y extensas existían en muy poca proporción debido a los rigores de esta peculiar demografía.
En la Colombia del siglo XVIII no existía un tipo único y perfecto de familia compuesta por abuelos, hijos y nietos. Cada casa, o mejor, cada familia, era un grupo humano, social, variado y diverso, pero reducido. Es cierto que la estructura preponderante era la de la familia nuclear, conformada por padres e hijos. Por ejemplo, éstas en Bogotá sumaban el 62%, en Medellín el 78%, en Cartagena el 60%, en Tunja el 55% y en Cali el 53%. Un grupo importante de familias lo constituían los solitarios, aquellos donde no cabía la posibilidad de reproducción. Se trataba de hermanas o hermanos solteros, o viudos, o ancianas con sus sirvientas. Estas familias oscilaban entre el 17% y el 27%. Otro tipo interesante y de alguna significación es el que muestra la convivencia de varios grupos familiares en una misma casa. Grupos que alcanzan el 12%. Y finalmente, los grupos extendidos o ampliados que en el caso excepcional de Cali llega al 17%.(9)
Ahora bien, este esquema, resulta sumamente complejo al observar con detenimiento ciertos detalles. Uno de ellos, sumamente importante, es el de que la mitad de las familias nucleares de cada ciudad estaba encabezada por una mujer. Y éstas correspondían en forma proporcionada (casi por mitad) entre madres viudas y madres solteras. El primer caso ya lo conocemos. Era el resultado de uniones con diferencias de edad notables entre hombres y mujeres, y de una expectativa de vida menor de los hombres. Sabemos también, que muchas viudas, especialmente las que heredaban patrimonio, contraían nupcias. Pero siempre había un segmento de viudas que no volvían a contraer nupcias; aunque sí podían tener nuevas uniones de las que también daban a luz otros hijos.
Pero, ¿qué hacía que entre el 20% y 25% de las madres de cada ciudad colombiana fuera soltera? Era consecuencia del complejo juego de factores e intereses que entraban en acción en cada nuevo matrimonio. Razones sociales, raciales, económicas y culturales determinaban que el matrimonio aunque era deseado y buscado por todos, no todos lo podían alcanzar. En general, las familias buscaban casar sus hijas con “los propios”, es decir con los de su misma condición. Los estudios que hemos realizado sobre los expedientes de Dispensas Eclesiásticas han mostrado en detalle esa práctica. La cual garantizaba, que al celebrarse las nupcias entre parientes y del mismo lugar, se diera continuidad al linaje (al apellido) y al patrimonio.
Sucedía también que el cortejo fue un terreno sumamente frágil para las doncellas, especialmente después de la segunda mitad del siglo XVII. Las autoridades coloniales dejaron de escuchar los reclamos por cumplimiento de palabra matrimonial de muchachas deshonradas, y en ocasiones embarazadas. Una vez perdido el honor, las muchachas veían reducidas las posibilidades de contraer nupcias en la pequeña localidad. Así, entonces, algunas aceptaban uniones con viudos envejecidos pero con patrimonio, o también, la mayoría se resignaba a uniones de hecho.(10)
Así puede observarse cómo el mestizaje colombiano, tan temprano y veloz, no se dio a través del matrimonio católico sino de la ilegitimidad. Las uniones matrimoniales fueron, en la época, en un 95% endogámicas. Es decir, casi siempre los blancos se casaron con blancas, los mestizos con mestizas, los mulatos con mulatas, los negros con negras, los esclavos con esclavas, y los indígenas con sus pares. El escaso margen exogámico ocurría entre las castas.
Al respecto, cabe anotar que el adulterio de entonces tenía una particularidad que perfectamente podríamos llamar premoderno. Normalmente se daba entre dos sujetos de desigual condición social yracial, en distinto lugar al de su residencia y entre los que intervenía una relación de dependencia. Es decir, se trataba corrientemente de hacendados, estancieros o mineros que tenían sus relaciones adúlteras con una mestiza o mulata no en la misma villa donde vivían, sino en sus propiedades rurales.
Todo esto explica que la ilegitimidad de nacimiento fuera un fenómeno crucial en las ciudades neogranadinas. Una estadística ajustada enseña que en las parroquias de las principales villas y ciudades de la época entre el 45% y el 60% de los bautizados fueran ilegítimos. Una mayoría de padre desconocido, un grupo importante de padres no casados, un grupo mucho más reducido de expósitos y unos cuantos que bien podían ser espúreos. Esa ilegitimidad, es cierto, estaba concentrada entre las castas y grupos populares, pero también alcanzaba a los grupos medios y de élite.
La ilegitimidad, aunque fue un fenómeno extendido en el siglo XVII, paradójicamente desde entonces se vivió una explosión del honor que la condenó y estigmatizó y marginó a sus miembros. Las Pragmáticas sobre Matrimonios (1776), las leyes sobre el honor y la palabra de matrimonio avivaron y respaldaron una cultura segregacionista de un carácter hasta entonces desconocido. Se aumentó la conciencia de la diferencia, y el valor social de ser blanco. Estos hechos crearon fisuras y distancias sociales que aun la sociedad colombiana no ha superado. La condición de ilegítimo fue una razón de exclusión social.(11)
Asociada a la ilegitimidad encontramos uno de los sucesos más dramáticos de la historia colonial: el abandono infantil. En Santafé de Bogotá y Tunja el 4% de los niños bautizados eran declarados como expósitos. Especialmente al amanecer, estos niños, hijos de relaciones impronunciables, eran abandonados en las puertas de las familias de prestigio o de los conventos. Algunos eran dejados en canastas de mimbre, envueltos en mantas tejidas y con un papel escrito adherido a la cabecera. Estos escritos, con muchísima frecuencia, justificaban el abandono por razones morales y pedían que “por el amor de Dios”, acogieran y dieran cobijo a la criatura. Se trata de casos de uniones clandestinas entre hombres casados, a veces prominentes, y muchachas de familias distinguidas, o más frecuentemente, de muchachas humildes. En todo caso, en el abandono infantil colonial intervenía en forma reiterada un conflicto moral, no sólo de diferencia racial o social, sino de violación de la condición matrimonial.
Otros niños, por el azar o el desespero de sus madres, eran abandonados en los caminos y en los puentes. Triste abandono que rayaba en infanticidio. La mayoría de estas criaturas fallecía por el frío o devoradas por perros y cerdos. Pocas, muy pocas veces, se salvaban recogidas por un accidental viajero. La alarma sobre estas muertes hizo que los conventos de Bogotá ofrecieran tornos a los niños expósitos. En los mismos tornos que las monjas recogían panela y encomiendas, y por los que daban limosnas a los menesterosos los días viernes, se hizo frecuente hallar bebés abandonados que lloraban desconsoladamente al amanecer. Las niñas, especialmente, crecían en los conventos, mientras que los varones eran ofrecidos por las monjas a las familias del barrio. Por fortuna, la fatalidad tenía en la caridad cristiana y en la demanda de jóvenes sus paliativos.
En Santafé de Bogotá fue fundada una Casa de Niños Expósitos en 1642, cuyos estatutos consignaban que tendría como objetivo socorrer a los niños abandonados, especialmente a los bebés. Para ello la Audiencia debía destinar una partida destinada a pagar las amas de cría que alimentarían las criaturas. Informaciones fragmentarias señalan que esta institución apenas existió, y que alguna figuración apenas empezó a tenerla en la segunda mitad del siglo XVIII. Sus escasos recursos, tal parece, no le permitían contratar amas para todos los niños que allí llegaban. También, debido al incumplimiento en los pagos, se presentaba una inestabilidad en esa maternidad sustituta, pues era bastante frecuente la devolución de los bebés. Estas y otras circunstancias hacían que la mortalidad en la institución fuera bastante elevada: del 40.5%. Siendo los bebés de menos de dos meses de vida los que más fallecían.(12)
Pero conviene tener presente que la sociedad colonial fue una sociedad de servidumbre. En la que la servidumbre indígena o esclava cumplía un papel fundamental, tanto social como simbólico. Pero también en muchos casos los muchachos recogidos y entenados de ambos sexos cumplían un rol significativo de la casa. En cada casa de clase alta o media había uno o varios niños expósitos o entenados que crecían junto a los demás, y ayudaban trayendo agua y leña. Para muchas ancianas y viudas eran su única compañía. Comerciantes que iban de ciudad en ciudad, cargando sus fardos, apreciaban el trabajo y la compañía de estos muchachos. Tenderos que requerían el servicio y la ayuda constante en sus tareas encontraban en ellos sus mejores asistentes y aliados. En ocasiones, los sentimientos desarrollados hacia estos niños eran tan intensos que resultan conmovedores. Innumerables testamentos cuentan cómo niños que fueron recogidos y que crecieron en la casa, llegaron a convertirse en personas afectivamente imprescindibles para sus “padres”. Las casas del pasado requerían de muchos brazos. A la vez, a diferencia del presente, en ellas cabían y comían muchos. La relación de adopción más generalizada en la época no establecía compromisos legales. Básicamente era una relación que obligaba al muchacho a guardar lealtad y fidelidad a sus señores, y a éstos a proveer cobijo y alimentos a los recogidos y entenados. Como bien lo expresaba un vecino que solicitaba un muchacho de la Casa de Niños Expósitos:
Señor Corregidor
D. José Belber del batallón de defensores de la Patria ante v.s. como más haya lugar en derecho, parezco y con el debido respeto digo: que necesitando ya en razón de mi empleo, y ya para el servicio de mi familia, un muchacho, y considerando que al intento lo podría encontrar en el hospicio, pasé a este con orden de v.s. a escogerlo, lo que verifiqué en el muchacho llamado Salvador Manuel de edad de nueve años según aparece en la razón dada por el mayordomo que con la debida solemnidad presento... En esta virtud ocurro a v.s. Suplicando se digne mandar se me entregue el expresado muchacho para los fines indicados, respecto a no intervenir inconveniente alguno...
La anterior solicitud, hecha en 1814, en plena época revolucionaria, fue respondida positivamente así: “siempre que el capitán José Belber se constituya en la obligación de educar cristianamente al expósito que solicita, de enseñarle a leer, escribir y contar, y algún oficio de menestral con que en todo tiempo pueda ser un miembro útil a la sociedad y asimismo de imprimirle sentimientos de honor, hombría de bien, amor e interés a la Patria, y a la justa causa que defiende contra la tiranía española...”
LOS INNOMBRABLES DE LA REPÚBLICA
Como todas la guerras, la de la Independencia y las distintas guerras civiles del siglo XIX tuvieron un impacto en la familia. Aunque no contamos con una cifra, siquiera aproximada, de cuántos soldadosperdieron su vida en los campos, es factible imaginar que ésta alcanzó a varios cientos de miles. Es decir, entre el 5% y el 10% de la población colombiana sucumbió en cada una de las diez confrontaciones civiles del siglo XIX. Sólo por vía de ejemplo, se dice que en la guerra de los Mil Días (1900-1902) fallecieron 100.000 personas, cuando el país tenía 4 millones de habitantes. La mayoría eran jóvenes, casi adolescentes, que voluntariamente o forzadamente abrazaron la causa patriota; pero también otros tantos que engrosaron los ejércitos realistas. No pocos de los llamados “héroes de la Independencia” y de las guerras civiles abandonaron sus casas siendo aun adolescentes. José María Córdoba, Atanasio Girardot y José Hilario López, tomaron las armas cuando aún no habían cumplido los diecisiete años.(13)
Si bien la mayoría de los soldados de los ejércitos del siglo XIX eran hombres solteros, muchos eran padres y esposos. Es cierto que había una preferencia por los jóvenes y solteros, pero en los momentos agudos de la guerra, las levas incorporaban sin mayor discriminación a solteros y casados, a jóvenes y mayores. Tanto por las circunstancias violentas de las guerras, como por las motivaciones ideológicas, muchos hombres se veían obligados a abandonar a sus mujeres y sus hijos para incorporarse a los ejércitos. El propio Joaquín Posada Gutiérrez, eximio militar se quejaba: “En otros tiempos, bajo la Colonia, las leyes exceptuaban del servicio militar al hijo único de la viuda o de los padres ancianos, al hombre casado, esto es, al padre de familia, a los de complexión delicada... y las leyes se cumplían. Ahora también hay infinitas garantías escritas en las constituciones y las leyes, y escritas se quedan, porque “las constituciones son libres y las leyes son papeles”.(14) Asimismo, la irracionalidad de la guerra llevaba a la separación de los seres queridos. El viajero Rothlisberger, llegó a considerar que la gente iba a la guerra más por rencor y venganza, que por ideas políticas. “A éste –dice- le han matado el padre, al de más allá se le llevaron un hermano, a un tercero le ultrajaron la madre y hermanas; en la próxima revolución han de vengar las afrentas”. Así, no fue extraño que en una casa llegaran a velarse, en una misma noche, los cuerpos difuntos del padre y varios de sus hijos, que habían partido a la guerra.(15)
Son completamente imaginables los efectos desgarradores que tales separaciones tuvieron sobre los hogares. El mismo Joaquín Posada, ofrece una descripción dramática de las levas de reclutas y voluntarios: “...alcaldes y esbirros se distribuyen a cazar hombres, usando de los medios más violentos e irritantes para llenar el contingente pedido con los pobres que no tienen algunos pesos que dar al bárbaro reclutador. Así se forma la ensarta de infelices, que amarrados cual malhechores son conducidos a varazos a los puntos designados, y sus padres o esposas, o hijos, detrás con semblante desgarrador, trémulos, llorosos, espantados, les acompañan hasta que los ven entrar al cuartel a empujones”.(16) Las levas dejaban como resultado la muerte de seres queridos, pero también, lisiados y marginados. Muchos de los veteranos de las guerras eran personas que bien podían mostrar en sus cuerpos la dureza de las batallas. Hombres sin una pierna, un brazo o un ojo, en cada población mantenían el recuerdo de la guerra. También se sabe de los que caían en el alcoholismo sin poderse recuperar. Aún así, el efecto más devastador sobre los hogares era su empobrecimiento. No sólo se perdían los varones que daban el sustento, también la economía de cada región se desplomaba. Las tiendas se vaciaban y la gente se veía precisada a convertir su patio en huertas para alimentarse. Los ejércitos lo consumían todo a su paso, con o sin permiso. Se dice que cuando en un pueblo sonaban los clarines de la guerra, inmediatamente se asociaban a años de penurias. Pequeños y grandes patrimonios familiares fueron devorados por las guerras, destruyendo el ahorro de generaciones.
Recientemente, la historiadora Aída Martínez ha resaltado el papel que jugaron las mujeres en las contiendas civiles del siglo xix, especialmente en la de los Mil Días (1900-1902). En las guerras de Independencia era corriente que grupos de mujeres acompañaran los ejércitos. Cargando hijos, ollas y provisiones, las mujeres eran indispensables en los ejércitos. Cocinaban, curaban heridos, limpiaban armas, pasaban municiones clandestinamente, hacían espionaje y cultivaban pasiones amorosas.(17) Otras empuñaron las armas, como la afamada María Martínez de Nisser, que además escribió un diario sobre la guerra de Los Supremos (1839-1841), o Dolores, la temida negra caucana, que llegó hasta Bogotá enrolada en los ejércitos del general Mosquera en 1863. En la guerra de los Mil Días las mujeres se enrolaron como milicianas, y en el curso de los sucesos recibieron distinciones y ascensos. El desempeño militar de las mujeres de finales del siglo xix fue consecuencia de su politización e idealismo partidista. La memoria de Teresa Otálora, modesta mujer que se incorporó a los ejércitos rebeldes en Choachí y recorrió todo el centro del país, resulta más que reveladora de la presencia femenina en la guerra. Así dice en uno de sus apartes: “Agosto de 1900. Mi hijo nació en Dolores, Departamento del Tolima, sin tenerle más lecho que una fina almohadita, sin más compañía que el alba de la mañana y el risueño día, en donde yo podía contemplar y sonreír viendo a mi recién nacido mecido por el silbido de las balas y el tropel de los caballos mientras esperaba el triunfo o la derrota”.(18)
Más allá de la carga emotiva de estos relatos, convendría preguntarnos qué efectos tuvieron las guerras sobre la estructura y la vidafamiliar de la época. Con seguridad, hubo un notable aumento de la viudez femenina en las regiones donde se concentraban las levas y las confrontaciones. La partida a la guerra de tanto joven, dejaba solteras a las novias que esperaban su regreso y a las muchachas que estaban próximas a casar. Las familias veían reducir el número de sus hijos, especialmente de los varones; como también muchos niños quedaron huérfanos. Ahora, es probable que las guerras hicieran que las familias afectadas se reunieran a vivir de nuevo, temporal o definitivamente. Es conocido que las viudas con sus hijos volvían a casa de sus padres o iban a la de alguna hermana que no había sufrido sus infortunios. Con todo, es difícil saber si las guerras alteraron los patrones duraderos de la vida familiar. Es probable que el romanticismo afectivo, tan presente en la correspondencia entre los esposos y los hermanos, hubiera tenido origen, entre otras razones en los dramas de la guerra y en la fragilidad de la existencia.
LA FIGURA FEMENINA: DE HEROÍNA A MADRE HOGAREÑA
La revolución de Independencia y las guerras civiles exaltaron la figura del héroe y su sacrificio. La Patria y la República fueron representadas en imágenes y emblemas diversos, algunos que integraban elementos del escudo, como el águila y el gorro frigio, y la figura de los héroes. Entre éstos la que más tuvo figuración fue la de Bolívar. Pero, probablemente, como una adaptación de la figura francesa de Mariana, y como un recurso alegórico en las conmemoraciones del 20 de Julio, la imagen de la Patria y la República empezó a ser representada por una mujer. La Patria victoriosa era una mujer, algunas veces blanca, con plumas en la cabeza, que iza el tricolor nacional. Estas imágenes tuvieron difusión en diarios, revistas, sellos y desfiles de fines del siglo XIX y comienzos del XX. No obstante, la imagen de la Patria encarnada por una mujer, nunca desplazó, ni extinguió, la del héroe masculino, pero sí dobló su significado. Las heroínas, que fueron parte importante de la revolución, no se convirtieron en tema iconográfico hasta muy avanzado el siglo. Como el de “la Pola”, quien fuera fusilada por la espalda, acusada de traición por los españoles. Con todo, como lo han señalado estudios recientes, la introducción de figuras femeninas en el imaginario republicano fue muy tímida.
La imagen más fuerte y duradera, que se conformó especialmente en la segunda mitad del siglo XIX y con plena vigencia en el país hasta 1960, fue la de la madre devota y abnegada.(19) El triunfo político del conservatismo, su poder hegemónico sobre las instituciones por cerca de cincuenta años continuos, el fortalecimiento de la Iglesia y la firma del Concordato entre el Estado y el papado en 1886, que definieron la religión como la oficial y única, trazaron el sendero para la afirmación de valores tradicionales en la cultura y mentalidad colombianas. La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854 marcó el inició de la devoción mariana, culto que tuvo enorme difusión y arraigo en Colombia. El mensaje mariano equiparó a la madre ideal con los valores de pureza, abnegación y sacrificio que encarna la Virgen María.
La madre idealizada llegó a ser un verdadero icono de la época. Su función social y política es evidente. A través del pulpito, la confesión, la formación de congregaciones e innumerables publicaciones, la Iglesia desarrolló una actividad misionera de enormes proporciones, que siempre tuvo como centro la exaltación de la madre. El entusiasmo y persistencia en esta campaña mostrados por los religiosos hace recordar las campañas de evangelización del siglo XVI. Pero la Iglesia no fue la única comprometida en este acometido; los políticos, pedagogos, moralistas y literatos de la época reprodujeron al unísono el pensamiento tomista sobre la mujer. Los discursos dados en plazas y recintos públicos, los panfletos, los cuentos y parábolas repetidas en los diarios y gacetas, y las catilinarias del aula de clase, insistían en que el comportamiento de la mujer, la buena mujer era ser discreta, respetuosa, callada, tanto como hija, como esposa y como madre. Como esposa y madre, su lugar era la casa y sus actividades las de la administración y vela del hogar. Era por quien el hogar era un lugar puro y de formación de buenos ciudadanos. Razón que justificó la adaptación de la festividad francesa del “día de la madre” en el mes de mayo.
Es decir, la sociedad decimonónica descansó en el hogar y en la figura de la madre el destino de la sociedad. No resulta extraño entonces que este arquetipo se pusiera en contravía de las nuevas realidades sociales y económicas. Cuando empezó a ocurrir la demanda de trabajo femenino por las empresas fabriles y manufactureras, surgió la oposición a que fueran empleadas las mujeres casadas. Contratar mujeres casadas sería –decían– la ruina de las familias. Sus argumentos e influencias fueron tales que hicieron que la incorporación de la mujer al trabajo y la aceptación del trabajo por parte de los maridos fueran hechos demasiado tardíos en Colombia. Ambos posteriores a 1960.
Distintos estudios realizados sobre el período 1880-1930, época que podemos llamar de tránsito de una sociedad pastoril y agraria a una sociedad urbana y manufacturera, describen los quebrantos que padecieron los sectores populares. Es, a la vez, una paradoja que el impulso modernizador del país se diera acompañado de una ideología tradicionalista en la definición de la mujer y la familia. La legislación sólo reconocía la familia constituida por el matrimonio católico, las filiaciones que nacían de éste, y valoraba a las mujeres que vivían bajo la tutela de su padre o su marido. Pero ciudades como Bogotá, Medellín y Barranquilla ofrecían situaciones muy distintas. Los enormes contingentes de mujeres que llegaban a ellas no hallaban empleo fácilmente. El que más a la mano encontraban era el doméstico, que en apariencia daba seguridad, pero siempre estaba lleno de incertidumbres. Los otros fueron trabajos artesanales y de servicios. Mas la prostitución y la pequeña delincuencia fueron alternativas demasiado corrientes, y los esfuerzos de distintas hermandades y sociedades mutuales por incorporarlas al trabajo fabril eran intentos llenos de buena voluntad pero limitados.
La ilegitimidad de unión y nacimiento continuó mostrando cifras demasiado elevadas durante este período. El amancebamiento y el concubinato tenían profundo arraigo especialmente entre los sectores populares. En éstos, el matrimonio católico era, en cierto sentido, una legalización de uniones de hecho. El 75% de las razones expuestas en las 1858 actas matrimoniales tramitadas en la parroquia Las Aguas de Bogotá, entre 1908 y 1939, señalan la vergüenza al concubinato como su principal motivación. Es decir, que se trataba de parejas que buscaban legitimar una unión y una prole, en ocasiones con bastante premura. Sólo el 20% confesaron haberse preparado conscientemente y cumpliendo todos los requisitos de las nupcias católicas. Igualmente, en el conjunto de las parroquias de la capital las actas bautismales registran una ilegitimidad de nacimiento que oscilaba entre el 47% y el 54% entre 1880 y 1910. Fue después de 1930 cuando ésta descendió al 30%; cifra que constituye el mayor éxito alcanzado por la iglesia en la catolización de las parejas colombianas.(20)
Colombia ingresó al siglo XX arrastrando uno de los lastres que más la agobiaron a lo largo de ese siglo, la desprotección de los niños de las grandes ciudades. Ya en los años setenta del siglo XIX el crítico social Miguel Samper, en su célebre obra La Miseria en Bogotá, había denunciado la proliferación de niños callejeros, a los que llamaban “chinos”. Con el tiempo, especialmente en Bogotá, se los llamaría “gamines”. Eran una secuela de los malestares sociales de la época, pero también de la ausencia de legislaciones que obligaran a una paternidad responsable. Llama la atención que el niño de la calle surgiera en la misma época en la que el poeta Rafael Pombo les componía las más tiernas canciones. La situación se agravó cuando el crecimiento de la población urbana, por los años treinta, se notó especialmente en el sorprendente aumento de los menores de 15 años. La mayoría de estos niños pertenecían a las familias más pobres de la ciudad, recién llegadas del campo. Muchos de los cuales inundaron las calles de las ciudades, ofreciendo diversos servicios: vendían periódicos, lustraban zapatos, etc. Pero también muchas empresas los empleaban, como las minas de carbón y los clásicos “chircales”. El hecho es que el Estado careció de un verdadero proyecto de auxilio a seres tan vulnerables. Durante mucho tiempo sus asuntos fueron vistos como un problema policial, que se resolvía en un correccional. Sólo al finalizar el siglo se crearon instituciones con presupuestos para paliar sus problemas, aunque siempre de alcance parcial.
MARCELA BUSCA SU NOMBRE
Tardía y presurosa la legislación colombiana buscó en las últimas dos décadas ajustarse a los grandes cambios ocurridos en la formación de las parejas y en la familia. Legisló el matrimonio civil y aprobó el divorcio, reconoció las parejas de hecho y dio iguales derechos a los hijos naturales. Esta era una respuesta a la cultura consolidada de la unión de hecho, a las separaciones sin trámite y a la desprotección de las mujeres y los hijos en estas uniones. Igualmente el Estado endureció las leyes que obligan la paternidad responsable. No obstante estas normas los cambios operados en la cultura de abandono e irresponsabilidad sobre los hijos y las familias ha sido muy leve. Se observa sí, que la difusión y educación sobre los derechos han convertido los Juzgados de Familia y los Centros de Conciliación en lugares de debate y discusión sobre los valores y las obligaciones.
En 1968 fue creado el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), destinado principalmente a socorrer la niñez desamparada. La violencia política vivida por el país en la década del cincuenta y primeros años del sesenta expulsó de los campos nuevos contingentes de campesinos. De nuevo el desarraigo, marginación y orfandad se notó principalmente en el aumento de la prostitución y de los niños abandonados en las ciudades. Poco a poco y con presupuestos siempre precarios el ICBF creó centros de atención y de auxilio alimentario en todo el país; como también, un programa de adopción de niños abandonados. Hoy, tras 35 años de aplicación del sistema de adopción cabe, para terminar, realizar algunas observaciones.
Tal vez fue el General inglés John Potter Hamilton quien primero adoptó un niño colombiano, pues en el temprano año de 1825 tomó un niño de Popayán y lo llevó a vivir consigo a Inglaterra. Según dice en sus memorias, en su recorrido por los pueblos pensó en adoptar un niño indígena que fuera su sirviente. Mas pronto descubrió que un indígena no serviría, pues “Los indios aman la soledad de sus montañas y profesan verdadera aversión al movimiento bullicioso de las ciudades”. Semanas después, cuando ya se preparaba a partir para Inglaterra, un muchacho mestizo de nombre Joaquín, se le presentó y le dijo que estaba presto a viajar con él. Dándole como razón el que en su casa lo trataban muy mal desde que su madre viuda había casado con otro hombre. Entonces Joaquín tenía 11 años, sobre el que tiempo después diría el General: “Joaquín vive ahora conmigo en Inglaterra,ha resultado un chico excelente y habla inglés a maravilla. Su aspecto es inteligente y agradable, con los ojos grandes y negros del indígena y la regularidad de facciones del europeo”. (21)
Colombia en las últimas tres décadas ha participado de un mercado mundial de adopción, lamentablemente no como receptor sino como proveedor de niños. Las estadísticas provisionales que hemos elaborado nos permiten estimar que entre los años 1970 y 2002, anualmente se dieron en adopción entre 1.500 y 2.500 niños. El destino de estos niños ha variado en razón de ciertos valores, especialmente ideológicos, religiosos y culturales. En los años setenta era perceptible en los adoptantes franceses, belgas y alemanes un claro sentimiento de solidaridad con América Latina. Después, un cierto desplazamiento hacia países como Inglaterra, Estados Unidos, Escocia, Holanda y Suecia, permitieron observar sentimientos religiosos, especialmente de caridad cristiana. Y en la última década, no cabe duda, razones culturales más complejas han vinculado a solicitantes españoles, italianos, daneses, australianos y suizos.
El sistema de adopción establecido por el icbf es, contrario a lo que corrientemente ocurre con los organismos estatales, riguroso y cuidadoso.22 Los distintos pasos seguidos en la declaratoria de abandono del niño, como del acopio de información y cumplimiento de requisitos de los adoptantes, conforman un proceso controlado. No obstante, el ser compartido con instituciones privadas, aunque reguladas por el icbf, hace que el sistema global de adopción ofrezca distorsiones. El 40% de los niños adoptados es recibido por padres colombianos y el otro 60% por extranjeros de diversas nacionalidades. Sin embargo, la mayor parte de los niños adoptados por extranjeros son tramitados ante las instituciones privadas y no ante el icbf. Sin embargo, uno de los principales problemas que vive el sistema es el crecido número de niños reportados como “especiales”, que no encuentran padre y que permanecen en el icbf. Se trata de grupos de hermanos, niños mayores de siete años, niños con alguna discapacidad física o sensorial, o que pertenecen a un grupo étnico.
El abandono infantil en Colombia, según las mismas fuentes del icbf, sigue de cerca el drama de la guerra. Son aquellas regiones donde la confrontación armada ha sido continua y crítica donde se presenta el mayor volumen de abandonos. Esto es tan claro que es en estas zonas donde más aparecen dados en adopción grupos de hermanos, familias que han perdido a los mayores. De allí que el reclamo de muchos de que el programa más que orientarse a canalizar y gestionar la adopción debería centrarse en prevenir y disuadir el abandono encuentra su revés. Mientras tanto esta experiencia histórica de adopción tan extendida y compleja clama su comprensión. Por lo pronto, más que teorías generales, resultan bastante provechosas las lecturas de los expedientes testimoniales de los adoptados sobre su propia experiencia vital.23 Felices y tristes como la vida misma, las historias de la adopción nos enseñan que mucho tienen que ver los medios familiares donde se crece, el amor y el afecto, el respeto y la edad a la que se es adoptado. Aunque un punto crítico parecerían vivir los niños negros adoptados que crecen en un hogar europeo; danés por ejemplo. El descubrimiento de la diferencia y el extrañamiento del medio son momentos difíciles. Como lo confiesa Marcela, una niña del Pacífico colombiano criada en un hogar de profesionales danés. Comprender su diferencia la llevó a estudiar Sicología en Oxford y a entregarse a estudiar la experiencia de adopción de niños como ella. Obsesionada con conocer a su madre, síndrome corriente en el adoptado, logró encontrarla en Los Ángeles. Después de muchos intentos, de promesas incumplidas, de noches de desvelo, asustadasmadre e hija lograron encontrarse frente a frente en un café. La primera sorpresa de Marcela fue descubrir que su madre era rubia, bien distinta a ella. La segunda, que su madre también había sido abandonada a los cuatro años. Hablaron toda una tarde y prometieron una visita de su madre. Un mes después su madre viajó de Los Ángeles a Dinamarca, donde conoció sus nietos, su yerno, y los padres –que Dios había dado para su hija (así los definió la misma Marcela). Alegre y excepcional testimonio de estos hijos del Apocalipsis.
NOTAS
1 Una primera versión de este artículo apareció en Mujeres, familia y sociedad en la historia de América Latina, siglos xvi-xxi, Scarlett Ophelan y Margarita Zegarra (coords), Lima, Instituto Riva Agüero, 2006, pp. 57-76.
2 Serge Gruzinski y Carmen Bernand, “Los hijos del Apocalipsis: la familia en Mesoamérica y en los Andes”, en André Burguiére, Christiane Klapish-Zuber, Martine Segalen y Françoise Zonabend, Historia de la Familia, vol. 2, pp. 163-216. Madrid, Alianza Editorial, 1988.
3 Los comentarios que siguen los realizo a partir de la valiosa información contenida en varios libros de José Ignacio Avellaneda: La expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada al mar del sur y la creación del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Banco de la República, 1995; La expedición de Sebastián de Belalcázar al mar del norte y su llegada al Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Banco de la República, 1992; La expedición de Alonso Luis de Lugo al Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Banco de la República, 1994.
4 Este fenómeno puede verse en detalle en Germán Colmenares, Historia social y económica de Colombia, 1537-1719. Varias ediciones.
5 En Julián Vargas, La sociedad de Santafé colonial, Bogotá, Cinep, 1990, pp. 150-151.
6 Ibid.
7 Ver Pablo Rodríguez (ed.), Testamentos indígenas de Santafé de Bogotá, siglos xvi-xvii. Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2002.
8 Ver Pablo Rodríguez, “El mundo colonial y las mujeres”, en Las Mujeres en la Historia de Colombia, vol. 2, Bogotá, Presidencia de la República, 1995.
9 Al respecto ver Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, siglo xviii, Bogotá, Editorial Ariel, 1996.
10 Ver Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, Bogotá, Fundación Simón y Lola Guberek, 1991.
11 Ver Guiomar Dueñas, Los hijos del pecado. Ilegimidad y vida familiar en la Santafé de Bogotá colonial, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1997.
12 María Imelda Ramírez, Las mujeres y la sociedad colonial de Santafé de Bogotá, 1750-1810. Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000.
13 Al respecto ver el importante anexo documental que Alvaro Tirado elaboró para su libro Aspectos de las guerras civiles en Colombia, Bogotá, Biblioteca Básica de Colcultura, 1977.
14 Joaquín Posada Gutiérrez, citado por A. Tirado, op. cit. p. 41.
15 Ernst Röthlisberger, El Dorado [1897, 1ª. Ed.], Bogotá, Banco de la República, 1993, p. 400.
16 Citado por Álvaro Tirado, op. cit., p. 40.
17 Aída Martínez, La guerra de los Mil Días: testimonios de sus protagonistas, Bogotá, Planeta, 1999.
18 Aída Martínez “Las capitanas de la Guerra de los Mil Días: participación de las mujeres en la guerra y apasionado testimonio de una de ellas”, Credencial-Historia, 121, Bogotá, enero de 2000, pp. 8-11.
19 Al respecto ver: Patricia Londoño, “El ideal femenino del siglo xix en Colombia”, en Las mujeres en la historia de Colombia, vol. 3. Bogotá: Presidencia de la República, 1995. Susy Bermúdez, “Familia y hogares en Colombia durante el siglo xix y comienzos del xx”, en Ibid, vol. 2. Y Aída Martínez, “Mujeres y familia en el siglo xix”, en Ibid., vol. 2.
20 Miguel Ángel Urrego, Sexualidad, matrimonio y familia en Bogotá, 1880-1930, Bogotá, Editorial Ariel, 1997. También, Catalina Reyes, La vida cotidiana en Medellín, 1890-1930. Bogotá, Colcultura, 1996; Rafaela Vos Obeso, Mujer, cultura y sociedad en Barranquilla, 1900-1930, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 1999.
21 John Potter Hamilton, Viajes por el interior de las Provincias de Colombia, Bogotá, Biblioteca v Centenario Colcultura, 1993.
22 Un detallado examen del sistema de adopción del icbf en el último quinquenio del siglo XX puede verse en la tesis de maestría “El Programa de Adopción en Colombia”, de Salomé Vélez Mejía. Maestría en Estudios de Familia, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2003.
23 El ICBF posee un valioso archivo, no clasificado y de lectura reservada, de testimonios de adoptantes y adoptados.
Pablo Rodríguez, “Iluminando Sombras”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 215-244.