Mauricio Contreras

Los ejércitos o el tiempo para transformar nuestra catástrofe en conocimiento

 



 

Cuando Luciano de Samosata, en el siglo II D.C., en una Roma aquejada por la falta de sentido del humor, sustenta su derecho a escribir una Historia verdadera en el uso de la imaginación desmesurada que campea en las obras de Homero, “…su guía y maestro en esta especie de charlatanería es el Ulises de Homero…”, no hace más que un sarcástico guiño a la tentativa inaugurada por Aristóteles en su Poética, a propósito de las inasibles relaciones entre poiesis y realidad, al introducir el concepto de mimesis como fundamento de su teoría de la representación y de los estatutos de verosimilitud de la fábula. Polémica que hace parte de la historia de la literatura y que comporta numerosos interrogantes siempre vigentes. Luciano opta por la vía irónica y declara:

“Por eso mismo, aspirando yo también por ambición a dejar alguna obra a la posteridad, y para no ser el único que no hubiese aprovechado la libertad de inventar historias, puesto que no podía contar ninguna verdadera decidí recurrir al engaño pero con más honradez que los demás. Una sola verdad diré: que digo mentiras… por tanto mis lectores no deben otorgarme ningún crédito”.

Polémica ésta, la de la ficción o la mentira, que se extiende desde entonces y que ha dado lugar a numerosas escuelas, obras y encendidos debates y que, quizás, es fundamental para la literatura contemporánea, toda vez que una de sus características es la pregunta por su esencia, por su función en la sociedad, por los regímenes que la constituyen.
Cervantes, en El Quijote, desarrolla, desde el ejercicio de la escritura, un planteamiento, fundamental para la tradición occidental, sustentado en el humor paradójico: escribir una novela realista, de caballería, que desenmascare los ficticio de las novelas de caballería. Allí, dos personajes encarnan esta ambigüedad: lo ideal, como algo que se sitúa fuera de la realidad constituyéndose en paradigma, en arquetipo a lograr, que es inútil puesto que se desentiende de la misma, que busca trascenderla; y lo real, como aquello “que tiene los pies sobre la tierra”, que atiende las preocupaciones más inmediatas, que ve molinos de viento donde hay molinos de viento. Cuestionamiento que más tarde la lingüística y la filosofía abordarán como problema del lenguaje frente a la representación de lo real, de la palabra frente a lo que designa ¿Pero acaso alguien puede considerar realista, sensato, a un hombre que como Sancho Panza abandona la tranquilidad de su granja para correr detrás de un “loco” que le promete algo inasible? Ya lo dijo Kafka, con una sonrisita perversa: el problema de Don Quijote, ¿el realista?, no es lo ficticio sino Sancho Panza.
Si echamos mano de la clasificación asumida por Foucault cuando afirma que “en toda obra con forma de relato hay que distinguir entre fábula y ficción. Fábula es lo que se cuenta y ficción es el régimen del relato, o mejor dicho, los diversos regímenes según los que es ‘relatado’, la trama de relaciones establecidas a través del discurso mismo, entre el que habla y de aquello que habla”, diré que lo que se narra en la novela son unos hechos y personajes que tienen su correspondencia en una “realidad” y en un “presente” histórico y social, en un pueblo de un país reconocible como Colombia: es la encrucijada de los realismos, donde inscribo la lectura de la novela Los ejércitos, del escritor Evelio José Rosero, ganadora del Premio Tusquets Editores de Novela-2006.
Ismael es un profesor jubilado que apacienta su vejez ejerciendo un descarado ritual voyeurista: vigilar, desde lo alto de una escalera, a su vecina Geraldina, quien se pasea desnuda entre carcajadas de guacamayas, en el patio de su casa, la cual colinda con la del profesor, donde éste, a diario, recoge naranjas. Este mirar, contemplar, ejercicio voyeurista, que parece destinado a paliar sus años de vejez inactiva se ve alterado, de pronto, por algunos sucesos exteriores a este idílico atardecer: la paulatina desaparición de personas del pueblo, incluida su esposa Otilia, como resultado de la presencia de ejércitos en disputa; hechos que empiezan a deteriorar la vida cotidiana, “normal”, de los habitantes del pueblo de San José. Lentamente, el miedo se va instalando en los patios, calles, plazas así como en la intimidad, anegando las vidas de los habitantes de este pueblo que ahora se ven enfrentados a lo inexorable de un destino impuesto por la guerra que, como un sordo rumor, se presagia, se intuye, se apodera sin que sea declarada, siquiera.
En la travesía de la lectura acometemos una pregunta: ¿cómo, la narración de unos hechos que ocurren en un pueblo azotado por el miedo, la guerra, las desapariciones, el desplazamiento, hechos que son transmitidos, a diario y hasta la saciedad, por los medios de comunicación, se constituye en una obra literaria que trasciende la mera relación cronológica o el encendido alegato social? Pregunta que cobra mayor interés si echamos una mirada a la producción literaria de Colombia, en los últimos años, en la que encontramos cantidad de libros que abordan esta tentativa y que, a lo más, llegan a ser testimonios sociológicos, manifiestos ideológicos, o impúdica exhibición de las llagas para festín de lectores de literatura de carroña. Para intentar responder esta pregunta, señalemos algunas de las estrategias que constituyen la ficción en la novela de Rosero.
En primer lugar es necesario destacar la “mirada”, la experiencia de lo visual y sus metáforas, como uno de los elementos fundamentales que soportan esta narrativa. Una mirada diferente a la minuciosa y fotográfica del nouveau roman, y más cercana a esa mirada que confunde memoria e historia en la tradición de Pedro Páramo, de El coronel no tiene quien le escriba, que indagan cómo el lenguaje afecta a la historia; una mirada que erotiza la fábula y sus estatutos de ficción.
En Los ejércitos, así como en sus obras anteriores, Rosero privilegia la mirada, la experiencia visual de los personajes, como elemento fundamental en la elaboración y narración del mundo, del universo que habitan. Ya en Mateo solo, una de las primeras novelas de Evelio Rosero, la relación del personaje Mateo, un niño preso en su casa, se construye mediante la mirada a través de la ventana hacia al exterior, sobre la cual se encabalga el relato de su alucinante encierro. Igualmente, la confrontación con las miradas de su hermana, su tía y la criada, quienes lo ven como una alucinación, en “un gato”, le permiten mantener el anhelo de identidad mediante la preparación de su fuga.
También en Juliana los mira, la experiencia visual de una niña construye el mundo de los adultos, de la familia, que, si bien cotidiano e íntimo, resulta tan desconocido y a veces tan brutal cuando se lo mira de frente con la ingenuidad y/o perversidad infantiles. Aquí, el espacio que delimita esa mirada es un espacio cerrado: la casa de la familia. Podríamos expresar esto en la ecuación: Juliana los mira=Juliana los construye. Es decir, una mirada que altera el objeto de la visión, entonces ¿de qué realismo podríamos hablar? Es en esta novela donde el escritor, por primera vez, toca el tema del secuestro, el cual es vislumbrado como una amenaza permanente y una justificación para el encierro de su personaje Juliana. Más adelante, Evelio Rosero volverá sobre este tema del secuestro en la novela En el lejero.
Los ejércitos es una narración de visiones, de imágenes alucinantes y sonámbulas, reforzadas por las voces, por “el habla popular”, mediante una minuciosa descripción, no de pensamientos, ni de ideologías, ni de exhaustivos rasgos de carácter o de aspectos; descripción que no es reproducción sino más bien proyecto meticuloso que permite encajar, ensamblar ese desbarajuste de miradas, lenguajes, voces, que constituyen la materia prima de la fábula que se narra, logrando eso que pedía Italo Calvino a la novela moderna: la exactitud y la multiplicidad de la descripción como antídoto contra la vaguedad, tan abundante en la literatura.
Los otros personajes son “mirados”, vistos, puestos en escena, prescindiendo de la pantalla mediática que los inmoviliza, que los aparta de su entorno al ser tratados como mera información. Recordemos que el tratamiento mediático de los hechos de la realidad los modifica según los intereses de los medios, volviéndolos asépticos, o parcializando sus gestos, sus lenguajes, convirtiéndolos en imágenes fijas, efímeras y sobrecodificadas por la noticia de que son sujetos pasivos, sin voz propia.
En alguna entrevista, el autor declara “no ser mediático”. Esta mirada que, sin dejar de oír, pasa de una mirada vouyerista, al inicio de la novela, a una mirada sonámbula, alucinada, entre la locura y la muerte, sin el menor asomo de deseo, al final de la misma, es la que enlaza y sustenta esta historia. Un mirar ya sin reconocimiento que difumina los débiles bordes entre la realidad y la locura permite al personaje deambular por las calles entre el desconcierto general, por las casas abandonadas y entre voces que logra articular en su narración delirante. Éstas no son voces individuales, son rumores, enunciaciones colectivas, balbuceos, silencios más que diálogos; son mínimos los códigos que acercan a los habitantes del pueblo de San José, protagonistas de la catástrofe; es la experiencia de lo indecible, que conduce a este fatalismo sin lucha, pues el enemigo, los ejércitos, se reproduce como las cabezas de un monstruo homérico.
El libro inicia con Ismael practicando un descarado vouyerismo con su vecina quien, tácitamente, lo permite, al igual que su mujer que lo perdona sin terminar de preocuparse por tan perversa costumbre. Termina con la escena en la que Ismael tiene que ver, ser testigo ocular, de la violación múltiple de un cadáver por parte de hombres uniformados y armados: este tránsito de la esfera individual del deseo al contexto atroz de la guerra da cuenta de la transformación del personaje narrador, Ismael, así como de lo narrado.
Esta estrategia de hilar la narración mediante la mirada, escenas que son narradas por el protagonista, le permite al autor acercarse a la experiencia más íntima, no mediatizada, de las víctimas en su cotidianidad, más allá del tratamiento perverso de los medios o de una literatura que encuentra en la exaltación de lo peor de estas guerras un componente del éxito de ventas, patrocinada por editoriales que hacen del sicariato, la prostitución y lo escatológico su coto de caza, sus éxitos de ventas.
Esta estrategia urdida con las experiencias visuales del personaje narrador, se traduce en una narración que no es lineal, que no es una relación cronológica de acontecimientos, sino que avanza en espiral, hacia arriba, hacia abajo, en círculos concéntricos, generando una densidad visual-temporal de los bloques o párrafos que la constituyen y que se despliega en toda su polifonía y poliescopía a medida que se avanza en la lectura.
Valga aquí introducir otro elemento para destacar de esta novela: lo que predomina no es una historia espectacular, bien sea de heroísmo, o epopeya o novela de viajes o aventuras. Lo que se impone es la creación de ambientes que en su composición testimonian una sintaxis prolija, en la que se mezclan elementos realistas, voces, imágenes con sus correlatos metafóricos, logrando así crear un movimiento que origina series incesantes de círculos concéntricos; un movimiento aparente es lo que percibimos superficialmente, un desmantelamiento de las apariencias, de la normalidad de un pueblo donde no ocurre nada. Es la narración de una pesadilla dentro de otras pesadillas. Historias que permanecen ocultas para los personajes, estupefactos ante lo que sucede sordamente:

Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes, sin distinguir a qué ejércitos pertenecen…

Vale recordar a Rulfo cuando escribe una oralidad múltiple desde esa otra orilla, desde ese camposanto rural en el que escuchamos los murmullos de los muertos, memorias que se convierten en la única historia: la de nuestros ancestros, la de nuestros pueblos. Sin embargo, en la novela de Evelio Rosero, nada menos didáctica y más alejada de cualquier realismo chato, escuchamos, de manera angustiada, los murmullos de los vivos que huyen de la muerte, que la esperan sin esperanza, que la sufren en la agonía del desaparecimiento y que se convierte en la única promesa de diálogo, el diálogo más tácito, el de esas personas que permanecen en silencio, atentas al fatalismo del destino, sin hablar de lo que no se debe hablar pues todos lo saben, y que alimenta noticieros y miles de desplazados en las esquinas de ciudades y pueblos.

 


En segundo lugar, quiero destacar el trabajo de carpintería, es decir el uso de la sintaxis, del lenguaje y de la manera como se articulan, de manera precisa y preciosista, en la narración. Como señalé antes, el movimiento de esta escritura es de círculos concéntricos que se originan en diferentes espacios de la superficie del texto. Si tomamos el fragmento de la página 105, a manera de ejemplo, podemos constatar este desenvolvimiento, que es frecuente en la novela. El personaje balbucea una frase: “He regresado otra vez a mi casa por el mismo camino…” Aquí nos encontramos con un deambular incesante; regresa otra vez, lo que sugiere muchos viajes que conducen de regreso al mismo punto de partida: la casa. En una frase: la descripción de un incesante deambular. Luego, se pone a preparar un café mientras permanece sentado: la espera sin esperanza, bien sea que camine sin rumbo o que espere a que hierva el agua para prepararse un café. Mientras escucha hervir el agua, sigue inmóvil, el agua se evapora, la olla se quema y ahí aparece el recuerdo de su mujer que ahora está desaparecida: recuerda el árbol incendiado (la metáfora) y el cadáver del gato (lo real), y qué haría ella en esta situación: “enaltecería el mundo ofreciéndonos una taza de café en medio de la hecatombe”. El personaje continúa inmóvil escuchando esa voz impersonal que da órdenes por el altavoz, que pretende ordenar la catástrofe “hasta que la situación se normalice”.
Así, en un movimiento de ondas que avanzan desde distintos frentes, generando párrafos luminosos, sin alzar la voz, Evelio Rosero recupera esa intimidad de la catástrofe, no en sus momentos de clímax (masacres, secuestros, torturas) sino en lo velado de su incubación, de su lento pero inexorable avance que va desmoronando esa vida rutinaria y, aparentemente, normal de sus habitantes, llámese Sarajevo, Ruanda, Colombia o como se quiera; para develar el infierno, esa otra realidad que avanza como maleza, como devastación sorda entre las grietas de una soterrada lucha por el poder entre ejércitos que pelean sus guerras en los campos, en los pueblos, en los cuerpos de hombres y mujeres que sólo quieren vivir recogiendo naranjas mientras miran las montañas que se iluminan bajo el sol del atardecer. Habitantes de esa nación, de un mundo arcaico más allá de los espacios urbanos, que aún no alcanzan la modernidad, que hacen la historia hilando la rueca de su catástrofe, de su imaginación y sus recuerdos.
Para finalizar quiero invocar a su autor frente al debate de los realismos en literatura. Dice Evelio Rosero en una entrevista: “La realidad de la ficción, cuando escribo, es más real que la realidad que vivo. Así tiene que ser. Aunque esté trabajando con base en personajes de la infancia, de mi pasado, o plenamente ficticios, ellos se imponen. Tienen más sangre y carne y huesos que los seres reales que me rodean, más vivos que yo mismo. Si la realidad de la ficción, de la novela, coincide con la realidad presente, pues tanto mejor. Pero lo único determinante es que el trabajo de escritura está más vivo, y es más real que cualquier otro aspecto de la realidad”.
Quizás se trate de decir más de las cosas mismas que la impresión que ellas causan en nosotros.



Mauricio Contreras Hernández, “Los ejércitos o el tiempo para transformar nuestra catástrofe en conocimiento”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 91-100.