Es sabido que Rogelio Salmona tiene una evidente pasión por la historia de la arquitectura, pero más aún por la andadura de las obras que se gestan para interpretar los lugares, para descifrar los sitios en los que habrá de levantar sus construcciones.
Es la suya, qué duda cabe, una acción poética de ennoblecimiento de lo que ya existe, antes que una abrupta imposición demoledora.
Por ese motivo claro, cenital, que hay en las propuestas de Rogelio Salmona, es por lo que su arquitectura adquiere un vínculo social que no solamente tiene que ver con la idea de un mejor estar, sino de un mejor sentir, con un alto sentido estético que ayuda a darle coherencia a las formas de vivir y de pulsar lo cotidiano. Si la ventana, antes de serlo fue una porción de aire, una pequeña parcela de vacío, si el patio es una forma de amputar la lejanía, si el sometimiento de ese mismo vacío a formas impuestas recorta el infinito, entre lo intangible de una atmósfera, de una luz o de un fragmento de paisaje y las formas que despliega para darle relevancia a ese entorno. Que entre el hombre y la naturaleza medie esa sobrenaturaleza que es la ciudad, como puente tendido entre un estadio y otro y no como aislamiento, como compartimento o encierro entre los cuatro muros cardinales, es algo que constituye uno de los fundamentos de la postura arquitectónica de Rogelio Salmona.
Alguna vez manifestó que la arquitectura “debe proponer espacios capaces de conmover, que se aprehendan con la visión, pero también con el aroma y el tacto, con el silencio y el sonido, la luminosidad y la penumbra y la transparencia que se recorre y que nos regala la gracia de la sorpresa”.
Ese, me parece, es un elemento, o mejor, una faceta de asombro que se ha hecho una constante en las obras de Salmona: la sorpresa. No la sorpresa por la sorpresa ni la imagen por la imagen, pero sí la aparición de una línea, de una ventana, de un volumen, de una luz inesperada, que más que obligarnos nos invita a la reflexión, al repliegue de sensaciones que anidan en el adentro.
Se trata de una arquitectura que aún en sus aspectos más abstractos no intenta sofocar las emociones ni escamotear la interpretación, como si se tratara de un músico, del espacio elegido. Es la suya una manera de traducir los espacios, sus cargas históricas y emotivas, a un lenguaje propio que se articula con ellos, algo así como un fecundo diálogo entre el adentro y el afuera.
Rogelio Salmona sabe como pocos que un arquitecto puede construirnos un sueño pero también edificarnos la pesadilla, así sea, para decirlo con Henry Miller, una pesadilla con aire acondicionado. Por eso tras el sueño, en el que somos a veces constructores de nuestro propio desvarío, se preocupa porque haya una reflexión, una suerte de aduana del pensamiento donde se puede sopesar lo que en principio nace de un rapto poético, de una intuición. La duda, dice Salmona, “es siempre generadora de descubrimientos, gracias a ella nos distanciamos del esquematismo ideológico. Nos obliga a pensar, a descubrir y a mirar las cosas con otros ojos, sin prejuicios”.
Aseveraciones como la anterior hacen pensar en el carácter dubitativo de Salmona para desconfiar de cierto poder omnímodo que se le entrega al arquitecto, al creador. Ya el viejo autor de Así hablaba Zaratustra señalaba que “la arquitectura es una especie de oratoria del poder por medio de formas”. Hay quienes ejercen esa idea, pero también hay quienes la rechazan, o mejor aún, se muestran refractarios a ejercerla. Creo que Rogelio Salmona es de los últimos, de los que moldean los espacios con la única certeza de la duda, de un desdén a las formas autocráticas. Parece preocuparse siempre por entregar espacios habitables que no tienen los linderos de la exclusión, ni los anuncios o señales propios del encierro que segrega.
No se puede permanecer, me parece, indiferente frente a la arquitectura de Rogelio Salmona. Ni dejar de recordar el aforismo de un arquitecto que no sé qué tanto esté en el afecto del nuestro, Mies van der Rohe: “Solamente lo que tiene intensidad de vida puede tener intensidad de forma”, algo que me resulta evidente en la obra de Salmona. Las suyas son, antes de ser ocupadas, formas habitadas en sí mismas, dispuestas a recibir las alegrías y aún las tragedias de ese trozo de barro sublevado que es el hombre.
En un pequeño texto escrito por Salmona en torno al quehacer de la arquitectura, señalaba la deuda que tiene con los hechos cotidianos y en los entronques que establece con el arte, cuyo epicentro asume desde una mirada poética. Es clara su preocupación, valga la repetición, por un entorno poético.
Quien afirmó que la arquitectura es música congelada supo que sólo si hay un ritmo, si hay un despliegue de formas armónicas entre el habitar y lo habitado, se produce un gran arte. Rogelio Salmona es, entre todos nuestros arquitectos, el más afincado en la poesía, en una concepción artística que intenta englobar a cualquier ciudadano, no sólo a una clase a la que parece estar asignado el privilegio de la belleza.
A él le debemos no solo edificios que son hitos arquitectónicos en América Latina, sino muchos cambios que, corriendo al unísono con la historia pasada y con el recuerdo, resultan nuevos, fundacionales.
La integración de parques y edificaciones sin que sean espacios que se excluyen, como si pertenecieran a realidades diferentes e inconsultas, la exclusión de espacios claustrofóbicos que generan una especie de geopatía, de enfermedad del paisaje (las cárceles, por ejemplo, son una enfermedad instalada en el paisaje), el respeto por una geografía determinada que adopta no como camisa de fuerza sino como abrigo, una arquitectura en fin que no acude solo a una visión cartesiana y realista sino, también, al disfrute sensorial, sin nostalgias pasadistas ni olvido de lo mejor de la historia de la arquitectura, es algo que Rogelio Salmona transforma sin barrenar lo existente. Sin pasar sobre las huellas de la historia la piqueta del rabioso progresismo.
Con la aparición de la arquitectura de Salmona y de otros brillantes arquitectos colombianos y europeos que conforman un acervo de la que es por lo demás una de nuestras mayores expresiones artísticas, Bogotá, una ciudad donde el peso muerto de España y una vocación de claustro fueron durante varios siglos dos signosLa ciudad comenzó a abandonar un estado de hibernación propio de lo que José Luis Romero (Latinoamérica: las ciudades y las ideas) describió como “ciudades provincianas envueltas desde muy temprano en la atmósfera campesina (…) ciudades que apenas advirtieron la acentuación de esa influencia después de la emancipación”. A nosotros nos llegó primero la emancipación política pero muy después la emancipación de la vida aldeana y de sus rezagos virreinales.
Bogotá fue, hasta hace muy poco, una ciudad desmañada, cuya secreta belleza recuerda la de la saga de la mujer envuelta en piel de asno. Una belleza que un arquitecto como Rogelio Salmona ha puesto de relieve en los espacios públicos, en los edificios igualmente públicos, en las construcciones privadas pero, sobre todo, en muchos rincones de la ciudad que vuelve a recuperar su centro, su mirada abierta a los cerros tutelares.
Ni de corte populista ni tampoco de talante aristocrático, el quehacer de Rogelio Salmona y su denodada acción por ennoblecer nuestra capital, es algo que resulta invaluable, un legado del que todavía parece que no nos damos cuenta a cabalidad. Es, para decirlo con palabras prestadas a Gaston Bachelard, una “poética del espacio” que logra transformarnos en la misma medida en que esa mirada transforma la ciudad, como si lo que habitamos también nos habitara y lo empezáramos a hacer nuestro, en dos instancias aledañas. Se trata de una puesta en marcha, arquitectónica y urbanística a la vez, jalonada por el talento de Rogelio Salmona, desde una acción renovadora que hemos visto en la andadura de los días y en el lento apropiamiento de lo cotidiano. dominantes, empezó a despertar a la modernidad, a tener en verdad una vocación de urbe.
Juan Manuel Roca, “Boceto sobre Rogelio Salmona”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 173-178.