Ignacio Ramírez

Vivir la noticia

 

Para Alberto Acosta,
El girasólico Maestro,
que murió de cáncer en la lengua.

 



 

Antes del 11 de septiembre negro del año 2001, hubo otro 11 de septiembre aciago: el de 1973, cuando se derrumbó la nueva esperanza chilena que concluyó con el asesinato de Salvador Allende y la nefasta asunción al poder del régimen del acabóse pinochetista. Ese día se escribió este relato en la sala de redacción de un noticiero de televisión en Colombia.

El turco Yamid tenía la costumbre de acercarse constantemente a los teletipos. Leía todos los cables, a veces se los aprendía de memoria. Era su manera de calmar los nervios. Otra, apostar los jueves en las carreras de caballos.


– ¡Qué vaina!– dijo.


Nos puso alerta. Estaba conmovido. Y le daba una risa que no podía contener. Pero ya lo sabíamos: su manera de llorar era la carcajada nerviosa. No hubo preguntas. La redacción tenía rituales y derechos tácitos. En un caso como éste, la noticia pertenecía al primero que la viera o presintiera. Había que esperar en silencio, tensos, que fuera comunicada por el afortunado del hallazgo.


Al turco también le decíamos Lumumba... ¡y no le gustaba hacer teatro! Se puso blanco y quedó mudo por un instante largo. Esperó a que se hiciera una pausa en el teletipo y arrancó la hoja cuidadosamente. Entonces leyó en voz alta:


–El Palacio de La Moneda está a punto de ser bombardeado. Aviones Hawter-hunter sobrevuelan la ciudad. El Presidente Salvador Allende ha sido notificado por los militares insurrectos azuzados por el general Augusto Pinochet. La sede del gobierno será tomada por la fuerza, si es necesario. Allende dice que morirá peleando.
La noticia cayó en la redacción como un baldado de agua fría sobre el ánimo de todos. Estuvimos de acuerdo: el ánimo también se moja y se entristece. Hacía apenas veinte días que Allende había visitado nuestro país.
Todos los de la redacción nos fuimos a cubrir el suceso sin que nadie nos mandara. Cansados de batirle incienso diariamente al cariquemado Misael, como llamábamos a Pastrana, resultaba todo un acontecimiento salirnos de la rutina oficial, conocer en carne y hueso al hombre que había sido capaz, por primera vez en la historia, de ganar la presidencia de un país sin el respaldo de los ricos ni de los gringos. Se nos creó una allendodependencia aguda. Fuimos detrás de él a todas partes, nos acostumbramos a un lenguaje cómplice de gestos para aprobar cada cosa que él decía y burlarnos a más no poder de las metidas de pata del flamante cariquemado quien, como presidente de nuestro país, tenía que acompañarlo a donde fuera.


El Maestro andaba furioso porque dejábamos solo el noticiero durante todo el día. No le fallábamos. De pronto llegábamos a las cinco de la tarde y volvíamos la redacción a lo que era: un manicomio en manos de cuyos locos estaba la responsabilidad del informativo de las siete. Veníamos de perder el miserable sueldo en el hipódromo y nos desquitábamos actuando las noticias sin libreto en las cuevas alcohólicas de Inravisión. La imparcialidad era un fantasma con sabor a brandy barato. La objetividad un mito. Las noticias no nos iban a manejar a nosotros, los amos y señores del cuarto poder. Venga trago y marihuana para todos. Yo no fumo, gracias. Yo informo, señoras y señores. Y aquí estoy acabando de bajarme del lomo de un caballo de carreras. Juan Lumumba tiene cara de Yasser Arafat; yo tengo cara y alma de Cyrano de Bergerac y el Maestro es un gago ingenuo y generoso, fascista de balalaika, baratísima reencarnación del cónsul de Bajo el volcán. Viva la vida de los reporteros, señoras y señores.


El Maestro dejaba de sudar frío. Sabía que éramos eficientes. Daba órdenes, eso sí: “destacar lo que haya dicho el Presidente Pastrana, que el Allende no es más que un lagarto comunista”. Y nosotros “sí, Maestro, pero déjenos trabajar que se nos hace tarde”. Se iba a beber whisky y a llamar a Blanca Barón o a Cecilia Botero, quienes le surtían de futuras presentadoras de tv.


Allende apenas estuvo cinco días en Colombia, pero ese tiempo fue suficiente para que nos fanatizáramos. Y se lo merecía: al fin y al cabo era el tema de disculpa para comenzar a emborracharnos desde la temprana tarde de cada día. Salvador era un nombre como caído del cielo. Si lo mataban resucitaría al tercer día. Allende, palabra que siempre se asociaba con los mares. Y allende los mares y Salvador Gaviota no conjugaban, no encajaban, no tenían el destino de las matrioshkas. Nosotros, en cambio, beba brandy para paladear el fuego de las noticias.


Por eso nos dio duro la sorpresa. Era imposible que existiera un pueblo tan estúpido como para tratar de quitarle el poder a un hombre así. Venga Don Salvador, tómese un brandy con nosotros. Presidente Allende: usted es el mar. Los ríos vendrán a beber en su lecho oleante y bramante. Si lo matan, no se nos vaya a morir, Don Presidente. Y si se muere resucite, Salvador. Pero la cosa era cierta. El par de teletipos de la redacción no pararon desde entonces: “Las fuerzas militares unidas para derrocar el gobierno popular han dado el ultimátum al presidente, quien se encuentra en su despacho del palacio y persiste en su decisión de morir peleando”.
Fuimos a la radio. Los locutores leían los mismos cables que nos llegaban a nosotros y en un momento sorpresivo se oyó, en directo, la voz de Allende, firme. Al fondo se escuchaban disparos, espaciados al comienzo, luego ráfagas de ametralladora.


–¡Lo van a matar! –dijo el turco y a todos se nos aguaron los ojos.


El malévolo César nos hizo despertar del duelo:


–No nos pongamos a chillar. Hay que buscar en el archivo todas las películas de Allende. Y que el gordo Posada salga ya para estar pendiente de lo que llegue por satélite.


Yo fui partidario de que César el urticante se fuera para Santiago, donde tenía escenario el golpe de Estado. Era un viaje costoso. La decisión final tendría que tomarla el Maestro, pero yo usurpé el derecho porque el jefe, al contrario de todos nosotros, detestaba a Allende.


El enano César se largó con Isidro, el camarógrafo. Lo vi como si fuera un gigante que iba a presenciar los hechos que luego no podría olvidar la historia. Le conseguimos dólares como pudimos y lo despachamos.


–Vayan por el pasaporte y vuelen. Móntense en lo primero que salga para allá, o para cualquier país vecino.
Pusimos a Justo Pastor a reburujar el archivo. Queríamos las películas tomadas hacía veinte días y también todas aquellas en las cuales apareciera Allende, pues estaba decidido que nuestro noticiero estaría dedicado en su totalidad a informar acerca del Golpe de Estado.


Todo el mundo se alborotó. Hasta Felipa, la matrona de los tintos, andaba cariacontecida, con la bandeja temblándole en las manos, como si los aviones sobrevolaran más bien el territorio del reverbero donde el café regurgitaba sus grisáceos humos.


El zaguán donde estaban los teletipos se convirtió en centro de operaciones. Despachos fechados en ciudades distintas a Santiago, anunciaban que la gravedad crecía: “Hay desconcierto general. Francotiradores parapetados en ventanas altas intercambian disparos con la tropa. En la calle hay gente que corre desesperada, llorando. Se tendió ya un cerco militar que impide la llegada de cualquier persona a los alrededores del Palacio de La Moneda. Nuestra transmisión puede interrumpirse en cualquier momento...”


Todos teníamos papeles con notas. Los teletipos eran lentos. Nos daba envidia de la radio, que podía informar al instante; pero secretamente sabíamos que todo el mundo estaría pendiente de lo que nosotros dijéramos a las siete de la noche.


Tarde como siempre llegó Margarita, con su alharaca de costumbre.


–¡Qué machera! –fue todo lo que le aceptamos decir. Y la mandamos a trabajar, con Manuel, el jefe de los camarógrafos.


Por ahora había que ir a preguntarle al pueblo, hacer entrevistas en la calle y filmar a la gente pendiente de la noticia, pegada a los radios transistores de las ventas de dulces –como cuando transmiten la vuelta a Colombia–, porque ya el turco y yo, quienes teníamosa cargo el manejo de la situación, imaginábamos lo que pasaba en la calle y planificábamos mentalmente la descripción verbal que haríamos por la noche, mientras rodaban las películas o las imágenes del satélite.


Estábamos conmovidos de verdad. Sabíamos por qué, pero la emoción opacaba la bendita objetividad que por aquella época era todo un mito en el mundo de la información. “La objetividad es lo que a mí me guste”, decía el Maestro; así que nos aprovechábamos de su singular filosofía, pero a nuestro favor.


Comenzaron a llegar lagartos que no dejaban trabajar: los sonsos de contabilidad, los choferes, los amigos del Maestro y gentecita de esa que se mete en las redacciones. Pero ese día no estábamos para aguantarle a nadie. La noticia nos dolía y los preparativos para desahogarnos nos tenían con la tensión a mil. Yo los espanté.


Justo Pastor, con la cabeza gris por el polvo alborotado en la búsqueda de las películas de archivo, salió visiblemente feliz, pero algo tímido pues no sabía si lo que había encontrado valía la pena. Era una peliculita de cuarenta y cinco segundos en la cual Allende aparecía con casco y ametralladora. De corbata. ¡Qué vaina tan buena! Pero no tenía sonido, ni texto aparte, ni en el archivo había nota alguna que nos resolviera cómo, cuándo, dónde, quién, por qué y todos esos interrogantes propios del reportaje novato. De todas maneras, la “culipelita” era una chiva sensacional.


–Pero busque más... ¡no joda! –le grité a Justo Pastor, quien salió corriendo a proseguir la escarbada.


Lumumba y yo la proyectamos diez veces y, mientras la veíamos, por la radio se escuchaban los disparos en Santiago. Hubo un momento, justamente cuando en nuestra imagen Allende levantaba la ametralladora para mirarla, en que el locutor dijo: “El Presidente Allende ha muerto”. Volamos a ver el cable. No decía más:

“–Urgente. El Presidente Allende ha muerto”. Repetía la frase constantemente como si nadie se hubiera enterado.


A mí se me salieron las lágrimas. El turco soltó una carcajada descomunal para permitir que las suyas rodaran por las mejillas. No nos dijimos nada. Nos secamos con el dorso de la mano y nos quedamos mudos observando el teletipo inactivo. Yo pensaba que tal vez el periodista que estaba originando la información andaría en las mismas que nosotros. No me importó que las lágrimas me resbalaran como los ríos que se van al mar en busca de la muerte que es la vida turbulenta.


La pesadilla. Los periodistas también somos seres humanos –pensaba, y creía que una de las maneras de demostrar que se pertenece a la especie, debía ser el llanto. En ese momento la objetividad me importaba un ajenjo. Estábamos viviendo la noticia. No sabemos por qué, pero en ese momento nos dio por salir a tomar tinto a la calle.


–Es la noticia más triste que me ha tocado vivir –dijo Yamid y prendió un cigarrillo. Dio una gran chupada y después de unos segundos expulsó tal cantidad de humo gris, que me quedé mirándolo. Subió, subió, subió hasta confundirse con las nubes de esta tarde sin nombre. Supuse que todas las nubes del cielo iban corriendo al cielo de Santiago.


Cuando llegamos a la cafetería no hice comentario alguno. ¿Para qué? Allí no pasaba nada. Era en Santiago y en nuestros corazones borrachos donde había ocurrido el magnicidio.


El dueño del lugar tenía colocado un casete con canciones de Javier Solís; un muchacho que llegó en bicicleta le alcanzó unos paquetes de ponqué Ramo y se fue. Y yo me preguntaba cómo podía un muchacho estar repartiendo ponqués el día del asesinato deSalvador Allende. Y una voz interior me señalaba que si los muchachos del mundo le hubieran conocido se hubiesen ido todos en bicicleta a matar al sátrapa de Pinochet.


En la calle parecía que no hubiera muerto Allende. Ni un radio transistor, ni nada parecido a la Vuelta a Colombia. Desolados, sin pronunciar palabra, con el engrudo de las lágrimas bien apergaminado en las mejillas, volvimos a la sala de redacción donde por lo menos habíamos dejado el silencio de los teletipos. Ahora escribían vertiginosamente. Dos largueros nos esperaban. Yo arranqué el de la AFP y el turco se hizo cargo del de la EFE.


“La radio de Santiago, ahora en poder de los militares, habla constantemente de la victoria y repite que ha sido extirpado el cáncer del comunismo”. “Cercado por las fuerzas del orden, Allende decidió suicidarse. Se pegó un tiro en la frente”. “El Palacio de La Moneda ha sufrido algunos destrozos tras la obstinada resistencia del expresidente. Algunas señales de abaleo son perceptibles en el frente de la Casa de Gobierno y aún se elevan pequeños hongos de humo en el ambiente”. “El cuerpo de Allende fue hallado sin vida sobre su escritorio, parece que estaba sentado cuando tomó la decisión de morir antes que entregarse. A su lado, varias armas: un fusil, una ametralladora, dos granadas. El expresidente suicida se había protegido la cabeza con un casco militar que seguramente le fue facilitado por uno de los últimos leales de su guardia”.


En ese instante la palabra suicidio en la imaginación me supo a nube negra. Volvimos a ver la película. Podía ser macabro, pero en el fondo nos daba gusto que lo hubieran encontrado con casco y armado, porque de esa manera seria aún más valiosa nuestra exclusiva. Después siguió el reguero de cables. Cada agencia se mostraba tal como era. Todas daban la misma noticia pero era fácil descubrir quién la escribía, por la tendencia de las palabras.


Los teléfonos, que no habían sonado durante toda la mañana, comenzaron a repicar. César estaba desesperado porque no había vuelos previstos para ningún lugar cercano. “Pero se va”, le dije. “Se va porque no podemos perder la exclusividad. Tenemos una película de archivo en la que aparece Allende armado y con casco”.


El enano dijo que se iría fuera como fuera. Manuel llamaba para pedir más película. Gastaban material por cantidades, pero no era el momento de escatimar. Margarita era atrevida. Decía que a la brava se le había metido al ministro de Defensa y aunque no había logrado declaraciones, Manuel disimuladamente le había hecho tomas que mostraban su desconcierto. Así que con el turco nos poníamos de acuerdo para armar el orden de la edición. Pensamos en sacarle cinco segundos a la película exclusiva para abrir el noticiero con ella. Crear la expectativa. Anunciar que éramos los únicos que la teníamos, para posteriormente lucirnos comentando el hecho mientras rodaba al aire la imagen del Presidente. Al instante, previo acuerdo con el productor, la mostraríamos nuevamente, pues se trataba de un documento periodístico de tal valor, que considerábamos importante que los televidentes se fijaran en ella. Inclusive podríamos pasarla en cámara lenta para hacerla más dramática.


El gordo Posada llamó también. El satélite no llegaría hasta las tres y media de la tarde. Le dijimos que se fuera a ayudar a Manuel y que recordara que estábamos en emergencia, que no se trataba de una noticia común y corriente, porque al gordo le gustaba ponerse a jugar billar durante las horas de trabajEl Maestro ya estaba borracho cuando nos llamó para instruirnos acerca de cómo manejar la información.


–Sentido pésame –dijo cuando contesté al teléfono–. Era sincero. Sabía que vivíamos ciertas noticias como si fuéramos los dueños de la historia. Le conté de la exclusiva y le dije que ya el enano iba a bordo de un avión rumbo a Santiago. Todo le pareció muy bien; sólo recalcó que no debíamos dar nuestra versión sino exclusivamente la que produjera el nuevo gobierno, que según él a partir de ese momento sería el único legítimo. No había para qué discutirle. Las cosas eran como él las decía y punto. Además, para qué discutir si finalmente se hacía como nosotros queríamos.


El Maestro era un hombre desmesurado. Una vez en su juventud había reporteado al generalísimo sanguinario de España y ese momento se había convertido en el más grande de su vida. Se llenaba la boca contando cómo se le habían aflojado las lágrimas cuando Franco lo despidió cordialmente con un cálido apretón de mano. Con esa imagen creyó en el tirano y se convirtió en idólatra de gorilas. Para completar, su vida en Europa había estado marcada por imágenes duras de poder. Así terminó admirando a Göebbels y a su retorno al país trató de emularlo en cuanto pudo. Era la época de los dictadores y al Maestro le engolosinaba dirigir periódicos oficiales. Curiosa e irónicamente dirigió uno que se llamaba La Paz, en tiempos de Rojas Pinilla. Andaba en francachelas con los generales y era ingenuo, pues pretendía que todo mundo debía deslumbrarse, como él, ante el poder, viniera de donde viniera. Ahora las cosas eran distintas. El Maestro seguía siendo un girasol, pero ya la gente no le caminaba al miedo. Nosotros habíamos aprendido a conocerlo de tal manera, que inclusive le queríamos de verdad, porque en el fondo no era más que un hombre bueno, ingenuo, generoso hasta el despilfarro. Su fascismo era de pose y de ganas de hacerse notar y aunque era el dueño del noticiero, las noticias las dábamos nosotros.


Cuando colgué el teléfono, el turco me sugirió que mandáramos por una botellita de Brandy Domec. Mandáramos era un decir, porque yo siempre pagaba. Y nos la bebimos casi de un sorbo. Y luego la otra y la otra... La noticia iba creciendo. Por la radio ya sólo se transmitían boletines emanados de un gobierno militar que recalcaba que a pesar del suicidio del Presidente, todo se encontraba en calma en Santiago y que se habían tomado algunas determinaciones únicamente para preservar el orden público.


“En vista del grado de deterioro moral y del caos social y económico en que se debatía nuestro pueblo en manos del gobierno comunista, la fuerza militar decidió poner bajo su control esta anómala situación”. Algunos cables daban pena. Otros, simplemente volteaban la misma historia. Pero había algo muy grave: “...se ha suspendido transitoriamente el ingreso de personas al país”. Entre esas personas estaban especialmente los periodistas movilizados desde todos los rincones del mundo para cubrir la noticia. Y César –¡claro!–, tristísimo y rabioso regresó a la redacción y se puso a beber con nosotros.


A las cuatro y media entró el gordo Posada con el cuento del satélite. Habían llegado imágenes que mostraban a Allende minutos antes de morir. Muy macho y firme, con su casco calado en forma casi idéntica al de la culipelita nuestra y listo para enfrentarse a los golpistas. Preparado para morir. También las calles solas de Santiago y los viejos camiones militares frente al Palacio de La Moneda, cuyo frente estaba destrozado por los balazos. o. El gordo nos contaba y exageraba. Según él, daba miedo.


Llegaron más y más botellitas de Brandy Domec. Cuando regresó Margarita, encontró la redacción hecha una rumba. Se emborrachó con nosotros y estuvo de acuerdo en que el noticiero debía salir con toda la verdad, sin comentarle nada al Maestro, porque había que vivir la noticia.


Ignacio Ramírez, “Vivir la noticia”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 255-266.