Fabio Jurado Valencia

Viaje dentro del viaje


 

Hay un barril de madera lleno de chicha. La chicha es servida a la mesa en una taza grande de esmalte con dibujos de flores rosadas; de allí se va sirviendo con un pocillo pequeño también de esmalte, pelado por el uso. Uno de nosotros sirve y brinda. Con el mismo pocillo vamos tomando todos, mientras la conversación avanza. La chicha de la taza se agota luego de dos rondas. Entonces aparece otra taza, del mismo tamaño y del mismo color floreado. Son dos rondas y de nuevo aparece otra taza. Ellos acompañan la chicha con aguardiente.A las 12:30 nos sirven un caldo con unos granos de maíz y una porción de cuy. La mesa está llena de esas tazas, ahora vacías. El caldo es un alivio para el hambre estimulada por la chicha. El caldo huele a fogón de leña. Es un caldo simple y aguado con granos de maíz nadando. Nos levantamos de la mesa y vamos al patio. Miramos el horizonte, mientras preguntamos por los lugares que el paisaje destaca. Luego volvemos a la mesa y se sirve de nuevo la chicha. A las seis de la tarde la mesa está llena, de nuevo, de tazas vacías. A las siete de la noche la chicha del barril se ha agotado. Ellos están borrachos y son sólo siluetas dibujadas por la luz de las velas. Nosotros estamos en un tránsito entre la borrachera y el asombro. A las ocho de la noche nos acostamos. La cama es sólo de tablas y gruesos troncos de madera; tiene unas cobijas gruesas debajo. Me fui yendo. Soñé que la señora, ni tan joven ni tan vieja, se había acostado a mi lado. La sentí cerca y me amamantaba. A las seis de la mañana nos despertamos. Ellos ya se habían levantado desde las 5, acompañados por el canto de los gallos. Desayunamos con huevos, arepas y chocolate. Hacia las nueve de la mañana ya estamos recorriendo los lugares cercanos, hablando con la gente, concertando visitas y dando razón de nuestra búsqueda. Son cuatro días de casa en casa, tomando chicha; ya casi somos de ahí. En el quinto día debemos guardar ayuno: sólo tomar chicha y agua, porque a las 5 de la tarde tomaremos el yagé, en la casa del taita Esteban. El taita Esteban debe tener unos 70 años; es fornido, trigueño, de pelo blanco, amable, parece un indio pielroja.


Estamos alrededor de una mesa rectangular. Conversamos con el viejo sobre el yagé: cómo lo hace y en dónde y por qué lo toma todos los días. Tiene dos botellas con yagé, de las que irá bebiendo acompañando con aguardiente. Confiesa que no puede decir en dónde y cómo lo hace; él va con las botellas hacia dentro de la selva y allí selecciona las plantas y allí mismo elabora la bebida. Desde niño lo está tomando y por eso es médico: él sabe por qué la gente se enferma y qué debe hacerse, sabe dónde están las cosas y las personas extraviadas; el yagé le hace saber lo que desea conocer.


Me dan una copa con un líquido espeso y oscuro, entre verduzco y negro. Cinco minutos después estoy vomitando y necesito acostarme a lo largo de la banca. Hay un aguamanil; en él cae el agua sucia saliendo de mi boca. Es como lodo y mugre cayendo al recipiente; siento algo así como si estuvieran limpiando los desagües y cañerías de mi cuerpo. Luego entro en un estado de ensueño, porque no estoy ni dormido ni despierto. Ahora me veo descendiendo hacia un punto luminoso. Voy hacia un lugar, siempre hacia abajo. Quiero levantarme porque presiento que me voy a quedar en ese lugar y no quiero, es como ir perdiendo la razón para penetrar en un mundo de colores y de música; no quiero quedarme por ahí en la mitad del viaje sin saber por dónde es el regreso. El viejo está tocando una dulzaina y me dice “tranquilo”, “tranquilo, déjese llevar, aquí estamos”, y entonces me palpa la cabeza, la espalda, para que sienta que está allí. También él toma yagé, pero toca la dulzaina y camina alrededor de la mesa. No sé de los otros, éramos cuatro. Finalmente, luego de intentar el regreso y a la vez persistir en este viaje, llego a un lugar, es como el centro de una plaza, ahora más iluminado que los espacios anteriores. Luces refulgentes, cargadas de amarillo. Ahí me descubrí, entre colores y música. El otro en mí me hizo el juicio. En ese juicio estaban todos conmigo, la niñez, la infancia, la adolescencia, la adultez reciente. Todo en una condensación. Yo estaba frente a mí. Frente a frente, diciéndonos cosas del pasado, a veces recriminaciones, a veces aprobaciones. Calanda, Florida, Cali, México, Bogotá transcurrían entre imágenes vertiginosas. Después de dos horas trataba de subir, de volver hacia arriba. Inicié el regreso con dificultad. Estaba cansado pero persistí. Al llegar, uno de nosotros corría por el salón y pedía al taita que le sacara eso. Decía que un animal con garras lo perseguía y él mismo sentía tener garras. En mi somnolencia observé cómo el viejo lo agarraba de las manos y lo sentaba en un taburete, le quitaba la camisa y le pegaba en el cuerpo con ramas de pringamosa, lo escupía, a la vez que le rezaba en lengua inga. Volvió en sí. Luego seguí yo. Me escupía el cuerpo con tragos de yagé y me pegaba con la rama a la vez que decía algo en su lengua. Luego me llevó a una cama y me arropó. Entre el sueño tiritaba. Luego sentí la necesidad de ir afuera. En la oscuridad del monte vino la diarrea. Luego volví y me acosté; dormía a ratos, porque sentía corrientes eléctricas en la frente y en las coyunturas de los dedos de las manos. Estaba encalambrado. El cuerpo quería volver a ese lugar y yo le decía que no. Dormí derecho sin detenerme. Abracé al viejo agradeciéndole no sé qué ni por qué. Durante siete días sentí las corrientes eléctricas en la frente y en los dedos; era como si los nervios tratarán de acomodarse. Había podido entender por fin lo que le había ocurrido a Juan Preciado.


Fabio Jurado Valencia, “Viaje dentro del viaje”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 187-190.