Camilo Bogoya

Esta loca esperanza

 

Alguien debió haberme visto muy triste para que me visitara Matilde y me regalara un perrito sin raza ni pasado. Es cierto que había espacio para dos y que desde hacía tiempo estaba buscando una dulce compañía. En mi infancia había tenido tortugas, pescaditos y un pájaro de colores, pero estos animales no sobrevivieron a pesar de mis cuidados: mi mamá me decía “Jacobito no les quites el caparazón, no les des más comida, no le cortes el pico al pajarraco”. Después de estos tres intentos los animales fueron decretados habitantes no gratos y tuve que conformarme con las mariposas que mamá mimaba en grandes hojas de icopor. Con los enredos de la adolescencia pasé a otras preocupaciones y me olvidé por completo de los animales hasta que conocí a Matilde y supe que montaba a caballo.

Se estaba preparando para representar a Colombia en un torneo trasatlántico, y las muchas horas de entrenamiento le habían dejado una manera excitante de caminar. Un día de los quince años me dijo que se entendía mejor con los animales que con los hombres y la frase fue una bala de cañón, pues una semana antes me había dicho enternecida que se entendía muy bien conmigo. A los dieciséis, sin pena ni gloria, intenté besarla. A los dieciocho volví a intentarlo. A los veinte le conocí su primer amor. A los veintidós, cuando al fin pronuncié sin errores la palabra perisodáctilo, la borré de mi memoria. A los veinticinco la vi otra vez y le propuse que hiciéramos el amor. A los veintiocho al fin se cayó de un caballo, se quebró los huesos y se jubiló. Y a los treinta, esa misma Matilde me traía un perrito, forrada en sus ropas compactas y con la misma manera desenfrenada de caminar.


No pude decirle que no. Por fortuna no hizo ninguna alusión a mi vida privada, ni siquiera insinuó que todo el barrio estaba diciendo que mi novia, con la que llevaba tantos años, se había largado para los Estados Unidos. En vez de eso me hizo algunas recomendaciones en cuanto a la alimentación, las salidas y el cariño que debía profesarle al perro.


–Y con tanta cosa me imagino que ya le pusiste un nombre, dije.

–Sí, me contestó, se llama Jacobino.

–¡No seas tonta! ¿Acaso me parezco al perro?

Hablamos sobre los nombres, si tenía sentido llamarse Jacobo o Matilde, si un nombre sólo era un sonido y como los personajes de algunas novelas podíamos prescindir de él. Pensamos en nombres para el perrito que no dejaba de agitar la cola y saltar sobre las rodillas de su dueña. Matilde me recordó dos perros célebres, el perro angustioso de Camus que se llamaba Kierkegaard o Kier, y el perro de Teresa que se llamaba Karenin y cuya sonrisa iluminaba varias páginas de la novela de Kundera. Sin duda, después de haberse caído del caballo, Matilde se puso a leer y retenía todo lo que tuviera que ver con el reino animal. Ambos perros que ella acababa de rescatar de los matorrales del tiempo me hacían pensar que también para bautizar a los animales servían la filosofía y las letras. Matilde sugirió que le pusiera al mío Platón, Abelardo o Florentín.


–No, le dije, éste se llamará Lucy.

Matilde acarició al perro y me clavó una mirada de reprobación.

–¿No te das cuenta de que es un perro?

Yo me quedé en silencio, buscando decir algo que me favoreciera.

–Lo vas a traumatizar si le pones Lucy.

–Es sólo un perro, dije.

–Si le pones Lucy es porque quieres una perra y éste es un perro, tiene lo mismo que tú.

Matilde tenía una lógica inquebrantable; yo no quería un perro sino una Lucy, pero tan pronto alargué el brazo para buscar la igualdad de nuestros destinos, el perro me olfateó, se sentó en mis rodillas, me lamió la cara y nos volvimos amigos.


–Está bien, dije, se llamará Hércules.

–Eso está mejor, dijo Matilde y me dejó tranquilo.

Quise invitarla a almorzar cuando se puso de pie, le dio un besito al perrito y buscó la puerta y luego la calle; quise recordarle que de nuevo era soltero, pero Matilde miró el reloj y lanzó un gesto de pánico porque su novio la estaba esperando. La vi alejarse, galopando, con sus largas crines al aire y el golpe rápido de sus tacones.

Al voltear la vista ahí estaba el perro, con la cola dormida y los ojos preocupados como si la felicidad no fuese posible entre los dos. Al verlo otra vez, en el umbral de la puerta, lo confirmé: era Lucy, y de ninguna manera Hércules, Platón o Florentín.

Entramos a la casa y olvidé las recomendaciones de Matilde. Era mi perra y era la hora del almuerzo, así que nos sentamos a la mesa y comimos lo mismo, porque en esta casa no vamos a hacer mercado para los dos. Le serví ravioles y sobre una servilleta que le puse de babero escribí el nombre de Lucy. La muy perra en realidad quería comer de mi plato, tal vez porque se había dado cuenta de que a ella no le había servido la salsa espesita de tomate y olivas. “No Lucy, le dije, a ti no te gusta esta salsa que vale un ojo de la cara”. Y como todo niño la perra comprendía, y como todo niño no quería hacer caso. Así que la castigué con mi indiferencia.


Lucy terminó de comer, mirándome sin mirarme. Luego nos sentamos en el sofá y prendimos el televisor. Había canales que aprobaba con su cola cuando a mí no me decían nada, y otros que la dejaban inmutable cuando yo sonreía: o veíamos los dibujitos animados o la emisión sobre un volcán. Hice una concesión. El otro problema fue el sofá. Yo me acosté y no pude soportar que Lucy me quitara espacio. Lucy se subía, yo la bajaba, luego volvía a subirse, yo la arrojaba como una pelota y Lucy volvía. Eso es lo que se llama una fidelidad de perro. Al final nos dormimos con el televisor prendido.


Hacia las tres me desperté. Enseguida sacudí a Lucy que no quería levantarse. La boté al piso, le rasqué la panza, le soplé los oídos. Luego le eché un poquito de agua y Lucy saltó despavorida. ¡Así que tu talón de Aquiles es el agua! Había llegado la hora de hacer algunos experimentos. Desconecté el teléfono y nos encerramos en el baño. Mira este espejito, este pintalabios, y esto es un cepillo de dientes, ¿te gusta la crema Lucy? Parecía que no, pues rechazó la Colgate y el enjuague vocal que le hice tragarse. A pesar de su tamaño diminuto Lucy se defendía. A su corta edad ya tenía repletas de bichos las orejas. Le eché un jabón líquido desde el rabo hasta la gota del hocico y con la máquina de afeitar comencé a raparla. Le hice un corte muy elegante. Es cierto que tenía poco pelo, lo suficiente para que las patas y la cabeza dieran la impresión de cinco motas de algodón. ¡Te veías tan linda Lucy! Luego la coloqué bajo la regadera y la muy desagradecida me mordió, ignorando que si no la bañaba se la iban a comer las garrapatas. Sin embargo, no la dejé escapar ni un segundo del chorro helado que terminó por abatirla. Luego Lucy se puso a temblar. Me inquieté. Creo que estaba llorando. Busqué la secadora de pelo que mi novia había dejado. Mientras le daba calor, en los ojos esquivos de Lucy reconocí la fuerza de la desconfianza. Estaba esperando que abriera la puerta del baño para salir corriendo. ¡Pues no! ¡Otra ducha, carajo! Esta vez Lucy casi no luchó. Al secarla, ni siquiera abrió los ojos. Pensé en darle unas pastillas contra la depresión que también mi novia había dejado en el baño. Las busqué y encontré el tarro vacío: todas me las había tragado yo.


La envolví en una toalla y decidí continuar la tarde en su compañía, en lo que fue algún día la alcoba matrimonial. La metí bajo las cobijas, la calenté, le traje lechecita. Lucy tosía o tenía hipo o intentaba decirme algo. Saqué un pedazo de lomo del frigorífico y se lo puse en el plato amarillo que le gustaba a mi novia. Apenas lo probó y volvió a acostarse. Un ligero temblor la sacudía. Gimoteaba. Al fin se calmó. Tenía sueño. Mientras dormía, con mis manos sentí el pulso de su corazón. Algo andaba mal. Busqué una aspirina. De nuevo las reservas de mi novia se habían agotado, así que conecté el teléfono para pedir un domicilio. Mientras buscaba en la agenda el número de la droguería la casa fue estremecida por un ring.


–Aló, ¿con quién hablo?

–¡Ya no me reconoces!

–Ya estás hablando como una gringa.

–No tengo mucho tiempo.

–¿Qué quieres?

–Decirte que te quiero.

Era la frase absurda que repetía cuando hafuturo, que la distancia me ayudaría a entender, y después pelearíamos y me repetiría que me quería.

–Pues fíjate que yo no.

–¿Estás con otra?

–Ahorita mismo duerme en nuestra cama.

No respondió nada, como si hubiese soltado la bocina para dejarme escuchar el ruido de las avenidas de Nueva York.

–Siempre supe que eras un hijo de puta.

–¿Querías que me pudriera esperándote?

–Eso fue lo que prometiste.

–¿Y mientras tanto?

–Sabía que no podía confiar en ti.

–¿Y tú, qué carajos te fuiste a hacer a Nueva York?

–...

–¡Contéstame, carajo!

–Tú lo sabes, tú lo sabes mejor que yo.

Ese tipo de frases me revolvía la sangre.

–Vete al carajo.

–Hice bien en irme, hice bien en conseguirme alguien.

–¿Para eso me llamas?

–Te digo que te quiero y me respondes que tienes una puta en nuestra cama.

–Se llama Lucy, y estoy seguro de que si la vieras dirías que es un primor.

Me colgó, me colgó como siempre que me llamaba, dejándome con el teléfono en la mano. Hacía dos meses se había ido. Me llamaba todas las semanas. Nuestra despedida fue brutal. Nunca creí que en verdad había comprado un tiquete, había pedido una visa y se había matriculado en un curso de inglés hasta que sacó sus dos maletas y delante de mí comenzó a llenarlas y a decirme que le alcanzara el pantalón que se estaba secando detrás de la nevera, que le buscara los zapatos azules de tacón, que cogiera estos cien mil pesos y fuera a la tienda y comprara lo que me había anotado en este papelito, y que luego me volara hasta al centro y cambiara el resto por dólares. A pesar de todos esos signos contundentes algo me decía que no era posible, que se iba a arrepentir, que no podía dejarme así no más después de tantos esfuerzos por vivir juntos. En el aeropuerto me iba convenciendo cuando vi a los demás viajeros, el rostro impávido de las autoridades, los bogotanos que se quedaban tristes, y sobre todo mi aspecto reflejado en los ventanales, ese hombre escuálido y paupérrimo mirando los aviones, sin comprender. El golpe final fue la carta que encontré al llegar. “Amor, perdóname, no olvides regar las matas, arreglar el problema del lavaplatos, y pagarle a tu mamá los cien mil pesos que le debemos. Te llamaré cuando llegue”. ¿Eso era una carta de amor? Por mi parte dejé pudrir las matas, arreglé el lavaplatos, eso sí, pero no le pagué un centavo a mi mamá porque yo no sabía nada de esa plata que había servido para comprar el tiquete.

De repente volvió a sonar el teléfono.

–Aló.

–Perdóname, no quise colgarte.

–¿Para qué llamas?

–¿La quieres?

–No me preguntes eso.

–Yo sé que has sufrido, pero no te metas con una cualquiera.

–Ya te dije que no es una cualquiera.

–Lo que te dije del tipo que me había conseguido no es cierto. Te juro que estoy sola.

–Pero lejos.blábamos. El diálogo me lo sabía de memoria: me diría que la perdonara, que tal vez en el –Creí que estaba contigo.

–Pero te fuiste y me dejaste regando las putas matas.

–Tienes que entender.

–¿Entender qué?

–Estoy segura de que estás con una perra. Y eso me duele.

–Piensa lo que quieras.

–Eso era lo que estabas buscando, no una mujer sino una perra.

–¿Y cómo estás tan segura?

–Porque te conozco.

–Al menos una perra no se irá.

–¡Imbécil!¡Machista! ¡Retrógrado!

Y otra vez me colgó. Desconecté el teléfono y me fui al cuarto y vi a Lucy, durmiendo, con su respiración casi inerte, el hocico húmedo y un rastro de lágrimas en los ojos. Me acosté con ella, abrazándola, sintiendo su corazón latir cada vez más lejos. Colocando mi rostro contra el suyo supe que mi novia no volvería y yo tendría que comprar otras matas para darle más vida a la casa, y saldar la deuda con mi mamá, y quedarme con Lucy, haciéndonos compañía, sin someterla a mis crueldades. Claro está, si Lucy despertaba.


Camilo Bogoya, “Esta loca esperanza”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 201-208.