Alfonso Carvajal

El ángel inmolado

 

 

A Jorge Vogts lo vi una que otra ocasión. Era un hombre introvertido, nervioso, como huyendo de sí mismo y lo rodeaba un silencio casi sepulcral. Cuando lo conocí debería tener unos 25 años o un poco más, recuerdo que llevaba el pelo rubio corto y sus ojos eran penetrantes y amarillos como la viscosa transparencia de un cognac.


Los pormenores de su historia me los contó un atardecer su primo Sebastián. Lo encontré de luto, evidenciaba un dolor inocultable y unas ganas inmensas de botar todas las palabras del alma; lo escuché para que no se ahogara en el silencioso monólogo que lo habitaba.

–A los 18 años –comenzó relatando Sebastián– Jorge se fue entusiasmado a prestar el servicio militar al Caquetá. Lo hizo más por curiosidad aventurera que por vocación, lo movió la inocencia, la imagen de la jungla infinita, no los ideales patrios. Fue un año duro, conoció de cerca el hambre y la barbarie de la guerra.
–Cargar fusiles, revisar granadas, recibir órdenes sin chistar palabra, arrastrarse en el fango, odiar al enemigo, asesinar a otros hombres de su misma nacionalidad, no hacían parte de su carácter idealista. Sus ambiciones corrían por otro lado, le interesaban los libros, el rojo apocalíptico de los atardeceres, los ojos tristes de las musas. El azar, cierto romanticismo tardío y la vehemencia de mi tío Helmut por hacerlo un hombre de honor lo llevaron a ese trágico episodio.


–En un enfrentamiento con la guerrilla en la selva inhóspita cayó Federico, su mejor amigo, y desde ese día según sus palabras vivió con “la espina negra del desasosiego atravesada en la garganta”. Esa imagen gris quedó clavada como una estaca en su memoria: Federico estaba a su lado, cuando una lluvia de balas rompió el bochorno de la tarde y los pájaros volaron asustados a un cielo hipotético. Él únicamente oyó un zumbido y un golpe seco, cuando miró nuevamente a su compañero de infortunio distinguió los ojos abiertos de la muerte y un hueco púrpura en su frente.


–La hermana menor de Jorge se llamaba Gabriela, nunca vi una joven tan hermosa y melancólica –dijo Sebastián.


A sus ojos los aguó la tristeza.


–Era blanquísima como sus antepasados arios y los ojos negros andaluces de tía Carmen, que en paz descanse, le daban un contraste rotundo a su belleza. Cuando Jorge fue a la guerra visité a Gabriela, estaba como una hermosa flor ajada; sólo vi un ligero brillo de felicidad en su mirada cuando me dijo que el primo le había escrito algunas cartas; me mostró algunos papeles que guardaba en un cofrecito de madera y leyó algunos fragmentos en voz alta.


–Ella fue la única que lo apoyó en su vocación poética; lo incitaba a escribir, compartían lecturas, emocionados celebraban versos memorables a altas horas de la noche. Su padre le reprochó esa decisión, a tal punto, que amenazó con echarlo de la casa. Mi tío Helmut, es un viejo conservador y católico, una mula en sus convicciones, nunca le perdonó a Jorge que en un momento de lucidez o soberbia, ahora no lo sé, hubiera dicho que vivíamos en una época podrida, sin metas universales, sin Dios. El viejo enfurecido le cerró cualquier puerta de esperanza.


–La poesía, más que una afición –prosiguió Sebastián– fue una obsesión estética en su cotidianidad, un rasguño oscuro en el corazón; era su razón de ser y sufrir en este mundo que nos tocó vivir. Su padre pensó que la milicia le daría cauce a sus ideales, pero al contrario, agudizó su pasión por los versos y el desprecio por el mundo.


–Luego de la experiencia militar escribió un poemario titulado Los ángeles desollados del bosque, en el cual los soldados y los guerrilleros eran ángeles con los cuerpos inmolados por “esquirlas asesinas”, devorados por gusanos, y la muerte con la frente blanca corría traviesa por los montes alzando una espada en llamas. Su patetismo tenía una belleza apocalíptica y fascinante –anotó Sebastián–, su cara era la de un ángel demacrado por la desesperanza y sólo renacían chispas de felicidad en su retraído carácter cuando cincelaba palabras enclaustrado en su habitación.


–Jorge –continuó Sebastián– entró a estudiar química en la Universidad Nacional, sin abandonar la poesía y allí comenzó a fraguar su tragedia. Conoció a la cocaína, a la que llamaba el blanco otoño de la noche, y tomó la carrera tan en serio que él mismo preparaba el polvo que lo llevó al delirio de la dicha, a socavar en trozos su existencia: unos días eufórico, saltamontes de la ciudad, y otros, aplastado como un insecto, resguardado en una púrpura melancolía.


Ahora, pensé yo, entendía su apatía y sus impulsos, su desidia, su febril mirada, su frente despejada y sudorosa en los pocos momentos que lo vi. Era un ser paradójico, zozobrando entre dos corrientes violentas: la poesía y la cocaína.


–Hay más –me refutó misterioso Sebastián–. Una noche, Jorge comenzó a llorar sin ningún motivo, miró al cielo y maldijo al creador, lo tildó de desertor del campo de batalla, y al tío Helmut lo llamó padre de hierro sin venas. Quería morirse, quería que lo fulminara una lluvia de rayos o la bala perdida en la jungla que había matado a su mejor amigo.


–Traté de calmarlo, le afirmé que fue un improperio del destino y que él no tenía ninguna culpabilidad. En el horror que coloreaban sus ojos intuí algo más, una pena de amor o el infierno de los abismos de la droga.
–Jorge no resistió el peso del mundo y sollozando me confesó la terrible verdad: amo a Gabriela. No le comprendí o no quise comprenderlo en un principio –aseguró perplejo Sebastián.


–¿Qué amas a tu hermana?, a Gabriela, sangre de tu sangre. Eso es una locura, es atizar más el fuego de la destrucción que te consume.


–“Sí, la amo, y lo peor es que soy correspondido, estoy atado a un dolor y a un éxtasis impronunciables. Ella es la blanca muchacha montada en el corcel negro de la noche, la hermana pálida que electriza mi cuerpo, la niña que se columpia alegre en el infierno, la única sobreviviente del bosque”.


–No tuve el coraje de ahondar más en el insólito suceso –siguió relatando Sebastián–, me hundí en un mutismo que ahora me sienta mal. Jorge comenzó a delirar, habló de su desdicha, de las trenzas negras de la noche, de un dios opaco perdido en el bosque, de los labios santos de su hermana besando su frente helada en el ataúd azul de la melancolía, y me rogó que callara el asunto.

 


–Mi relación con Gabriela se tornó amablemente distante –dijo con desgano Sebastián–. Desde que supe el secreto sólo pude mirarla con rubor y compasión, mas nunca le insinué de que algo sabía. Debo confesar, que me alejé de ella para huir de la tentación de ahondar en esa intimidad, tuve ganas de inmiscuirme, de conversar con el corazón herido de la prima, pero preferí dejar las cosas así. –A los meses sorpresivamente se casó Gabriela. Jorge no fue al matrimonio, recuerdo que tío Helmut dijo que lo había atacado una misteriosa fiebre tropical. Fue una boda extrañamente melancólica, la prima estaba bellísima, lucía como una princesa de un cuento de hadas, pero el brillo de sus ojos era lúgubre y ausente.


–No me quedó duda, la prima se había casado por conveniencia, seguramente para alejar la incestuosa atracción, para acallar esa impronunciable pasión en el seno del mundo. Eso avivó la adicción de Jorge por la droga y la poesía, escribía frenéticamente, sumido en el blanco otoño de la noche, como si la tragedia alimentara su poesía.


–Cumpliendo una promesa me asilé en el silencio y la angustia; Jorge caminaba frágilmente en los bordes de un despeñadero, tosía y estornudaba como un tuberculoso. En más de una ocasión lo regañé, le recriminé su dejadez, el tono delirante de sus palabras, su irremediable apego a la muerte y él me respondía en imágenes, como si el único contacto que tuviera con el mundo fuera la poesía.


–A los 27 años murió de una sobredosis de cocaína y huyó de su infierno subjetivo. Fue el epílogo de una catástrofe anunciada; ayer, ayer mismo, se cumplió un año de su muerte y Gabriela se disparó un tiro en la cabeza. Vengo del entierro, tío Helmut estaba inconsolable. Yo estoy desecho y sólo puedo decir que los dos primos descansaron en paz.


No sé, la historia que me contó Sebastián, la he oído o leído antes en alguna parte. Sólo Dios, ¿sabe dónde?


Alfonso Carvajal, “El ángel inmolado”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 181-186.