Que despotriquen del Papa o hayan convertido a la virgen en patrona de los asesinos, son lugares comunes en un mundo en el que Dios nos ha abandonado desde años atrás. Un ejemplo magistral de dicha pérdida lo encontramos en la escritura del peruano, del mismo apellido del novelista y guionista de La virgen de los sicarios,(1) César Vallejo, quien ya en los años veinte retó a Dios, como Fausto, a una partida de dados para cambiar el rumbo del mundo, y terminó descubriendo que Dios no sabe nada de los seres humanos, que los abandonó hace mucho, y da la sentencia de que él nació un día que “Dios estaba enfermo grave” (Los heraldos negros). Claro está que las sentencias de Vallejo –el contemporáneo– son provocadoras y cuestionan la realidad de los seres humanos de finales del siglo XX y principios del XXI, pero tiene el problema de tensar demasiado su mirada con la novela y el guión de la película y provocar así a una sociedad enceguecida e hipócrita a moralizarse y negar sus propias contradicciones. A esto se suma que la película, como la mayoría de los filmes de la época, cuestiona, desnuda la realidad, pero no se arriesga a buscar las causas de las denuncias que hace. Esto pareciera mostrarnos, como una de las conclusiones de este trabajo, que el cine de esta década hace evidente que la sociedad colombiana en su estado melancólico apenas logra llegar al punto de la queja, la reflexión aun se escapa y el ámbito de lo simbólico lo evidencia.
Aunque muchos de los dictámenes de Fernando Vallejo son ya parte de la tradición cultural europea y latinoamericana y se podrían rastrear en muchos momentos de la historia de la literatura, la filosofía y el cine, la producción de la cinta en cuestión estrenada en el 2000 produjo en su momento mucho revuelo pues algunos pensaban que había que hacerle resistencia y hasta censura, mientras que otros críticos promulgaban por la libertad del arte y la capacidad de juicio de los espectadores. Quien llevó la discusión al límite fue Germán Santamaría; de forma directa propuso que se prohibiera la película en Colombia. Por una parte, por la actitud retadora que el escritor paisa tenía con el país al pedirle a todos los colombianos que lo abandonaran y que maten, roben, extorsionen, destruyan, entre otras. Por otra parte, porque la imagen del país y en especial de Medellín era destructiva.(2) Pablo Montoya propone que no es posible vetar una película porque “critica una ciudad o un país” y continúa diciendo que una “suerte de estrechez mental acompaña, creo a quienes quieren ver un libro, una sinfonía o una película como paradigmas de una sociedad”.(3) También Daniel Samper Pizano apoya desde Madrid la libertad de expresión diciendo:
Defiendo el derecho de los provocadores y los pesimistas a expresarse, y el mío y el de los demás a oírles su carreta sin que ningún delegado actúe en nombre nuestro. Censurar La virgen de los sicarios porque “insulta a Colombia” es más bien insultar a los colombianos, y despreciar su libertad y su capacidad de formarse un criterio propio.(4)
Si bien creemos que la libertad de expresión es fundamental, no pensamos que la discusión sobre censurar o no esta cinta sea simplemente una falta de respeto a los colombianos, o una expresión de conservadurismo. Esta discusión alberga un tema, que quizás quienes la promovieron no lo tenían en cuenta, y es la construcción de identidades colectivas. Cuando los críticos proponen que los espectadores tienen el derecho de ver y analizar la película –con lo cual estamos de acuerdo– no tienen presente que ver una película no es un acto objetivo, pues no entramos a cine como sujetos que de forma objetiva vemos una narración allá, en la pantalla, de la cual salimos intactos. Por el contrario, el cine, como todos los medios simbólicos, genera en sus espectadores un proceso de reconstrucción de su propia identidad, y por ello la discusión iniciada por Santamaría no es tan simple.
No es lo mismo para un ciudadano o ciudadana de cualquier otro país asistir a La virgen de los sicarios, que para quienes habitan Colombia y tratan de sobrevivir a la guerra, la pobreza y la violencia social, pues la mirada pesimista ayuda a delinear la identidad colectiva de sus ciudadanos. De esta manera, pensamos que es importante que la película se haya visto en Colombia, pero no podemos olvidar el papel determinante del cine en lo identitario, y, por tanto, se le debe dar su verdadero valor –tanto para producirlo como para analizarlo–.
¿Narración psicológica o hiperrealidad?
La recepción de la película la sitúa como una cinta hiperrealista y la comparan con La vendedora de rosas, quizás por la ciudad y el uso de algunos actores naturales. Se dice por ejemplo que “la película hace un retrato descarnado de la descomposición del país”(5) y que el uso de actores naturales sacados de las turbulentas barriadas hace “crecer hasta el vértigo la dosis de realidad de la obra”,(6) a lo cual otros críticos responden que lo hacen de manera inverosímil y tendenciosa. Otros hablan de su actitud provocadora y expresamente dicen que no es por el homosexualismo, que de hecho es tratado con extremo cuidado y en realidad es poco lo que se ve sobre las relaciones del Gramático con sus niños.
Ahora bien, creemos que uno de los equívocos de la recepción de esta cinta radica en esa mirada hiperrealista de la misma, pues en realidad nos parece que es una película que se adentra en la mente alucinada de un melancólico que trata de apropiar lo inapropiable y termina así reconstruyendo la narrativas de su ciudad –paraíso perdido de la infancia– desde la profundidad de su odio por sí mismo y por el mundo. Además, vemos un recorrido dantesco de un ser de otro mundo por el infierno. Él sale ileso de todas las balaceras que su mente paranoica le hacen vivir, vive las atrocidades desde el lugar de un caminante extranjero que en la dolorosa pérdida de la ciudad de sus sueños sólo puede exacerbar la realidad, que poco dista de lo que acontece en la ciudad, pero que en esta película no necesariamente es el espejo realista de lo que ocurre.
Es decir, que lo que presenciamos en la película son las vicisitudes de un sujeto que oscila entre la melancolía y el amor –amor por su país, su ciudad perdida, sus hombres–, un ser que en su catarata, casi letanía de improperios contra la gente, la ciudad, los políticos, está haciendo evidentes sus propios temores y su inmensa angustia de vivir. Cuando le dice a sus niños sicarios que no maten a las personas pues no merecen morir, tratando de decirnos que no los salve de este infierno en que viven, muestra a su vez la irremediable necesidad de ese ser de habitar su infierno, pues se cree el único –como el caminante baudeleriano– de entender la poética de la muerte, la miseria y el horror humanos.
Mauricio Reina, que cae en esa mirada realista del filme, propone que “¿para qué alucinaciones con esa realidad?” Y le contestaríamos, cómo no tener alucinaciones con esa realidad. Claro está que son alucinaciones que venden, que mueven de forma provocadora a sus espectadores al convertir la catedral de Medellín en el cartucho(7) de la ciudad o realizar asesinatos en el metro de la ciudad. Cuestionamiento que denuncia a la Iglesia, a la sociedad, a los políticos, pero que no logra ser realista de tanto evitar la reflexión, la mirada de las causas de estas problemáticas. Por eso creemos que es más bien la expresión delirante –muy bien lograda– de una mente poseída por mecanismos persecutorios, por una culpa intolerable que sólo puede imaginar muerte y destrucción en cada uno de sus actos.
Ahora bien, los espectadores de este filme encuentran una imposibilidad para distanciarse de la mirada del Gramático con lo cual el proceso de identificación se complejiza y hace que quien asiste a la narración vea el país con los mismos ojos. Esto sucede, irremediablemente,aunque los espectadores pueden llegar hasta repudiar a los personajes, en especial a Vallejo, pero la película no deja salida a su público y lo condena a vivir la prisión de esa mente melancólica, que se parece mucho a la sociedad de la que habla. En primer lugar tenemos la voz narrativa de la cinta centrada en el Gramático. Es Vallejo quien nos guía, se convierte en nuestra Beatriz, y nos sumerge en su propia Medellín, la de sus alucinaciones y de nuevo reconocemos que se parecen mucho a los hechos de que ella se conocen a diario. Entonces, los observadores no pueden nunca crear una mirada suya del todo. Lo que ocurre en la cinta, todo está matizado por la mirada de ese hombre y los condena a sus delirios y sus improperios. Con esto no queremos decir que los espectadores no puedan hacer análisis críticos de la película. Lo que queremos decir es que el largometraje está hecho de tal manera que la mirada pesimista y destructiva de Vallejo se le imponga a su interlocutor, que lo ahogue en sus espejismos, en su deseo de muerte.
Por otro lado, la confusión –creemos que deliberada– de Fernando Vallejo, narrador, personaje, es la construcción ficcional que el hombre, ese que nació en Colombia, que vive desde hace varias décadas en México y aún no logra reponerse del dolor de patria, ha creado, y que le impide aún más a quien lo lee y lo ve en la película una distancia simbólica. Así, el proceso de identificación que viven los espectadores en el cine, se desarrolla en extremo en esta película y creemos que su éxito narrativo está precisamente en exacerbar la imposibilidad de diferenciación, al punto que Vallejo, no importa cuál, puede poseer por un momento a los espectadores –aunque muchos son mujeres– y ayudar a delinear su visión del país.
El mundo patológico de la mente que construye este filme explota la relación Eros y Tanatos, al instaurar una personalidad que oscila constantemente entre el amor y la muerte, al punto que los confunde. No en vano su primer amor, Alexis, le dice que en esa ciudad los hombres se enamoran con odio. Así, el amor para el protagonista desencadena y exacerba la muerte latente, en su retorno para morir. Escoge “niños” que matan y deben morir, que no tienen salida, que no tienen futuro, para posar su amor derruido y con ellos afianza su instinto de muerte, al vivir con ellos numerosos asesinatos, más aun, al vivir el amor con quien le ha matado a su amor anterior. La vida, mas no el amor, que son los dos elementos que conforman el Eros, ha sido desacralizada, no tiene importancia y pueden matar para solucionar cualquier problema insignificante, como el del vecino que no lo dejaba dormir.
El extranjero –Vallejo– vive la muerte como si nunca se hubiera ido, como si hubiera asistido a cada uno de los asesinatos de la ciudad. Con parsimonia se yergue en la virgen fatídica que acompaña a los jóvenes sicarios. Vive también la política y el poder como si conociera el día a día del país. Frente a una estatua de Simón Bolívar, que es uno de los símbolos más brutales de la pérdida social por el fracaso de su sueño y la traición de su pueblo, con gran inteligencia el Gramático se burla del poder convertido en estatua, se burla del motor más atroz de la humanidad. Y si bien puede generar molestia el burlarse de los símbolos patrios, es a la vez una necesidad que parece estar muy presente en el cine actual, en tanto que se vive cada vez más un hastío con la “democracia”, por la incapacidad de los héroes y caudillos nacionales –de cualquier sector– de generar bienestar, que más bien caen siempre en las perversidades de proteger sus feudos y sus pequeños poderes circunstanciales.
Narrar la violencia que vive el país, y en especial las contradicciones internas de un ser que intenta recuperar un lugar para morir en este extraño país adolorido y tortuoso es una necesidad, pero lo es también mirar más de cerca el tipo de identidades que esas narraciones producenpara intentar cuestionarlas y entenderlas. También es necesario que el cine colombiano se arriesgue a ver las causas de esos elementos que se ha dedicado a denunciar y que requieren mayor reflexión. Es ese el caso de La virgen de los sicarios, que a través de la historia de muerte de su protagonista, elude las causas estructurales de esa realidad. Quizás lo haga porque ese ser sólo vive en la queja melancólica, pero no creemos que ese sea el único motivo, más bien es el síntoma más fuerte de la melancolía que se expresa en el cine de la última década.
Notas
1 Fernando Vallejo, un escritor, vuelve a su ciudad natal, donde se encuentra que no queda gran cosa: sus padres están muertos y una parte de la ciudad ha sido destruida. En un burdel de jóvenes, conoce a Alexis, un joven de 16 años quien es un asesino. Ambos se enamoran teniendo como fondo una ciudad caótica. Alexis es asesinado y Fernando queda de nuevo solo y en busca del asesino. Finalmente lo encuentra, se enamora de él y la historia acaba por repetirse.
2 Germán Santamaría, “Prohibir al sicario”, Revista Diners, octubre 2000, p. 5.
3 Pablo Montoya, “La Virgen de los Sicarios, de Barbet Schroeder. Una película en cinco movimientos”, Kinetoscopio, vol. 11, núm. 55, 2000, pp. 90-95.
4 Daniel Samper Pizano, “Virgen de los Sicarios, telebodas y otras yerbas”, El Tiempo, 25 de octubre de 2000.
5 Mauricio Reina, “¿Futuro o pasado?”, Cambio, núm. 418, 25 junio-2 julio 2001, pp. 102-103.
6 William Ospina, “No quieren morir, pero matan”, Revista Número, núm. 26, septiembre-noviembre de 2000, pp. 19-20.
7 La zona del Cartucho en Bogotá se ha convertido en un fantasma y en un referente recurrente en obras literarias y cinematográficas que se centran en dicha ciudad. Tal vez se debe al hecho de que por mucho tiempo fue un punto neurálgico del negocio de drogas ilícitas y posteriormente fue brutalmente desalojada. El imaginario que se ha creado alrededor del cartucho se centra en la descomposición individual y colectiva de algunos grupos de la ciudad.
Alejandra Jaramillo, “Hermetismos de una mente apática”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 151-158.