Francisco Segovia

El sueño de Weinberg

 

 

–¿Y qué me prueba que haya unidad en la naturaleza?
–Ésa es precisamente la cuestión que yo planteé a
Einstein. Me respondió:
Es un acto de fe.

Paul Valéry, La idea fija

 

 

La tabla periódica de todo

 

Sir William Cecil Dampier decía, en su Historia de la ciencia (1929), que Mendeleiev consideraba su Tabla Periódica de los Elementos como un instrumento meramente empírico, pero que las relaciones que dicha tabla había logrado establecer entre los elementos químicos "no pudieron por menos de traer de nuevo a un primer plano la antigua idea de una base común para la materia". Renacía así el sueño que obsesionó a los filósofos griegos hace dos mil quinientos años. El optimismo que lo alimentaba ahora se basaba en que el ordenamiento de los elementos en la tabla suponía una teoría poderosa, capaz no sólo de presentar sistemáticamente los elementos conocidos sino de "predecir" elementos hasta entonces desconocidos. En resumen, la periodicidad con que se presentaban podía ser vista como una ley fundamental de la naturaleza. La tabla periódica fue de vital importancia para el ulterior desarrollo del modelo atómico, pero en su momento significó algo apenas más modesto: la química había encontrado una descripción de los elementos tan cabal y poderosa que podía dar por zanjadas todas las cuestiones referentes al modo en que éstos se combinan.
El problema es parecido, y a la vez diferente, cuando los físicos de hoy se ponen a la tarea de establecer una tabla semejante para las partículas elementales. Es parecido en el sentido que vimos antes: una vez formulada por entero, la tabla implicará una teoría que dé cuenta de las leyes que gobiernan el comportamiento de las partículas incluidas en ella; es diferente, en cambio, porque los físicos atómicos han seguido a menudo un camino inverso al de Mendeleiev. Si éste disponía de un conjunto homogéneo de hechos empíricos y de una teoría que los reunía en un cuerpo conceptual consistente (Lavoisier, Dalton, Avogadro, Prout, etc.), capaz de hacer predicciones, los físicos de este siglo han construido su teoría, sobre todo, a partir de los fenómenos que observan en sus aceleradores. No es raro, pues, que las teorías modernas se vayan adecuando a los experimentos para dar cuenta de ellos o, como quiere ingenuamente Steven Weinberg, para "explicarlos". Pero este procedimiento tiene algunos baches. Según razona Weinberg, las adecuaciones aparecen como remiendos en el tejido total de las teorías, lo que les resta "belleza" (es decir, les resta simplicidad a sus postulados iniciales). Por eso se dice que el modelo estándar (que es el que se ocupa de establecer la tabla periódica de las partículas) no es aún capaz de competir con la teoría de la relatividad, que es "bella" en la medida en que no puede ser remendada sin dar al traste con los cimientos de su construcción. En este sentido, la versión actual del modelo estánda
r es sólo una aproximación a algo que juguetonamente ha sido llamado Teoría Final o Teoría de Todo. Dicha teoría promete entregarnos una tabla periódica como la de Mendeleiev; es decir, una ordenación que habrá de tener el sabor de lo inevitable, de lo que no podría ser de un modo distinto.

 

 

Así pues, los físicos no se han dejado amilanar por las fealdades de su modelo estándar, que consideran contingentes. Eso no significa, sin embargo, que hayan renunciado a formular otros modelos. Uno de ellos comienza hoy a competir fuertemente con el modelo estándar: la teoría de cuerdas. Se trata de una teoría muy poderosa matemáticamente, aunque tan complicada que sus defensores se han visto forzados a hacerle unas cuantas simplificaciones, lo que ha dado como resultado que hoy haya al menos dos "versiones" de la teoría. Con todo, parece casi imposible probar experimentalmente la teoría de cuerdas, al menos con los medios que hoy tenemos a mano.

No daré más detalles de esta teoría. Baste citarla para mostrar que los físicos se encuentran indecisos ante una pequeña oferta de teorías que se presentan como las mejores candidatas a trazar la tabla de las partículas y, consecuentemente, a expresar las leyes de la física de una forma única, coherente y sin remiendos. Lo malo del asunto es que, para decidir si una de ellas (el modelo estándar) es o no la verdadera Teoría Final, se requiere de mucho dinero. La falta de recursos para construir un acelerador de partículas capaz de dirimir esta cuestión no sólo ha restado espectacularidad y emoción a la física de los últimos años sino que, según Weinberg, la ha colocado en una suerte de impasse que ha hecho disminuir el número de estudiantes de física en los Estados Unidos.

 

 

 

El superacelerador

 

 

Para aquilatar sus aproximaciones a una tabla final de las partículas, los físicos necesitan probar experimentalmente la validez de los principios que emplean para formularla. En el momento actual de la teoría, esto implica construir un acelerador mucho más potente (y por lo tanto mucho más caro) que cualquiera de los hechos hasta hoy. Con él se podría alcanzar una energía que nos permitiera probar la existencia o inexistencia de una partícula esencial para la solidez de la tabla: el bosón de Higgs. En caso de existir, este bosón daría cuenta de la forma en que se rompe la simetría entre las fuerzas electromagnética y débil (es decir, probaría experimentalmente que las dos fuerzas son, por encima de cierta energía, una misma y única fuerza, lo que a su vez nos permitiría resolver un misterio básico de la teoría atómica: por qué las partículas tienen las cargas que tienen y no otras.

Algunos proyectos para construir un acelerador lo suficientemente poderoso para resolver esta cuestión han rebasado la etapa del mero diseño en Europa (el llamado LEP, que funcionará en Ginebra) y en los Estados Unidos (el Supercolisionador Super Conductor, o SSC). En cuanto al SSC, ha sido motivo de una larga y agria polémica. Los distintos bandos se preguntan si vale la pena destinar un presupuesto de ocho mil millones de dólares (en la versión más optimista), repartidos a lo largo de una década, para construir un acelerador tan poderoso. Según lo describe Weinberg, el SSC sería un óvalo subterráneo de 83 kilómetros de largo (comparable al periférico de Washington), por el que correrían en direcciones opuestas dos delgados rayos de protones de 20 billones de voltios cada uno, dirigidos en su ruta curva por 3 840 imanes y enfocados por otros 888 imanes (en total, los imanes requerirían de 41 500 toneladas de acero, 19 400 km de cable superconductor y dos mil millones de litros de helio líquido para enfriarlos).

Después de años de debate, el Congreso estadounidense se hizo finalmente eco de la opinión de muchos físicos y muchos administradores y el 30 de septiembre de 1993 decidió revocar el presupuesto acordado para la construcción del SSC, cuyas obras estaban en marcha desde 1989. En opinión de los físicos opuestos al SSC, el proyecto habría absorbido prácticamente todo el dinero asignado a las investigaciones físicas, dejando "secos" a los proyectos de la llamada "física pequeña". Este argumento no convence, desde luego, a Steven Weinberg. Y no es extraño. Él, Abdus Salam y Sheldon Glashow compartieron el premio Nobel de física justamente por enunciar la teoría que reúne a las fuerzas electromagnética y débil en un solo concepto, el de fuerza electrodébil. Se entiende, pues, que para él sea importante la construcción de un acelerador capaz de demostrar la existencia o inexistencia del bosón de Higgs. En este sentido, su libro Sueños de una teoría final es (como The God Particle, de Leon Lederman), un alegato en favor del SSC, una suerte de panfleto largo y sesudo a favor de la "física grande". Pero es también una diatriba "Contra la filosofía", según declara sin miramientos el título de su séptimo capítulo. Esto me parece importante, no sólo porque el alegato contra la filosofía aparece en el contexto de una polémica de orden político y financiero sino, sobre todo, porque no es la primera vez que, llegados a un punto en el que creen que su ciencia se acerca al glorioso final que siempre han soñado, los físicos la emprenden violentamente contra la filosofía. Hagamos un poco de historia.

 

 

 

Los fines de siglo se parecen

 

 

Fin del XVIII. En 1883 Ernst Mach (cuyo nombre entendemos hoy como sinónimo de "velocidad del sonido") publicó un libro fundamental para el desarrollo del empirismo científico: La mecánica. Historia crítica de su desarrollo. En él decía que "Los enciclopedistas franceses del siglo XVIII imaginaron hallarse cerca de la explicación final del mundo por medio de los principios físicos y mecánicos; Laplace llegó incluso a concebir una mente competente para predecir el progreso de la naturaleza por toda la eternidad, si fueran conocidas las masas y las velocidades". Tales esperanzas estaban fundadas en la mecánica de Newton y filosóficamente hallaban un sustento conforme con la filosofía de la Ilustración y, más particularmente, con la teoría del conocimiento de Kant, de modo que nadie podría decir que no fuesen sólidas esperanzas. Pero no se cumplieron.

Fin del XIX. Un siglo después –en la época en que Mach publicaba su Mecánica–, los físicos hicieron cundir de nuevo la idea de que era posible enunciar en unas cuantas fórmulas todas las leyes de la naturaleza. Su optimismo se basaba en que ahora, además de la mecánica de Newton, contaban con la teoría electromagnética de Maxwell. Pero si aquello no significaba que los físicos se convertirían de pronto en un ejército de desempleados era, simplemente, porque aún quedaban muchos detalles por resolver. Decía Albert Michelson, en un discurso pronunciado en la Universidad de Chicago en 1894:

 

Aunque nunca es seguro afirmar que el futuro de la Ciencia Física no nos reserva maravillas aún más sorprendentes que las del pasado, parece probable que la mayoría de los grandes principios subyacentes hayan sido firmemente establecidos y que haya que buscar los próximos adelantos principalmente en la aplicación rigurosa de estos principios a todos los fenómenos que se nos pongan a la vista [...] Un físico eminente ha señalado que las futuras verdades de la ciencia física deben ser buscadas en la sexta posición de los decimales.

Michelson recibió el premio Nobel de física en 1907, pero fue también, paradójicamente, coautor de un experimento tan singular que para "explicarlo" fue necesaria una teoría revolucionaria: la relatividad especial. Con todo, la aparente suficiencia de su discurso muestra una diferencia notable con respecto a lo que había ocurrido apenas un siglo antes: a finales del siglo XIX la filosofía ya sólo acompañaba a la ciencia, si acaso, muy a regañadientes. Hermann von Helmholtz (autor de la primera exposición general de lo que hoy conocemos como "principio de conservación de la energía") describía así el asunto en sus Conferencias de 1862:

 

Es indudable que a fines del siglo último, cuando la filosofía kantiana reinaba de un modo supremo, tal cisma [entre la filosofía natural y las ciencias] no se hubiera proclamado jamás; antes al contrario, la filosofía de Kant descansaba exactamente sobre el mismo terreno que las ciencias físicas [...] De acuerdo con su doctrina, un principio descubierto a priori por la razón pura se transformaba en una regla aplicable al método de la razón pura, y nada más, aunque pudiera no contener ningún conocimiento real y positivo. La Filosofía de la identidad de Hegel fue más temeraria: partiendo de la tesis de que no sólo los fenómenos espirituales, sino incluso el mundo real –la naturaleza y el hombre–, eran el resultado de un acto del pensamiento por parte de una mente creadora, similar desde luego a la mente humana, sostenía que ésta era capaz, incluso sin la guía de la experiencia externa, de comprender los pensamientos del Creador y volverlos a descubrir en su propia actividad interna. [...] Pero [...] no existe prueba de que fueran correctas las hipótesis de identidad que constituyen su punto de partida. Los hechos de la naturaleza habrían constituido su prueba decisiva [...] y fue en este punto donde la filosofía de Hegel, nos aventuramos a decir, falló por completo. [...] Convencido el mismo Hegel de la importancia de ganar a su causa a los cultivadores de la ciencia física, arremetió con vehemencia y acrimonia contra los filósofos naturalistas y de un modo especial contra Isaac Newton [...] Los filósofos acusaron a los científicos de estrechez de miras, y los hombres de ciencia tildaron a los filósofos de extravagantes. Y en esta pugna muchos hombres de ciencia se apresuraron a despojar a sus trabajos de todo bagaje e influencia filosóficos, en tanto que otros, incluidos algunos de extraordinaria perspicacia, fueron aún más lejos y condenaron a la filosofía en su conjunto, no ya como meramente inútil, sino incluso perjudicial.

Fin del XX. A fines del siglo XX las cosas no parecen muy distintas. En 1980, cuando fue recibido como Lucasian Professor en la Universidad de Cambridge, Stephen Hawking pronunció un discurso comparable al de Michelson. En él sugirió que la física teórica llegaría a su fin al mismo tiempo que el siglo. La última línea de ese discurso dice: "Quizá esté ya a la vista el fin de los físicos teóricos, si no es que el de la física teórica". Aunque Hawking ha moderado su optimismo desde entonces y ahora prefiere suponer que la Teoría Final no será enunciada antes del año 2010, los motivos que esgrimía en 1980 siguen vigentes y alegran el corazón de no pocos físicos. En su opinión, la física está muy cerca de realizar el viejo sueño de Demócrito que, expresado en términos del siglo XX, no es otra cosa que unir la teoría cuántica con la relatividad general y ofrecer así una sola descripción para las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza (la fuerte, la débil, la electromagnética y la gravitacional). En cuanto a la filosofía, basta echarle un ojo al último libro de Steven Weinberg para comprobar que la desconfianza de los científicos por los filósofos no ha hecho sino crecer a lo largo del último siglo. Dice Weinberg: "No sé de nadie que haya participado activamente en el avance de la física en el periodo de la posguerra; de nadie así cuya investigación haya sido auxiliada significativamente por el trabajo de los filósofos". Pero no sólo él combate en este terreno. En su famosísima Historia del tiempo dice Hawking:

 

[...] en los siglos diecinueve y veinte la ciencia se volvió demasiado técnica y matemática para los filósofos; de hecho, para todos, excepto unos cuantos especialistas. Los filósofos redujeron tanto la amplitud de sus investigaciones que Wittgenstein, el filósofo más famoso de este siglo, dijo: "La única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje". ¡Qué bajón desde la gran tradición de la filosofía, de Aristóteles a Kant!

No es de extrañar que Hawking y Weinberg la emprendan contra un filósofo que escribió que "Para asombrarse, el hombre –y quizá los pueblos– debe despertar. La ciencia es un medio para adormecerlo de nuevo". Pero ¿qué dirían de Leibnitz, que escribió algo parecido?: "Toda pasión deja de ser una pasión en cuanto tenemos una idea clara y distinta de ella. Es la ciencia lo que mata la pasión". Y es la ciencia, también, lo que en el siglo XX quiere matar a la filosofía.

 

El bajón filosófico

El pensamiento del siglo XX podría caracterizarse, de manera muy esquemática, con unas cuantas ideas básicas. Aunque muchas de ellas son en realidad producto del XIX, ha sido nuestro siglo el que les ha sacado jugo. Así, la historia de las maravillas y atrocidades de nuestra época sería incomprensible sin nociones como la de deseo y la de falsa conciencia (el inconsciente de Freud, la ideología de Marx, la voluntad de poder de Nietzsche), la de lucha de clases, la de arbitrariedad del signo lingüístico, la de evolución natural, la de equivalencia entre masa y energía, la de espaciotiempo, la de cuanto de acción, la de incertidumbre en las mediciones físicas... La lista no es exhaustiva, desde luego, pero nos permite vislumbrar dos cosas, en principio contradictorias. Por una parte, que parece haber un aire de familia, por así decir, entre algunas de estas ideas. Por ejemplo, entre la arbitrariedad lingüística y la incertidumbre física, que ven ambas dos caras de una misma moneda y concluyen que no es posible o no es pertinente considerar esas dos caras a la vez (ni en física pueden tratarse al mismo tiempo la velocidad y la posición de un electrón ni en lingüística pueden tratarse de la misma manera el plano del significante y el del significado). Pero por otra parte la lista deja ver también una falta de solidaridad entre las nociones que se ocupan de fenómenos naturales y las que tratan fenómenos humanos. Esto es, sin duda, una consecuencia más del recelo con que durante al menos dos siglos se han mirado mutuamente los científicos y los filósofos. Pero las consecuencias de esta divergencia no son simétricas: es verdad que los filósofos se han refugiado cada vez más en las llamadas "ciencias sociales", pero de vez en cuando se ocupan de cuestiones científicas (aunque sea sólo como historiadores); los científicos, en cambio, han llegado tan lejos en sus especulaciones teóricas que hoy se hacen las mismas preguntas "metafísicas" que la gente común relaciona con la religión o con la filosofía (¿cómo empezó el universo?, ¿qué es la vida?, etc.), pero sólo atienden muy de soslayo a la historia filosófica de estas ideas. En otras palabras, los físicos avanzan sobre un terreno que antes evitaron como a la peste y que hoy ven como un coto privado. "Para quienes no ven conflicto alguno entre ciencia y religión –dice Weinberg–, la retirada de la religión del terreno que ocupa la ciencia es casi completa". Sin embargo, a juzgar por la manera en que algunos físicos nos reseñan sus primeros pasos por las tierras filosóficas, avanzan aún a tientas y como haciendo de cuenta que el mapa más reciente de ese terreno fue hecho en Grecia hace 2 500 años. Ni Hawking ni Weinberg, por ejemplo, tienen empacho alguno en mostrarnos cómo se dan a la sencilla tarea de meditar sobre Dios y la religión desde el punto de vista de la física. Tal vez valga la pena detenerse en este punto y, citando el título del undécimo capítulo de Sueños de una teoría final, preguntarnos "¿Y qué hay de Dios?".

Divulgación de Dios

Hace unos años, un entrevistador desapercibido le preguntó a Jacques Lacan si creía que el psicoanálisis se convertiría en una religión. Lacan respondió que no, que al final triunfaría la religión verdadera. Atónito, el entrevistador preguntó cuál era la religión verdadera. Lacan dijo sin vacilar: el cristianismo, por supuesto.

Es ley de la prensa publicar con gran boato las opiniones de las personas famosas o notables. No importa realmente sobre qué ni qué opinen: lo que de veras vende es la autoridad que esas personas tienen por haberse distinguido en alguna actividad. Esto tiene un peso especial cuando la figura que opina se dedica a actividades "serias" (distintas, básicamente, del espectáculo). Pero no son los periodistas los únicos culpables. Lo mismo ocurre cuando un científico prescinde del entrevistador y se lanza por cuenta propia a difundir sus ideas en un libro destinado al público general. Suele haber en ello algo de divulgación y algo de autobiografía (cuando no también algo de franca propaganda). En palabras de Wittgenstein, "Los escritos científicopopulares de nuestros hombres de ciencia no son la expresión del trabajo arduo, sino el descanso en los laureles". Tal es sin duda el caso de Weinberg, pero también el de las obras de divulgación científica y de opinión general publicadas a principios de este siglo (Einstein, Heisenberg y Gamow, por sólo mencionar físicos). ¿Puede decirse, sin embargo, que no hay diferencias entre ellos y que la visión general de Einstein, por ejemplo, coincide con la de Weinberg? Responderé con un ejemplo: Paul Valéry consideraba que Einstein era un artista de primer orden, pero dudo mucho que hoy pudiese tener la misma opinión de Steven Weinberg. Y no sólo en razón de la "genialidad" de cada uno sino, sobre todo, de la ligereza o el comedimiento de sus palabras en cuanto tratan temas "metafísicos". Pongamos unos cuantos ejemplos.

Suelen citarse dos frases de Einstein en las que se menciona a Dios. En la primera el propio Einstein declaraba al New York Times que creía en "el Dios de Spinoza, que se revela a Sí mismo en la ordenada armonía de lo que existe; no en un Dios que se interesa en los destinos y los actos de los seres humanos"; en la segunda mostraba su desconfianza del principio de incertidumbre de Heisenberg diciendo que "El buen Dios no juega a los dados con el universo". Como puede verse en sus ensayos, Einstein concebía al "Dios de Spinoza" como la armonía y unidad de la naturaleza –cosa que en la terminología de Weinberg se llama "reduccionismo"–, aunque a veces este concepto resulta más bien sinónimo de "condiciones iniciales del universo". En cualquier caso, al hablar de Dios, Einstein y sus contemporáneos esquivaban prudentemente todo conflicto directo con la religión y se contentaban con tomar el concepto como una especie de "testigo" filosófico para sus teorías. Así, el concepto de Dios funcionaba más o menos como lo hace hoy el llamado "principio antrópico", según el cual no puede ser válida ninguna teoría científica que nos impida trazar la historia del universo hasta dar con la humanidad. Ambos conceptos son extrafísicos (o, dicho con propiedad, metafísicos) en el sentido en que ninguno de ellos es resultado de una medición, pero no por ello dejan de modelar un pensamiento y definir una actitud homogénea frente a dos visiones que, como hemos visto, se han repelido ya durante siglos: la ciencia y la moral. Einstein escribió en De mis últimos años:

 

Cuanto más imbuido está un hombre de la ordenada regularidad de todos los acontecimientos, más firme se hace su convicción de que nada queda, por causas de diversa naturaleza, fuera de esta ordenada regularidad. Para él no existe ley humana o divina que actúe como causa de acontecimientos naturales. Sin duda, la doctrina de un Dios personal que se interpone en los acontecimientos naturales nunca podría ser refutada, en el real sentido de la palabra, por la ciencia, pues esta doctrina puede refugiarse siempre en dominios en que el conocimiento científico aún no ha puesto el pie.

Esta posición podría ser forzada hasta hacerla coincidir con la de Hawking, según el cual "si el universo se halla realmente autocontenido, y no tiene límites ni bordes, no tendría entonces principio ni final: simplemente sería. ¿Qué lugar habría, entonces, para un creador?". Pero también podría tocarse, más moderadamente, con la opinión de Von Helmholtz sobre el fracaso del hegelianismo; es decir, con el punto en que los científicos observan una división entre el mundo moral y el mundo físico. Stephen Jay Gould advierte la misma disyuntiva filosófica en un artículo publicado en el Scientific American (julio de 1992): "La ciencia –dice– se ocupa de la realidad fáctica, mientras que las religiones tratan de la moralidad humana". Para Weinberg, en cambio, la disyuntiva es entre un oscuro callejón sin salida y el luminoso camino de las verdades simples: "Tiendo a estar de acuerdo con Gould en la mayoría de las cosas, pero creo que aquí va demasiado lejos; el significado de la religión está definido por lo que la gente religiosa cree de hecho, y la gran mayoría de la gente religiosa del mundo se sorprendería de ver que la religión no tiene nada que ver con la realidad fáctica". De este modo, los argumentos de Weinberg no pueden sino concluir que "las lecciones de la experiencia religiosa [...] están indeleblemente marcadas con el sello del wishful thinking".

Pero ¿no hay algo curioso en estos razonamientos? Si despojáramos a la física de su valor epistemológico –del mismo modo en que Weinberg despoja a la religión de todo valor teológico, convirtiéndola en algo apenas más complejo que una mera superstición–; digo, si elimináramos la epistemología, nos encontraríamos también con que el significado de la física se reduce a lo que los físicos creen de hecho. Y los físicos –como todos sabemos y el mismo Weinberg muestra una y otra vez– han creído muchas cosas absurdas. El antes citado Ernst Mach –de quien Einstein se decía "devoto estudiante"– consideraba absurda la idea de átomo; en 1910, en el curso de un debate con Max Plank, dijo que "si la creencia en la realidad de los átomos es tan crucial, entonces renuncio al modo físico de pensar. No seré ya más un físico profesional, y retiro mis credenciales científicas". Einstein, ya lo hemos visto, consideró absurdo el principio de incertidumbre de Heisenberg, y Heisenberg, a su vez, cuestionó la existencia del quark. ¿Qué pensaríamos hoy si Lederman no hubiese confirmado experimentalmente la existencia del quark? ¿Seguiríamos

buscándolo o ya nos habríamos resignado a decir que no fue más que una hipótesis fallida, una "creencia"? Esa misma pregunta nos planteamos hoy en cuanto al bosón de Higgs, pero a ese respecto podemos adelantar un resultado: no es probable que la respuesta, sea cual sea, cambie en absoluto el sistema de pensamiento de la física, aunque en uno de los casos nos veremos forzados a desechar la teoría electrodébil de WeinbergSalam. Y ésta es quizá otra diferencia con Einstein. Aun cuando sus teorías no se hubiesen verificado, la física había ya sufrido una transformación radical en su manera de pensar. Paul Valéry pone estas palabras en boca de los personajes que dialogan en La idea fija:

 

–Todo eso es muy bonito –dijo el doctor–, ¿pero si ese gran trabajo no es verificable, si la experiencia lo desmiente un buen día?... No es más que una curiosidad para especialistas.

–Si esta obra admirable palidece, no por ello habrá transformado menos radicalmente todas nuestras ideas sobre la naturaleza física [...] Podemos apreciar como geómetras lo que desechamos como físicos.

Pero, ¿qué significa apreciar como geómetras? En palabras de Einstein, citadas otra vez por Valéry, "La distancia entre la teoría y la experiencia es tal que es necesario encontrar puntos de vista de arquitectura". ¿Podríamos ver en estos "puntos de vista de arquitectura" algo así como el concepto de simetría que se emplea hoy para describir a las partículas, más cercano de los cuerpos sólidos de Platón que de los átomos de Leucipo y Demócrito? Heisenberg, al expresar sus dudas en cuanto a la existencia del quark, lo exponía así:

 

Pero aun cuando se descubrieran los quarks, serían a su vez divisibles, por lo que sabemos, en dos quarks y un antiquark, etc., es decir, no serían más elementales que el protón. Así de difícil es liberarse de una vieja tradición. Lo que realmente hace falta es un cambio en los conceptos fundamentales. Tendremos que abandonar la filosofía de Demócrito y el concepto de partícula elemental. Y en lugar de ello deberíamos aceptar el concepto de simetrías fundamentales que deriva de la filosofía de Platón. [...] Con todo, no creo que aparte de este cambio conceptual vaya a haber ninguna ruptura espectacular.

El lenguaje del modelo

Hemos visto ya que los físicos hablan de "Dios" y del "principio antrópico" a pesar de que no pueden dar una definición precisa de ellos. Los usan con manga ancha y sin muchas preocupaciones; no son más que "una manera de hablar" de sus propias teorías. Pero esto les resulta desagradable a los más rigurosos, para quienes la ciencia no sólo es la forma de hablar sino que es, de hecho, la forma en que habla el universo. La idea, según Wittgenstein, ha arraigado: "Los hombres de hoy creen que los científicos están ahí para enseñarles; los poetas y los músicos, para alegrarlos. Que éstos tengan algo que enseñarles es algo que no se les ocurre". A Weinberg, ya lo hemos visto, no le parece que haya nada que aprender de la filosofía y lo más que llega a apreciar en filósofos como Wittgenstein y Feyerabend es que sean "una lectura entretenida". ¡Y eso que hablamos de filosofía, no de lengua natural! En cuanto a esta última, dice Weinberg: "tan irrelevante es la filosofía de la mecánica cuántica para su uso que uno empieza a sospechar que todas las cuestiones profundas sobre el significado de la medición están realmente vacías, que nos han sido imbuidas por nuestro lenguaje, un lenguaje que se desarrolló en un mundo casi enteramente gobernado por la mecánica clásica". Su argumento es harto simple y consiste en reprochar al lenguaje sus prejuicios alegando algo así como: "todos decimos que el Sol sale por el Oriente y se oculta por el Poniente, como si diera vueltas alrededor de la Tierra, pero la ciencia prueba que esta ilusión se debe a que la Tierra gira sobre su propio eje". Muy bien, pero si lo que queremos es discutir cómo se construye el modelo de la física –y no simplemente sancionar la vieja disputa entre las verdades científicas y las creencias populares (que para Weinberg son, en este caso, construcciones lingüísticas)–, entonces habrá que preguntarse por las leyes que rigen (o, si es el caso, que hacen necesaria) la relación entre el lenguaje y la mecánica newtoniana. En efecto, ¿se trata acaso de una relación natural?, ¿la mecánica newtoniana determina al lenguaje, o es al revés y el lenguaje determina a la mecánica newtoniana? En términos más generales: ¿qué relación hay entre el lenguaje científico y la lengua natural? ¿Es realmente posible comprender al primero sin implicar necesariamente a la segunda?

Weinberg no se pregunta este tipo de cosas. Por eso no es extraño que coincida con Hawking en su desprecio por las teorías de Wittgenstein. Su peor ataque contra el filósofo se resume en este párrafo:

 

Ludwig Wittgenstein, negando aun la posibilidad de explicar un hecho cualquiera sobre la base de cualquier otro hecho, nos advertía que "en la base de toda la visión moderna del mundo yace la ilusión de que las así llamadas leyes de la naturaleza son las explicaciones de los fenómenos naturales". Tales advertencias me dejan frío. Decirle a un físico que las leyes de la naturaleza no son explicaciones de los fenómenos naturales es como decirle a un tigre que acecha a su presa que toda la carne es pasto.

Bien por el doctor Weinberg, pero ¿deja la carne de ser pasto simplemente porque el tigre no cree que lo sea? ¿Se trata, en suma, de un asunto de meras creencias? Así parece. En cuanto deja de pisar el sólido terreno de la física, Weinberg opina, pero jamás da un juicio. En este sentido no pisa nunca realmente tierras filosóficas, como tampoco lo hacen Hawking ni Lederman. Y no es extraño. Aunque es un físico teórico, es también un hombre práctico y se considera orgullosamente reduccionista: "Para mí el reduccionismo no es una guía para los programas de investigación –dice– sino una actitud ante la naturaleza misma"; es decir, una actitud para la cual todos los principios científicos pueden ser expresados en "un conjunto simple de leyes interconectadas". Y así volvemos, una vez más, a la Teoría de Todo.

Todo y todo

En la expresión "Teoría de Todo", la palabra "Todo", con mayúscula inicial, significa "leyes fundamentales"; es decir, bastante menos que cuando empleamos normalmente la palabra "todo", con minúsculas. La expresión es equívoca porque el público general tiende a ver en ella una promesa descabellada; a saber, que con unas cuantas fórmulas podremos describir todos los fenómenos físicos del universo, desde el átomo de hidrógeno hasta el vaivén de las mareas y el caprichoso latir del corazón. Esto, desde luego, no será así. La formulación física de Todo es la formulación de unos cuantos principios que subyacen en todos los fenómenos naturales, pero ello no significa que siempre vaya a ser pertinente emplear sus ecuaciones para describir un fenómeno determinado, como no es pertinente emplear la teoría de la relatividad para describir la caída de una manzana. En este sentido, no es del todo absurdo imaginar que la formulación final de una Teoría de Todo encontrará escasas oportunidades de aplicación a los fenómenos presentes y se contentará, sobre todo, con explicar cómo el universo llegó a ser lo que es; es decir, por qué es históricamente simétrico, homogéneo y armonioso.

La pompa con que se ha anunciado la inminente aparición de una Teoría Final sugiere que la historia de la humanidad se dividirá en antes y después de esa Teoría, pero nos hace olvidar que otras teorías también merecerían llevar, con toda justicia, el nombre de Teoría de Todo. En su tiempo, como vimos al principio de estas páginas, la tabla periódica de Mendeleiev fue una Teoría de Todo (y en el nivel molecular lo sigue siendo), como lo son a su modo la teoría de la evolución y el modelo de los ácidos mensajeros. No quiero decir que estas teorías no hayan dado un vuelco al corazón de los hombres; sino que de ellas no hay que esperar algo que sólo existe en los libros de divulgación científica, pero no en la teoría misma. Si a algunos físicos les gusta adoptar la posición hegeliana (según la vimos descrita por Hermann von Helmholtz) y decir que estamos a punto de comprender "el pensamiento de Dios", aceptemos la metáfora como lo que es: una metáfora, no una teoría. Porque para una verdadera teoría física no existe una cosa tal como "el pensamiento de Dios".

fscamelo@prodigy.net.mx

Francisco Segovia, "El sueño de Weinberg", Fractal n° 9, abril-junio, 1998, año 3, volumen II, pp. 41-60.