Héctor Manjarrez

Conversación sobre Cuicuilco

 

 

Para el nuevo gobierno de la ciudad
Para Camila, ocho años

 

Antecedentes

Érase una vez una pirámide, la primera del Valle de México, situada hoy en día –con el crecimiento de la ciudad– en la confluencia de la Avenida Insurgentes Sur y el Periférico, en el límite norte de la delegación Tlalpan.

Érase en el Porfiriato una fábrica de papel, Loreto y Peña Pobre, con dos plantas y las casitas anexas destinadas a sus trabajadores. La primera planta es ahora el centro comercial Plaza Loreto, en Tizapán.

La planta de Peña Pobre durante años y años contaminó el aire de Cuicuilco-Villa Olímpica con un horrible olor sulfuroso, pero a mediados de los ochenta fue clausurada con mucho bombo y platillo. Octavio Paz y Homero Aridjis y el naciente Grupo de los Cien atestiguaron el feliz acontecimiento. Un lote fue abierto al público –en particular a los niños– y bautizado como Parque del Manantial o Parque Ecológico Loreto y Peña Pobre.

El 80 o 90% de los terrenos de esta antigua planta quedaron cerrados al público hasta diciembre de 1997, cuando –sin bombo ni platillo, casi clandestinamente– se abrieron a los automóviles, y algún raro peatón, bajo el nombre de Plaza Cuicuilco.

Plaza Cuicuilco consta de un centro comercial, un Sanborns y dieciséis cines de la cadena Cinemex. Igual que Plaza Loreto, aprovecha bien las viejas instalaciones fabriles para su nuevo uso mercantil. Plaza Cuicuilco se construyó a marchas forzadas –los camiones cargados de materiales ingresaban por decenas cada noche– a pesar de la oposición de los habitantes de la zona y numerosísimos miembros de lo que se ha convenido en llamar "la sociedad civil", e incluso de una demanda interpuesta ante tribunales por algunos ciudadanos que alegan atentado contra el patrimonio arqueológico e histórico de la nación.

Lo único que los opositores lograron fue que no se erigiera un edificio de veintidós, veinticuatro o veinticinco pisos (depende de la fuente que se consulte) que había diseñado Teodoro González de León. Los visitantes de Plaza Cuicuilco, si entran por Insurgentes, pueden ver a su izquierda cómo se sigue construyendo un edificio que (ídem) constará de cinco, seis u ocho pisos. A su derecha, el edificio –ni feo ni bonito–de la financiera Inbursa, construido en 1989.

 

I

En el asunto de Cuicuilco ha habido varios perdedores y un solo ganador. Este último es el señor Carlos Slim, propietario de Inbursa, Sanborns, Telmex y el Grupo Carso, que se ha salido con la suya y ya inauguró su Plaza Cuicuilco a despecho de las manifestaciones, los desplegados, las cartas, las súplicas, los artículos y las demandas. Los perdedores somos:

 
 

1) La Ciudad de México, que ha perdido la oportunidad de ensanchar sus áreas verdes en un lugar de gran importancia simbólica y de terrible contaminación.

2) Todos aquellos que creíamos que la primera (y única) pirámide de la Ciudad de México debía no sólo mantenerse sin un edificio más a la vista que acabara de destruir su diálogo con el Ajusco y consigo misma, sino incluso ampliar sus terrenos hacia lo que ahora es Plaza Cuicuilco, nombre tan ofensivo como lo serían Plaza Teotihuacan o Plaza Tepeyac si hubiera shopping malls al lado de esos otros dos lugares sagrados de nuestro valle (antaño metafísico). Pero, claro, bautizar un centro comercial como Plaza Peña Pobre...

3) Todos los habitantes de la zona (entre los que me incluyo). A cambio del indeseado milagro de un ¡tercer! Sanborns en la zona y un ¡segundo! Deportes Martí y Pali y MixUp, sufriremos la afluencia de miles de coches más cada día. El deterioro de Tlalpan, iniciado a raíz del terremoto de 1985 –cuando las clases media y alta y muchas oficinas de gobierno y privadas decidieron migrar hacia suelos más duros–, cobra proporciones que a los lugareños nos resultan ya insoportables.

(El señor Slim, que al parecer vive en Las Lomas, me entendería si a la vuelta de su casa –en esa zona tan arbolada y apacible de la ciudad– un Grupo Carso rival le ubicara un centro comercial con su enorme estacionamiento; pero supongo que el señor Slim se opondría exitosamente a una intrusión así.)

4) El tercer perdedor ha sido Teodoro González de León, considerado por muchos (entre los que también me cuento) como uno de los grandes arquitectos de México. En efecto, lo único que sacrificó el Grupo Carso fue su edificio. Las palabras del señor Slim (cito de memoria) fueron: "Si lo que les molesta es la altura del edificio, pues lo hago más bajo". Desde luego que no nos oponíamos tan sólo al edificio, pero al Grupo Carso le pareció más sencillo sacrificarlo que detener la obra y permitir un debate –de ciudadanos interesados, habitantes de la zona, arqueólogos, arquitectos, urbanistas– sobre la conveniencia de edificar en el sitio.

Mejor money talks. Mejor catorce pisos menos y un edificio que ya no ofenda tanto por su altura pero que seguramente ofenderá por su fealdad –¿quién lo diseñó y a qué plazo?– en una zona donde los edificios altos son muy recientes, muy numerosos y verdaderamente horripilantes en su mayoría.

Con el Sacrificio del Edificio, los intereses mercantiles –no los comunitarios, los históricos, los estéticos o los culturales– triunfaron. En la cartografía de la ciudad, la Pirámide de Cuicuilco ha pasado a ser casi sólo un simple anexo folklórico de Plaza Cuicuilco. (Cincuenta metros después del anunciote de Cinemex, está la entrada.)

En la ciudad y en el país casi no se ha debatido sobre un tema de grandísima importancia: el de la nueva arquitectura ante y al lado de la vieja arquitectura. Según entiendo, lo único con lo que contamos son las autorizaciones o prohibiciones del INAH –institución que en el caso Cuicuilco intervino tan tarde como ineptamente– y del DDF (ahora Gobierno de la Ciudad) en dos rubros: a) protección de edificios históricos; b) reglamentación de usos de suelo. Si el INAH cuida que el paño y la altura y el estilo de las nuevas construcciones no lastimen los edificios del Centro Histórico o la colonia Roma, por ejemplo, ¿por qué no consideró como lesión irreparable el proyecto del Grupo Carso? Algunos dicen que la edificación de la ENAH al lado de la pirámide le restaba toda autoridad al INAH; pero un error no justifica otro y, además, la Escuela de Antropología e Historia se construyó mucho antes de que hubiera sensibilidad respecto de estos temas.

En cuanto al segundo inciso, ¿cómo fue que el Delegado de Tlalpan no tomó en cuenta que la zona está perfectamente servida en materia de centros comerciales por Perisur; que la carga vehicular de Insurgentes Sur se vuelve verdaderamente terrible justamente en el tramo que va desde Perisur hasta San Fernando y Corregidora; y, como si esto fuera poco, que en la zona suroeste el aire es casi diariamente el más sucio de la ciudad, tanto porque está ubicada en la entrada y salida de la megalópolis al sur, cuanto porque la cordillera del Ajusco detiene y retiene la contaminación? Quiero suponer que esto se debe tan sólo a que el entonces Delegado no reside en esta zona y, por lo tanto, no supo contemplar el choque entre intereses (mercantiles) y necesidades (residenciales, respiratorias y viales).

Los aztecas destruían para construir, los españoles también. Los liberales juaristas, que tanto amamos, devastaron iglesias, conventos y casas del ahora Centro Histórico por afán de privatización y venganza. En nuestro siglo, centenares de edificaciones se han derruido sin apelación y sin discusión, y durante su periodo como jefe del DDF, Carlos Hank González se ganó el mote de Gengis Hank por abrir en canal barrios enteros (como Moses en Nueva York o Haussmann en París) para establecer los Ejes Viales.

En Cuicuilco, esa siniestra costumbre se topó con una alianza de lugareños y amantes de la ciudad que trató de detener las obras porque afectaban la manera de vivir de los locales y la cultura de la ciudad toda.

Sin embargo, fuimos derrotados. O tal vez no, puesto que aún subsiste la demanda ante tribunales mencionada antes; y que no se ha recurrido a medidas de boicot a los establecimientos comerciales que decidieron acompañar al Grupo Carso en el desprecio a las protestas.

Y mientras los coches afluyen a Plaza Cuicuilco para que la gente vea una película y deambule por las tiendas y meriende en Sanborns las enchiladas suizas de cartón y regrese muy feliz a casa (¿qué más puede pedirle uno a la vida?), voy a pedirle al lector que me acompañe en la revisión de algunas de las opiniones –tanto a favor como en contra del edificio de González de León y de la Plaza Cuicuilco de Slim–que se manifestaron durante los meses en que este triste asunto se debatió en algunos órganos de la prensa escrita e incluso en un foro.

 

II

Hasta donde yo sé, dos arquitectos se han manifestado públicamente sobre el caso Cuicuilco. Quisiera aquí compartir con ambos mis comentarios, algunos indudablemente discrepantes, a sus opiniones. Me anima el deseo de plantear, en la medida en que soy capaz, los términos todos del debate; y para nada el de enconarlo o personalizarlo.

Uno de esos arquitectos es el propio autor de la torre sacrificada: Teodoro González de León, notabilísimo arquitecto al que le tocó en mala suerte la fuerte oposición a Plaza Cuicuilco. El otro es Ernesto Betancourt, cuyas obras confieso en mi ignorancia desconocer, pero cuyos argumentos son de sumo interés, como verá el lector más adelante. (Intercalaré, además, las opiniones de un estudiante de arquitectura de la UAM-X, José Ángel Campos Salgado.)

Empiezo, con toda la extensión que se merece, por el primero. A manera de introducción, me permitiré citar una breve carta abierta que le dirigí (La Jornada, 17 de junio de 1997), la cual reza de este modo:

 
 

Querido Teodoro:
Como tú sabes, soy un admirador de tu arquitectura pública, que nos ha dado ya varios de los nuevos puntos de referencia de nuestra ciudad.

Por lo mismo, me ha consternado enterarme de que será obra tuya la torre con que el Grupo Carso pretende destruir el entorno del primer y último espacio sagrado de nuestra ciudad: Cuicuilco.

Así como muchos agradecemos los bellos edificios que nos has dado, el engendro (por bonito que sea) de Cuicuilco no te lo perdonaríamos nunca.

Por favor, da marcha atrás. Con el afecto de siempre.

1) Quizás en respuesta a esta carta, pero sobre todo a las muchas otras voces que proponían la cancelación o por lo menos postergación de la obra, Teodoro González de León declaró a Patricia Vega (La Jornada, 21 de junio de 1997): "Creo que mi forma hace un eco del monumento y no obstruye ninguna visual más de lo que ya lo hacen los edificios vecinos [...] Simplemente porque alguien dijo que se obstruye la visual y que el que se sube a la pirámide ya no va a ver el Ajusco, eso es mentira".

Comentario. Quien primero planteó en público el asunto de la visual fue, por su nombre, la actriz Jesusa Rodríguez, para quien la pirámide "es la más hermosa terraza al Iztaccíhuatl y al Popocatépetl". Nadie manifestó que ya no se podría ver el Ajusco, sino tan sólo que la vista del Ajusco quedaría impedida, lastimada, por una torre de veintitantos pisos.

2) Al preguntarle Patricia Vega a qué atribuía las impugnaciones, González de León respondió: "En México hay un problema de inmovilismo: toda obra grande provoca una reacción muy violenta; la gente piensa que es mejor no hacer nada y eso en política tiene un eco muy feo: el político que no hace, ‘la hace’, dicen, porque el que no hace ahí va, caminando. La acción –estoy trabajando para un grupo que es activo bárbaramente, que está haciendo el México moderno– siempre crea problemas".

Comentario. ¿Hay acaso un problema de inmovilismo en México? No lo sé; supongo, sí, que depende del lugar y el momento y las personas. También sé que Jesusa Rodríguez es una de las grandes renovadoras del teatro en México; y sé, asimismo, que la acusación de inmovilismo la esgrimieron, por ejemplo, quienes planeaban o apoyaban un campo de golf en Tepoztlán, al cual la comunidad tepozteca, yo diría que en uso de sus legítimos derechos, puesto que vive allí, se opuso.

Y ¿toda obra grande provoca una reacción muy violenta? Para empezar, la oposición a Plaza Cuicuilco fue enfática y repetida, pero en ningún momento violenta. ¿Violentos los niños, los ancianos, los artistas y las amas de casa que se plantaban a la entrada de la obra mientras los filmaban, amenazantemente, las videocámaras del personal de seguridad de Inbursa? ¿Violentos los que firmaron desplegados, escribieron artículos, brindaron declaraciones a la prensa? ¿Violentos, en fin, los ciudadanos que apelaron a la ley para impedir la obra?

Para seguir, ni las Torres de Santa Fe ni el edificio del FCE en la carretera al Ajusco, obras ambas de González de León, suscitaron, hasta donde yo sé, reacción crítica alguna, no digamos violenta.

Y para terminar, me llaman la atención estas palabras: "Estoy trabajando para un grupo que es activo bárbaramente, que está haciendo el México moderno". Yo preguntaría: ¿los demás no estamos haciendo el México moderno? Los que nos oponemos no a Teodoro González de León, sino a la contaminación visual y espiritual y vial de una zona arqueológica, ¿no somos modernos (en realidad, posmodernos)? En pocas palabras, crear centros comerciales y de esparcimiento que ofrecen casi exactamente los mismos productos que otros de su tipo –a sólo cinco tiros de piedra, en Perisur– y que exigen automóvil y, por lo tanto, consolidan tanto la pavorosa privatización de los espacios por razones de clase como el desprecio por la calle, ¿eso significa ser moderno? En ese caso, las ciudades que viven y disfrutan sus calles –públicas y policlasistas– como París, Buenos Aires, Nueva York, Barcelona, Amsterdam, San Francisco, etcétera, ¿no son modernas?

La sucinta y verdadera pregunta es, pues: los shopping malls ¿no son en realidad una forma de ser bárbaramente moderno?

Estas preguntas, respetado Teodoro, nos las hacemos –con una angustia y una agudeza inimaginables para los habitantes de zonas más céntricas de la ciudad, donde no tienen una sola pirámide y la violencia contra las edificaciones de hace cuarenta años y de hace cuatro siglos es un poco más supervisada por el INAH y el gobierno de la ciudad y no hay lugar para erigir grandes centros comerciales– los que vivimos en las periferias. Sabemos que Tlalpan no puede seguir siendo el pueblo que era hace veinte años, incluso hace diez, entre otras razones porque muchos de sus habitantes fuimos los primeros o los segundos o los terceros en traer nuestros coches y nuestras costumbres modernas a estos lares.

Pero lo que exigimos no es inmovilismo, sino respeto. A lo que nos oponemos es al despotismo burocrático y mercantil. Y creemos –¿ingenuamente?– que nuestras razones tarde o temprano acabarán siendo las de toda la ciudad, porque si no, la ciudad acabará siendo tan sólo bárbaramente moderna.

3) Poco después de que el Grupo Carso decidiera sacrificar la torre, en entrevista con Merry McMasters (La Jornada, 1997; no guardo registro de la fecha) Teodoro González de León declaró que era un "malísimo y feo" precedente tal cancelación, así como que era "monstruoso" e "inconcebible" exagerar la importancia del contraste, el choque, la antipatía entre el sitio arqueológico y el centro comercial y –seguramente en lo que sigue hay un salto de línea– "ponerle lugar sagrado de ese pedazo de muro que se encuentra en el borde de la excavación".

Comentario. Todas las personas que tuvieron ocasión de ver el proyecto de González de León me han comentado que era hermoso, y yo no lo dudo. Pero ni mi hija de ocho años ni yo ni nuestros vecinos creemos que haya sido monstruoso o inconcebible que tantos individuos nos hayamos opuesto a su edificación. Bastante más inconcebible y monstruoso parece que el Grupo Carso –sin más– haya hecho el sacrificio del edificio; y –si lo pensamos un poquito– más conforme a los usos y costumbres sempiternos del abuso mexicano que los constructores se hayan negado a toda parlamentación con los habitantes de la zona y con el grupo "Sobre mi Cadáver", encabezado por Jesusa Rodríguez.

Y sí, desde luego que sí creo que la pirámide de Cuicuilco es un lugar sagrado. (Para quien le interese, mis argumentos los expuse en El laberinto urbano, 29 de septiembre de 1997, núm. 22.) Vuelvo a citarme: "Por laicos que seamos, hay que poner el grito en el cielo. En honor al misterio y en honor a la razón [...] Pues lo que se quiere hacer en Cuicuilco son actos de barbarie –inconscientes, como inconscientes hemos sido todos hasta ahora–; un sacrilegio (de sacer, sagrado, y legere, robar)".

4) En entrevista con José Garza (La Jornada, 23 de enero de 1998), González de León se explaya: a) "Pensaba, honestamente, que dos arquitecturas, con veintidós siglos de diferencia, iban a dialogar"; y b) "La arquitectura es un arte, no una ciencia. Es el arte de hacer espacios y configuraciones que deben servir a las personas, para ofrecer bienestar, para usarse, vivirse. La arquitectura, como todo arte, debe emocionar, de lo contrario no puede hablarse de arquitectura sino de construcción".

Comentario. Desde luego que González de León cree honestamente lo que afirma en el primer inciso. Y por supuesto que suscribo su credo. El problema es que muchos creemos –muy racionalmente– que la chaparrita y modesta y simpática y conmovedora pirámide de Cuicuilco debe de seguir dialogando preferentemente con las personas y las montañas.

Citaré de una carta al Correo Ilustrado de La Jornada (no conservo registro de la fecha) de un estudiante de arquitectura de la UAM-X, José Ángel Campos Salgado, quien comienza dirigiéndose a González de León como "admirado arquitecto" y luego lo felicita "por exponer abiertamente los argumentos que justifican su proyecto arquitectónico [...] Al menos hace doce años que no se discute públicamente alrededor de la arquitectura en nuestra ciudad". (Cursivas mías.)

Más adelante, José Ángel Campos Salgado ofrece sus dudas: "Sin embargo, sabiendo que la torre tendrá 25 pisos [es decir, una altura cercana a 90 metros] y estará a una distancia aproximada de 200 metros de la pirámide, podemos prever que dicha torre puede interrumpir una parte importante de la visual del Ajusco que ahora se percibe [...] Pero la arquitectura, en su relación con la ciudad, no sólo afecta visualmente a ésta, sino también su uso. La densidad de construcción aumenta la intensidad de uso y ello impacta, en nuestros días, la vialidad, pues no hemos podido inhibir el uso cada vez mayor del automóvil. Así que la zona también en ese aspecto será afectada [...] Su proyecto [...] es de gran escala, su uso es comercial, la zona inicia su urbanización hace sólo treinta años y, finalmente, se encuentra en vecindad con una zona prehispánica, y esta arquitectura, a diferencia de la construida en la Europa medieval, contaba con espacios abiertos de grandes proporciones".

En cuanto al inciso b), también repito que estoy de acuerdo: la arquitectura debe servir a las personas y ofrecer bienestar, y usarse y vivirse. Yo ya no tengo que usar mi coche si quiero darme el gustazo de ver películas gringas y comprarme unas mentas en Sanborns, sólo tengo que caminar a Plaza Cuicuilco. Pero mi entorno ha sido agredido bárbaramente por una modernidad que no sirve a las personas, sino a los consumidores; que no emociona ni ofrece bienestar alguno; y donde no vive una sola alma. Por otra parte, más temprano que tarde los barrios populares a espaldas de Plaza Cuicuilco, con sus calles intrincadísimas como de casbah, tendrán que rendirse, como bastiones "premodernos" que son, ante los efectos colaterales de esta construcción (que no arquitectura): para arreglar la estrangulación circulatoria, no dudemos que se acabarán construyendo ejes viales. Arme usted, lector, un nudo gordiano. Luego, ¡córtelo de tajo! (De hecho, ya hay el proyecto de un puente sobre Antiguo Camino a Santa Teresa que sería la siguiente afrenta al centro ceremonial Cuicuilco y a los habitantes de la zona.)

5) González de León también afirma: c) "Pensaba que dos arquitecturas con 22 siglos de diferencia iban a dialogar, enriqueciendo una zona que nadie visitaba"; y d) "Cuicuilco no fue un caso de desconocimiento arquitectónico de la sociedad, sino de un grupo que atacó al empresario más exitoso del país; fue un acto político de quienes atacan todo lo que tiene éxito".

Comentario. Una vez más discrepo. El sitio arqueológico de Cuicuilco no es visitado por multitudes –su tamaño es demasiado modesto para ello–, pero sí es una zona que visita todo tipo de gente: desde los mexicanistas y los esotéricos hasta los lugareños; desde los turistas extranjeros hasta los turistas nacionales; desde los que buscan un lugar singular donde pasear y pensar y sentir hasta la inmensa mayoría de los alumnos de primaria de esta ciudad, que son conducidos allí por sus escuelas para que conozcan el más remoto pasado de la civilización del Valle de México.

Por lo demás, las palabras del inciso d) son un sinsentido. Si los que nos opusimos y oponemos a Plaza Cuicuilco somos percibidos como "un grupo", me incumbe declarar enfáticamente que somos una multitud de individuos unidos tan sólo por nuestro amor a la pirámide de Cuicuilco. No hay ni cábala, ni complot, ni conjura inmovilista.

Y no, no "atacamos al empresario más exitoso del país"; ni, ¡uff!, se trata de "un acto político de quienes atacan todo lo que tiene éxito". Es un acto –político sí, porque tiene que ver con nuestra polis– de defensa de la más antigua grandeza mexicana y en contra de un centro comercial que lo único que propone, o más bien expende, son artículos de consumo, en detrimento de una zona histórica.

Que los éxitos del señor Slim a mí y a otros no nos conmueven particularmente? Es un hecho. Pero no lo "ataco" por ello, ni pretendo que no cree empleos, sino que me defiendo de lo que me agrede como habitante de Tlalpan y de la ciudad. Y eso de que los mexicanos "atacamos todo lo que tiene éxito", creo que es una consigna, ya periclitada, del medio siglo.

Don Teodoro González de León se duele de no haber podido construir su edificio, y yo me conduelo. Espero que las razones que vengo exponiendo le ayuden a entender por qué algunos individuos tomamos la determinación de oponernos a Plaza Cuicuilco porque la vemos como ejemplo de lo que no se debe hacer en nuestra ciudad.

 
 

III

En este momento quisiera dejar la palabra a esa especie de memoria viviente del pasado indígena que es Miguel León-Portilla; y seguidamente a Carlos Slim y a Elena Poniatowska.

Don Miguel escribe en 1997 una carta personal y pública al señor Slim en el Correo Ilustrado de La Jornada (no guardo la fecha) en que le ruega y al mismo tiempo casi le exige –como amigo suyo– que no siga adelante con la construcción de Plaza Cuicuilco.

 
 

Pienso que estás de acuerdo en que la zona arqueológica de Cuicuilco, por sus características y por ser una de las más antiguas de México y de nuestro continente, tiene un valor excepcional. Creo también que compartes la idea de que, independientemente de cuáles son los límites dentro de los cuales pueda haber vestigios del mismo horizonte cultural, su entorno merece suma atención. Y asimismo, no quiero dudar de que coincidirás con muchos, muchísimos habitantes de esta metrópoli, en que ella está necesitada en extremo de zonas verdes, pulmones que nos ayuden a respirar [...] Me consta, Carlos, que fomentar la cultura y salvaguardar la naturaleza forman parte de tus afanes como hombre de acción.

Como ejemplo de estas prendas de Carlos Slim, Miguel León-Portilla menciona el Museo Soumaya y el apoyo tanto al Centro de Estudios Históricos Condumex como a la Reserva Ecológica del Pedregal en Ciudad Universitaria. Y en seguida aplica un poco de "manita de puerco":

 
 

Tú, Carlos, desciendes de inmigrantes libaneses cuyo esfuerzo mucho ha contribuido al bien de México, país que los recibió con los brazos abiertos. Ahora tienes una ocasión óptima para hacer un gran bien a esta ciudad que es también tuya [...] Haz donación, Carlos, a la ciudad, de estos terrenos que son parte vital del entorno de los milenarios monumentos de Cuicuilco. Con esto harás además grande aportación de alcances ecológicos. Tu regalo, símbolo y monumento, perdurará para siempre como testimoniohomenaje de la inmigración de miles de hombres y mujeres libaneses [...] Estoy cierto de que tu ciudad, nuestra ciudad, te lo agradecerá. Pensando en tus nietos y en los de todos nosotros a los que les será dado visitar Cuicuilco, y pasear por el parque que está en tus manos donar, podrás decir con el poeta náhuatl: "No acabarán mis flores, no cesarán mis cantos, yo los elevo, se reparten, se esparcen".

Algunos creímos que la súplica de don Miguel conmovería a Carlos Slim, quien vería que la oposición a Plaza Cuicuilco no era obra de un grupo que odiaba su éxito.

Pero el señor Slim redarguyó (carta-artículo en La Jornada, tampoco guardo la fecha) lo siguiente: a) que "sería un error demoler (las) construcciones con todo y chimeneas" –en lo que muchos estamos de acuerdo, pues preferimos que se utilicen con fines públicos, culturales y no-mercantiles; aun así que daría muchísimo terreno para sólo plantar árboles–; b) que el Parque del Manantial ya lo había donado en 1986; c) que el Bosque del Pedregal (Bosque de Tlalpan) había sido propiedad también de la papelera –aunque no aclara si lo donó, lo vendió o se le expropió–; d) que aceptó "con gusto" la expropiación, en 1989, de "dos millones de metros cuadrados" (o sea, en castellano, 200 hectáreas) en las faldas del Xitle "para constituir un cinturón verde para la ciudad y también por ser áreas de filtración y recarga de los acuíferos"; e) que la ENAH se halla a poco más de cien metros de la pirámide (y "se pretende edificar allí una biblioteca"...), mientras que los edificios de la fábrica "se hallan a poco más de 200 metros"; f) que "después de varias reuniones con diversas personas de la zona que objetan nuestro proyecto, su planteamiento se reduce (sic) a la contaminación visual que supuestamente provoca el edificio, a pesar del cuidado que ha tenido el arquitecto Teodoro González de León, conocido por su talento, cultura y sensibilidad indiscutibles"; g) "propones que ‘done’ a la ciudad el ‘terreno’ y me pregunto, ¿cuál es el regalo a la ciudad? ¿Donárselo para que asuma los costos de restauración y cuidado, y realice construcciones para ser aprovechado en beneficio de la comunidad? ¿O que asuma yo, como debe hacerlo la sociedad civil, la responsabilidad que nos corresponde haciéndolo disponible como lugar público en el que la población pueda asistir a pasear y comer, comprar y divertirse? [...] ¿Donar para ver si el gobierno lo hace y cuándo?". (Las cursivas son mías, pero el énfasis es del señor Slim.)

Comentario. En su respuesta, Carlos Slim defiende, como tantísimos otros, la sobrevivencia de los edificios fabriles; enumera lo que aparentemente ha hecho por la zona sur de la ciudad; censura la criticable ubicación de la ENAH y lanza una súbita alerta sobre un supuesto proyecto de construcción de biblioteca; afirma, sin la menor veracidad, que la oposición de los lugareños se refiere tan sólo a la torre; y, finalmente, no responde a los argumentos de Miguel León-Portilla –sentimentales, evidentemente, porque todo esto es también una cuestión de sentimientos–, pero sí expone su credo: que los lugares públicos son aquellos donde la población es libre de pasear y comer, comprar y divertirse; y, finalmente, que con el gobierno simplemente no se puede.

¡Pero Plaza Cuicuilco no es un Parque de Chapultepec o Bosque de Tlalpan donde todos pueden pasear bajo los árboles y comer tortas y comprar baratijas y divertirse gratis con los chamacos y la abuelita! Y, por otra parte, es palmario que la argumentación del señor Slim no tiene absolutamente nada que ver con esa supuesta "sociedad civil" que de pronto aparece a media frase sin mayor explicación ni justificación.

Plaza Cuicuilco es –en cinco breves palabras– un proyecto mercantil y depredador. Y, por otra parte, si no se puede confiar en el gobierno, eso es asunto de los ciudadanos, me parece a mí.

Ciudadanos que, por lo demás, podrían pedir con todo gusto la indemnización del Grupo Carso –si éste la exigiera– por el valor de los terrenos y el costo de las obras de restauración, con tanta insistencia como pidieron la cancelación o –por lo menos– postergación de las obras.

El señor Carlos Slim, en su carta, argumenta que Plaza Cuicuilco será "un lugar vivo y seguro al que las personas puedan asistir cuando quieran". Lo que está diciendo, entre líneas, es que será un sitio al que puedan acudir las personas con coche o con dinero. ¿Y qué significa esto? Significa que (como tantos centros comerciales y urbanizaciones) Plaza Cuicuilco forma parte de una rampante suburbanización de México –ciudad y, por cierto, también país– que cada vez cobra mayor fuerza.

¡Mientras menos pobres nos topemos, mejor!, tal es la consigna entre líneas. ¿Quién ha visto a un pobre en un Sanborns? Sólo afuera, mendigando; y eso en los Sanborns que no están en los malls (o mols), porque éstos expulsan de su radio inmediato a todo aquel que se sienta intruso. Como dice Elena Poniatowska: "En nuestro país todo se privatiza, ya nada es de todos, ni siquiera los parques públicos, ni siquiera las grandes zonas arqueológicas" (La Jornada, 9 de agosto de 1997).

El Museo Soumaya, propiedad y obra de la familia Slim, es un caso tan curioso como extremo de esta tendencia. Uno, porque alberga una de las colecciones más grandes de esculturas y bosquejos de Auguste Rodin en el mundo. Dos, porque no se ubica en un lugar típico para un museo (el Centro Histórico, Chapultepec). Ni se encuentra en zona de museos, ni es accesible desde la calle. ¿Sabe usted, estimado lector, dónde está? Es probable que lo ignore, porque está encerrado dentro de un centro comercial de clase media: nada menos que en la ya mencionada Plaza Loreto...

Esto quiere decir que para ver los Rodins del Museo Soumaya, hay que tener coche; hay que estacionarlo y pagar una tarifa alta; y si no se desea pagarla, es preciso sellar su boleto al comprarse algo en Sanborns, ese hiperdrugstore mexicano (porque los demás comercios ¡ya no tienen derecho a sellarlos!). No cabe duda de que es un lugar "seguro"; pero... ¿"vivo"? Evidentemente no, si por vivo entendemos, primeramente, el pasado.

Para disfrutar el noble y hermoso Museo Tamayo –obra, por cierto, de González de León y Zabludovsky–, el interesado tiene que caminar entre familias mexicanas típicas (que llegaron desde quién sabe dónde en coches viejos, o incluso sin coche) y vendedores de hot-dogs y refrescos, de globos, de avioncitos de madera y cartón, y luego, si así lo desea, puede visitar el Museo de Arte Moderno y el Museo de Antropología y, un poco más lejos, el Centro Cultural Arte Contemporáneo. Pero para deleitarse con los Rodins y las otras obras del Museo Soumaya, usted tiene que "parecer seguro" o llevar coche.

Muy al principio del debate –antes de que hubiera protestas, cartas, desplegados, artículos y hasta el Foro Cuicuilco 97–, Jesusa Rodríguez invitó al señor Carlos Slim a sentarse con ella –o sin ella si lo prefería– en la pirámide, de modo que entendiera su misterioso sentido arquitectónico y su valor espiritual. Pero el señor Slim seguramente no tuvo tiempo de regalarse a sí mismo esa emoción y enterarse de que algunas de las cosas más bellas del mundo todavía son gratis y no se obtienen, desgraciadamente, en los centros comerciales.

(Por lo demás, hay que decir que el Grupo Carso no es para nada bisoño en esto de enfrentar oposición a la construcción de un Sanborns. El que está en Plaza del Centenario, Coyoacán, originalmente debía ser bastante más alto; y, luego de abundantes y largas protestas, se erigió en el lugar donde se hallaba el único estacionamiento de esa zona... Y, por cierto, ¡no vaya usted a creer que la edificación en Plaza Cuicuilco es asunto cerrado! En el plano original se preveía la construcción de varios edificios de apartamentos de lujo con vista tanto a la pirámide como a los volcanes. ¿Se abandonó ese proyecto, o sólo se postergó?)

 
 

IV

Para concluir esta conversación, ruego al lector que escuche las opiniones del arquitecto Ernesto Betancourt (La Jornada Semanal, 159, 2 de noviembre de 1997).

1) "Todas las críticas y argumentos en contra de esta construcción podrían resumirse en un problema de escala, pero no de la escala arquitectónica sino del mero tamaño de lo propuesto, sobre todo a juzgar por la calma que suscitó la –al menos para mí– inexplicable decisión de sustituir la construcción de 24 pisos por una de ocho que, lejos de aportar una respuesta inteligente [...] cae en otro error urbano, arquitectónico y cultural, dejando la pirámide al lado de lo que probablemente se convertirá en un edificio impersonal [...] y con otras construcciones aledañas, horribles y banales, como las que se construyen al otro lado de Insurgentes".

Comentario. El arquitecto Betancourt no toma en cuenta el uso mercantil y el daño vial y respiratorio que supone Plaza Cuicuilco. Cree que la oposición la concita solamente la torre, y por ello tan sólo opina sobre el tema de lo grande. A éste, por ende, nos ceñiremos.

Efectivamente, hubo una extraña calma luego del sacrificio de la torre. Personalmente, no sé a qué atribuirla. ¿A la esperanza? Por el contrario, ¿a la desesperanza al comprobar que el Grupo Carso sacrificaba la reina para dar jaque mate? ¿O tal vez al cansancio y el fatalismo? Los dos horrendos edificios ubicados delante de Villa Olímpica habían sido ya motivo de oposición de los habitantes de ese bello conjunto residencial por allá de 1992-1993, si la memoria no me falla. En lugar de aducir que los adefesios ésos echarían a perder la armonía de la Villa, se adujo –pensando que era más razonable, más comprensible– que podía haber vestigios arqueológicos.

Y bien, el INAH vino y buscó y dijo: "¡No hay tepalcates, señores, se puede construir!".

Por cuanto a los lugareños –como se puede ver–, los empeños de defensa no han faltado. Pero no nos ha ido nada bien.

2) El tema de lo grande es lo que ocupa al arquitecto Betancourt, y es un tema sin duda importante. Dice: "Tenemos un profundo temor a parecer grandes, o a emprender grandes empresas en la ciudad; años de imposiciones desencadenan hoy negativas intransigentes de comités de vecinos y

grupos civiles de cualquier signo [...] Es muy cierto que las fuerzas de un laissez faire desbocado han causado muchos estragos en las ciudades modernas, y nunca ha sido más necesaria la defensa del patrimonio artístico y de las construcciones valiosas para la identidad de una urbe, pero esto no debe permitir que nos comportemos como curas santurrones que, en nombre de lo que para ellos es la comunidad o los valores de la sociedad, impongan recetas morales y prohibiciones ridículas. No podemos renunciar al derecho de expresión y testimonio de nuestra cultura, incluso y mejor aún, junto a los vestigios de construcciones notables del pasado". (Cursivas mías.)

Comentario. Estoy seguro de que el arquitecto Betancourt me permitirá pertenecer –si así me lo dictan mis razones y emociones– a un grupo civil o vecinal de cualquier signo, y confío, además, que esta conversación no le parezca la prédica de un laico santurrón. Estoy seguro también de que convendrá conmigo en que es de vital importancia que los proyectos que alteren grandemente la vida de los barrios o que modifiquen los lugares históricos se debatan abierta y largamente. ¿No se discutió en Francia hasta decir basta sobre la conveniencia de construir la pirámide de I. M. Pei en la cour del Louvre? (Y, hélas!, ¿acaso no se construyó simplemente porque el presidente Mitterand quería dejar su huella regia?)

Hablemos, conversemos, debatamos, polemicemos, acordemos, desde luego. Por ejemplo, sobre si realmente tenemos un profundo temor a parecer grandes, o a emprender grandes empresas en la ciudad. ¿Es esto cierto? ¿O se debe ante todo y sobre todo al pavor estético y al despojo comunitario y solar y vial que –por poner un ejemplo– causan tantos de los enormes y mediocrísimos edificios "posmodernistas" del Paseo de la Reforma, donde hay, ahora mismo, grupos que se oponen a la edificación del gigantesco edificio Águila y de la enorme torre Chapultepec, entre otros el mismísimo INAH, que ahora sí respinga?

¿No se debe más bien, como lo apunta el propio Betancourt, "a la habitual ceguera de las autoridades que han pasado sobre los intereses colectivos para favorecer los privados"?

Para que no seamos mexicanitos desconfiados y resentidos y aparentes enemigos de lo grande, se necesita mucho más que ambición y amplios criterios modernos. Se necesita algo bastante sencillo e inexistente: confianza. Después, podremos hacer las cosas en grande, como sin duda esta ciudad lo exige.

Y se necesita con suma urgencia, además, que los arquitectos –los buenos y los malos, que de éstos hay plétora– contemplen no sólo los volúmenes y los espacios, sino a la gente que vive en ellos. (El Centro Nacional de las Artes, que no afectaba a barrio alguno, no suscitó la menor resistencia. ¡Y no se puede negar que era un proyecto grande!)

3) "Es un hecho insoslayable que cada vez que se erige una nueva edificación, nos enfrentamos a la disyuntiva de mantener únicamente los restos arqueológicos o de convivir con ellos. No es una discusión sencilla, lo sé; ya no debemos caer en el exceso que arrasó con los centros históricos de muchas ciudades, pero también es claro que el otro extremo –el del inmovilismo, el de no tocar una sola piedra antigua, el del temor a lo grande, a las ideas nuevas y a la cultura contemporánea– no es el camino más deseable".

Comentario. Perfectamente de acuerdo, pero, don Ernesto, ¿cuáles son los métodos, los reglamentos, los pasos para que "ya no" caigamos en el exceso arrasador? ¿Quién o más bien quiénes los van a estipular? ¿O acaso existen ya esas reglas y son un secreto muy bien guardado?

Y, por otra parte, una pregunta importantísima: ¿qué entienden los arquitectos por cultura contemporánea?

¿Acaso las invivibles utopías corbuserianas? ¿O los mamotretos de Johnson? ¿O tal vez la pirámide del gran Pei que tan desgraciadamente arruinó la perspectiva desde el Carrusel y las Tullerías? ¿O qué? Porque suena muy encantador decir que hay que ser contemporáneo y no temerle a lo grande, cuando a lo mejor hay que ser contemporáneo y, ¡por lo mismo!, temerle a lo grande. La Ciudad de México no es Seattle o Houston, no se construyó sobre un vacío previo. Sus escalas y memoria son otras y su relación con el Ajusco –que era la más clásica y noble de las perspectivas, de las visuales– ya ha sido casi totalmente arruinada (igual que, por ejemplo, el skyline de San Francisco).

Los arquitectos, sobre todo los buenos, tienen muchas cosas que explicarnos. Ya no pueden creer ni que son los heraldos de lo nuevo, ni que lo nuevo es bueno por necesidad. Es preciso que se discuta sobre lo bello y lo útil y lo comunitario.

4) "La discusión sobre los bienes históricos patrimoniales deberá ser bien razonada, más eficaz, menos monolítica y más amplia e incluyente. ¿Por qué nadie ha alzado la voz ante la construcción de ese par de infames torres de espejos al otro lado de Insurgentes que antes mencionaba y que, a mi juicio, merecerían ser destruidas antes de concluirse? [...] No sólo afectan el entorno de la pirámide sino el más sutil y modesto de la Villa Olímpica, tan llena de significado".

Comentario. Como ya expresé, se protestó contra la erección de esas torres, arquitecto Betancourt; pero la ciudad, desgraciadamente, no se enteró de que un grupo civil rogaba que se encontraran algunos tepalcates que los defendieran de esas dos monstruosidades hoy "adornadas" por el horroroso letrero de Elektra...

Y es por ello mismo, precisamente, por lo que con motivo de las obras del Grupo Carso en Cuicuilco, tantos lugareños –y muchos otros– hicimos el intento de detener las obras.

Ciertamente no fue por sordo rencor mexicano al éxito ajeno; ni por supersticioso miedo premoderno a lo grande; ni por fobia necia al capitalismo, puesto que la plusvalía de los terrenos circunvecinos ¡tiene que haber aumentado!

El tema de Cuicuilco, que es el tema de la arquitectura, los barrios, el estilo, las diversas contaminaciones y la aterradora privatización de la ciudad –en fin, de la calidad de la vida–, sigue abierto.

La pregunta es: ¿qué ciudad queremos?

Héctor Manjarrez, "Conversación sobre Cuicuilco" Fractal n° 9, abril- junio, 1998, año 3, volumen III, pp. 133-156.