Carlos López Beltrán

Juego de espejos

 

Hay innumerables maneras en las que los valores afectan a las ciencias. Las elecciones que en ellas se hacen, de líneas de investigación, de métodos de abordaje, de propuestas teóricas, de formas de deliberar y comunicar los resultados, y demás, están inevitablemente teñidas y moldeadas por los juicios de valor de las comunidades en las que la ciencia se practica.

Valores cognitivos o epistémicos, éticos, estéticos, económicos, políticos, tienen una tenaz participación tanto en la ciencia como en la tecnología.

Si algo hemos descubierto respecto a las ciencias en las últimas décadas es que las distinciones que hacemos entre el mundo socialmente constituido y el mundo natural no nos obliga a decantar la acción de lo valorativo sólo hacia el primero de éstos. Eficaces y certeras en la promoción de algunos de nuestros fines, las ciencias de la naturaleza no por ello dejan de pertenecer a, y de estar embrolladas en, la compleja red de acciones y opiniones, de especulación y desacuerdo, de incertidumbre y poder, que constituyen nuestras culturas.

Y no sólo en sus llamadas "aplicaciones", sino en sus procesos íntimos en los que relaciona experimentos y otras prácticas evidenciales con modelos, esquemas y otras técnicas representacionales, sino también ahí, repito, están las ciencias colmadas de rasgos producto de los valores.

La relativa crisis que vivimos recientemente respecto a nuestras interpretaciones filosóficas de las fuentes y los puntales de la objetividad de nuestras ciencias naturales, en las que la sustanciación empírica de diversas tesis o cuasislogans (como el de la subdeterminación de la teoría por la evidencia) parecían arrojarnos al caos relativista, donde el filósofo de la ciencia que no perdiera el empleo tendría que quedar subordinado al científico, o al historiador o al sociólogo, ha probado ser menos grave de lo que se auguró. Hay de hecho mucho más trabajo filosófico que hacer respecto de las ciencias y su historia del que sospecharon nuestros predecesores. Hemos entrado en un periodo de reacomodo de perspectivas y replanteamiento de tareas. La gran y refrescante acumulación de evidencia empírica reciente, tanto histórica, sociológica y antropológica, como lógica y psicológica, sobre las diversas y proteicas formas de la investigación científica, nos ha revelado, insisto, un espacio de investigación (en la trama de las ciencias) mucho más complejo y multifactorial de lo que imaginaron nuestras filosofías. Si algo tenemos ahora es un embarazo de riquezas.

La inmensidad y el relativo desorden de los estudios de caso, la falta de claridad o de una mínima malicia de las nuevas tesisslogan (como la llevada y traída construcción social de fenómenos), nos hacen enfrentarnos no a una situación anárquica y babélica, como algunos piensan, sino al reto renovado e ineludible de intentar entender qué es lo que hace de las ciencias la maquinaria eficaz que a menudo son, y cómo nos organizamos cognitiva y socialmente en torno de ellas. Qué, por ejemplo, es lo que se puede sostener en general, y qué no, sobre ellas. Cuáles son los rasgos, del conocimiento y las prácticas científicas, bajo qué óptica se nos muestran, y cómo los podemos avalar con evidencia.

Al igual que los científicos naturales, también quienes aspiramos a la construcción de imágenes objetivas y útiles de las ciencias, contamos por fortuna con evidencia. Señales, rastros, marcas, registros, voces, que si bien restringen y aun conforman nuestro campo de acción, no nos imponen ninguna historia ni modelo explicativo. La elección de éstos es por completo nuestra responsabilidad.

 

Historia de la herencia

He estudiado por algunos años la creación y el desarrollo del concepto de herencia biológica desde la emergencia del proyecto naturalizador de este ámbito con las disputas médicas en Francia en torno a las enfermedades hereditarias en el siglo XVIII, y la confección, en el transcurso del siglo XIX francés, de una estructura causal típica de lo hereditario que fue recuperada entre otros por los británicos decimonónicos Darwin y Galton, y por los germánicos Haeckel y Weismann, para inaugurar el espacio de teorización que devino genética con el reciclamiento de Mendel a principios de este siglo.

En este ensayo me interesa bosquejar cómo una constante presencia de valores sociales y culturales ha dejado sus huellas en nuestras teorías de la herencia biológica, cómo sucesivas decisiones sobre cómo constituir el espacio de descripciones, y qué aspectos de las regularidades registradas enfatizar y cargar de capacidad explicativa y eficacia causal han estado, en distintas épocas, teñidas de valoraciones. Específicamente de valoraciones respecto a la bondad o maldad de ciertos rasgos individuales de humanos, así como los de tipos humanos, y de grupos humanos genealógicamente definidos, como familias, razas, etnias, naciones.

Antes de proseguir, quisiera dejar claro que no intento con esto defender una versión antiobjetivista de las teorías de la herencia, sino mostrar, en el espíritu por ejemplo del Hacking reciente, que ciertas revisiones históricas pueden eliminar la apariencia de inevitabilidad de las teorías, o sus énfasis causalexplicativos, haciendo ver que ciertos caminos pudieron no haberse tomado, ya que ciertos otros eran alternativas viables, razonables e igualmente objetivables. O, para decirlo más en general, que los fenómenos naturales restringen o imponen la postura de algunas de las manivelas de sus representaciones, pero dejan más grados de libertad a otras, donde las posiciones son negociadas y fijadas por realidades duras más modificables, como los valores.

El ensayo de Ian Hacking al que me acabo de referir termina afirmando algo que podría usarse como epígrafe en este trabajo: "La semántica podrá darle curiosidad [y de comer, agregaría yo] al lógico, pero la acción está en la dinámica de las clasificaciones". Como algunos conceptos científicos que han interesado a Hacking, el de herencia biológica es uno que inevitablemente produce clasificaciones, pero también prejuicios y aun movimientos sociopolíticos. De algún modo ello está en su naturaleza íntima, en su estructura causal básica, y en las metáforas sucesivas que ha suscitado. Metáforas tales como los "lazos de sangre", la "herencia ancestral", el "patrimonio hereditario", el "pool genético", "el genoma humano", el "gen egoísta", han llevado siempre asociadas arquitecturas causales reduccionistas, que sugieren exclusiones y deseos de limpieza rápida, como de anuncio de detergente, de problemas complejos.

Hablo en el título de un juego de espejos. Me refiero en realidad a dos juegos. Uno es el de la interacción, o determinación mutua entre, por un lado, la creciente necesidad en los dos siglos pasados dentro de las ciencias biológicas de separar la trasmisión hereditaria de rasgos físicos y psíquicos de padres a hijos como un dominio de investigación nítido y causalmente independiente, y, por otro lado, en el mismo lapso, la creciente ansiedad de las élites y grupos gobernantes europeos respecto a la "calidad" de las poblaciones humanas de sus países, ante las mezclas de razas y lo que veían como la proliferación de taras y debilidades constitucionales hereditarias. Otro juego de espejos es entre el análisis histórico de estos fenómenos y la situación contemporánea, en donde las herramientas técnicas y el conocimiento de la herencia molecular nos plantea nuevos (o en apariencia nuevos) y difíciles dilemas.

Herencia y valores

En un elocuente pasaje de sus memorias (Le Vent Paraclet), Michel Tournier nos descubre el interés humano, ético y político que encuentra en la dicotomía herenciamedio ambiente, que lo llevó a explorar el tema de la gemelaridad en su obra maestra Méteores. Cito extensamente:

 
 

Herencia y ambiente. Existen sin duda pocas dicotomías tan densas y cargadas de consecuencias como ésta. La controversia es, claro, primeramente biológica. El ser vivo no es a fin de cuentas sino una fórmula hereditaria sometida durante toda su existencia a las caricias y a las tarascadas de los medios que atraviesa. Johann Mendel e Ivan Pavlov nos dieron sus claves para descifrar el asunto. El primero una clave genética, el segundo una clave ambiental... Pero el debate supera con mucho los lindes del laboratorio, y alcanza todos los dominios, empezando por el de las opciones políticas (aunque se hable de la pérdida del sentido de la dicotomía entre derecha e izquierda) mientras ambos polos del pensamiento biológico sigan atrayendo partidarios, habrá una biología de derechas, que todo lo atribuirá a la herencia, y una biología de izquierdas, que sostendrá que lo definitorio es el ambiente. Por extensión, siempre habrá una derecha y una izquierda políticas.

El antiguo régimen basaba los privilegios sociales en los ancestros, en los títulos de nobleza y su transmisión de padres a hijos, así como los oficios, y la riqueza; y eso se extendía hasta el más alto don, la corona real. Varios siglos antes de que existiera biología alguna digna de tal nombre, y de que se postularan los primeros principios de la genética, estaba ya la herencia en los cimientos del edificio social. Para ser claros, se trata de herencia en el sentido más amplio de la palabra, pues por la adopción se podían injertar nuevas ramas al árbol familiar, que adquirían de inmediato todos los derechos de los descendientes auténticos. El racismo se hallaba aún lejos.

Aun reconociendo que esta asociación simple de la dicotomía biológica con las geometrías políticas no nos lleva muy lejos, hay que ver que aquí, y en los párrafos siguientes de ese texto, Tournier conecta de un modo habilísimo los temas centrales en el desarrollo del concepto de herencia biológica: las transiciones que llevaron de una concepción laxa, metafórica, relativamente tradicional de herencia física, ligada más a accidentes que a esencias, hacia una serie de concepciones cada vez más deterministas que desembocaron en Auschwitz. Transformaciones que hicieron de un adjetivo ("hereditario") aplicable en general a los rasgos y curiosidades físicas que solían asociarse a aquello que se trae de familia, un sustantivo que refería una presencia dominante en la naturaleza que pudo ser llamada sin exageración por Oscar Wilde "el único dios cuyo verdadero nombre conocemos". Demiurgo al que solemos asociar con cadenas de pestes y con avalanchas de virtudes y valores.

La medida del valor en relación con los atributos genéticos (i. e. de la herencia) es, escribió en los años cincuenta el genetista norteamericano H. J. Muller, "todo aquello que tiende a hacer más noble la naturaleza del hombre, más capaz, más armoniosa, más cooperativa y simpática, más feliz y más hermosa". Muller, como muchos biólogos de su época, aún durante la segunda postguerra siguió pensando que la genética de transmisión, que su generación había logrado casi terminar, autorizaba la creencia en la determinación genética relativamente simple y directa de la mayoría de los caracteres del ser humano, de modo que un proceso de cernido eugenesista, bien orquestado (que usase técnicas de clonación por ejemplo, y acudiese, claro, a la persuasión racional y no a la coacción) podría en pocas generaciones cambiar dramáticamente la calidad de toda una población. En un delirio de optimismo Muller escribió:

 
 

Por fortuna, los hombres habrán creado con toda probabilidad una unión o comunidad mundial antes de que técnicas semejantes proliferen. Pues si las gentes de una nación llegasen a ser capaces de aplicarlas con inteligencia y de modo generalizado, aun sólo unas pocas décadas antes que el resto del mundo, podrían alcanzar muy poco tiempo después tan elevado nivel en su capacidades que se volverían virtualmente invencibles. El mundo no se puede dar el lujo de tener a naciones separadas arrojando a los cielos sus sputniks independientes.

Si el proyecto es moldear, sintonizar la naturaleza humana a nuestros valores ("universales") controlando su atributos hereditarios, el genetista, piensa Muller, lo puede hacer de manera civilizada. Como se sabe, la de Muller es sólo una versión relativamente reciente entre una muy larga, y a menudo poco edificante, serie de inferencias con estructura similar. De la creencia en que hay algo físico (llamémoslo un factor causal) en ciertos individuos que claramente está asociado con cualidades deseables, o indeseables, de su cuerpo o de su psique; y de la creencia de que ese factor causal puede o suele ser comunicado de algún modo a los descendientes de ese individuo, a través de los gametos por ejemplo (y por lo tanto el vástago "hereda" las cualidades asociadas al factor), se pasa a la creencia de que evitando que se transfieran a los descendientes los factores nocivos y promoviendo que se transfieran los positivos, se ejercerá una influencia determinante en la constitución y en la salud mental y física de grupos genealógicos enteros: familias, clanes, tribus, razas y aun naciones.

La idea de elegir a los mejores individuos para que se reproduzcan y dejar fuera del comercio reproductivo a los que tienen rasgos indeseables es vieja. La comparación, por ejemplo, con la práctica tenaz de los ganaderos es muy antigua, y numerosas propuestas de lo que se suele llamar la protoeugenesia, desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, usaron la socarrona comparación entre el obsesivo cuidado que ponían las gentes para elegir el tipo de animales que querían reproducir y el descuido con que reproducían su propia especie. Como escribió el médico francés Charron, hace más de cien años: "Ya que los hombres se hacen aventureramente, y al azar, no es de maravillarse que con tan poca frecuencia se los encuentre uno bellos, o buenos, o sanos, o sabios, es decir bien hechos".

Pero de la práctica continua de elegir a los progenitores para procurar propiciar características deseables en los hijos no se infería automáticamente (como podría parecerle a nuestro sentido común posdarwiniano) que ello trajera consecuencias importantes en toda la especie. El mismo Darwin se maravillaba de que ciertos criadores pudieran ver los beneficios inmediatos que resultaban de sus prácticas sin entender ni aceptar los efectos de la conducta selectiva reiterada a lo largo de muchas generaciones. Es decir, la dramática transformación de los tipos.

La inferencia que pedía Darwin a sus colegas no es obvia, pues requiere aceptar una idea de herencia biológica más causalmente eficaz y abarcadora, que en sus días sólo era compartida por unos pocos médicos y naturalistas. La idea de que la transmisión hereditaria es una función biológica constante que, para usar terminología anacrónica, recorre todas las cualidades y rasgos físicos y conductuales del progenitor para transportarlos, con mayor o menor eficacia, hacia el acto de fecundación y la primera formación del nuevo ser. Los afanes de Darwin en su teoría de la pangénesis, así como los de Galton y Weismann después, intentaron sustanciar teóricamente esta visión derivada de una larga y minuciosa acumulación de datos e historias hereditarias.

Tener al alcance de la mano el poder de conformar, diseñar, elegir las características de algunos individuos eligiendo a sus padres es distinto de tener el poder de dirigir la evolución de grupos genealógicos, desde familias hasta especies. Ambos "poderes" dependen a su vez de un marco teórico en el que una causalidad relativamente simple fluye unidireccionalmente de los factores hereditarios hacia las características físicas y mentales, y que permite la intervención selectiva eficaz.

Al parecer hay dos preguntas involucradas en el problema. Una es la de la realidad y las minucias causales de los mecanismos subyacentes que se encargan de la transmisión hereditaria. Otra, la de la deseabilidad de que se "aplique" el conocimiento de los mismos en un proyecto de mejoramiento de los individuos y de los grupos humanos. La segunda cuestión parece, de entrada, independiente de la primera. Pero no lo es del todo. Las actitudes ante lo segundo están en acción ya en la respuesta y en la conformación de la estructura causal-explicativa que elegimos. Si entre los aspectos que influyen nuestra búsqueda y decisión respecto a los esquemas causales está el explicar o proponer ciertos controles o ingenierías deseables, elegiremos esquemas que los hagan por lo menos concebibles. La historia de nuestras visiones de la herencia está colmada de ese tipo de decisiones. Desde el primer endurecimiento o reificación del concepto por parte de los médicos y alienistas franceses del siglo pasado, preocupados por aislar un elemento teórico determinista que hiciese de numerosos malestares físicos y sociales, como la propensión a la gota o a la locura, algo manejable por los especialistas de su profesión; pasando por los biólogos darwinistas de finales del siglo pasado y principios de éste, convencidos de que para que los argumentos seleccionistas (para los cuales había mucha y muy buena evidencia) acabaran de ser convincentes, necesitaban estar acoplados a una teoría de la herencia dura, no lamarckiana, en la que no hubiese mezclas, y las tendencias estadísticas a la reversión hacia la media pudieran ser eficazmente contrarrestadas por la selección direccional; hasta llegar a nuestros genetistas moleculares contemporáneos, convencidos de que una gran cantidad de efectos y características de nuestros cuerpos, así como los de todos los seres vivos, pueden finalmente asociarse sin más a secuencias de bases distribuidas en el ADN que se heredan, el componente complementario, el de los ambientes, las secuencias de eventos históricos singulares, suele encapsularse en todas estas propuestas en conjuntos de consideraciones secundarias importantes sólo en ciertos contextos, pero no determinantes en la elaboración del esquema explicativo general. No es mi intención aquí argumentar que las teorías de la herencia desde los tiempos premen delianos han sido falaces distorsiones producto de condicionamientos ideológicos; primero, porque no lo creo; y segundo, porque ello implicaría la creencia en un esquema explicativo único y verdadero al que los científicos estarían forzados a aproximarse, lo cual se me hace insostenible. Lo que creo es que el dominio de la herencia biológica es un producto contingente, un recorte taxonómico-descriptivo posible (es decir la acumulación de conocimiento empírico lo admite, y permite investigación exitosa en él), pero no obligado; recorte que ha generado una secuencia de teorías y representaciones cada vez más complejas y adecuadas. Un dominio que sin embargo pudo ser constituido de otra manera, integrando por ejemplo los factores que ahora se arrinconan como externos o ambientales, y las historias de vida singulares, en el aparato descriptivo-explicativo mismo. No resulta por lo común interesante hacer historia contrafáctica sobre qué habría ocurrido si... Por lo que ahora regresaré un poco sobre mis apresuradas afirmaciones y trataré de darles sustancia mediante una versión de la historia de la herencia biológica y sus teorías, y sus relaciones con los proyectos de mejoramiento de los seres humanos. Mi intención es llegar, hacia el final, a revisar algunos aspectos de las discusiones contemporáneas sobre las implicaciones eugenésicas de las tecnologías médicogenéticas recientes, sobre todo los análisis de Philip Kitcher en su libro The Lives to Come, y derivar algunos puntos críticos.

Historias de la herencia y el mejoramiento humano

A pesar de lo que a veces leemos en algunos libros de historia de la biología, no hay tal cosa como una teoría de la herencia biológica anterior al siglo XIX. Ni Aristóteles, ni Hipócrates, ni Harvey, ni aun Buffon, elaboraron teorías sobre ese fenómeno. Ni el concepto, ni su dominio empírico de referencia, ni propuesta teórica alguna se dio antes del trabajo constructivo que los posibilitó. La Herencia (l’Hérédité) es una herencia de la Ilustración médica francesa que se precipitó durante la primera mitad del siglo pasado. Como bien apunta la cita de Tournier, ideas hereditarias diversas precedieron la construcción del concepto científico. Lo hereditario, en su sentido físico, corporal y moral, estuvo asociado durante siglos a rasgos accidentales, modificables, relativamente poco tenaces. Así, las influencias externas, del clima, los alimentos, los accidentes de la vida, tenían el mismo peso explicativodescriptivo en las historias naturales de hombre y bestias que las influencias físicas transmitidas de padres a hijos. Cualquier proyecto de mejoramiento físico y moral del ser humano tenía que tomar en cuenta varios, si no es que todos los factores. El ejercicio, la alimentación, el buen dormir, debían contar tanto como el cuidado respecto a la transmisión hereditaria de algún rasgo físico a través de los líquidos seminales. Victor Hilts y Anne Carol han mostrado cómo diversos proyectos de mejoramiento humano en el siglo de las luces no distinguían tajantemente lo hereditario, físico, de lo higiénico ambiental. El científico francés Vandermonde, por ejemplo, pensaba que no sería mala idea que se procurara casar a hombres y mujeres de buena voz, para que sus hijos fueran excelente cantantes. O hacer lo propio con hombres y mujeres ágiles, para tener mejores cirqueros. Y eso se podría extender a otros atributos accidentales, variaciones constitucionales, no esenciales, y relativamente poco frecuentes. El cultivo de las mismas de hecho era concebido como central pues el uso, y el desuso, como luego lo llamó Lamarck, eran causas de su reforzamiento o atenuación a través de las generaciones. Lo que con el tiempo ocurrió fue que con el endurecimiento y la reificación de aquello que funcionaba antes en un nivel metafórico, lo hereditario se convirtió en la Herencia, y los proyectos de mejoramiento de los hombres se fueron concentrando en lo físico hereditario, y dejando de lado los otros aspectos. Proyectos de mejoramientos que poco a poco se fueron convirtiendo en esquemas de ingeniería social.

Lo hereditario, como metáfora, estuvo por siglos asociado a la idea de la sangre. Es, de hecho, una metáfora que conserva gran parte de su fuerza en nuestros días, asociada muchas veces a percepciones un tanto mágicas de lo genético.

Los líquidos seminales y la sangre se han concebido tradicionalmente como mezclas líquidas íntimamente vinculadas. Cualquiera que fuese el rol de los fluidos seminales en la procreación, éstos eran concebidos como la ruta por la que los linajes se aliaban. Françoise HéritierAuge, en un trabajo reciente sobre las concepciones del semen y la sangre en diferentes culturas, muestra cómo todas las sociedades han especulado sobre los vínculos entre estos dos líquidos preguntándose

 
 

¿De dónde vienen el semen y la sangre? ¿Cómo se producen en el interior del cuerpo? ¿Cómo están relacionados entre sí? ¿Qué ocurre durante la concepción? Y más aún ¿cómo es que se relaciona el vínculo biológico con el social? ¿Qué determina la descendencia? ¿Cómo se forja la continuidad entre los vivos y los muertos a lo largo de las líneas entretejidas de la progenie? ¿Qué transmite él y qué ella? ¿De qué modo combina el infante lo que recibe de cada uno de sus padres? ¿Cómo podemos dar cuenta de las semejanzas?

Tanto en las investigaciones etnológicas de HéritierAuge, como en una mirada somera sobre la historia de la tradición médica, sea en occidente o en otras áreas culturales, se encuentran ciertas coincidencias que parecen esbozar un dominio empírico relativamente reconocible que bien podríamos llamar de lo hereditario, sobre el cual se han apoyado muy diversos haces de especulación y representación. Algunos de los hechos que pertenecen a tal dominio no son sin embargo tan regulares y simples como parece suponer Héritier-Auge, y abren la puerta a un sinnúmero de posibilidades teóricas. Los parecidos familiares, los semblantes nacionales, los rasgos raciales, las enfermedades hereditarias, las idiosincrasias étnicas, se cuentan entre los fenómenos más descritos y usados, y entre los más difíciles de someter a regularidades y leyes. Las excepciones suelen gritar tan alto como las satisfacciones de expectativas. Es un hecho sin embargo que la mayoría de las tradiciones se adhieren aguerridamente a creencias que exaltan la objetividad y la trascendencia de los vínculos genealógicos. El antropólogo Ashley Montagu escribió hace unas décadas:

 
 

Cómo es que se llegó a responsabilizar a la sangre de portar los rasgos hereditarios que se transmiten a la descendencia es a primera vista comprensible [...] Si la sangre contiene la fuerza vital, quizá se razonó, debe entonces contener los materiales de los que el ser humano está hecho, y por medio de los cuales la vida se perpetúa [...] de ese modo se llegó a mirar a todos los individuos de la misma extracción familiar como de la misma "sangre".

La iteración de esto, o como la ha llamado Michel Serres, "la invarianza de esta reproducción de lo similar por lo similar", es el origen de todas las agrupaciones genealógicas: familia, raza, nación. La sangre es el hilo que los mantiene juntos. Fue este el tipo de razonamiento que se sustanció aún más con las reificaciones de lo metafórico al endurecerse la idea de herencia. Pero ellos por sí mismos no llevan, como algunos creen, inevitablemente hacia el racismo y los movimientos eugenésicos. La común analogía entre el mejoramiento animal y humano por medio de la cuidadosa selección de consortes, mencionado en las historias de la eugenesia, no implicaba que las estrategias no reproductivas estuvieran cerradas. Al menos no hasta el fin del siglo XVIII.

Una divertida y reveladora parodia es la escrita en 1709 por Richard Steele en la revista Tatler, en la que, tomando prestado un personaje de su compadre Jonathan Swift (el burócrata Isaac Bickerstaff), inventa toda una hilarante genealogía que se remonta a un homónimo de los tiempos de Camelot y el rey Arturo. Se relata en el cuento cómo aquel primer Isaac Bickerstaff, caballero de la mesa redonda, al ser "bajo de estatura y de una tez muy morena, no muy diferente a la de un judío portugués" decidió poner en práctica "un programa para estirar y blanquear a su descendencia. Su hijo mayor... fue casado por esa razón con una dama que no tenía ningún otro atractivo que ser muy alta y muy blanca. Los vástagos de esta unión, con la ayuda de zapatos altos, recortaban una figura aceptable en la siguiente época, aunque la tez de la familia fue oscura hasta la cuarta generación..." La parodia continúa con un sinnúmero de accidentes, malas bodas y pequeños retrocesos atávicos que merecieron esfuerzos redoblados por mejorar la raza de la familia Bickerstaff, y por irles corrigiendo defectos físicos, como el mentón hundido o la nariz gruesa, a través de las generaciones. Todo ello hasta el matrimonio último entre un Bickerstaff y la ordeñadora, de quien se dijo que había "estropeado la sangre de los Bickerstaff, pero había corregido sus constituciones". Esta última frase muestra cómo los conceptos de buena "sangre" y buena "constitución" eran separables en la época clásica y que, como lo vimos en Tournier, la herencia biológica no era central para la calidad humana. Se ocupaba, en todo caso, de atributos de relumbrón, lo cual usa magistralmente Steele para mofarse.

La posibilidad de proyectos de control de la reproducción, sin embargo, empezaba a ser entrevista por cada vez más autores ya hacia finales del siglo XVIII. En esto influyó, entre otras cosas, la progresiva insistencia entre los médicos franceses de aquella época difícil, en poner atención a la herencia al evaluar la curabilidad de ciertas enfermedades, lo que propició un interés por elucidar qué sí y qué no debería portar el adjetivo hereditario. Tarea nada fácil si juzgamos la disputa que por aquellos años se libró, en la comunidad médica francesa, por restringir el uso del concepto "enfermedad hereditaria" a sólo aquellas cuya causa fuese trasmitida a los individuos por medio de la fecundación. Intento que era resistido por quienes veían tales distingos como puramente nominales, ya que las causas morbíficas (humores) podían seguir cualquier ruta, interna o externa, sin dejar de ser lo que eran. Fue la insistencia en buscar bases sólidas (anatomomecanicistas) lo que llevó a muchos médicos ilustrados a excluir lo hereditario, y a crear una serie de criterios que, según creo, fueron el primer esbozo del concepto moderno de herencia biológica. La tenacidad de las enfermedades hereditarias, asociadas casi siempre a padecimientos crónicos, muy difíciles de eliminar; la latencia de las causas hereditarias nocivas, capaces de brincarse una o varias generaciones, que no muestran la enfermedad, para reaparecer en los nietos o aun después (vinculada naturalmente al concepto de atavismo); la tendencia, también dependiente de una latencia causal, de que las enfermedades hereditarias ocurran siempre en periodos bien definidos de los ciclos de vida (Montaigne se asombraba de que le hubiera aparecido un cálculo biliar a la misma edad presenil que a su padre, y muchos años después de la muerte de éste); y en general la causalidad insegura que predispone al individuo a padecer una enfermedad pero que no necesariamente la desencadena, así como algunos otros criterios de análisis, propiciaron la búsqueda de un concepto que unificara estas regularidades y que diera sustancia al concepto de transmisión hereditaria. No entraré en detalles, sino sólo resumiré lo que en otros lados he dicho, así como algunos estudios complementarios de otros autores, enfatizando aquí los aspectos relevantes para mi línea argumental.

El siglo de la herencia

El siglo XIX francés, en su primera mitad, presenció el ascenso del hereditarismo. Para 1830 los médicos franceses habían acuñado ya el término hérédite y abandonado los usos adjetivos del concepto, ubicándolo en el centro de muchas de sus explicaciones patológicas. Aunque ya por entonces se empezó a hablar de una dicotomía entre herencia normal y patológica. El gremio de los alienistas fue el que más echó mano de este recurso y, como lo ha mostrado con detalle Ian Dowbiggin, este recurso explicativo de la herencia fue desplegado con eficacia por los protosiquiatras en el periodo de su deslinde profesional, ya que contar con una recurso explicativo, causal, relativamente dúctil, les facilitó eludir, por un lado, algunos cuestionamientos peliagudos (de irregularidad, falibilidad de tratamientos, etc.) y, por otro, asignar una causa física a las enfermedades "morales", empresa conectada con el proyecto de los idéologues, lo que depositó por completo en su platón el tratamiento de la mente enferma y permitió alejar de ahí a curas y magos. Una característica de la tradición médica decimonónica francesa fue sin embargo el continuar, debido a la influencia de la escuela vitalista de Montpellier, considerando de gran importancia el aspecto higienista de la causalidad física respecto a la salud, y asumiendo en la mayoría de los casos una complejidad y sutileza holista que daba un sitio importante a lo que la tradición médica llamó "las cosas no naturales", es decir, las influencias ambientales y la historia de vida individual. Como lo ha mostrado Elizabeth Williams en su reciente libro The Physical and the Moral, esto hizo que el hereditarismo creciente fuera a menudo temperado por el proyecto higienista, que veía en mejorar las condiciones de vida general de las poblaciones, la mejor estrategia para remediar los males de la época. La preocupación vinculada al mejoramiento físico y moral de los hombres no tenía entonces sólo una dimensión hereditaria. Sólo el pesimismo que se instaló entre los franceses después de 1848 empujó un tanto más dramáticamente el fiel de la balanza hacia visiones más deterministas y hacia proyectos más coercitivos de intervención sanitaria.

El alienista parisino Prosper Lucas redactó hacia mediados del siglo pasado un influyente tratado de la herencia natural en el que se dio a la tarea de acumular y ordenar una cantidad inmensa e insospechada de evidencias y reportes, de todo tipo, a favor de la realidad y eficacia causal de la transmisión hereditaria. Lucas defendía una posición vitalista un tanto tardía en la que la herencia era vista como una fuerza natural constante que era balanceada por otra fuerza complementaria, responsable de las tendencias a variar de los organismos, y que él llamó innéité. La novedad mayor en este periodo fue el reclutamiento de estos sistemas de inspiración médica para la explicación de fenómenos históricos de escalas mayores. El destino de familias, naciones, razas comenzó a ser asociado a su patrimonio hereditario de un modo cada vez más determinista. El antiguo determinismo geográfico, ambiental, propiciado un siglo antes por Montesquieu o Buffon, fue reemplazado por una serie de propuestas e imágenes esencialistas, que daban a los flujos de trasmisión hereditaria en líneas genealógicas una fuerza explicativa inédita. El surgimiento de obras como el Tratado de las degeneraciones de Morel o el Ensayo sobre la desigualdad de las razas de Gobineau señala claramente el cambio de clima. Por un lado, el alcoholismo, los desvíos morales, la criminalidad y una lista grande de patologías físicas y morales fueron asociadas a la herencia, propiciando una percepción de que las poblaciones urbanas europeas habían caído en una espiral de degeneración que sólo podía detenerse por medio de vigorosas intervenciones higiénicolegales. Por otro lado, las discusiones antropológicas sobre la unidad o desunidad de origen de las razas humanas se cargaron del lado de la separación, enfatizándose ya sea la carga acumulada de siglos o milenios de separación hereditaria que, en el caso de las razas no europeas, habían integrado desviaciones cuasipatológicas a la estructura orgánica misma de los individuos por medio de la tenacidad de la herencia (Blumenbach, Prichard), o de plano la infranqueable distancia biológica de origen (Agassiz). La mezcla racial, y aun étnica, comenzó a verse cada vez más como un hibridismo biológico que, para el caso de la raza europeocaucásica, no producía sino degeneración y retroceso. Proliferan los manuales para la higiene reproductiva, los manifiestos para la salvación nacional mediante el cuidado de la pureza del patrimonio históricobiológico, así como los llamados a que cada grupo genealógico permanezca en su sitio política y amatoriamente, procurando en todo caso limpiar de taras en la medida de lo posible su propia línea de sangre, y evitando contaminar o contaminarse con la ajena. Un mar de distancia entre esto y la sana y promiscua actitud de los Bickerstaff.

Es en este contexto donde aparece la obra de Darwin. En ella se trae por primera vez en la historia de la biología a las regularidades o leyes de la herencia al corazón explicativo de una teoría de largo y profundo alcance. Es bien sabido que, en un momento del desarrollo de su teoría, Darwin necesitó usar la existencia de una tendencia permanente en los seres vivos a trasmitir a sus descendientes no sólo la organización básica (específica) de su cuerpo, sino también las minucias y sutilezas de sus variaciones menores. Es menos sabido que para buscar la evidencia que necesitaba, Darwin acudió no sólo a los ganaderos y criadores, que tenían una tradición de siglos de datos y anécdotas al respecto, o a los hibridólogos, como Gärtner y Naudin, con su sugerente evidencia experimental, sino también a los médicos, como Henry Holland, William Lawrence o Prosper Lucas, entre los que encontró, además de gran cantidad de datos, una literatura teórica relativamente sofisticada que señalaba con cierta claridad algunas de las regularidades más importantes, y enfatizaba la necesidad de un análisis cuidadoso del comportamiento de los factores causales hereditarios, que los separase claramente de otros factores que afectan la constitución de los seres vivos. Darwin no elaboró una teoría de la herencia propiamente dicha, sino que siguiendo la tradición naturalista produjo una teoría de la reproducción (o generación, su conocida pangénesis) con la que intentó salvar todos los fenómenos hereditarios, enfatizando algunos aspectos que favorecían la eficacia explicativa de su teoría de la selección natural. Una especie de muestreo estadístico que casa bien con la naturaleza probabilística de sus explicaciones, y la existencia de una base material (particulada) variable capaz de responder al proceso de selección cambiando las proporciones de partículas representadas en los individuos de la población.

Como se sabe, tanto los críticos de Darwin como muchos de sus seguidores jamás estuvieron contentos con su hipótesis provisional, y la importancia que la necesidad de una adecuada teoría de la herencia (de una teoría fundamentalmente de la herencia) adquirió en la segunda mitad del siglo pasado se explica en gran medida por esta insatisfacción. En un espléndido artículo, Frederick Churchill nos mostró cómo fue que después de 1850 se inició un movimiento por cubrir el dominio de referencia de lo hereditario con teorías que enfatizaran el fenómeno de la transmisión de factores causales, y eludieran de algún modo las complejidades de la fisiología somática. La consecuencia de ese movimiento es el que, de algún modo, la flecha causal se fue invirtiendo y, como afirma Rasmus Winther, los ciclos de vida dejaron de ser la causa de la transmisión para convertirse en efecto de ésta. Es decir, una porción importante del peso explicativo de lo corporal tendió a recaer sobre lo hereditario. Mientras antes la herencia era un efecto de la forma en que los cuerpos se alían para reproducirse, ahora los cuerpos empezaron a ser un efecto de la alianza de factores hereditarios. El extremo de esto es la metáfora de "el gen egoísta", en la que ha insistido en nuestro días Richard Dawkins.

En la segunda mitad del siglo XIX, según evidencian los libros de Yves Delage y Gloria Robinson, hubo una especie de competencia entre los biólogos de todo tipo, teóricos, experimentales, vitalistas, neolamarckianos, y otros, por dar con la explicación material de la herencia. Se postulan procesos, fuerzas, resonancias, reacciones químicas, y en muchos casos se busca en la célula a las partículas causantes. El análisis causal de varios teóricos de la herencia de ese tiempo estuvo motivado por el afán de apuntalar el darwinismo. Destacan Francis Galton y August Weismann, quienes ven claramente que mientras más nítidamente queden separados los flujos causales de lo hereditario de los de lo somático, mayor eficacia explicativa adquiere la selección natural. La corroboración observacional de esa separación vigorizó al darwinismo en el periodo en que estaba, a decir de Peter Bowler, eclipsado. Por otro lado, la insistencia de Galton y sus seguidores de robustecer las inferencias hereditarias, y darles objetividad por métodos cuantitativos y estadísticos, no sólo produjo las primeras páginas de trabajo teórico en biología que se podían mostrar altivamente ante los físicos teóricos, sino que aportó a las ciencias sociales herramientas de análisis invaluables, como la correlación y la regresión estadísticas. Pero Francis Galton, como es bien sabido, tenía un proyecto paralelo al científico: su esquema de ingeniería social, que él bautizó como eugenesia. La historia de ésta se ha escrito varias veces. En su caso parece claro que el afán de robustecimiento de la inferencia hereditaria, reduccionista, tuvo como motor un marco de creencias y valores que hoy nos parece dudoso. Lo que está menos claro es si ocurría algo similar entre quienes lo precedieron y sucedieron. No es casual que la eugenesia y la genética hayan crecido juntas durante los primeros treinta años de este siglo. Y sin duda uno de los atractivos del movimiento hacia una teoría causal simple de transmisión de factores hereditarios materiales (y variables) asociados a las similitudes o diferencias corporales fue que permitía idear esquemas intervencionistas en la reproducción de los seres humanos con fines de "mejoramiento".

La llegada del mendelismo, y su dramática transformación del dominio de la herencia biológica en la genética, no era inevitable. Pudimos haber transitado, por ejemplo, de teorías cromosómicas de la herencia a teorías y modelos moleculares asociados al ADN similares a los actuales, sin pasar por la secuencia de constructos teóricos en los que una entidad ideal, el gen mendeliano, fue adquiriendo unidad y materialidad, para finalmente terminar "difuminándose" otra vez en las funciones de secuencias de bases dispersas en las cadenas de la doble hélice. Pudimos habernos ahorrado las ilusiones reduccionistas de los mendelianos de este siglo, con sus graves consecuencias para muchos seres humanos. Pero el proceso histórico que llevó a elegir la estrategia de Mendel entre las muchas posibles para avanzar en el conocimiento de la herencia ya había demarcado ciertas características deseables por la comunidad de genetistas. Una crucial fue la capacidad de diseñar experimentos exitosos e informativos. Pero otra no menos importante fue, creo, la promesa de depuración y de control de la calidad de los materiales hereditarios con los que se arman los seres humanos, y su aplicación utópica en el futuro. Y con esto volvemos a la pregunta acerca de los valores. De algún modo a lo que apuntan las historias sobre la herencia biológica es a hacer plausible la afirmación de que, además del manejo interno de la evidencia y el ajuste de las representaciones, existen influencias –determinantes que se ejercen tenazmente desde el exterior– que contribuyen a moldear nuestros principales conceptos científicos.

La herencia dura

Diferentes estudios históricos han mostrado cómo los contextos de decisión relativamente locales han influido de un modo u otro en la conformación de las representaciones de la herencia biológica. El trabajo de Elizabeth Williams sobre las relaciones entre lo físico y lo moral en las comunidades médicas de la Francia del siglo pasado prueba cómo la compleja visión holista derivada de los vitalistas de Montpellier, en la que tanto los determinantes internos como los externos de la constitución física, que a su vez determina las cualidades morales (o sicológicas), fueron considerados como importantes, aun en los años pesimistas del degeneracionismo. De ahí que hacia finales de siglo surgieran en Francia resistencias hacia los reduccionismos británicos y germánicos, y se rescatara la tradición lamarckiana en evolución. La Francia postrevolucionaria, a pesar de sus idas y venidas, no abandonó del todo los valores de izquierda (para usar la terminología de Tournier), y la capacidad de cada individuo, y de cada nueva generación de mejorarse, sin importar los pecados de sus ancestros, era un valor nacional que un hereditarismo cerrado negaría.

El contexto británico contrasta con aquello, magistralmente estudiado por Adrian Desmond en su libro The Politics of Evolution, la mezcla de clasismo y meritocracia liberal promueve una dicotomía más clara que Francis Galton capturó con destreza con su pegajoso juego de palabras "nature vs. nurture". Se rompe tajantemente la vieja distinción médica, tan socorrida por los franceses, entre "cosas naturales" y "cosas no naturales", en la que el cuerpo era representado como un sitio en que confluían, se mezclaban, combatían o se aliaban elementos causales internos y externos, y en donde el ideal era buscar el equilibrio de cada temperamento. Lo del dios de la herencia para un lado, lo del César de la historia personal para el otro. Como ya dije, esto posibilita la intervención dirigida, quirúrgica, y no es descabellado pensar que el valorar la posibilidad de intervención sea un condicionante externo de tal decisión. Ya Mackenzie y Norton Wise han dejado fuera de duda que en Galton y sus dos más importantes seguidores, Karl Pearson y Ronald Fisher, las preocupaciones eugenésicas fueron un acicate constante en sus pesquisas vinculadas a la herencia, y al poder de la selección, natural y artificial, de alterar dramáticamente las características medias de las poblaciones, vegetales, animales y humanas. Es difícil sin duda señalar con precisión cómo afectan las expectativas y juicios de valor en las decisiones teóricas. Mackenzie por ejemplo sostiene que Galton sabía que sin una herencia objetivamente "dura", para rasgos no sólo discontinuos sino también continuos, la empresa eugenésica estaba abierta a serias críticas de inutilidad e ineficacia. Sin embargo, está el hecho de que, enfrentado con el resultado estadístico de que la regresión hacia la media es una consecuencia poblacional, ineludible, lo cual representaba en primera instancia un obstáculo para sus fines, al amortiguar los efectos de la selección, Galton incorporó el hallazgo a su teoría, y se esforzó por darle la vuelta. Hay resistencias objetivas a sus deseos, y afán de adecuarse a ellas. Lo cual hace de la intervención dramática de factores externos defendida por Mackenzie algo más sutil de lo que él apunta. No es de falta de objetividad de lo que se puede acusar a Galton, ni a Pearson, ni a Fisher. Y tampoco creo que sea en los detalles técnicos de las teorías donde se encuentra la evidencia de la acción de lo externo (valores, expectativas) sino en todo caso en la percepción de la huella, la estela histórica le llamaría si se me permite la metáfora, que van dejando las decisiones estructurales, clasificatorias, que apuestan de antemano hacia cierto tipo de disposición de los elementos descritos, cierto tipo de flujos explicativo-causales, que no vienen dados necesariamente por la estructura del mundo sino que exigen un recorte. Esa estela se encarna en la familia de teorías y modelos, la secuencia de cambios y ajustes que se van tomando, bajo el mismo espacio de investigación. Arriba mencioné el desarrollo de la genética. La secuencia de modificaciones que nos dieron una familia constreñida por el espacio que genera un tipo de flujo que parte siempre de los genes: de los genes a los caracteres, de los genes a las proteínas, de los genes a los efectos funcionales... Ese espacio no se crea ni se sostiene solo. Habita y se apoya a su vez en un espacio mayor donde pululan los afanes, expectativas, intereses, valores, de quienes practican la ciencia, y de quienes la consumen, y de quienes conviven con todos ellos.

La eugenesia ayer y hoy

Eugenesia, vocablo de sonidos suaves, es una palabra sucia, repugnante. La solidificación de la herencia biológica y el sustento científico que les dio a los chauvinismos, xenofobias, racismos, clasismos, son imperdonables. Contamos con numerosos estudios que explican las múltiples raíces del deseo eugenésico en Europa y Norteamérica, y los extremos a que llevó su encarnación, en los muchos sitios que se dejaron infectar. La indignación moral ante ellos es general, y vivimos en tiempos en que las alarmas suenan a la menor insinuación de intervenciones eugenésicas en la libertad reproductiva de las parejas.

Lo que pretendo aquí es hacer ver que el interés central en la eugenesia, el de moldear el futuro, actuar hoy sobre ciertos nodos causales (biológicos) para que mañana sea mejor, sigue estando presente en los laboratorios de genética humana, y en las consultorías genéticas familiares. La respuesta ante dudas sobre lo que ahí se hace suele ser que es a una escala y con un enfoque diferentes, y con un escrupuloso seguimiento del interés de las parejas que temen tener hijos condenados genéticamente a condiciones graves. La calma chicha que impera puede ser sin embargo engañosa. Si nos damos cuenta de que lo que acabó de desprestigiar entre los científicos los proyectos eugenésicos en gran escala no fueron finalmente los abusos nazis, sino haberse dado cuenta de que las relaciones causales entre genes y funciones biológicas es mucho más compleja, laberíntica y sutil de lo que hasta los años cincuenta sospechaban. Pero la revolución molecular ha abierto al mismo tiempo un sinnúmero de espacios de intervención posible en la reproducción humana. Lo que vemos ahora es un reacomodo de los deseos y la expectativas de ciertos sectores respecto a la utilidad del conocimiento y las capacidades acumuladas.

En su reciente libro The Lives to Come (Las vidas por venir), Philip Kitcher enfrenta el problema de delimitar y elucidar claramente el territorio del debate contemporáneo sobre la bondad o perversión de la intervención médica en la conformación genética de los seres humanos. Hace en este trabajo un análisis ejemplar de lo que realmente está al alcance de la acción del especialista. En los mejores capítulos de su libro se dedica a organizar, con miras a plantear su asunto con nitidez,

un catálogo de los tipos de efectos fisiológicos indeseables que sin lugar a dudas podemos asociar a la presencia o ausencia de cierta información genética. Y de los momentos, en las complejas cascadas causales (del gen a la disfunción), en los que es posible intervenir para evitar o amortiguar el mal. La claridad en la descripción causal y sobre las limitadas capacidades de intervención genera a su vez pasmos éticos que Kitcher confronta.

Si a veces sólo podemos pronosticar desastres que se desencadenarán a cierta edad, como el mal de Parkinson, sin remediarlo, ¿qué sentido tiene hacer accesible la prueba? Si los padres quieren asegurarse al máximo de la ausencia de malos genes en sus (hiperplanificados) hijos, ¿tienen derecho a un número indefinido de pruebas que los libere de toda ansiedad, aun si éstas no tienen que ver con patologías claras? ¿No estamos abriendo una nueva puerta al fantasma de Galton (como lo llamó Daniel Kevles recientemente) con los esquemas vigentes de consejería genética, las nuevas tecnologías de reproducción y aborto al gusto? ¿Podemos tener criterios claros y universales sobre cuándo algo asociado a genes es 1) claramente patológico 2) incurable por otros medios no demasiado onerosos y 3) no vinculado a estigmatización social? ¿Quién debe, y quién no, tener acceso a los datos genéticos de un individuo: el Estado, las compañías de seguros, los patrones? ¿Cómo evitar la creación de nuevos grupos de parias genéticos? No es difícil así al vuelo imaginar ejemplos extremos de grupos estigmatizables para nuestros tiempos: hooligans, fanáticos, obesos, desempleados, o rebeldes genéticamente "determinados".

Es imposible resumir en pocas líneas el minucioso y compacto análisis de estos dilemas que en el libro hace Kitcher. Sólo diré que sus conclusiones apuntan a que la eugenesia de algún tipo es inevitable. Teniendo al alcance el conocimiento y la capacidad de intervenir, aun el no hacerlo es ya un acto eugenésico de acción de valores sobre el futuro. La secuencia de propuestas de solución en este libro conforman lo que él quiere llamar una eugenesia utópica, liberal (laissez-faire), ideada para adecuarse al espíritu y valores norteamericanos. Kitcher piensa que idealmente en el futuro todas las parejas, y sólo ellas, tendrán a su disposición grandes conjuntos de pruebas genéticas libres, y toda la información sobe efectos, defectos y soluciones, y la asesoría razonable para que elijan tener, o no tener, tal o cual producto de sus amores; considerando no sólo sus proyectos de vida, y los posibles proyectos de vida abiertos al nuevo ser, en caso de dejarlo nacer, sino también los efectos sobre la sociedad, en particular sobre los recursos públicos para la salud.

Dejo ahora de lado la irritación que produce el presupuesto implícito en este libro (como en tantos otros de anglosajones) de que parafraseando a Darío "todos los demás millones de hombres hablaremos inglés", y el abismal debilitamiento de su capacidad de convencernos con lo que paga su provincianismo. Quiero en cambio insistir en otra influencia que distorsiona el trabajo de Kitcher: la que deriva directamente de la convicción implícita de que hay una manera, y sólo una, de poner las cosas claras en cuanto a causas, efectos, acciones y reacciones, en relación con los genes, el resto del cuerpo y el medio ambiente: la que toma a la genética molecular al pie de la letra y le aplica análisis filosóficos. Es aquí donde, creo, es necesario usar la malicia, la ironía que nos enseña la historia. Las buenas intenciones, la prudencia, aquello que "nos parece razonable", a lo que nos conduce nuestro sentido común, suele estar cargado en una dirección no necesaria; en una dirección que conlleva ya una escala de valores. No sólo se trata, como quiere Kitcher, de elegir con base en los datos y el análisis causal qué valores aplicar sobre las decisiones, sino de acorralar y neutralizar, ya que no exorcizar, al fantasma de Galton en las raíces mismas en las que habita: los presupuestos causales de la genética, o mejor: el monopolio explicativo de lo hereditario. Se trata también de reconocer que la estigmatización de grupos humanos a que conduce este monopolio no se solucionará conociendo mejor algo biológico (a menos de que alguien proponga la eliminación eugenésica de un hipotético gene que provocara la necesidad de estigmatizar, lo cual nos mete en un círculo), sino, más probablemente, atendiendo las fuentes de los conflictos sociales y promoviendo una normatividad que valore la diferencia.

No es sencillo desarticular el monopolio explicativo de lo hereditario. El predominio reciente de la jerga genética ("genetalk") que ubica al gene en la cúspide causal tanto de la teoría evolucionista como de las ciencias biomédicas tiene varias dimensiones. Desde la utilidad en la práctica de la investigación de usar descripciones sintéticas y simples (sobrentendiendo las complejidades de las que Kitcher habla) hasta la creciente divulgación popular de que somos robots deambulantes, títeres manejados por nuestros genes. Kitcher, como otros, ve y critica los peligros de los "excesos" metafóricos. Pero no va más allá en su crítica a la totalizante causalidad génica. Yo creo que, con un ojo en la historia y otro en análisis filosóficos, es posible ver cómo son esas frecuentes y proliferantes metáforas las que crean los climas de aparente inevitabilidad que a su vez fecundan la injusticia. Una vez que promovemos una estructura causal ideal, o abstracta, o general, sin cargarla intensamente de ironía, estamos condenados a que solidifique en el imaginario. Entre lo deseable para el futuro cercano está, creo yo, desbancar a los genes del centro de atención explicativa y causal. Volverlos de nuevo un aspecto, un factor causal como otros, sin privilegios de origen sobre los demás.

Carlos López Beltrán, "Juego de espejos", Fractal n° 9, abril- junio, 1998, año 3, volumen III, pp. 61-90.