Claudio Lomnitz

A caballo en el Bravo

 

Hace poco Ilán Semo sugirió que los intelectuales de nuestra generación deberíamos escribir sobre nuestras complejas relaciones con los Estados Unidos. ¿Cómo fue que pasamos de considerar al país vecino como el principal enemigo, a la situación actual en que la mitad de la izquierda mexicana transita por universidades norteamericanas? Sin duda, la relación con los Estados Unidos es un factor necesario para entender las fuerzas históricas que nos han ido conformando como generación. Algunos aspectos de la pregunta de Ilán se aplican de modo inusual a mi caso, como verá el lector. Con el presente texto pretendo participar modestamente en la reflexión sobre este vasto tema propuesta por Fractal.

Conozco los Estados Unidos desde niño. Viví un año en Nueva York a los cuatro años. Recuerdo un invierno nevado en una casona vieja en que jugábamos mis hermanos y yo. Recuerdo las luciérnagas en el verano en el mismo jardín, una excursión a patinar en hielo en Central Park, y la noticia de la muerte de mi abuelo Ricardo, la primera de un ser querido. La idea de que nunca más lo volvería a ver fue como una descarga eléctrica.

 

Habíamos ido de Santiago a Nueva York precisamente para estar con él en sus últimos días. Mi padre consiguió un puesto de profesor visitante en la Universidad de Columbia, pero llegamos demasiado tarde. Mi abuelo ya había muerto, y me dejó sólo unos pocos recuerdos: las idas al zoológico en el cerro de San Cristóbal y unos domingos interminables en su casa en que escuché por primera vez los ronquidos sonoros de una siesta.

Me dejó también ciertos conocimientos importantes que se han convertido prácticamente en leyendas familiares, sobre todo la visión que tuvo como judío (fue juez en la ciudad de Colonia) de salir de Alemania en 1933 y de Bélgica en 1936, y de escoger ir a Chile porque le llamó la atención todo lo que había oído acerca de "América" de boca del cónsul del Ecuador en Bruselas.

También aprendí de mi abuelo una distancia con los destinos nacionales: él había recibido una Cruz de Hierro por su actuación en la primera guerra mundial. Su hermano, mi tío Günther, huyó de Alemania a Nueva York en 1938 y fue médico militar en el ejército americano. Estuvo en la invasión de Italia y en la tropa que liberó el campo de exterminio en Dachau. Muchos años después, en su departamento en la calle 86 en Nueva York, Günther me mostró las fotos de Dachau y bebimos tragos de un armanac que le obsequió un amigo francés durante la guerra. Descanse en paz también mi tío Günther, último de los Lomnitz de su generación.

La muerte de mi abuelo hizo inútil nuestra permanencia en los Estados Unidos, por lo que regresamos a Chile, donde fui olvidando el inglés y, en cambio, aprendí francés, lengua que también olvidé posteriormente, y ya de grande reaprendí, aunque mal. Pero los Estados Unidos no desaparecerían de mi vida con tanta facilidad, pues cuando cumplí siete años volvimos a mudarnos, esta vez para que mi padre ocupara un puesto de profesor de la Universidad de California en Berkeley. De esto me acuerdo mucho mejor. Era el año de 1964. En Chile apenas había llegado la televisión y veíamos en casa "Jim de la Selva" en blanco y negro. Jugábamos a las canicas en la calle y llevábamos la vida provinciana de las clases medias santiaguinas de la época. Nuestros vecinos eran haitianos de la embajada (negros, por supuesto), y muy amigos nuestros. Recuerdo que los domingos desfilaban por la calle numerosos paseantes que traían a sus hijos a ver "a los negritos".

En esos tiempos los Estados Unidos eran el paraíso de los niños; la tierra de Walt Disney que tanto había hecho por nosotros. Lo primero que pedimos mis hermanos y yo cuando nos mudamos fue una tele a colores, que obtuvimos al llegar. Una bellísima Sylvania en que admiramos atónitos el pavo real de colores de la cadena ABC, en que vimos por primera vez el mago de Oz en época de Halloween, Leave it to Beaver, Flipper, I Love Lucy, el Superagente 86, Batman y, todos los

sábados por las mañanas, hora tras hora de maravillosas caricaturas: Los 4 fantásticos, Los Picapiedra, Mickey Mouse, Bugs Bunny, Birdman, Don Gato y su pandilla, Huckleberry Hound y tantos otros.

Nuestro primer mes en Berkeley lo pasamos en un departamento amueblado que alquilamos mientras buscábamos casa. Mis hermanos Jorge y Alberto, nuestra nana Gabriela (una vieja chilena que fue nana de mi papá) y yo descubrimos el mundo del consumo sin límites ni culpas. Cerca de casa había una tienda, el BBB, que era tan grande como ninguna en todo Chile. Vendía canicas a granel (soñábamos con llevarlas a Santiago y ganar dinero intercambiándolas), modelos de aviones para armar, pelotas baratísimas, etc. Gabriela se compró un enorme baúl que fue llenando de muñecas, ropas y vestidos que compraba en los barrios negros y latinos de Oakland para llevar a toda su parentela que vivía en una "callampa" en Santiago. Gabriela recortaba ofertas que se publicaban en los periódicos latinos y salía todos los fines de semana a comprar y, después al chacascán.

La casa que compramos estaba en un cerro llamado Kensington, calle de Cambridge número 250. Era un caserón viejo, con dos sótanos llenos de cachivaches de dueños pasados y todo un piso inferior que era dominio de mis hermanos y mío. Allí nació mi hermana Tania. Desde mi ventana se veía toda la bahía de San Francisco, con sus puentes luminosos y sus edificios que de noche tintineaban como joyas. La vista de la recámara que compartía con mi hermano Beto me recuerda hoy unos versos de Rubén Darío:

 

¡Oh! ¡bien haya el brasero
lleno de pedrería!
Topacios y carbunclos,
rubíes y amatistas
en la ancha copa etrusca
repleta de ceniza.
Los lechos abrigados,
las almohadas mullidas...

En Berkeley viví una infancia plena y feliz. La magia nocturna de San Francisco se encendía todas las noches. La última vez que vi esa bahía desde el avión, lloré por mi hermano Jorge, que murió a los 39 años. Él fue mi inspiración en los asuntos del intelecto. En Berkeley me introdujo al jipismo y a la contracultura. Vivimos allá de 1964 a 1968, descontando un lapso de once meses que estuvimos en Santiago. Jorge comenzó su aguerrida adolescencia en la soledad norteamericana. Se dejó crecer el pelo a pesar de las sonoras protestas de mi madre y la callada desaprobación de mi padre, y trajo a casa los Jefferson Airplane, los Greatful Dead, Bob Dylan, Country Joe and the Fish, The Loading Zone, los Mothers of Invention, The Band, The Who, los Rolling Stones, los Beatles, Led Zeppelin, James Taylor, Crosby Stills and Nash, King Crimson, Roxy Music, T. Rex, Quicksilver Messenger Service, y tantos otros que durante algún tiempo desplazaron a Mozart en mi casa. Roll over Beethoven.

La rebelión de la adolescencia tuvo un fuerte acento norteamericano entre nosotros, pero no representaba un acercamiento a los Estados Unidos, sino un rechazo desde la contracultura de aquella sociedad, en la que el adolescente Jorge estuvo tan solo, en la que después de la niñez no hay nada más que rebelión o desolación.

Además, nos fuimos a México, donde llegamos a tiempo para presenciar desde la barrera la matanza del 68 y para ingresar a otros Estados Unidos que nos eran totalmente ajenos: me refiero al Colegio Americano de la Ciudad de México, compuesto en partes iguales por un contingente de muchachos y muchachas de Kansas que nada tenían que ver con el Berkeley que tanto quise, y por otro de mexicanos riquísimos que a veces eran hasta peores. En México descubrí que se mira con repudio al gringo y a la norteamericanización, pero se les tiene la admiración más abyecta. Esta polarización, que no hacía eco ni con mi experiencia en Berkeley ni con la infancia chilena, tendió a aislarnos tanto de los Estados Unidos (salvo por la cultura rockera que, por otra parte, tampoco compartíamos con demasiada gente en México, ya que ahí escuchaban a los Union Gap y a los Beatles más que a Bob Dylan o a los Mothers of Invention) como de México, país que conocimos bastante gracias a los maravillosos viajes que emprendíamos en familia a los pueblos, ciudades y playas, pero cuya sociedad no gocé plenamente sino hasta que entré a la universidad o, mejor dicho, hasta que Jorge entró a la Facultad de Ciencias, en 1971.

Hasta aproximadamente mis trece años, yo había sido el deportista de la familia, con poca inclinación hacia la lectura; pero el aislamiento del Colegio Americano me condujo hacia los libros, afiló mi sentido crítico –tal vez demasiado– y comencé a interesarme por los temas sociales. Tuve un buen amigo en la prepa, Iván Zatz, cuya familia pertenecía al medio artístico de México, y con el me adentré más en la literatura latinoamericana. Digo "más" porque con Jorge tenía yo largas conversaciones sobre literatura: desconfiábamos de Fuentes, de sus ambientes tan llenos de tinieblas; nos fascinaban Vargas Llosa, García Márquez, Alejo Carpentier y Jorge Ibargüengoitia; Agustín Yáñez nos parecía aburrido... en fin, todo estaba muy resuelto. Hoy, en cambio, me pasa lo que decía Borges: ya soy demasiado viejo para saberlo todo. Iván también me llevó a la Peña de los Folcloristas, donde le di por primera vez (al menos conscientemente) mi mano al indio.

El otro día, conversando con Héctor Manjarrez, me dio un poco de pena confesar que yo había cantado en una peña, aunque haya sido por pocos meses. Me miró un poco asombrado. Ni modo. Tuve que tomar muchos cafés de olla antes de darle la espalda al populismo del canto nuevo.

A los 16 años ingresé a la Escuela Nacional de Antropología y participé del rechazo generalizado a lo norteamericano, pero el marxismo que ahí se enseñaba era tan chato que ni siquiera mi amor herderiano por la tierra mexicana (amor que tuvo, y seguramente tiene aún, toda la pasión de un converso) pudo alejarme demasiado tiempo de lo que estaban haciendo los antropólogos en los Estados Unidos. Y es que allí la antropología estaba dedicándose al estudio de la cultura. Poco a poco, fui descubriendo a los autores que consolidaron lo que se llamó en su época la "antropología simbólica": Victor Turner, Clifford Geertz y Marshall Sahlins. El libro de Sahlins que apareció en 1976, Cultura y razón práctica, fue en mi opinión un flechazo mortal a lo que hacían y creían muchos de mis compañeros y profesores; y, cosas del destino, hoy tengo la suerte de ser colega del profesor Sahlins. Mis problemas con la antropología en México no fueron sólo intelectuales, hubo también cuestiones de forma de vida. La antropología mexicana era (creo que ya no lo es) un mundo endogámico en el que estabas en el centro de la madeja o estabas marginado. Yo estuve en el centro un tiempo, pero un atavismo judaico me fue orillando. No era creyente, leía libros prohibidos. Pero creo que lo que me aislaba más era que no tenía claro qué quería. No deseaba poder político, sabía que me estaba vedado; pero mantenía una preocupación política un poco más abstracta y general. Mi propia incertidumbre me prohibía aprovechar el entorno.

Salí de la ENAH e ingresé a la UAM cuando ésta abrió sus puertas, pero la UAM se reveló muy pronto como una utopía fallida. Más que ser una Casa Abierta al Tiempo fue para mí una casa abierta a la intemperie. Hubo, sin duda, personas extraordinarias, como mi maestro Porfirio Miranda, a quién recuerdo con mucha admiración y afecto. Hubo también ricas experiencias personales y mucho aprendizaje –mis primeros trabajos de campo, mis primeras "grillas", algunas buenas fiestas.

Pero había demasiada gente empecinada en ser dueña de aquello, y las pugnas y rencillas acabaron convirtiendo el lugar en un hoyo para mí. Como no nací para ser topo, me recibí en cuanto pude y fui a Estudiar a la Universidad de Stanford, que me ofreció una beca para realizar estudios doctorales.

En Stanford pertenecí a un cuadro muy privilegiado: el Departamento de Antropología admitía anualmente sólo a seis o siete alumnos al doctorado, cada uno con beca completa. Esto significaba que había un profesor por cada estudiante, lo cual permitía que nos dieran una atención minuciosa. Además, el hecho de que la universidad contara con estas becas atraía a estudiantes muy capaces. Aprendí mucho en Stanford.

Por otra parte el mundo de las relaciones interpersonales no era fácil. Todo el mundo estaba siempre muy ocupado. En los Estados Unidos, estar "very Busy" es un punto de honor, y tener tiempo es un defecto que hay que ocultar. Tanto así que cuando me mudé a Nueva York se me ocurrió un buen negocio. Lo paso al costo. Se trata de fabricar agendas que ya lleven impresas numerosas citas. El cliente ideal será un inmigrante quien, armado con esta agenda, podrá contestar sin titubeos que tiene una cita el próximo jueves, que qué tal si mejor el viernes (etc.), y así evitar que se desplome su prestigio aun antes de su primera cita. El que fabrique esta agenda ganará mucho dinero.

Mis peores experiencias en Stanford fueron por este problema. Una vez le hablé a un compañero norteamericano a quien yo consideraba mi amigo más cercano. Le dije que estaba muy deprimido, que si nos íbamos a tomar una copa. Su respuesta fue: "¡Maravilloso! ¿Qué te parece el jueves a las cinco?"

Este tipo de experiencias me llevó a concluir que en los Estados Unidos no existía la amistad. Regresé a México muy agradecido por la educación que recibí en Stanford, pero habiendo cortado la mayor parte de mis lazos afectivos con ese mundo.

Ya en Nueva York, siete años después de mi salida de Stanford, volví a enfrentarme con esta cuestión, y para capearla mejor inventé la categoría de "umigo". La "u" de "umigo" es la misma y tiene el mismo significado que la "u" de "utopía" o de "ucronía". Los umigos no son exactamente iguales a los amigos comunes y corrientes; por ejemplo, saludan sólo cuando quieren. Sin embargo –y éste fue mi error en Stanford– tampoco son simples conocidos. En verdad la umistad ofrece numerosas posibilidades. Es cuestión de no confundirla con la amistad.

Los Estados Unidos son un país muy extraño. Uno cree reconocerlo todo gracias a Hollywood y a la tele, pero la verdad es que uno entiende mucho menos de lo que piensa. Los misterios de la amistad, del amor, de la reproducción, del trabajo y de la política se revelan sólo muy poco a poco, y haría falta una acuciosa Margaret Mead mexicana para describir y explicar las formas en que aquí se cría a los niños, se trata a los adolescentes, se estudia en las escuelas, etcétera.

La idea de que los Estados Unidos son un país occidental oculta mucho más de lo que revela. Se trata, más bien, de un mundo que es pagano frente al consumo, puritano en su severidad con el individuo y orwelliano en el enorme desarrollo de la relación confesional entre el individuo y un público abstracto. La falta de tradición aristocrática hace que aquí no haya honor, sino éxito y fracaso.

Sin embargo, esta nueva Babilonia también ofrece mucho. Muchísimo. Así como las ciudades fronterizas de México forman parte de una unidad tensísima con sus "ciudades gemelas" del otro lado de la frontera, asimismo tenemos el alma dividida quienes vivimos de este lado para reconfigurar el sentido de nuestras vidas en el otro. La vida en los Estados Unidos me permitió hacer nuevos amigos, tanto en México como aquí. Me extendió también el privilegio de trabajar cerca de colegas admirados y el honor de tener buenos estudiantes. El flujo y el reflujo entre México y los Estados Unidos tiene fuertes costos personales, sin duda, pero me ha servido para ir aprendiendo a decir las cosas, para irlas valorando.

La libertad que adquirí como profesor en Nueva York era difícil de obtener en México, donde no pertenecía yo a una generación. La forma en que hice mi carrera me separó un poco de la mayoría de mis coetáneos. Por otra parte, pese a que provengo de una familia de universitarios, nunca me sentí uno de los "dueños" del mundo cultural-político mexicano, es decir, dependía mucho de reconocimientos dentro de un campo que en su mayoría no estaba dedicado a los temas que me interesaban. En los Estados Unidos, en cambio, la estructura institucional desde la cual se produce conocimiento es tanto más diversificada y grande que puede llegar un joven, escribir un buen artículo de investigación y ser reconocido. Esto me sucedió, y comencé a acostumbrarme a la libertad de decir lo que pensaba y a que se reconociera el peso de las ideas si éstas eran buenas.

Hace aproximadamente dos años acepté una cátedra en la Universidad de Chicago, que es un ámbito de discusiones intelectuales intensas. Estimo enormemente a mis colegas de aquí, aprendo cosas nuevas todos los días y aprecio la posibilidad de escribir y leer en la biblioteca. Al mismo tiempo, me voy adentrando en otra región –ya no Nueva York, ya no California–, una ciudad que es la quintaesencia de la modernidad norteamericana.

Mi historia con los Estados Unidos no fue nunca ni de rechazo absoluto ni de seducción total. Hoy me encuentro en una situación parecida a la de doña Flor en la famosa novela de Jorge Amado: aprecio el ámbito laboral que me brindan los Estados Unidos y necesito la vitalidad infinita y la razón de ser que siempre he encontrado en México.

 

 

 

Claudio Lomnitz, "A caballo en el Bravo", Fractal n° 9, abril- junio, 1998, año 3, volumen III, pp. 121-130.