Luis Hernández

La esperanza de lo incierto

 

 

Lo viejo y lo nuevo

¿Es el zapatismo una versión indiana y campesina del viejo ludismo obrero que en lugar de destruir máquinas se levantó en armas para frenar la globalización económica? ¿Es un enemigo de la modernidad que busca el regreso a las viejas comunidades corporativas indígenas y la restauración de la tradición? ¿Es una guerrilla tradicional formada por universitarios marxistas-leninistas que no se ha dado cuenta de que el Muro de Berlín ya cayó y vivimos el "fin de la historia"? Estas preguntas están lejos de ser retóricas. En ellas se resumen algunos de los cuestionamientos más frecuentes esgrimidos en contra de los rebeldes chiapanecos.

Las notas que a continuación presento buscan dos objetivos centrales. El primero es explicar brevemente los elementos que permitieron que interrogantes como las planteadas arriba fueran pertinentes para algunos sectores de la población. La segunda es mostrar, en lo general, por qué el zapatismo está lejos de ser una fuerza que lucha contra la modernización, aunque rechace una cierta visión de ella, y cómo una parte de sus planteamientos (la búsqueda de valores aceptados por la colectividad y apoyados en el cimiento de la vida social, el papel del diálogo en el establecimiento de esos valores, la constitución de los sujetos, la exigencia de dignidad, la lucha por los derechos, el valor de la diferencia, la soberanía popular, la laicización) se inscriben plenamente en el discurso modernizador.

Mirar hacia atrás

Tres hechos alimentaron la caracterización del zapatismo como una propuesta del pasado, sobre todo en los primeros meses posteriores a su aparición pública: la fuerza del proyecto salinista en la opinión pública hasta enero de 1994, la imagen del mundo indígena dominante en la realidad nacional y la difusión de la lucha guerrillera centroamericana en amplios sectores de la sociedad mexicana.

Hasta el levantamiento armado del EZLN el proyecto de "modernización" salinista gozó de aceptación (o resignación) en amplias franjas de la ciudadanía. Desde su lógica no había otra vía para conducir al país a la tierra prometida del Primer Mundo más que la de las reformas estructurales a la economía tal y como fueron puestas en práctica por el mandatario. El ex presidente logró proyectar una imagen internacional de reformador en lucha contra los "dinosaurios" del sistema que se resistían a abandonar las viejas políticas estatistas y populistas. Cualquier resistencia a este proyecto fue satanizada de inmediato (y con relativo éxito) y presentada como acción de los nuevos emisarios del pasado. La falta de democracia era, de acuerdo con el discurso oficial, resultado de los intereses de la vieja clase política. La insurrección zapatista trató de ser explicada desde los círculos oficiosos de la misma manera: como producto de una conspiración de antiguos funcionarios desplazados del poder, o, en el mejor de los casos, como una respuesta "primitiva" a la inevitable modernización.

Selva | Paloma Lerma

El salinismo abordó la problemática indígena no como una cuestión de derechos, sino como un asunto de pobreza. Las comunidades indígenas fueron tratadas como una población extremadamente pobre. La imagen dominante de los pueblos indios en la opinión pública era doble. De un lado, sus condiciones de vida: escasez de bienes materiales, indigencia, atraso económico y marginación. Del otro, su entorno cultural: aislamiento, inamovilidad, fuerza de la tradición e ignorancia. Los puentes que vinculaban unos a otros (herencia parcial del indigenismo oficial) llevaban a una sola conclusión: lo primero era resultado de lo segundo. La insurrección fue explicada desde el poder como una acción "montada" artificialmente sobre las condiciones materiales de vida de las poblaciones indígenas para frenar los efectos de una modernización (la única posible) que inevitablemente requeriría desmantelar las viejas identidades para terminar con su inmovilismo y aislamiento.

Las guerrillas centroamericanas tuvieron en México una amplia audiencia. El papel mediador del gobierno mexicano en los conflictos de Nicaragua, El Salvador o Guatemala les dieron a las organizaciones político-militares legitimidad internacional. Sus causas fueron difundidas por los medios de comunicación. El levantamiento del EZLN fue "leído" en sectores de la opinión pública como el último "coletazo" de la serpiente guerrillera continental que no supo entender los nuevos tiempos nacidos del fin de la Guerra Fría.

A más de cuatro años de la insurrección, los hechos han mostrado que el zapatismo no es un enemigo de la modernidad, ni una respuesta indígena restauradora de un orden corporativo y estamental, ni una vanguardia político-militar clásica. Quedó en evidencia que una parte del proyecto "modernizador" del salinismo estaba parado sobre pies de barro y se ha desbaratado, y otra (que aún subsiste aunque su progenitor se encuentre en Dublín) está muy lejos de ser percibida por el conjunto del país como el único camino. La rebelión zapatista primero, pero también la guerra de bandas dentro del Estado, el avance del narcotráfico y el "error" de diciembre de 1994, enseñaron a amplios sectores de la población la magnitud del espejismo en el que habían creído. Los pueblos indios se han colocado como un elemento central en la vida política del país y han acreditado que su propuesta es mucho más moderna que otras que reclaman para sí esa calificación. Los zapatistas han mostrado que no sólo son una organización político-militar clásica sino los catalizadores e instrumentos de un proceso de fortalecimiento de franjas de la sociedad civil y de una nueva visión de la política.

La revolución copernicana

La insurrección zapatista surge cuando el marxismo, la emancipación, la libertad y la humanidad no son ya un solo proyecto. Si la caída del Muro de Berlín significó el fin del sueño soviético, la crisis del Estado de bienestar, el fin del pleno empleo y la destrucción de las redes de seguridad social expresan el agotamiento de los paradigmas socialdemócratas. Si en algún momento de las luchas emancipadoras, nacionalismo e internacionalismo llegaron a ser expresiones de un mismo proyecto, la Realpolitik del antiguo bloque socialista y su instrumentalización de la solidaridad internacional para fines particulares, hizo que uno y otro marcharan irremediablemente separados.

El zapatismo irrumpe en la escena internacional cuando los sueños de liberación de los pueblos han sido adormecidos por el decreto del fin de la historia. Emerge cuando la idea de revolución, tan cara a los proyectos transformadores, había caído en desuso y era vista como una excentricidad. Aparece justo en el momento en el que –parafraseando a E. P. Thompson en su reflexión sobre William Morris–: "Lo que parece estar imbricado [...] es todo el problema de la subordinación de las facultades imaginativas utópicas dentro de la tradición marxista posterior: su carencia de una autoconciencia moral o incluso de un vocabulario relativo al deseo, su incapacidad para proyectar imágenes de futuro, incluso su tendencia a recaer, en vez de eso, en el paraíso terrenal del utilitarismo, es decir, la maximización del crecimiento económico."

El zapatismo, lo haya buscado o no, tuvo como consecuencia inmediata estimular los sueños de transformación de amplias franjas ciudadanas que se resistían a la idea de que había que cancelar todo afán emancipatorio. Primero, por la fuerza que en lo simbólico de amplias capas de la población tiene la imagen de la revolución armada. Después, por el significado que lo indio y sus luchas han logrado conquistar, sobre todo en el viejo continente. Y, más adelante, por la naturaleza de su propuesta, alejada de las viejas concepciones de la guerrilla como partido armado y de la lucha por el poder del Estado. En el largo plazo, después del culto al resplandor de los fusiles, lo que ha quedado como propuesta de los rebeldes indígenas mexicanos es otra cosa: un proyecto político novedoso.

El zapatismo representa en el terreno de las luchas libertarias algo semejante a la búsqueda de una nueva revolución copernicana en el sentido en el que John Dewey daba a este término en su libro La búsqueda de la certeza: la finalidad de la filosofía no "es la pesquisa de la realidad y el valor absoluto inmutables [...] sino la búsqueda de valores a asegurar y de los que participarían todos porque se apoyaría en los cimientos de la vida social". Su propuesta de acción se aleja de la izquierda tradicional, entre otras cosas, en un elemento central: lo que parece ser la pretensión rebelde de promover la organización de la lucha a partir de un conjunto de valores necesarios, compartidos por la colectividad y representativos de su sentir, más que en los tradicionales programas máximos y mínimos que han guiado la acción de todo tipo de grupos de este signo. Esos valores aparecen una y otra vez en sus comunicados. Ellos son: democracia, libertad, justicia y dignidad.

Sin embargo, más que tratar de imponer estos valores como principios universales, los zapatistas los presentan a todos los demás "con el objeto de que se pueda comprobar discursivamente su pretensión de poder valer universalmente. La fundamentación se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo estarían dispuestos a reconocer como norma universal" (J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa). Su propuesta de transformación social hace del diálogo con (y entre) la sociedad civil uno de los terrenos privilegiados de la intervención política.

Si la idea central del mundo moderno es el de "la constitución de un sujeto libre y autónomo que exige reconocimiento y respeto por su forma particular de ver el mundo y realizar un proyecto autónomo de vida" (Angelo Papacchini, Comunitarismo, Liberalismo y Derechos Humanos), entonces el discurso zapatista es radicalmente moderno. Su consigna: "Por un mundo donde quepan muchos mundos", y su práctica reiterada de actuar como un facilitador de procesos de construcción y potenciamiento de fuerzas cívicas y sociales autónomas tienen en este principio un eje de orientación básico.

Ante una sociedad declarativamente igualitaria pero en los hechos jerárquica y discriminadora, el zapatismo lucha por la dignidad. Jerárquica y discriminadora porque, aunque formalmente los individuos son iguales ante la ley, en los hechos quienes juzgan al poder son los miembros comunes de su rango, los pueblos indígenas (uno de los elementos constitutivos de la nación) no tienen reconocimiento legal y en la práctica viven en una dramática situación de discriminación racial, y los excluidos sociales carecen prácticamente de derechos ciudadanos. La dignidad, esto es, el que un ser humano "no obedece a ninguna ley que no sea instituida también por él mismo" o "lo que es superior a todo precio y, que por tanto, no permite equivalencia alguna" (Kant) es un elemento central en el pensamiento moderno. La lucha por la dignidad es una lucha contra el sometimiento, contra la humillación, por el derecho a la vida. No hay en ella nada de premoderna. Todo lo contrario. Y si, como lo señala Charles Taylor (Identidad y reconocimiento), "los criterios de la verdadera dignidad no caen por su peso, deben discutirse y negociarse sin cesar", entonces la lucha por la dignidad es también, de manera simultánea, una lucha por la igualdad y por el reconocimiento, por el derecho a ser iguales y a ejercer de manera diferente esa igualdad. En palabras del comandante Tacho: "Nos sublevamos para tener una vida digna."

Los rebeldes han reivindicado un ideario organizado en torno a la lucha por derechos. Exigen todos los derechos para todos, incluido el de ser diferentes. Lo exigen para los demás: "Para todos todo. Nada para nosotros." En esta lucha por derechos se expresa también la búsqueda de valores sobre los que se pueden asentar los cimientos sociales. Retoman lo señalado por Hannah Arendt acerca de los derechos humanos de primera generación en el sentido de que fueron "una especie de ley adicional, un derecho de excepción para quienes no tenían nada mejor en que apoyarse", mientras que los de la segunda generación nacieron de una reivindicación de los no privilegiados por participar en el bienestar social. Los derechos de primera generación establecieron límites a la acción del Estado frente a los individuos, mientras que los de segunda generación pretenden guiar la acción del Estado para garantizar al conjunto de los individuos, pero sobre todo a los sectores sociales más desfavorecidos, los mínimos necesarios para garantizar la satisfacción de sus necesidades económicas, sociales y culturales para el desarrollo de una vida digna. Es en este contexto en el que se reconocen derechos específicos –no privilegios– de grupos que, por sus carencias, tienen necesidades y demandas comunes. Reivindican además, junto con los sectores más avanzados del movimiento indígena nacional, el reconocimiento a los derechos de tercera generación, que tienen como titular no al individuo sino a los grupos humanos, y como eje central de su acción el reconocimiento del derecho a la libre determinación de los pueblos. Parten de considerar que así como en los derechos de primera generación se busca establecer límites a la acción del Estado frente a los individuos, los derechos de tercera generación pretenden fijar los límites a la acción del Soberano frente a colectividades culturalmente homogéneas. Lo que está presente detrás de esta reivindicación es el derecho a la diferencia, el derecho a ejercer la igualdad de manera diferente. Iguales y diferentes es una línea de acción central de su propuesta político-cultural y de su quehacer cotidiano.

Esta lucha por derechos es un elemento básico en la constitución de la nación. Como lo han señalado M. Elbaz y D. Helly (Modernidad y posmodernidad de las identidades nacionales): "La noción de comunidad política emerge con la idea de soberanía del pueblo y de los individuos, de la lucha contra los privilegios y del resentimiento de las categorías sociales excluidas del ámbito político." Esta comunidad, según E. Hobsbawm (Naciones y nacionalismo desde 1870), se convertirá posteriormente, bajo los referentes lingüísticos y culturales, en hecho nacional. Además, este principio de soberanía popular (en el caso mexicano amparado por el artículo 39 constitucional) es, desde la lógica insurgente, la base que legitima su derecho a la insurrección y que lo lleva a promover la formación, en los territorios bajo su influencia militar directa, de gobiernos locales autónomos de facto. Es la base del poder constituyente.

El zapatismo está implantado socialmente en una región en la que la esfera de lo religioso se ha convertido en un instrumento de expresión de profundos conflictos económicos y políticos. Multitud de estudios muestran cómo, más allá de las motivaciones estrictamente religiosas que existen en los problemas entre católicos, "ortodoxos", evangélicos y practicantes de credos "tradicionales", el espacio de las creencias sobrenaturales se ha convertido en el canal de expresión de complejos reacomodos de las comunidades indígenas. Como corriente política se desarrolló incorporando y reconstruyéndose a partir de una intelectualidad indígena formada por la iglesia católica. Sin embargo (y en ello hay también una manifestación palpable de modernidad), el zapatismo es una fuerza esencialmente laica. En palabras de Marcos a Yvon Lebot (Subcomandante Marcos. El sueño zapatista): "Entonces, sería muy grave para la población indígena que un ejército como el zapatista se pronuncie en términos religiosos, que se defina en favor de los católicos o en su contra, o en favor o en contra de los evangélicos. Eso volvería a plantear el peligro, que el EZLN ha evitado varias veces, de convertirse en un movimiento fundamentalista." El camino de la laicización del zapatismo presenta, entonces, grandes semejanzas con el proceso de separación entre la iglesia y el Estado seguido en Europa, que fue, en parte, resultado de las guerras religiosas entre cristianos.

¿Utopía? Sí. Pero, parafraseando otra vez a Thompson, puede decirse que "reivindicar el utopismo [de los zapatistas] puede ser, al mismo tiempo, reivindicar el utopismo mismo, y dejarlo libre para que ande por el mundo una vez más sin sentirse avergonzado y sin acusaciones de mala fe". Es la lucha como la educación del deseo: "enseñarle al deseo a desear, a desear mejor, a desear más, y sobre todo a desear de un modo diferente".

El pensamiento de la complejidad

Sería, sin embargo, inadecuado caracterizar al zapatismo (en su sentido amplio, es decir como movimiento social que va más allá de las estructuras político-militares) como un heredero directo de la ilustración o como una fuerza exclusivamente modernizadora. Ciertamente no parece querer escapar de lo que Lyotard (La posmodernidad explicada a los niños–) señala como la idea y la acción que guiaron el pensamiento de los siglos XIX y XX: el de la emancipación ("libertad universal, absolución de toda la humanidad"). Sin embargo, coexisten en su seno prácticas y discursos que critican algunos de sus postulados centrales (sobre todo aquellos que asocian modernidad con neoliberalismo o con la sobrevaloración de la democracia representativa). No en balde, algunos autores han caracterizado a la insurrección zapatista como la primera revolución posmoderna.

En la misma dirección caminan quienes ven en un tipo de discurso de los derechos humanos (que privilegia unilateralmente una visión de éstos como derechos individuales y rechaza el reconocimiento de los derechos colectivos) una pretensión universalista que oculta un cierto etnocentrismo o una limitación para el impulso a una política de la diferencia. De acuerdo con esta lógica, si, como lo ha señalado el filósofo Gianni Vattimo (Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?), "una vez desaparecida la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla como una multiplicidad de racionalidades ‘locales’ –minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas (como los punk, por ejemplo)–, que toman la palabra y dejan finalmente de ser acallados y reprimidos por la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera digna de realizarse, con menoscabo de todas las particularidades, de todas las individualidades limitadas, efímeras, contingentes", entonces, lo que un proyecto político transformador tendría que hacer consistiría centralmente en potenciar el efecto emancipador de la liberación de las racionalidades locales reforzando la conciencia de la "historicidad, contingencia y limitación de los sistemas".

En suma, el discurso zapatista es un pensamiento complejo, lleno de paradojas y de conceptos que simultáneamente son antagónicos y complementarios. Los ejemplos son muchos, y rebasan el campo de sus relaciones con la modernidad. Entre muchos ejemplos puede verse el de ser un movimiento armado que lucha por la paz, o el de ser un ejército que no dispara. Como lo ha señalado Eugenio del Río citando a Wunenburger (Modernidad, posmodernidad): "La complejidad está ahí donde no se pueden superar una contradicción o una tragedia." La relación de los insurgentes sureños con la modernidad es muy parecida a la que sostienen las comunidades indígenas. No busca volver a un pasado idílico que ya se fue, y que en muchas ocasiones nunca existió. Pero recupera y reelabora una parte de él. Su respuesta es –como en muchas otras cosas– cercana al pensamiento de Gandhi: asimilación selectiva y resistencia selectiva. Fiel a las líneas que traza la revolución copernicana según Dewey, el discurso zapatista reconoce que la filosofía no es "la pesquisa de la realidad y el valor absoluto inmutables..." Representa, en mucho, la esperanza de lo incierto.

Luis Hernández, "La esperanza de lo incierto", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 65-76.