Ricardo Pozas Horcasitas

El oficio del poder

 

 

Para Carlos Monsiváis

La política es un nudo entre las fuerzas
impersonales –o más exactamente: transpersonales– y las personas humanas.

Octavio Paz, Itinerario

 


En política hay quien sabe pero no entiende.

 

Este texto responde a la sorpresa que hoy nos produce la política: asombro colectivo en un país inmerso en el curso de lo incierto y que hasta hace muy poco tiempo tuvo una tradición institucionalizada del poder político generadora de certeza. Pero la incertidumbre actual de la política en México, no es diferente de la que se viveen otros países del resto del mundo.

El objeto de este ensayo es reflexionar sobre las reglas de la política mexicana, algunas de las cuales están en proceso de transformación, pero sin que ninguna de las verdaderamente importantes haya sido desechada o cambiada por completo. Éste es el rasgo esencial de la transición actual: la redefinición de las reglas del poder. Hoy nos encontramos en medio de un proceso en donde

lo incierto plantea tanto la posibilidad de cambio hacia un régimen más abierto y competitivo, como la confirmación de los rasgos distintivos del régimen de participación restringida y autoridad vertical. En política, como diría Kant y le confirmara Max Weber a los jóvenes estudiantes que le hicieron la pregunta temeraria de que vaticinara el futuro, "nadie tiene una bola de cristal". Este texto es un ensayo en el sentido clásico del término: una reflexión que recapitula sobre las experiencias vividas en varios ámbitos políticos. El ensayo es un esfuerzo por entender las costumbres, les moeurs * de Montaigne, a partir de la experiencia individual.

A semejanza del antropólogo –que participa de la vida de una comunidad sin ser totalmente parte de ella, pero sin poder jamás dejar de lado la experiencia de la participación– el ensayo que el lector tiene en sus manos es una mirada externa a la cultura del otro: a la conducta cargada de símbolos del político con oficio. El diario de campo es para el antropólogo el primer ámbito reflexivo de la observación, su primer esfuerzo de distanciamiento de la comunidad observada mediante la escritura. Esta experiencia de distanciamiento se realiza a través de la edificación del este texto. Este trabajo es una reflexión sobre las costumbres y los símbolos de la práctica diaria del poder. Éstos símbolos remiten siempre a un código de conducta aprendido en la socialización política mediante la participación en las organizaciones sociales, la militancia en los partidos o las actividades en las instituciones del Estado. Detrás de ellas hay la experiencia del poder de dirección y de gobierno.

Sé que es poco común hacer sociología de la práctica política o hacer una recapitulación intelectual del ejercicio personal del poder. La demostración de mis afirmaciones no es necesariamente su verificación; la práctica individual del poder político es un terreno resbaladizo e inasible por naturaleza, por ser ésta esencialmente uno de los ámbitos del silencio y de lo simbólico tras los que se resguarda la experiencia personal, que es el capital político que cada quien posee para sobrevivir en la competencia por el poder. Hoy el espacio público es cada vez más escenario de la actuación de los políticos sometidos a las reglas de la imagen transmisible que rigen la realización del espectáculo. En los tiempos que corren y más que nunca en la historia, el poder y sus escándalos son el contenido del guión del espectáculo colectivo.

No hace mucho, los mexicanos teníamos, entre otras certezas, la de identificar de manera clara: "qué era la política", "qué era lo político" y "quién era el político". Una de las características de un régimen consolidado es que tiene claramente definidos los límites de los tiempos y los símbolos del ejercicio del poder.

La imagen de solidez de la política en el ámbito de la cultural nacional produjo, durante muchos años, un tipo particular de "credibilidad" en las acciones futuras de los procesos del poder, que llegó a ser casi certeza reiterativa en los mecanismos establecidos para la sucesión y los relevos del mando en el Estado. La incertidumbre que toda democracia tiene, como componente natural de la competencia y la elección de los gobernantes, llegó a ser prácticamente inexistente. Las vías establecidas para "la sucesión" en todos los niveles del gobierno y de los poderes del Estado eran aceptadas sin cortapisas y estaban fincadas en el imaginario colectivo.

La designación vertical de los relevos en el mando político de las instituciones del Estado sustituía a la elección competitiva de los candidatos dentro del partido corporativo dominante: "El que se mueve no sale en la foto" llegó a ser la máxima de un régimen que obligaba a la inmovilidad de sus miembros como prueba de disciplina política. Esta máxima, mascullada por quien llegó a ser el más viejo de los políticos mexicanos "en activo", aludía a "la competencia" entre "los probables" para obtener el favor de la designación y llegar a ser "El Candidato" presidencial del Partido Revolucionario Institucional. El grado de concentración de poder en la presidencia produjo de manera natural una autoconcepción individual envuelta por un mito colectivo del ejercicio presidencial como una actividad política por encima de todas las exigencias normativas de la sociedad y el Estado; estas obligaciones sólo regían para los "otros" y podían ser "suspendidas" por el presidente.

La tradición de la excepción presidencial implicó un ejercicio del poder crecientemente impune, sin contrapesos institucionales; y que al final del mandato acosaba al presidente saliente, quien buscaba "la lealtad" hacia su persona como valor supremo de la cualidad política de su sucesor. Así, la lealtad hacia los "ex-presidentes" se convirtió en la principal modalidad del respeto a la institución presidencial. El preservar la inmunidad "del anterior" resguardaba la cadena de sucesiones que dieron origen a la permanencia del régimen político.

Así mismo, la designación de los candidatos suponía el peso hegemónico del elector presidencial, su poder que se extendía a la red de relaciones interpersonales de los dirigentes disciplinados de las organizaciones sociales y políticas que daban contenido a las modalidades de las clientelas del partido hegemónico. Esta modalidad de la designación se hacía extensiva al exterior del ámbito gubernamental y regulaba la relaciones en el sistema político: "el partido" era en el mundo comicial la institución política que sancionaba la capacidad de cohesión de sus organizaciones sociales y su poder de coerción. Las elecciones en México no eran creíbles, sino aceptadas.

Los regímenes de participación restringida tienen fuentes distintas de hegemonía frente a los abiertos y democráticamente competitivos. Parte importante de éstas radican en la aceptación, por parte de la élite de las reglas establecidas y la creencia social de la imposibilidad de cambiarlas. En la gran mayoría de los casos, estas reglas políticas para los relevos del gobierno y la renovación de la capa dirigente se sobreponen a la convicción de que las reglas que dan contenido al régimen son parte definitoria de la "identidad" y cultura nacional o la idiosincrasia del país, que lo definen y distinguen frente a "las otras naciones". Es así como las modalidades de reproducción de los regímenes se anclan en las formas en las que se construye la "tradición nacional" y la política se vuelve un referente cultural de identidad en el imaginario colectivo.

La estabilidad que vivió el país fue fruto de un régimen político constituido a partir de la Revolución Mexicana, y uno de los más perdurables de la historia contemporánea de América Latina. La vigencia de las reglas fue el marco cultural y normativo en el que se dirimieron los conflictos sociales y las diferencias entre grupos políticos. Las reglas del juego estaban establecidas y eran aceptadas por la mayoría de los que buscaban el poder: eran legítimas

Hoy el régimen muestra claros signos de agotamiento y las tradiciones de la política –refundadas durante tantos sexenios– están rotas, no sólo por características internas del desarrollo del país, sino por el cambio en el orden mundial que eliminó el mundo de los bloques dando paso al surgimiento de la llamada "globalidad", en la que la centralidad del Estado en el desarrollo social ha sido desplazada hacia el mercado mundializado. México se encuentra hoy en el vértice de un doble proceso: el agotamiento de régimen de partido hegemónico, con competencia política restringida y Estado centralizador del desarrollo social, y el final de una época mundial: la de la división en bloques, que hoy la globalidad transforma.

Este doble proceso, que combina crisis de régimen político nacional con el final de una época mundial, genera cambios radicales en las normas y procedimientos institucionalizados que regularon durante "sexenios" las formas establecidas de lucha para arribar y conservar el poder político. Tales transformaciones han roto el ritmo en los tiempos de la política, en el que se asentaba la disciplina característica de la "capa dirigente mexicana" y la han llevado a la inmovilidad subordinada a la tecnocracia, (que es la representante de la globalidad en el Estado nacional), provocando la fractura de su cohesión y la pérdida de identidad con la que se dirimía el conflicto y se copaba a la disidencia, hasta el grado de llegar a autoidentificarse como una "familia" (revolucionaria), en donde la consanguinidad del poder atemperaba las diferencias entre los integrantes de la coalición gobernante.

El alto grado de institucionalización logrado por el régimen mexicano, se basó en la racionalidad –socialmente aceptada– de la estructura organizativa del poder político en la que se fijaron los criterios de selección, así como los mecanismos de reproducción de la capa dirigente, mediante reglas establecidas que constituyeron el referente cultural de la acción política y a partir de las cuales se dirimieron los conflictos y las diferencias entre grupos en el proceso de sucesión presidencial y en la relación entre el ejecutivo y el personal de los otros poderes del Estado nacional: entre el Legislativo y el Ejecutivo y entre éste último los poderes estatales. El régimen vive en la actividad diaria del político con oficio, quien valida en su conducta y expectativas de poder personal las reglas establecidas.

El político con oficio

El círculo de los políticos profesionales es relativamente estrecho, excluye la participación masiva y las personas que lo integran está en constante proceso de selección y cambio. Para "la masa", la actividad de los individuos que tienen a la política como oficio se convierte en una conducta simbólica y mítica. Los miembros de una sociedad identifican a un buen político como alguien distinto al común de las personas, en principio por estar presentes en el escenario público frente al anonimato de los observadores, para quienes el político se vuelve parte del espectáculo de la vida cotidiana: él es "el otro" visible en el espacio público y finalmente, su personificación.

Para el político, actuar en el escenario público significa su sobrevivencia: su materia prima es materia pública; "el aparecer", "el ser visto", es ser. Estar en el escenario y formar parte de la noticia constituye una prioridad de su condición vital como individuo frente al mundo de los "otros": de los espectadores de las conductas de los hombres que detentan el poder; de los individuos que miran al político, no sólo en un acto de posible custodia de sus intereses particulares, sino esencialmente para satisfacer una necesidad creada por el mundo moderno: "la de estar bien informado". El político satisface en el escenario público una doble necesidad, la suya y la de "los otros". Ambos forman parte de una de las triadas del mundo actual: los actores políticos, los medios y los públicos.

El poder del político vive y se reproduce a sí mismo en la medida en que logra saldar la distancia frente a los individuos sobre los cuales ejerce la autoridad de la dominación, y el hombre de Estado logra crear los lenguajes, imágenes y rituales para ser reconocido como el legítimo representante del símbolo del poder: la personalización de la autoridad respetada.

Difícilmente un político profesional podría decir, de manera clara y sistemática cómo se ejercen: la seducción, la distancia, la amabilidad o la sequedad y qué significan cada una de estas actitudes como actos de poder. Hay, en la ansiedad y el agobio resolutivo de la actividad diaria del "hombre político", la limitación de construir un discurso intelectual sobre los sentidos del poder: de verbalizar su práctica y la sensibilidad que se ha edificado como la sustancia de la biografía en el poder, frente a las personas y los hechos.

Quizá ante la pregunta de un joven sociólogo de "cómo se le hace para tener poder", el viejo político pensaría que el formular este tipo de preguntas descalifica al "preguntón". Hay en estas preguntas, "hechas desde fuera", algo de impertinencia inaceptable para un verdadero político profesional. Quien sabe "cómo se ejerce" no lo pregunta; quien lo pregunta no tiene capacidad para llegar a saberlo, y mucho menos para entenderlo. Ante los ojos del político con oficio, este tipo de preguntas aparecen como cuestionamiento disruptor de un silencio simbólico cargado de significados que rodea "al ejercicio" y que es sólo inteligible para quien posee las claves dadas por la práctica del oficio, las cuales se fundan en la comunicación entre hombres del poder. La inconsciencia de la racionalidad de los sentidos de la conducta del poder dada por la práctica del oficio, forma parte de éste: se ejerce para el engaño de la crítica intelectual no para su evidencia. Esa habilidad construye la magia y la seducción del poder.

La conciencia del político de la necesidad de hacer opacos los sentidos y las intenciones de la conducta del poder forma parte del oficio, en la medida en que le mantiene abiertas las posibilidades de adecuarse a las nuevas circunstancias no previstas. Esta "condición de oportunidad" del político con oficio –adjetivada por los moralistas como oportunismo– les ha permitido a muchos mantenerse en el centro de la acción: la práctica del poder requiere de la capacidad de exorcizar la derrota y hacer de los políticos hombres de largo estar.

La capacidad del político de construir verbalmente la evasión, junto con la inmutabilidad de su rostro, constituye la corteza que resguarda "el secreto" o que crea la sensación frente a "los otros", de la distancia que debe mediar entre el que posee ese secreto propio del poder y quienes carecen de él. Parte del oficio consiste en dar forma a la imagen del misterio de la fuente del poder.

La sospecha de la existencia del secreto del poder es uno de sus enigmas fundadores. El político que no logra crear "enigmas" en torno a su persona carece de la capacidad para satisfacer la necesidad de "los otros" de que quien ejerce el poder los tenga. El secreto de la fuente del poder personaliza en el individuo su enigma y su atracción; éste es uno de los soportes del carisma, de la atracción que despliega la personalidad poderosa del verdadero político. No hay nada más devastador del poder del Estado que la obviedad en los políticos.

Lo que este texto ensaya decir, es lo que el político calla, no porque el contenido de su silencio sea indescifrable, sino porque se trata de una conducta aprendida que responde sólo abiertamente ante el estímulo de otra similar: la de la identidad sólo existente entre los políticos, quienes –independientemente de la nacionalidad y del idioma– se reconocen e interaccionan. Busco descifrar lo que los "iniciados en el poder" llaman "tener oficio", condición psicológica que supone la pertenencia a un colectivo con referentes comunes y la posesión de los códigos específicos dados por la "educación", de una capacidad y sensibilidad en una época histórica dada; es decir, el conjunto de recursos personales puestos en marcha en el contacto con el "otro", individual o colectivo, en un acto de identidad entre iguales y de diferenciación que excluye a los demás.

Es preciso dejar asentado que no todos los que están en la política tienen oficio, ni todos los que detentan el poder lo practican con oficio. Esto último provoca entre los políticos la desconfianza que se cierne como El peligro, causado por alguien que puede romper el plano de lo previsible dado por la posibilidad de acotar los términos de las negociaciones de poder. Sin embargo, la desconfianza frente a los individuos no socializados en la política pero con poder, no es sólo de los pares institucionales, sino también del público; en cada imaginario social hay un referente colectivo de lo que significa "ser un buen político".

Una de las matrices de la cultura del poder de los políticos con oficio está en su capacidad de cohesionarse a partir de elementos que les dan identidad como "capa social", como grupo de iguales que supone, la plena conciencia de ser los elegidos y por lo tanto, los grandes electores de los nuevos cuadros del escenario público. Parte importante de la práctica cotidiana del poder radica en la capacidad del político de elegir a su "descendencia" como una forma de consolidar su futuro, al ser el punto de referencia de la socialización de los nuevos integrantes de la capa dirigente. El buen político enseña y selecciona cotidianamente.

La posibilidad de los políticos de sobrevivir como capa está fundada en su capacidad de seleccionar a sus relevos, mantener la cohesión entre sus pares y la coerción entre sus subordinados para conducir las instituciones, lo cual les genera poder como grupo. La ruptura de las reglas del proceso selectivo significa la fractura de la capa política y la desagregación de los elementos que cohesionan a los políticos. Todo relevo es una forma de continuidad, aún en los periodos de mayor cambio.

Uno de los elementos centrales de la relación entre los políticos es la creación de los términos del poder a partir de los cuales ellos se identifican, se diferencian y "se miden" a partir de sus cualidades sobre las cuales fundan su identidad. Lo primero que los hombres del poder negocian son los términos de la identidad entre pares, lo que los ubica en una práctica del ejercicio del poder y del conocimiento entre ellos mismos.

Los periodos de fuerte permanencia institucional se evidencian por la claridad de las reglas que rigen las relaciones de poder. En ellos, las fracturas de las relaciones entre los grupos son poco visibles y, sobre todo, no resultan peligrosas al statu quo y a la reproducción de las instituciones y las redes significativas de poder.

Habrá que agregar que –aún en los periodos de crisis política y de fractura institucional, cuando se requiere transformar los elementos definitivos de un régimen de gobierno– hay eslabones de continuidad en las formas políticas de conducción que garantizan el cambio. La confianza en la capacidad de dirigir el cambio (o la transición) esta fundada, también, en la credibilidad que las dirigencias políticas, con peso nacional, tienen en los políticos que conducen la transformación del Estado.

La eficiencia política construye la legitimidad en la que se resuelve simbólicamente la paradoja de la dominación; en ella los gobernados sólo tienen opción de ser representados por los miembros de la capa gobernante, mediante los sistemas de autoridad y las formas de representación existentes en la constelación de instituciones sociales y de Estado, constitutivas del régimen establecido.

Uno de los recursos por medio de los cuales la autoridad política difiere el conflicto social radica en su capacidad de generar símbolos de identidad para diluir la distancia real existente entre el gobierno y los gobernados. La identidad simbólica como fuente de legitimidad, se sustenta en un continuum de mediaciones sociales e institucionales entre quienes detentan el gobierno del Estado y los que carecen del poder para ejercerlo. Las mediaciones orgánicas diluyen en un conjunto de relaciones sociales y políticas el núcleo duro de la dominación y lo preservan, al desvanecer en relaciones cotidianas el conflicto surgido de la interacción social. Las relaciones de poder y autoridad mediadas por lo inmediato fundan una de las paradojas de la identidad de los políticos contemporáneos, al volverlos inaccesibles por las mediaciones institucionales y al mismo tiempo, presentes en el escenario público a través de los medios de comunicación de masas. La distancia real es refrendada por la imagen de cercanía que conforman las distintas variantes de la comunicación masiva, mediante estereotipos sociales de éxito, reforzados por los múltiples mensajes de la propaganda, en los cuales la personalidad del político proporciona los recursos de la imagen aceptable del poder.

La relación entre la distancia social mediada por "los medios" y la práctica del poder político, crea el enigma de la singularización que rodea al hombre del poder; en él se funda parte de la autoridad y la obediencia que lo sustentan. Éste se inscribe en las relaciones individuales y estratificadas de la interacción social y en las jerarquías en que cada sistema político desarrolla sus representaciones. La apertura o contención en la movilidad política es propia de los periodos de cada uno de los regímenes, así como el grado de organización y representatividad social en el que se sustentan. Este conjunto de características de los regímenes, se expresa en la pluralidad de los sistemas políticos en los Estados nacionales. En las etapas de movilidad social acelerada, los "elegidos" que llegan al gobierno o a los liderazgos sociales y políticos se convierten en dirigentes que consolidan los mecanismos institucionales que permiten refuncionalizar y reproducir a las nuevas capas dirigentes de la sociedad, institucionalizando "las reglas" de la reproducción del poder político, una vez que se ha consolidado el periodo de la movilidad y recambio que todo régimen requiere para su consolidación.

Lealtad e institución

Los márgenes de acción del político y el cálculo de los riesgos que toma en sus decisiones se fundan en la capacidad de saber que la reproducción del ámbito institucional, en el que despliega su actividad individual, implica su sobrevivencia. El político se sabe sobreviviente, pero también sabe que los demás lo son. Los políticos desaparecen, dejan de ser visibles para los otros, de ahí que parte importante de su acción sea también la actuación frente a los medios, que los mantienen visibles y audibles. El mostrarse es una de las principales formas del mensaje de la identidad del político: es vital ser identificado.

La visibilidad del político en los medios que trasmiten su imagen requiere que desarrolle una capacidad histriónica, la cual fija una personalidad pública, visible e identificable. La capacidad de actuación es una cualidad reconocida primero entre los actores políticos y refrendada por éstos frente al publico. En política es central saber pasar al público el mensaje que se desea transmitir, lo que implica conocer los recursos del medio frente al cual se presenta. El mensaje tiene que ser refrendado por un estilo personal. Tener oficio es saber tener estilo.

En la actuación política la capacidad de generar los símbolos de identidad, crea "el estilo" del político en el ejercicio del poder en el Estado. Estos símbolos de identidad pueden formar parte del estilo de un gobierno; a través de los cuales se identifican a los gobernantes en un tiempo dado. La imagen de caducidad de un régimen pasa también por lo demodé de los estilos con los que se ejerce el poder.

La reproducción individual del político supone la reproducción de la institución en la que gravita, pero también la capacidad de ampliar sus recursos a condición de contener la acción en los márgenes, en los que cada institución se mueve. Hacer visible a la institución es hacer visible al funcionario que la dirige: la cuenta que abre, es el saldo que rinde sobre la institución que conduce. La permanencia o la eliminación del político implica "adecuar la institución" a los cambios de los distintos periodos de gobierno. Conducir una institución supone la reproducción del grupo adscrito al político y con el que la gobierna. Ellos son la primera red de poder en la relación interinstitucional del Estado. La actividad política individual sólo es posible en relación con un colectivo que cubre y sostiene al político y que se cohesiona en torno a él.

La relación del político con el grupo al que pertenece y frente a los otros grupos implica por lo menos tres valores fundamentales: confianza, disciplina y aceptación de las jerarquías. Estos valores están sujetos a una ritualidad, a una confirmación cotidiana y constituyen parte de los cimientos de la autoridad. En política, incluso "el otro" tiene que ser confiable como adversario: debe tener autoridad para ser confrontado. El peor error de un político es devaluar su jerarquía en la confrontación simétrica con alguien que está por debajo de la jerarquía que socialmente se le asigna.

"Tener oficio" es saber dirigir bien las instituciones; y conducirse entre ellas, lo que significa mimetizarse con la actividad y el lenguaje propios de la función que la institución dirigida realiza en el Estado y ante la opinión pública. Proyectar la imagen de eficiencia y conocimiento es un imperativo, frente a la sociedad y los grupos de opinión y presión. El tipo de relación entre el político y la institución es central en el conocimiento de la cultura del poder de los políticos, sobre todo en países con tradición patrimonial y en la nueva repatrimonialización del mundo del Estado, donde la corrupción es un hecho cotidiano y en donde la tendencia de los grupos dirigentes de los partidos es cerrar cada vez más, la movilidad ascendente.

El favor del poder: el poder del favor.

Tan importante como mimetizarse con las funciones del cargo que el político desempeña, es utilizar el poder de las prerrogativas institucionales a favor o en contra de alguien. La práctica del poder, como la práctica del favor personal, tiene varias aristas y no sólo responde a la cultura de la administración pública, sino a una manera social de percibir su ejercicio.

El anverso de la práctica "de hacer favores" es "buscar favores" mediante la amistad que funda la influencia para pedir el favor del político. Un rasgo cotidiano de los ciudadanos que integran "el círculo cercano" es buscar, de manera simbólica, participar del poder político solicitando la excepción a la norma. "El amigo" exige, como prueba de la amistad, que quien detenta el poder pase por encima de la ley para confirmar la amistad. El vínculo personal funda la excepción en la obligación institucional. De esta manera, el influyente participa del mismo campo simbólico del funcionario y ambos se conciben como practicantes activos de la impunidad pública. Si la corrupción se reproduce por la relación interpersonal, la complicidad –como forma de lealtad– es el único tipo de vínculo que garantiza su posible reproducción como cadena impunidad en el tiempo.

El favor como ejercicio institucional personalizado tiene en México una larga tradición. Es una de las características del patrimonialismo de Estado, que se remonta a la época de la Colonia española, y se confirma a lo largo de los distintos regímenes de la historia independiente del país. Su simiente estuvo en el grado de discrecionalidad de las autoridades para utilizar las instituciones del virreinato en favor de intereses privados y en la manera como esta práctica se asentó en una cultura de la administración pública. La utilización para el beneficio de las instituciones del Estado ha sido un valor admitido en la práctica pública, cuya reiteración (independientemente del tipo de régimen de gobierno) ha dado origen a una moral pública en donde el usufructo institucional se volvió una tradición.

Paradójicamente, el usufructo personal de las instituciones llegó a ser un punto importante en la pérdida de legitimidad de los regímenes y de los gobiernos. A lo largo de la historia de México ha sido común descalificar al gobierno "anterior" por el grado de corrupción alcanzado en la práctica pública. Sin embargo, en muy pocos casos la descalificación política llega a la sanción penal del gobernante corrupto; junto con la moral patrimonial, se ha edificado una práctica cotidiana de la impunidad que comienza con el uso "indebido" de las instituciones para beneficio personal y acaba con la construcción de una visión pública que la confirma una y otra vez como salvaguarda de quienes han perdido el poder político.

La conciencia social de la inmoralidad pública ha descalificado en muchas ocasiones los actos de gobierno que intentan corregir o sancionar a la corrupción. En casi todos los casos, el político castigado aparece como un individuo que es objeto de un "vendetta". Esta devaluación social de la acción de saneamiento público se funda en la poca autoridad que poseen los políticos para exigir el cumplimiento de la moral pública y la honestidad en el desempeño de las instituciones. Este hecho es significativo, debido fundamentalmente a que la vigencia de un régimen político tiene como sustento un conjunto de valores sociales que se convierten en la medida de la solidez moral de los políticos y su ejercicio. Todo régimen político tiene un margen de acción fundado en una moral pública históricamente dada y sus límites de sobrevivencia se expresan también, en la transgresión de los valores socialmente aceptados y con los que la política y los políticos son medidos.

Los signos del tiempo: sus símbolos y sus usos

La política es una actividad sujeta a ritmos. Esta característica lleva al individuo que la ejerce a tener una clara conciencia del tiempo y de sus contenidos posibles. Los tipos de vínculos que se establecen con "el otro" están marcados por el ritmo, en el que se desarrolla cada uno de los procesos en los cuales los políticos entran en relación. Lo especifico de la actividad política está dado también por la temporalidad que impera en cada ámbito de las relaciones de poder en donde se actúa.

La conciencia de lo inmediato, crea en el político la capacidad de negociar el tiempo, como forma de relación con el interlocutor: los procesos de negociación no son atemporales, son secuencias rítmicas.

En las negociaciones, el oficio se mide por la destreza en el manejo del tiempo, que supone la capacidad de imponer la duración y los contenidos fragmentarios en los cuales se desarrolla el proceso de negociación. Comprometer "al otro" a ceñirse al tiempo que "uno" le impone a los procesos, es delimitar las posibilidades del interlocutor de producir el ritmo, como contenido posible en el tono de las negociaciones políticas. Hay negociaciones en las que la solemnidad empaqueta a los interlocutores, una se van lentas y otras salen al vapor.

El primer elemento de la confrontación entre dos negociadores con oficio es el tiempo de la negociación, su ritmo y sus contenidos, es decir, sus procedimientos. El manejo de la intensidad de la negociación permite imponer el tono de la comunicación. Cuando éste se logra imponer en la mesa de las negociaciones, se logra la autocontención de "los otros" y se fijan los límites al lenguaje en que se edifican los acuerdos. Suele ser frecuente escuchar entre los negociadores: "no se puede decir así" o "ése no es el tono", como si la forma política de argumentar estuviera fuera de lugar: "maneras", que en la mayoría de los casos, tienen un alto costo para el que "las pierde".

La duración y las fracciones en las que se organiza la secuencia de la discusión implica delimitar los alcances de lo discutible, a partir del debate de los tiempo y los contenidos de lo que se va a discutir. En la discusión de lo "discutible" se asienta la primera identidad de los debatientes y los primeros acuerdos a partir de los cuales se construye la primera lógica de grupo ente diferentes que a los largo de tiempo y del debate los hará responsables de lo discutido y de sus conclusiones. Este cierre de campo entre diferente crea la primera identidad y el primer compromiso y complicidad. Hay en cada proceso de negociación un tiempo que denota un ritmo, y en el ritmo un limite en el tiempo en el que se consuma la negociación. Parte del oficio reside en saber la medida y el ritmo de los procesos. Es común oír en el principio de una negociación: "esto va para largo", "esto sale pronto" o "esto hoy no sale". Siempre en referencia al tono que emplean los actores en sus intervenciones verbales desde el inicio del proceso de negociación política. La confrontación es una ruptura de los ritmos posibles de la relación entre los políticos, de los tiempos de la negociación.

Los ámbitos del poder y los límites de la acción

La actuación del político se da en varios niveles de manera dialogal y siempre en dobles planos: el interno y el externo, el grupo y el escenario público, el personal y el masivo, el visible y el oculto. La cultura del poder implica la adecuada compaginación de las distintas lógicas con las que se construyen las relaciones políticas. Esta condensación de los diversos planos en la conducta del poder constituye la posibilidad de reproducir a la institución y de permanecer individualmente como político.

El político no ejerce la actividad del poder con un sólo sentido y no habla sólo para un interlocutor, su conducta se desdobla en varios significados. En la acción, al mismo tiempo que confirma su presencia personal le da contenido a la de otros: a la del grupo al que esta adscrito, a la corriente ideológica que reafirma con su voz, al gobierno en el cual es funcionario, a sus superiores, pero también a sus subordinados. Siempre que el que actúa o declara es visto en representación de, o como representante de; aún en el silencio, como respuesta a sus interlocutores, es concebido como vocero. El silencio es también una respuesta: es una de las voces del poder.

Entre los políticos con oficio hay una clara conciencia de que las diferencias públicas no destruyen las complicidades cerradas. Esta sensibilidad da origen a las formas, aceptada entre pares, con las que se "comunican " a los distintos públicos los acuerdos del espacio cerrado, en donde se despliega la actividad del poder. La conciencia de la armonía que debe existir entre los distintos planos de la actuación confirma la pertenencia de los individuos y grupos a la élite dirigente de una sociedad y denota lo consolidado, o no, de un régimen político.

El plano de lo público tiene un sentido sustantivo: reproducir la política como actuación creíble de poder. Esta acción reproductora significa la confirmación de la imagen de la autoridad, mediante la refundación de la identidad entre los grupos que ejercen el poder en el escenario público. Confirmar la autoridad dentro es hacerla creíble afuera.

Representar poder, es poder representar

El poder que surge de la acción social es articulado por la organización polìtica que la expresa y simbólicamente se condensa en el liderazgo de su dirigencia. La densidad social condensada en la persona del dirigente es una de las principales fuentes de poder político legítimo. El liderazgo es en la historia una de las principales modalidades del poder invidivual.

No obstante que el liderazgo de las organizaciones sociales es en sí mismo, una de las modalidades del poder político más importante en las sociedades modernas, como sociedades de masas, no es suficiente para pertenecer y mantenerse en la élite dirigente del Estado, ni mucho menos la única fuente de poder de la que abrevan sus miembros. Lo complejo de las funciones estatales contemporáneas, obliga a su personal a desarrollar especialidades profesionalizadas que vinculan a la administración pública nacional con un mundo global y tecnificado, en donde las especialidades y las redes internacionales en las que se sustentan, constituyen una fuente importante e imprescindible de poder en las actividades de gobierno.

El ejercicio del poder en el Estado impone a los líderes sociales la necesidad de transformar la representación en negociación, a través de las formas y los lenguajes vigentes entre los miembros de la élite dirigente. Esta capacidad de crear los instrumentos culturales que permiten la traducción de las demandas a los distintos lenguajes de los circuitos de poder político estatal, no es una cualidad común a todos los dirigentes sociales. Muchos son eliminados de las relaciones de élite por su incapacidad de cumplir con las exigencias que imponen el nuevo tipo de relaciones interpersonales en el nuevo campo de poder.

Paradójicamente la capacidad del dirigente social de mantenerse en la élite estatal es una fuente de poder político entre sus bases sociales, al aumentar su poder negociador como gestor de demandas. La actividad del dirigente es central para la reproducción de la coalición gobernante, al ser éste el mediador de las bases sociales del gobierno en el Estado, lo que constituye una de las fuentes de la legitimidad política moderna.

La condición política del liderazgo significa diluir la confrontación y construir las mediaciones en las que se concreta la fuerza de la representación social como capacidad negociadora en el interior de la capa dirigente. Este doble manejo da al dirigente social la adscripción y pertenencia a la capa gobernante en el ámbito de las instituciones del Estado.

Es preciso que el político dirigente sea capaz de convertir la representación en poder de negociación. Este poder le da a la representación social la fuerza política legitimada para dirimir y postergar los conflictos de sus representados, a través de los acuerdos que logre construir entre los directivos del Estado y que les garanticen a todos las condiciones de gobernabilidad.

Los márgenes posibles de los resultados en las negociaciones, entre los representantes sociales y los otros miembros de la coalición dirigente, están dados, por el balance cotidiano que los miembros de la capa dirigente hacen entre gobernabilidad y conflicto: pulsar "la situación" para confirmar ó cambiar los instrumentos del poder con los que cuenta la capa dirigente para legitimar las políticas del gobierno frente a la violencia, significa para los individuos de la coalición en el poder, mantener abierta las posibilidades de su vigencia política como: dirigentes sociales, administradores de alto nivel, políticos ó tecnocratas, cuya credibilidad y poder estan siempre a prueba.

Es claro que la incorporación de los líderes sociales a la coalición gobernante y el usufructo personal de las nuevas prerrogativas brindadas por el Estado, es una de las principales fuentes de la burocratización de las dirigencias. La incapacidad de los líderes sociales de preservar su autonomía negociadora (fundada en la diferencia del origen de su poder político), frente a las presiones de los otros miembros de la coalición por crear una solidaridad orgánica, propia de este tipo de colectividades, deriva en la defensa de los intereses de la capa gobernante, a través de los proyectos de Estado y de nación y acabe por convertir al dirigente en un individuo convencido, más de su condición de élite más que de su calidad de líder social.

El presente ensayo es una recapitulación no concluida sobre las formas de hacer política y de edificar el poder. El oficio en política es sólo tan evidente como su ausencia; cuando el ejercicio del poder se vuelve contra el político y cotidianamente, cada una de sus acciones de gobierno (que tendría la intención de consolidar su fuerza) se le revierte y merma su autoridad, entramos entonces en ese parteaguas constituido por el agotamiento de un régimen, periodo que se abre hacia la edificación –sobre cimientos políticos cuarteados– de las nuevas reglas de acceso y consolidación del poder político.

Los políticos no son tontos; son las formas con las que construyen el poder las que se desfasan de los valores, las creencias y las ritualizaciones sociales constitutivas de los símbolos de la autoridad en el imaginario colectivo de su tiempo. Es este desfase el que los vuelve ridículos ante sus contemporáneos y el que les agota el poder.

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Agradezco a Blanca Beltrán por su apoyo diario, en éste y en muchos otros trabajos; asimismo, a Pablo González Casanova, Fernando Castaños, Julia Flores, René Millán, Yolanda Meyemberg, Sara Gordon, Aurora Loyo, Marcela Pineda, Andrea Pozas Loyo, Claudio Lomnitz, Ilán Semo, Larissa Adler, David Torres, Cristina Puga, Fernando Castañeda, Julio Labastida Martín del Campo, Carlos Elizondo Mayer, José Ramón Cossío Díaz, Alejandro Chanona, Fernando Escalante, Benjamin Arditi Giancarlo Corsi, Juliana Nevenschwander, Celso Campilongo, Aníbal D’Auria, Menelick de Carvalho Netto, Cataldo Motta, Alicia González Vidaurri y Julio Rios, Rebeca Arenas, Luis Orcil y el Seminario Red de México de Estudios del Discurso: Teresa Carbó, Irene Fonte, Rose Lema, Marlene Rall, Danielle Zaslavsky, Mary Elaine Meagher y Fernando González.

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*La palabra moeurs expresa esencialmente un estilo de acción, principio de conducta con consecuencias morales: configuración cultural.

Ricardo Pozas Horcasitas," El oficio del poder", Fractal n° 7, octubre-diciembre, 1997,
año 2, volumen II, pp.
131-152.

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