Francisco Segovia

¿A qué responde el diccionario?

 

 

El espacio en blanco

 

En una de sus famosas tiras cómicas, Quino pinta a Mafalda jugando junto a un librero; su papá se acerca a él, toma un diccionario del estante, busca una palabra, lee diez segundos y se va; Mafalda comenta: "¡Así nunca vas a terminar de leer un libro tan gordo!".

Este breve retrato humorístico está lleno de sentido. Y bastaría para basar en él una breve investigación sobre los diccionarios y la relación que establecemos con ellos. Por ejemplo, nos reímos del comentario de Mafalda porque encontramos absurda la idea de que alguien lea un diccionario de cabo a rabo. ¡No, un diccionario no se lee de pe a pa, como los otros libros! Se abre esporádicamente, cuando hace falta, y para leer sólo un fragmento, por lo demás bastante corto.

Es decir, consultamos puntualmente el diccionario cuando no entendemos algo, como si ese "libro tan gordo" fuera un catálogo de respuestas a todas nuestras preguntas posibles. Abrimos sus páginas, buscamos una palabra, leemos su definición, y basta. Muy pocas veces –si es que alguna– nos detenemos a pensar en qué clase de pregunta le hacemos al diccionario cada vez que acudimos a él, y menos aún en qué clase de respuesta nos da. No lo hacemos porque normalmente nos damos por satisfechos si nos resuelve la duda; y, si no,nos contentamos con darle salida a nuestra frustración: "¡Este diccionario no sirve! Hay que tirarlo a la basura". Tal vez sospechamos secretamente que, si nos preguntáramos sobre la pregunta que le hacemos al diccionario, o sobre cómo es posible que después de todo el diccionario responda, acabaríamos escribiendo una teoría del diccionario, empresa a todas luces abismal, como la búsqueda del Grial. Y sin embargo se atreven a ella unos cuantos caballeros, como Luis Fernando Lara, y –si me permiten la expresión– unas cuantas caballeras, como Josette Rey-Debove.

La Teoría del diccionario de Luis Fernando Lara (El Colegio de México, México, D.F., 1997) analiza, pues, qué cosa se pregunta el papá de Mafalda cuando acude al diccionario. Digamos que ha estado leyendo un libro de jardinería y se ha topado con la palabra drupa, que no entiende. Mientras se dirige al librero va rezongando: "¿Qué demonios es una drupa?, ¿qué rayos quiere decir drupa?" Enfadado como está por haber tenido que interrumpir su lectura para ir al diccionario, no se percata de que da a la misma duda dos formulaciones distintas. Por una parte se pregunta qué es cierta cosa del mundo (en este caso el "referente" de drupa) y, por la otra, cuál es el significado de la palabra drupa.

Si el papá de Mafalda estaba leyendo un libro en inglés, seguramente acudirá a un diccionario inglés; digamos, el Merriam-Webster’s. Allí encontrará una definición que empieza diciendo: "un fruto indehiscente de una sola semilla..." Se da cuenta entonces de que el Webster’s responde a la pregunta "qué es una drupa". De ello le da indicio el artículo indefinido al principio de la definición, y para comprobarlo le basta con poner entre la palabra y su definición el verbo que mejor convenga (estableciendo así, en términos de Rey-Debove, una "ecuación sémica"): "drupa (es) un fruto indehiscente...", etc.

 

 

 

Historia de letras / Alejandro Venegas

 

A la pregunta que exige un artículo (qué es una drupa) corresponde una definición que lo incluye (una drupa es un fruto), y aun sería consecuente con ello que los vocablos incluidos en el Webster’s fueran precedidos de su respectivo artículo, con lo que no iríamos a buscar la entrada drupa sino una drupa, o quizá la drupa. En cambio, si el libro que leía está en español, y el papá de Mafalda acude al Diccionario del español usual en México –cosa rarísima en un argentino que vive en Buenos Aires, como él–, allí encontrará una definición que empieza diciendo: "Fruto carnoso con una sola semilla...". En este caso no tiene el indicio del artículo, así que puede suponer sin mayor discusión que la ecuación sémica se establece con el verbo significar: "drupa (significa) fruto carnoso..." (Si se hubiera preguntado "¿A qué se llama drupa?", habría encontrado seguramente algún diccionario español que le respondiera consecuentemente. Algo así como: "Dícese del fruto carnoso que...")

Como se ve, el tipo de respuesta que elija cada diccionario mostrará su punto de vista con respecto a aquello que define, lo cual a su vez traslucirá su concepción de la lengua. Responder a qué es una cosa lo pone del lado de la enciclopedia (que es un "catálogo de objetos del mundo que interesan al conocimiento", según Luis Fernando Lara); responder a qué significa lo coloca, en cambio, del lado del diccionario propiamente dicho. Según Rey-Debove, esta vacilación entre enciclopedia y diccionario explica por qué los diccionarios modernos sustituyen el verbo de la ecuación sémica por un espacio en blanco: porque así pueden jugar con la ambigüedad (que aquí se expresa en las dos formulaciones que el papá de Mafalda da a su duda).

Esto es sin duda cierto, pero Luis Fernando Lara va un poco más lejos y –si entiendo bien su argumento– sugiere que el espacio en blanco expresa "una complejidad real de la ecuación sémica". Esta complejidad se refiere tanto a la naturaleza de la lengua misma como a la condición histórica de la comunidad que "la hace". Para mostrarlo, Lara elige como ejemplo las palabras tigre, gato, cara y otras, y analiza sus definiciones en los principales diccionarios modernos, pero también en algunos antiguos. De ello concluye muchísimas cosas, pero a mí me importa destacar especialmente una, que intentaré mostrar siguiendo el hilo de sus argumentos a través de gato. Para ello comenzaré citando (algo rasurada de latinajos y modernizando su ortografía) la definición que da el Tesoro de la lengua castellana o española, de Covarrubias, publicado en 1611 (el primer diccionario europeo propiamente dicho):

 

gata y gato El gato es animal doméstico, que limpia la casa de ratones [...] El gato es animal ligerísimo y rapacísimo, que en un momento pone en cobro lo que halla a mal recaudo; y con ser tan casero jamás se domestica, porque no se deja llevar de un lugar a otro si no es metiéndole por engaño en un costal, y aunque le lleven a otro lugar se vuelve, sin entender cómo pudo saber el camino. Él es de calidad y hechura del tigre, y los gatos monteses son fieros y muy dañinos; de un aruño o mordedura de un gato han muerto algunos, como lo testifica el epitafio de un romano en Santa María del Pópulo [...]
Gatos llaman a los ladrones rateros. Gato los bolsones de dinero, porque se hacen de sus pellejos desollados enteros sin abrir. Al rico avariento y mísero suelen llamar ata el gato. Gatos de agua, unas ratoneras que se ponen sobre librillos de agua, adonde caen los ratones y se ahogan. Echar el gato a las barbas, sacudir de sí el peligro y echarlo a otro. Estar como gatos y perros, no tener paz. No hacer mal a un gato, ser pacífico y benigno. Vender el gato por liebre, engañar en la mercadería; tomado de los venteros, de los cuales se sospecha que lo hacen a necesidad y echan un asno en adobo y la venden por ternera. Debe ser gracia y para encarecer cuán tiranos y de poca conciencia son algunos.

Por su parte, el Diccionario de Autoridades, el primero que publicó la Academia española de la lengua (1726), dice:

 

Gato. s. m. Animal doméstico, y muy conocido, que se cría en las casas, para limpiarlas de ratones y otras sabandijas. Tiene la cabeza redonda, las orejas pequeñas, la boca grande y rasgada, el hocico adornado por un lado y otro de unos bigotes a modo de cerdas: las manos armadas de corvas y agudas uñas, el cuerpo igual, y la cola larga. Relúcenle los ojos en la oscuridad, como si fueran de fuego: y tiene la lengua tan áspera que lamiendo mucho en una parte, la desuella y saca sangre. Haylos de varias colores. [...]
Gato. Se llama también la piel de este animal, aderezada y compuesta en forma de talego o zurrón, para echar y guardar en ella el dinero: y se extiende a significar cualquier bolsa o talego de dinero [...]

Lara cita además las definiciones de gato de dos diccionarios franceses publicados en la segunda mitad del siglo XVII. Y dice:

 

Para los dos primeros diccionarios [los franceses], el gato como objeto en sí mismo no es materia de definición. Para los dos es un "animal doméstico muy conocido". En cambio, cada uno de ellos ofrece características del gato que resaltan a la comunidad: que maúlla, que es enemigo de los ratones –"y otras sabandijas", dice la Academia Española–, que se parece al león por su cuerpo y sus ojos brillantes. La definición lexicográfica del gato es, entonces, ante todo, el estereotipo del animal que tiene la sociedad francesa del siglo XVII. Lo mismo sucede con la definición del Diccionario de Autoridades. Sólo que éste, obra del siglo XVIII, imbuido del espíritu científico de la Ilustración, amplía la descripción del animal, a pesar de ser tan "conocido". Lo que ofrecen los tres diccionarios son, entonces, las características típicas del animal, es decir, aquellas que organizaban la comprensión social del gato. [...] Nada se decía de su tamaño, de la forma detallada de su cuerpo, o de una clasificación zoológica –que será posterior– como felino o como carnívoro. Es decir, ninguno de los elementos con que definían al gato podría considerarse una propiedad mediante la cual se lo podría identificar inequívocamente. En cambio, el gato formaba parte de la experiencia social, y los vocablos gato y chat tenían significados que permitían la comunicación de los hablantes de la comunidad. Las definiciones eran genéricas, no descripciones de gatos singulares, pero tampoco eran definiciones del objeto gato en sí, sino de la concepción social del gato.

Así pues, como atestigua el Diccionario de Autoridades, en el siglo XVIII las comunidades lingüísticas europeas comenzaron a abrazar como propias las verdades que les ofrecía el conocimiento científico. Y, concluye Lara:

 

Desde entonces el conocimiento científico entra en tensión con el conocimiento compartido por la sociedad, que es la que fija sus condiciones de inteligibilidad. La tensión se complica por el hecho de que, a la vez que la ciencia se ocupa del mismo mundo experimentado por la sociedad y manifiesto en su significado, lo hace con los mismos signos que le depara la sociedad. El gato de la sociedad es "el mismo" que interesa a la zoología; pero la zoología agrega al conocimiento social un nuevo conocimiento "de las cosas en sí", que se manifiesta mediante los mismos signos lingüísticos tradicionales.

En resumen, el gato en sí, el gato de la ciencia y de la enciclopedia, entra en conflicto con el gato común y corriente, ese gato que los hablantes han valorado siempre por los rasgos que han juzgado típicos de él, sobre los que han bordado a lo largo de la historia no sólo las acepciones más comunes de la palabra gato sino también muchas frases hechas y refranes. La confrontación es de tal orden que, si nos atuviéramos sólo a la definición enciclopédica, zoológica de gato, no nos serían inmediatamente inteligibles expresiones como "tener ojos de gato" (tenerlos grandes, claros y brillantes), "andar como perros y gatos" (peleando sin cesar) o "defenderse como gato panza arriba" (hacerlo con bravura y echando mano de cualquier recurso).

Está claro, pues, que la definición enciclopédica del gato será más o menos "la misma" en todas las lenguas (porque se trata de una descripción de los rasgos pertinentes para su clasificación zoológica), mientras que su definición lexicográfica propiamente dicha dependerá de los rasgos que cada comunidad lingüística destaque en él; es decir, de qué cosas considere típicas del gato y de la forma en que, a partir de ellas, se construya una imagen prototípica del gato. Según Luis Fernando Lara, esta imagen constituye un "esquema cognoscitivo", una suerte de punto de referencia que vuelve inteligibles las acepciones "naturales" de gato que enlista el diccionario.

Y, sin embargo, el diccionario moderno no puede escamotearle a la palabra gato su significado enciclopédico, porque la comunidad lingüística lo ha reconocido ya como verdadero, se lo ha echado sobre la espalda y ahora carga con él. Al diccionario le toca hoy reflejar este hecho, por más que tenga que recurrir (justificadamente, según Rey-Debove) a una ambigüedad tipográfica: el espacio en blanco.

El catálogo de todas las respuestas

A estas alturas el papá de Mafalda siente que le da vueltas la cabeza. Y eso que no ha hecho sino empezar. Ha seguido a su modo –o sea, como ha podido– las mismas reflexiones de Luis Fernando Lara y de pronto se da cuenta de que casi no ha hecho más que reflexionar un poco sobre el espacio en blanco que media entre la palabra y su definición. ¿Y lo demás, tanto de un lado como del otro de la ecuación sémica? Ha notado, por ejemplo, que Covarrubias da como entrada la palabra gata –no gato, como los otros diccionarios– y que en cambio no ofrece ninguna información gramatical, como hace en cambio el Diccionario de Autoridades. ¿Quiénes, cómo y cuándo convinieron en que estas cosas se hicieran siempre de un modo y no de otro? ¿Por qué, por ejemplo, los sustantivos y los adjetivos aparecen ahora siempre en su forma masculina singular y los verbos en su infinitivo? Y, cosa aún más vertiginosa, ¿a quién se le ocurrió esa ordenación que ahora nos parece tan natural y que es, sin embargo, el colmo del ingenio y la convencionalidad; esa disposición de las palabras según lo que llamamos "orden alfabético"?

Para responder algo a estas preguntas, al papá de Mafalda ya no le bastaría con acudir a su intuición: tendría que consultar unos cuantos libros de historia, de filología, de lingüística, de teoría (incluida la Teoría del diccionario de Luis Fernando Lara). Pero eso no quita que medite un poco más sobre algunos temas que ha rozado. Así que vuelve a una de sus dudas: ¿cómo explicar que un diccionario, que no es más que un libro con un número finito de páginas, se presente sin embargo ante nosotros como un instrumento capaz de responder a todas nuestras preguntas? O, como dice Lara, ¿cómo explicar que los diccionarios se arroguen "la facultad de informar acerca de la lengua en su totalidad, como verdaderos y legítimos representantes de ella"?

El papá de Mafalda se pone de inmediato a tratar de acotar esa totalidad, aunque la empresa no parece fácil. Sabe, por ejemplo, que su duda sobre la palabra drupa surgió cuando se topó con esa palabra en una frase que no comprendió del todo. Es decir, sabe que encontró la palabra drupa en un contexto determinado, así que le parece extraño que el diccionario le diga qué es o qué significa drupa fuera de ese contexto. Luis Fernando Lara expresa este mismo extrañamiento de la siguiente manera:

 

El significado de la palabra está determinado claramente por el contexto en que aparece y, en consecuencia, habrá una cantidad ilimitada de sentidos específicos de cada palabra, según la cantidad ilimitada de discursos que se produzcan con ella. Este hecho es lo que lleva a muchos lingüistas a sostener que es imposible dar la definición de un vocablo en un diccionario, porque es imposible listar las variaciones de significado que se dan en el habla real.

Con todo, el papá de Mafalda reconoce que ha sido él mismo quien ha sacado de contexto la palabra drupa para preguntarse por ella, y da validez a este hecho diciéndose que forma parte de la naturaleza humana el poder hacer abstracciones sobre su lenguaje. Esto quiere decir que, valiéndose de esa capacidad, ha cambiado la naturaleza de la palabra drupa para convertirla en esa suerte de abstracción que los diccionarios llaman vocablo. ¿Significa esto que el vocablo drupa es un signo cuyo significado es la palabra drupa, que a su vez significa "fruto carnoso...", etc? Josette Rey-Debove opina que sí y considera al vocablo como un "autónimo", un "icono de signo". A Luis Fernando Lara esto le parece una complicación innecesaria, pues entonces, dice:

 

toda lengua natural, por el solo hecho de convertirse en objeto de sí misma, quedará compuesta por un sistema de signos naturales, más su duplicación homonímica a base de autónimos y los signos estrictamente metalingüísticos, como vocablo, palabra, oración, morfema, fonema, etc., que no tienen duplicado en la lengua natural y que forman el "metalenguaje".
[...]

Y en este caso, como se puede ver, el efecto teórico complica innecesariamente la teoría del lenguaje, pues implica la existencia de dos conjuntos de vocablos, el natural y el metalingüístico, que no solamente no tienen alguna evidencia empírica, sino que tampoco parecen producir alguna ganancia a la propia teoría del lenguaje, como no sea segmentar los usos naturales y los usos reflexivos de la lengua en dos supuestos lenguajes (lengua-objeto y metalenguaje) para no tener que reconocer el carácter pragmático de la mención de un signo cuando interesa la reflexión sobre la lengua.
[...]

Pero además del problema teórico lingüístico que produce la doble estructura de la lengua natural, lo que se ha perdido del todo es el hecho de que el hablante refiere en su acto verbal [en la pregunta sobre el significado de una palabra] a un signo lingüístico, al cual considera objeto de atención o de predicación –como en el caso del diccionario– de la misma manera en que, cuando habla de los objetos del mundo sensible (de sus sensaciones corporales, por ejemplo) refiere a ellos. Es decir, se pierde el sentido mismo del acto verbal, que comienza por ser un acto de referencia. La mención que hace el hablante por su interés de referir a un signo se disuelve en una manifestación propia de la lengua, como si realmente "la lengua hablara de sí misma".

Por eso es preferible considerar que la entrada, el vocablo y el lema no son autónimos, ni jeroglíficos de sí mismos, sino signos mencionados y no por un "metalenguaje" sino por el lenguaje de descripción de que hace uso la lexicografía, que solamente se diferencia de la lengua ordinaria por los artificios con que abstrae las palabras en vocablos y las condiciones morfológicas y sintácticas del vocablo en lemas. En conclusión, el lenguaje en que se presenta la entrada, el vocablo y el lema es la propia lengua que toma por objeto el diccionario monolingüe. El acto proposicional comienza, en la entrada, por ser un acto referencial de carácter ostensivo.

El papá de Mafalda no alcanza a montar un ataque de esta magnitud contra el concepto de "metalenguaje", pero entiende que no llegará muy lejos pensando que el vocablo es un signo de un signo, así que se contenta con la idea de que cuando pregunta sobre una palabra de su lengua lo hace siempre desde dentro de su lengua (en el seno de una comunidad lingüística, de una cultura y una historia particulares), y que la respuesta que se le ofrece se le ofrece también dentro de ella. Descubre así algo que suena, al mismo tiempo, a milagro y a verdad de Pero Grullo: el diccionario habla la misma lengua que él, por más que esté lleno de abreviaturas y otras mil convenciones. Comienza a vislumbrar, entonces, cómo el diccionario va acotando la pertinencia de sus preguntas para luego pretender contestarlas todas. Dicho en palabras de Lara:

 

la estabilidad, la relativa fijeza de la sustancia del contenido del vocablo [su significado], hay que atribuirla a su provenencia social: es la dialéctica entre las necesidades de significación del ser humano individual y sus necesidades de comunicación con los miembros de su comunidad la que fija el significado del vocablo, con una estabilidad que, por naturaleza, no se rigidiza sino al contrario, está siempre dispuesta a modificarse de acuerdo con las necesidades de significación de cada hablante.

De esta manera, aunque los estudios de adquisición de la lengua materna no permitan todavía llegar a una teoría unitaria del modo en que se construyen las palabras y los vocablos, se puede postular, con visos suficientes de verificación, que la estabilidad o la relativa fijeza del significado del vocablo en aislamiento es producto de la facultad humana de abstracción, de la memoria de acciones verbales y su identificación en esquemas de acto, de la preeminencia del modo designativo de la significación en la mayor parte de los campos referenciales que se organizan en el habla diaria [el dichoso "sentido recto" de la Academia], y de la delimitación del sentido que ejerce el consenso social. Sólo así puede explicarse que, como lo demuestran la observación de la definición espontánea de los hablantes, los pocos estudios asequibles al respecto y la existencia de los diccionarios, los vocablos tengan un significado –al menos– relativamente estable e independiente del significado específico que adquieran en cada discurso real.

En este sentido el diccionario no sólo acota las preguntas que podemos hacerle (y que sin embargo, al menos en teoría, siguen siendo "todas las preguntas") sino que instituye el acto mismo de preguntar y responder por las palabras de la lengua. Se convierte así en una construcción social de orden simbólico que los hablantes reconocen no sólo como "depósito de la memoria social manifiesta en palabras" sino como expresión de la verdad en lo que a una lengua se refiere.

Dice Luis Fernando Lara que "los diccionarios [...] son libros tan obvios, tan esperados en la biblioteca doméstica, que parecen muebles". Y sin embargo, ¡qué extraña clase de libros son! Los consultamos muy brevemente y de vez en cuando, pero están imbuidos de un prestigio y de una autoridad abrumadores. "¡Notables objetos verbales! –exclama Lara– Los únicos que, sin provenir de una revelación religiosa, o de la pluma de un profeta, constituyen una verdad para las comunidades lingüísticas." John Algeo agrega que los hablantes de inglés –pero seguramente no sólo ellos– lo han adoptado como icono cultural: "Así como la Biblia es el libro sagrado –dice–, el diccionario se ha vuelto el Libro secular, la fuente de autoridad, el modelo de comportamiento y el símbolo de la unidad de la lengua." Y no es extraño: la Biblia y el Diccionario comparten un rasgo esencial: ambos fundan buena parte de su autoridad en el hecho de ser libros. "Los diccionarios han sido siempre libros", afirma Lara, y añade que esto les supone "de inmediato un carácter de civilización que el género humano debe al papel, a la escritura y a la imprenta".

Es verdad que los diccionarios monolingües de las lenguas europeas aparecieron desde el principio bajo la forma de libros, pero no cambiaría en nada su importancia como "hecho cultural" que hubieran aparecido antes, como códices o pergaminos (o que comiencen a hacerlo ahora como "textos virtuales"). Creo que lo importante, al menos en cuanto a su autoridad, es su condición de escritura. Y el prestigio de la escritura es, con mucho, anterior a los diccionarios. Según el Libro de los Ritos chino, el legendario emperador Huang Ti inventó la escritura, y con ello dio su nombre verdadero a las cosas; "parejamente –dice Borges– Shih Huang Ti se jactó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su imperio, tuvieran el nombre que les conviene". Tarea de purista –y de tirano, sin duda– que lo acerca más a la sanción de una Comisión para la defensa del idioma que al verdadero oficio de redactar diccionarios.

A Luis Fernando Lara quizá le bastaría el purismo de Shih Huang Ti para compararlo con los monarcas ilustrados europeos, que fundaron academias y también pretendieron fijar "el esplendor" de sus lenguas nacionales a través de la escritura –aunque ellos sí hayan propiciado el nacimiento de una verdadera tradición lexicográfica. Lara insiste, por ejemplo, en el valor que los monarcas europeos dieron al diccionario en cuanto legitimación del Estado nacional. Así, dice, el diccionario monolingüe "no fue simplemente un instrumento de información" sino que "comenzó por ser una institución simbólica, un catálogo de voces de la lengua literaria documentadas en un conjunto de obras declaradas ‘clásicas’, orientado al esplendor de la lengua del Estado".

Como puede verse, las similitudes con Shih Huang Ti terminan ahí, pues para éste no había nada que pudiese llamarse "clásico". Fue él quien unificó los antiguos reinos de la China e inició la construcción de la Muralla, pero también ordenó quemar todos los libros escritos antes de su reinado, como si con ello pudiese abolir el pasado y volver a fundar la historia. Quizá por eso no se animó a ordenar la redacción de un diccionario: porque, aun sirviéndole como herramienta para legitimar su imperio, el diccionario no habría podido dejar de ser un "depósito de la memoria social" de los chinos ni de responder a una necesidad práctica de sus hablantes. Y así habría terminado por encontrar su fundamento –como dice Lara que hacen los diccionarios modernos– ya no en un "arbitrio histórico" o en "los intereses de un Estado para legitimarse" sino "en la necesidad de entendimiento de la sociedad y en una institucionalidad de la pregunta y la respuesta acerca del léxico de [la] lengua, que tiene sus raíces en lo más profundo de la vida verbal de la sociedad". Nada de esto habría servido a los propósitos de Shih Huang Ti, que aborrecía el pasado: como todos los diccionarios, el suyo habría tenido que mirar hacia el universo que ilumina la lengua, y ese universo habría incluido al pasado.

"Acaso –dice Borges– Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero." Como el diccionario. Como la Teoría del diccionario, de Luis Fernando Lara

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fscamelo@prodigy.net.mx

 

 

 

Francisco Segovia, "¿A qué responde el diccionario?", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 79-94.