Adriana Menessé

Esther Seligson:
la escritura del viento

 

 

 

 

Hebras, tiras, filamentos; briznas de visiones y recuerdos, cabos sueltos. De estos materiales confesadamente dispersos y frágiles, conforma Esther Seligson su último libro (Hebras, Ediciones sin nombre, 1996) un libro que no se ofrece a la lectura como una urdimbre compacta y espesa, sino como el dócil entramado de una chalina tendida al abrazo del viento. Hebras de recuerdos, como en "Jardín de infancia", de visiones, como en "Travesías"; cabos sueltos del transcurrir cotidiano, de nuestros asombros. De ciertas lentas y dolorosas reconciliaciones. Y digo que se tiende al abrazo del viento, porque Seligson parece estar segura que el cuerpo del amor es el camino privilegiado del conocimiento. El cuerpo como espacio del encuentro, de la escucha y la revelación. Fiel a un estilo cada vez más suyo, vuelve a sorprendernos, como en otras ocasiones, el lugar de donde emana la escritura. Voz siempre presente de un yo lírico, fluir del alma. Lenguaje de embriaguez donde Esther Seligson finca un diálogo consigo misma, con el mundo, y con el orden trascendente.

Dicen que la cosmovisión hebrea concibe al hombre de manera tripartita: "basar", la carne, remite a la opacidad de un cuerpo muerto, ese cuerpo que se ha volcado enteramente sobre sí mismo, signo cerrado; "nephesh", en cambio, es la interioridad del alma abierta al sufrimiento, es el yo que tiembla y goza, que ama y odia y se desgarra. Pero "ruaj" es el espíritu, es esa parte de nuestro ser que le responde al cosmos, esa ráfaga poderosa e intocada que comunica al hombre con lo divino. De manera paralela, me parece, podríamos hablar, en la escritura, de estas tres instancias, de estos tres niveles difíciles de separar pero reconocibles; espacios que se funden o entrecruzan pero que, al mismo tiempo, se distinguen, irreductibles: en el primer nivel, el texto como cifra, como signo que nos niega el acceso, llamado que oscurece su quebranto; en el segundo, el texto como interioridad: pasión de desnudez, enfermedad o síntoma; en el tercero, finalmente, el texto como transparencia, "tiniebla iluminada", trance de comunión, fuente de un dolor universal y originario; "ruaj", develación del espíritu.

Desde estos tres niveles nos acercamos a las Hebras que Esther Seligson nos presenta ahora. Y entonces aparecen las interrogantes: ¿Qué es lo que permite las rupturas, los saltos de nivel, los tránsitos? ¿De qué manera un texto impenetrable descubre silenciosamente la clave que habrá de iluminarlo? ¿Por medio de qué misterioso mecanismo la pasión, (esa enfermedad), se transmuta en entusiasmo? ¿En qué punto la desnudez trasciende su impudicia y se estremece ante el roce de lo inefable? Preguntas sin respuesta, seguramente, porque ¿cómo podríamos dar cuenta del lugar exacto en que la intimidad se convierte en transparencia o del juego de luces por medio del cual un símbolo descubre sus umbrales?

Las Hebras de Esther Seligson nos enfrentan a estas preguntas porque se despliegan en los tres estadios; y en su movimiento y en sus tránsitos. Así, cuando en un primer momento algunos textos nos parecen cifrados, la relectura desgrana los sentidos. O textos de intimidad donde, a veces, el yo se adelgaza hasta la transparencia para hacernos testigos y partícipes de su expiación. Pues si bien estas Hebras son retazos de diferentes momentos y miradas –desde los textos un tanto enigmáticos de "Travesías" hasta la contemplación desapegada de un paseante curioso y atento como en "Naturaleza muerta", textos que por alguna extraña asociación de ideas recuerdan las prosas baudelairianas del Spleen de París– el tono, la intención dominante de este pequeño libro parece estar dada por "Jardín de infancia", textos de recapitulación y encuentro, de amorosas distancias y reconciliaciones. "Si tornara a vivir de nuevo –dice Esther Seligson en "Retornos"– me gustaría encontrar a mi madre y ser las dos un par de amigas jóvenes". Disfrutar lo que disfrutamos juntas y, sin prisas, "platicarnos de veras lo más íntimo y secreto." "Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser el hermano gemelo de mi padre, entenderle desde el nacimiento el origen de ese mal negro que lo aqueja"... Pasado y futuro, como enlace de las generaciones, vida que se prolonga en nosotros y a través de nosotros: "Si tornara a vivir de nuevo –repite–, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuente las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos..." Ya antes nos había hablado de su "Herencia" y de su "Errancia", madre y padre en ese jardín que se desea memoria sosegada, pues sólo este sosiego habrá de permitirnos al fin comprender y aceptar. Comprender y conciliar; aceptar y agradecer. Ardua y despaciosa tarea hecha de vida y goce y sufrimiento, tarea siempre iniciada y suspendida para emprenderse acaso en otro nivel. Frente a este permanente reinicio, "El entierro" manifiesta la cruel evidencia del derrumbe final, y el plañido de alguien que alza la voz y pregunta: "¿Qué nos falta que imposibilita nuestra sumisión incondicional? ¿Por qué no logramos alabar sin reparo las maravillas de Tu creación, el perfecto engranaje con que se mueven tus creaturas y se articulan los misterios del Universo?" Y más adelante: "Nos traiciona una oscura voluntad de pertenencia siendo como somos irrealidad y nada, un intervalo del vacío en que Dios se retractó para dar a luz al mundo". La henchida mudez del Gran Interlocutor está siempre en el horizonte.

En este sentido, uno de los textos más significativos –aunque no pertenece a este mismo grupo sino al de "Naturaleza muerta"– es un diálogo que se establece enteramente con la divinidad, como en los Diálogos con Leucó de donde toma su epígrafe. Extraño coloquio, hay que decir– como todos los de su género–, donde solamente uno de los interlocutores toma la palabra. "La ceguera". Y sin embargo, aquí "el hombre" no habla para suplicar ni para imprecar contra la injusticia, sino para hacerse cargo de la debilidad del creador todopoderoso, de su oquedad e indefensión ("... somos Tu soporte, el esqueleto que sostiene la respiración de Tu universo vacío con el oxígeno de nuestros pequeños goces..") poniendo a salvo, de este modo, el horizonte irrenunciable de un sentido vivido como completud: "...y, a veces, sí, es verdad, a veces el aleteo de Tus alas ilumina ese espacio multicavitario con un relámpago de fulgor inolvidable suficiente para darle sentido al impulso con que arrastramos la roca cuesta arriba..."

Hebras de Esther Seligson, transita, pues, de la cifra al espíritu deteniéndose en la intimidad, abriendo sus compuertas y mostrando sus cámaras preñadas por el tiempo, herederas de un pasado que reconoce y de un futuro al que se entrega con esperanza. Hebras, retazos en el fluir de una conciencia que se abre al mundo con asombro y se vuelca sobre su propia historia con un gesto de amor y desprendimiento

 

 

 

Adriana Menassé, "Esther Seligson: la escritura del viento", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 75-78.