Marshall Berman

Picasso, el azul y la línea 
que se interrumpe

 

 

Me atraen los museos, pero nunca espero que me emocionen. Sin embargo, la exposición "Picasso y el retrato" que exhibió el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) el verano del 97 me dejó sin aliento. El lugar estaba repleto. Miles de gentes daban vueltas y regresaban una y otra vez. Abundaban los gestos y las exclamaciones: "¡Mira nada más!", "¡Increíble!", "¡Dios mío!", "¡Guau!" Era asombroso encontrarse en un museo en medio de una multitud tan eufórica como si estuviera en el estadio de los Yanquis, el Madison Square Garden, el Fillmore East o en alguno de esos maravillosos lugares que han desaparecido hace tiempo.

La exposición presentaba docenas de aspectos de la obra de Pablo Picasso, aunque sus verdaderos temas eran el amor y la muerte. Un primer cuadro impresionante y terrible era el retrato del poeta Carlos Casegemas en su ataúd. Amigo íntimo del pintor en su juventud, Casegemas se suicidó en 1901 cuando la mujer que amaba lo abandonó. El rostro melancólico, azul pálido, es conmovedor; la herida de muerte, brutal. La llama nostálgica de una vela gigantesca (¿el amor? o ¿la muerte?) se acerca y apenas lo roza. Un poco más adelante encontramos la imagen de Eva Goulet, una de las heroínas olvidadas de Picasso. Fue su modelo y su amante a principios de siglo. Murió de tuberculosis a comienzos de la Primera Guerra Mundial, y él la cuidó con ternura hasta el final.

En la cima de su época cubista, la presencia de Eva se vuelve simbólica y abstracta a la vez: una guitarra o el título Ma jolie. Sólo cerca de la muerte Picasso le dio una forma más corpórea: una bella joven, apenas perceptible, que no se halla envuelta sino atrapada entre planos cubistas superpuestos.

En estas primeras obras se puede observar cómo Picasso vibra en la misma frecuencia que T.S. Eliot, otro pasajero de la década de 1880 que también tuvo una larga vida. En "Whispers of Immortality", un poema lírico posterior a 1910, el narrador de Eliot es un mediocre instruido que medita sobre la cultura, la historia y lo inadecuado que resulta el sexo para hacer felices a los hombres frente a la muerte. "Webster estaba muy poseído por la muerte", empieza. "También lo estaba John Donne". El sentimiento ante la muerte que tiene Donne da vida a su visión erótica.

Donne, I suppose, was such another
Who found no substitute for sense,
To seize and clutch and penetrate;
Expert beyond experience,

He knew the anguish of the marrow
The ague of the skeleton;
No contact possible to flesh
Allayed the fever of the bone.

[Donne, supongo, era otro de esos
Que no encontraban sustituto a los sentidos,
Para agarrar y aferrarse y penetrar;
Experto más allá de la experiencia,
Conocía la angustia de la médula,
El temblor del esqueleto;
Ningún contacto posible con la carne
Aliviaba la fiebre de los huesos.]

Los retratos de Picasso muestran cuán desconsolado se sentía por la muerte temprana de personas queridas. Tenía que volver a encontrar la opción de la vida. Acaso fue esta búsqueda la que lo llevó a "agarrar y aferrarse y penetrar" y a hacerse "experto más allá de la experiencia". No quiero decir que incursionó en el mundo de la sexualidad –eso parece haberlo hecho muy bien toda su vida, inhibido tan solo por la edad y la salud–. Me refiero a algo más profundo, aquello que Eliot quería decir con "agarrar y aferrarse y penetrar". Son verbos eminentemente ligados a la sexualidad, pero tienen que ver más aún con la imaginación y con el conocimiento de los demás.

Justo cuando el narrador de Eliot está reflexionando, el poeta lo levanta y lo arroja a un brusco desasosiego. Este hombre solitario se encuentra de repente en presencia de una mujer que vibra de sexualidad:

Grishkin is nice: her Russian eye
Is underlined for emphasis;
Uncorseted, her friendly bust
Gives promise of pneumatic bliss.

[Grishkin es agradable: su ojo ruso
Está subrayado para resaltar;
Su amable pecho, sin corsé,
Promete un pneumático deleite.]

¿Quién es esta dama morena? Es extranjera (¿"ruso" querrá decir judío?); su cara no sólo está maquillada, sino "subrayada", escrita, lo cual sugiere arte, y un parentesco entre ambos; debajo de su vestido está visiblemente, y por lo tanto activamente, desnuda. En la estrofa siguiente, huele como un "jaguar brasileño al acecho" (animal, exótico, peligroso) y –cosa desacostumbrada a comienzos de siglo– "Grishkin tiene un dúplex". Cautivadora fantasía: una mujer extranjera que huele estupendamente, artista, con un físico amable y un departamento propio. En el mundo imaginario de Eliot, el asunto no va más allá de la fantasía. Para sus héroes, la mujer añorada siempre está fuera de alcance. Son como Newland Archer en The Age of Innocence de Edith Wharton, caminando de arriba para abajo frente a la puerta de la condesa Olenska: saben que son bienvenidos pero no se animan a tocar el timbre. Sueñan con el fervor de una sexualidad franca, con la reciprocidad humana y el infinito misterio de la vida en el departamento, pero acaban quedándose solos afuera.*

Para "captar" a Picasso habría quizá que imaginarlo en una escena como ésta –no el hermoso muchacho que tiene el mundo entero por delante, sino el hombre maduro que ha ido a demasiados funerales–. Uno sabe que no hay nada que lo pueda mantener a él fuera del departamento; pase lo que pase, va a entrar. Acaso Picasso se redimió ante la muerte imaginando la sexualidad humana en formas explosivas y originales. En complicidad con mujeres extraordinarias aprendió a crear las obras de arte más excitantes de este siglo. Tiene razón Norman Mailer en su Portrait of Picasso as a Young Man cuando hace notar este aprendizaje. En Picasso la sexualidad no era la fácil confianza en sí mismo de un garañón, sino una lucha cuesta arriba, precaria y vulnerable, una construcción imaginaria que tenía que reconstruir una y otra vez. Eso hacía que el sexo fuera una fuente de temor, pero también de poder dramático, una manera de decir: "Miren, lo logré".

Las mujeres que "lo lograron" más espectacularmente junto con él son Marie-Thérèse Walter y Dora Maar, las estrellas de la exposición del MOMA. Picasso estuvo enamorado de ellas en las décadas de los veinte y los treinta, a veces simultáneamente. El amor lo llenaba de energía. Retrató incansablemente a sus seres queridos en una multitud de técnicas y una asombrosa variedad de encarnaciones, llenas de una descarada energía sexual que nos golpea como una ola. Hay gente por ahí (varios en el mundo del arte, como Adam Gropnik en el New Yorker ) que detestan a Picasso de manera obsesiva; muchos de ellos parecen ver en esos retratos ataques sexuales contra sus personas. Es cierto que Picasso "agarra" a los espectadores de sus partes más pudendas. Pero creo que si miramos de cerca, nos impresiona el que haya podido ver a las mujeres con esa extraña combinación de ternura y una avasalladora devoción corporal. Freud dijo que la capacidad de sentir ternura y sensualidad frente a la misma persona era una señal de madurez; también dijo que no creía que muchos llegaran a eso. Pero Picasso sí llegó, y buena parte de su arte nos ayuda a entender la fusión entre los sentimientos de la ternura y la sensualidad.

Los visitantes del Museo de Arte Moderno conocen a Marie-Thérèse desde hace algún tiempo, aunque hasta ahora no lo sabían. Uno de los cuadros clásicos del MOMA es la "Muchacha frente al espejo" de 1932. Resulta que ella es esa muchacha. Su irrupción en la vida de Picasso a fines de los veinte dio a su arte un súbito impulso de energía. Durante la década siguiente le hizo centenares de retratos. En los más cautivadores, las formas son curvilíneas y orgánicas, la sensación es lírica, el ritmo deja sin aliento; es como si sintiera que tenía que terminar esos cuadros antes de cerrar una especie de hora metafísica. El oro de su pelo y el rosado de su carne vibran intensamente, resaltados a menudo por ropa en ricos tonos de azul y morado. (Una mujer poscubista tiene más de un cuerpo, así que puede estar al mismo tiempo ricamente ataviada y desnuda.) A Picasso le encantaba pintar a Marie-Thérèse dormida. (Quizás era el único lugar en que ella esperaba escapar de él.) En uno de esos cuadros, el sillón debajo de ella parece a punto de incendiarse. En otro, una palmera sale en remolino de la parte inferior de su cuerpo. En otro más está durmiendo, desnuda, mientras el sol repite desde afuera sus redondeces y tal parece que la tomara como fuente de calor y luz. Es como si Picasso se estuviera apropiando todos los clichés de la ternura y tratara de transformar las palabras en carne. A veces la dibuja como una gigantesca pelota de playa de tira cómica, con deliciosas curvas que nos invitan a tocarla. Pero siempre hay un misterio en Marie-Thérèse, esa forma que tiene de curvarse sobre sí misma, de tal modo que irradia una armonía interna que ningún amante puede tocar. En los retratos que hacían a la gente pararse en seco en la exposición del MOMA, parece casi un sujeto exento de subjetividad, no más consciente de sí misma que el sol. Y sin embargo, en la "Muchacha frente al espejo" no se parece en nada al sol, ese gran himno a la interioridad, donde tanto el sujeto como su imagen se absorben uno en la otra.

Dora, que entró en la vida de Picasso a mediados de los años treinta, es el complemento metafísico de Marie-Thérèse, el lado oscuro de la luna. Si la Marie-Thérèse de Picasso se define por curvas orgánicas y por su naturalidad, su visión de Dora está hecha de artificio y ángulos bruscos –su maquillaje, sus joyas, sus uñas puntiagudas, sus elegantes vestidos con diseños abstractos, su aspecto de que sabe bastante bien lo que está haciendo, su heráldico color rojo neón–. Parece alguien que ha construido

 

Retrato de Dora Maar (1937)

 

un montaje de sí misma. Casi se podría afirmar que Picasso la ve como un espíritu afín, una artista moderna como él. (En realidad, Dora era fotógrafa, y fue la única persona que vio y retrató cada una de las fases de "Guernica".) Su imagen evoca a las damas sombrías de los relatos de Henry James y las morenas del clásico film noir. Los aspectos contradictorios de su personalidad se muestran abiertos con colores que chocan bruscamente y con oblicuos planos poscubistas. En un retrato titulado "Mujer que llora", su cara aparece tan activamente desintegrada que resulta insoportable. ¿Acaso sintió esto el propio Picasso? El rostro destruido parece estarse dirigiendo a él como en una pancarta que dice J’accuse! Pero la pancarta no sólo está ahí, aislada, sino que él mismo la ha puesto. La imagen de Dora no tiene nada parecido al aura de Marie-Thérèse, a su íntimo resplandor; pero tiene otra cosa, se ve infinitamente más interesante. Se proyecta como una de esas mujeres que tiene mucho qué decir. Sus retratos son fascinantes actos de diálogo y de colaboradora complicidad.

Al parecer, Picasso amó a las dos mujeres al mismo tiempo durante algunos años. Ellas parecen haberlo amado a él en formas que fueron probablemente insoportables para la mayoría. Un día de enero de 1939, tal vez con la esperanza de aclarar sus sentimientos, Picasso pintó dos grandes retratos al óleo de ambas mujeres exactamente en la misma postura –"Mujer reclinada con libro"– y en el mismo lugar de su estudio. Por un tiempo, ambos cuadros estuvieron colgados juntos en la pared; luego fueron diseminados a diferentes partes del mundo. Después de medio siglo, se reunieron otra vez en la exposición del MOMA –con toda probabilidad (costos de seguro, etcétera) por última vez. Ninguna de las dos mujeres que estaban en esa pared se veía hermosa. (Las dos parecían agotadas, y se entiende por qué.) Pero ambas se veían sublimes: serias, intensas, completamente ahí. Con dos mujeres de esta profundidad, ¿cómo podía uno no adorarlas a ambas?

Estas mujeres aparecen en Surviving Picasso, la película de Merchant-Ivory-Jhabvala que se estrenó el otoño pasado. Pero los que hicieron la película no las quieren, y en realidad no les interesa cómo pudieron haber sido, aparte de ser dos nombres más en la lista de las VDP, Víctimas de Picasso. En una escena Marie-Thérèse y Dora llegan a las manos, pero nunca sabemos por qué se pelean. El sentido de la escena, según parece, es que Picasso (a quien se le ve trepado en un andamio pintando mientras ocurre la pelea) se ríe de las dos porque era un Desgraciado. Lo que quiere probar la película en todas y cada una de sus escenas es el hecho de que Picasso era un Desgraciado. Y esto nos lo mete en la cabeza a martillazos, implacablemente, para que no se nos vaya a olvidar. Una y otra vez nos muestra personajes potencialmente complejos en situaciones potencialmente interesantes, pero toda su vida y su energía son sacrificadas para lograr el objetivo de la acusación: probar más allá de toda duda que Picasso era un Desgraciado. Lo entendemos desde el primer minuto. Hay titulares que nos dicen "La Ocupación Alemana de París en 1943" y una imagen de Picasso bajando con pasos severos por la escalera de su estudio se yuxtapone con la de soldados de tropas nazis de asalto que marchan con pesados pasos por las calles de París. Uno puede salirse muy pronto después de esto y no perder gran cosa.

 

 
Olga en el estudio
de Montrouge
(1917)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Anthony Hopkins representa al villano con mucho brío. Al principio nos da gusto verlo pavonearse y agitarse y sacar el pecho y reír diabólicamente. Pero pronto nos cansamos de una cara, un cuerpo y una voz que generalmente nos gustan. Aquí, Picasso no es un personaje, sino una máquina generadora del mal. Este papel encierra a Hopkins de manera mucho más efectiva que la jaula a Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes. Al poco tiempo sentimos que la nostalgia nos invade. No sólo por Kirk Douglas cuando rechina los dientes en Anhelo de vivir (una cinta dedicada a la vida de Van Gogh), sino incluso por el Capitán Garfio, cuyo creador tuvo la gentileza de dejar que el villano contara chistes sobre sí mismo.

Puede sonar extravagante decir que en Surviving Picasso hay ideas, pero por lo menos uno de sus temas reitera sentencias que deambulan desde hace tiempo en el mundo del arte. De la misma manera que se condena a Picasso por ser un pecador brutal, su rival de toda la vida, Matisse, es venerado como un santo trascendente. Más o menos a la mitad de la película, Picasso y Françoise Gilot visitan a Matisse, de quien se nos dice que está cerca de la muerte, pero que se desliza con sus muletas como un patinador olímpico, rebosa de sonrisas y habla con parábolas zen como Yoda en La guerra de las galaxias. Matisse muestra a Picasso sus retratos recientes de mujeres, y dice que él (no como Otros que podríamos mencionar) está en sintonía con el ciclo vital biológico, a gusto con la plenitud de su edad y feliz de vivir una vida sexual en la imaginación. "No parece usted sentir ningún odio por las mujeres que ama", dice Picasso. La serena respuesta de Matisse es: "No, eso se lo dejo a usted, Monsieur." Una vez más el mensaje de la película es: "Contemplad a este maestro, tan perfecto en el arte como en la vida, ved cómo siente y ama y crea en total pureza, sin ambivalencias." Y justo frente a él, como ante la fachada de una catedral: "Contemplad a ese degenerado, impulsado por el odio que produce el amor y que se regodea en la ambivalencia." Si pudiéramos responder, tal vez querríamos decir que el amor y el odio son sentimientos primigenios, y que tanto nuestro arte como nuestras vidas serán mejores si tenemos las agallas suficientes para ver y decir cómo están entrelazados. Picasso, como Freud, se pasó toda la vida luchando con el inconsciente, y con la dialéctica del amor y el odio. A quienes tratan de confrontarnos con la ambivalencia humana se les escupe en la calle (como le ocurrió a Freud

 

Retrato de Marie-Thérèse (1937)

 

en la antigua Viena) o en los periódicos o en las películas. Son irremediablemente impuros, candidatos ideales para adjudicarles sendas etiquetas de "Arte Degenerado". En realidad, deberíamos alegrarnos de que estén ahí. Se necesita un arte impuro e ideas impuras para mostrarnos cómo somos en realidad y para ayudarnos a imaginar quiénes podemos ser.

Quienes produjeron Surviving Picasso anteponen la lista de Víctimas de Picasso al examen de su obra. Así, la película tiene mucho del negocio del arte pero (a diferencia de las antiguas biografías cinematográficas de artistas que eran producidas por Hollywood) muy poco de arte. La exposición del MOMA y su espléndido catálogo nos llevan a ver cómo la obra de Picasso se relaciona con la gente que lo rodeó. No hay duda que se portó mal con las mujeres a las que amó (con los hombres a los que quiso fue quizás aún peor). Pero es ridículo calificarlo de misógino, como se acostumbra hoy en día. Sus retratos no sólo captan la belleza de las mujeres, sino su dignidad. Dio a Marie-Thérèse Walter y a Dora Maar –y a Fernande Olivier, a Eva Goulet, a Sara Murphy, a Françoise Gilot, a Jacqueline Roque, y también a otras– una presencia permanente en la cultura universal. Mientras exista el arte, y exista la reproducción mecánica del arte, la gente conocerá a esas mujeres y las admirará gracias a él.

 

Traducción del inglés por Flora Botton-Burlá

Fotografía y retratos de Pablo Picasso

 

 

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*¿Es esto injusto para el creador de Sweeney Agonistes? En el edificio de departamentos de Apeneck Sweeney, la gente suele coger (y matarse) como si nada. Pero esa es la vida de la clase baja tal como la imagina cómicamente un miembro de la clase alta. Su propia clase, imaginada trágicamente, no es capaz de vivir intensamente.

 

 

Marshall Berman, "Picasso, el azul y la línea que se interrumpe", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 63-74.