Antonio Marimón

Aquí llega el sol

 

Asfodelos

 

¿Sabe qué?, se hizo el silencio y entró el Analista, dijo Maldonado. Sin que fuera actor, pero con el efecto análogo a la entrada de un actor, el Analista tomó asiento en un sillón de cuero con alto espaldar, enfrentado a otro asiento semejante, y los dos colocados en líneas diagonales ante un semicírculo de sillas ocupadas. El escritor acentuaba en su pronunciación la "a" de la primera sílaba de la palabra Analista. Esa mayúscula tácita creaba un anillo de aire entre ella y el resto de las letras, y señalaba algo: prominencia, dones prominentes del Analista, llegado a la ciudad desde su residencia en el extranjero, con fama de teórico del psicoanálisis, maestro de grupos y miembro destacado de una escuela.

Sí, todos esos aspectos conocidos estaban allí junto a un cuidadoso bruñir de perfección externa: aquel hombre vestía saco jaspeado, pantalón beige, camisa blanca o tal vez rosada, corbata gris con filetes rojos, y usaba una barba alrededor de la mandíbula que dejaba un par de continentes blanquecinos entre tal masa suave de pelo canoso y las orejas. ¿Qué hace que el paciente se mire, en relación al modelo que conforma la perfección externa del Analista –perfección ratificada por el discurso–, como en ligera o grave falencia, casi siempre en deslizamiento al malentendido o al balbuceo, menos seguro, mucho menos sabio?, se preguntaba el escritor. El semicírculo de sillas, que superaba al medio centenar, se hallaba repleto de asistentes incluso de pie, o acuclillados, o sentados en el piso, expectantes, colegas del Analista y algunos habitantes de la casona; muchos más de los primeros. Maldonado sólo recordaba a Legui, a Bonino ubicado con gran interés en primera fila, y la barba blanca de don Bruno cerca de la puerta, junto a él, incrustados en medio de una pequeña multitud, una comunidad de personas más o menos dueñas de un código de saludos como el que se da antes de que comience un espectáculo, mientras domina la relajación previa.

El Analista haría una "presentación de caso" en el salón principal, así estaba anunciado; la concurrencia ahora aguardaba a quien estaba destinado a ser el restante personaje del suceso.

"Soñé con una pareja que bailaba –pensaba Maldonado–: ella tenía falda corta, él pantalón y camisa holgados; bailaban pasos coreográficos de comedia norteamericana, como Gene Kelly y Cyd Charisse. Se movían pese a estar recortados de cartón. Se desplazaban con arrobadora gracia. Tenían nada más que perfil; a veces sobraba volumen y se producía una tercera dimensión, sobre todo en las aristas y al girar como trompos; de lo contrario, eran simplemente tinta, tinta bailadora –pensaba Maldonado–, luego tinta inmóvil y después un hueco en el papel inmaculado".

El rojo dominaba la figura orgullosa de Eva María: a su sacón de lana percudida por los años, abotonado hasta el cuello, se unían dos marcas de rouge en las mejillas, como si en algún momento de su arreglo hubiera actuado la necesidad del disfraz. Ella se sentó en el sillón vacío de aquel espacio, en diagonal al Analista, aunque antes Maldonado, desde la última fila, percibió un incidente: Eva María no deseaba separarse de su terapeuta, el doctor Paolenci, y no soltaba la mano izquierda de éste, quien luego de unos segundos sin palabras pero de sorda tensión, de forcejeo vehemente, la dejó sola, como un tablón en medio del mar. Ya no se escuchaban murmullos: las respiraciones se acoplaban a la contención que pide el silencio.

–¿Qué me quiere decir? –empezó el Analista.
–Nada –dijo Eva María.
–¿Usted sabe para qué estamos acá? –dijo el Analista.
–Vienen a perder el tiempo –dijo Eva María.

La mirada de Maldonado fue concentrándose en un reflector. Los reflectores son cilindros graduados a partir de su altitud, o por un mecanismo giratorio, o por el ángulo de la pestaña que tapa su única abertura; llevan adentro un foco prendido y están cribados de agujeros laterales para que escape el calor de los focos, así no se resecan sus paredes, ni se quiebra su pintura provocando una humareda sucia. Maldonado, cuando dialogaban el Analista y la muchacha, se concentró en un reflector inexistente colgado del techo del salón principal de la casona; más todavía, vio diez reflectores inexistentes colgados en línea que bajaban haces de luz cónica para pigmentar a los hablantes.

–¿Por qué perdemos el tiempo? –dijo el Analista.
–Hay cosas más importantes –dijo Eva María.
–¿Cuáles? –dijo el Analista.

Como ciertas semillas que, caídas en tierra extraña, llegan a producir sólo una versión de la planta que su germen habría contenido, el sentido del teatro afloraba allí. Maldonado lo registraba en series de recuerdos o de imágenes, las cuales tanto se entrelazaban como pugnaban ante sus ojos en un imponderable contrapunto. De una parte, tres arcos espesos, filigranados y paralelos formaban techumbre encima de una galería o balcón. El escenario, debajo de la galería, completaba el círculo; leones de mármol culminaban los bordes en relieve; el techo subía después en una cúpula con ángulos ochavados. El balcón tenía balaustres, palmeras, tiestos corintios, enramadas de laurel y una baranda con columnatas de ónix, ideal para seguir desde los palcos las evoluciones cantadas de una zarzuela.

–¿Cuáles cosas importantes? –reiteró el Analista.
–Lo que está viviendo la humanidad –dijo Eva María.
–¿Qué está viviendo la humanidad? –dijo el Analista.

Aquel hombre hablaba con suavidad monocorde, casi en voz baja –milagrosamente, su tono no perdía volumen ni siquiera en los lugares escondidos del recinto-; miraba detrás de los lentes a su interlocutora con fijeza, y en lapsos fugaces sus ojos se desviaban al semicírculo, réplica exacta de una platea. La muchacha respondía de inmediato sus preguntas, como se contesta a quien se guarda desconfianza, con la respiración entrecortada, haciendo detenciones breves que le servían para acumular aire, y fuerzas para emitir nuevos sonidos articulados en frases y respuestas.

–¿Vio cómo está la economía? –por primera vez ella habló directamente al Analista–. Mejor que esta reunión es que se junten los diputados y bajen los precios.

–¿Está aquí por su voluntad? –preguntó el Analista; sus manos, unidas más arriba del abdomen, abiertos los tres botones del saco, jugueteaban entre sí o con la punta de la corbata, entrelazaban los dedos y volvían a soltarlos.

"El extremo apartamiento del prójimo, la indiferencia, el no ver positivas las acciones del círculo de personas cercanas –pensaba Maldonado–, o de los acontecimientos en particular, no se aprende, llega, como emigra la risa y se instala la acritud".

Entre sus cavilaciones, a Maldonado se le intercambiaban los paisajes y, sin transición, veía a los reflectores colgar ahora de una cuadrícula de caños, la que se prolongaba en nuevas parrillas superiores y en largos andamios hundidos en la altura: había ahí trapecios, pasillos y paredes tan laterales que parecían tener ruedas: una máquina de tramoya como un zigurat moderno. Alguien estaba con un bandoneón sobre las rodillas; poseía frente amplia, entradas y larga melena; flaco, de pecho breve y brazos fuertes, estiraba el bandoneón hasta convertirlo en una segunda cintura, y en sonidos improbables de repetirse entre otras paredes del planeta. Nunca, nunca tuve la tendencia de apuntar a, explicaba el músico en dirección al vacío; mi música es consecuencia de ciertas armonías y de ciertas escalas que producen esas armonías, decía. De a ratos aquel bandoneonista, a quien el escritor llamó Guevara, nombre calcado de una sala de ecos, chasqueaba tres dedos de la mano izquierda hacia arriba, como si convocara fantasmas, y musitaba los números "uno, dos, tres, cuatro", pero le respondía el diálogo de la muchacha y el Analista, como si el diálogo colocara a la virtual orquesta en un pliegue distinto de la vida, o el instrumento sonara dentro de una campana inserta en aquella sala cual diseño de cajas chinas.

–Mi madre me mandó aquí –dijo Eva María.
–¿Por qué? –dijo el Analista.
–Porque es vieja, mala, tiene arterioesclerosis –dijo Eva María.
–¿Y usted –dijo el Analista–, usted –reiteró el Analista– le obedeció?
–Y... –dudó Eva María–, los locos son los locos, doctor. Ella para mí no es una madre.

Las diagonales en que se situaban los sillones del Analista y de Eva María en el salón mayor de la casona planteaban el encuentro de sus miradas; la prolongación imaginaria de ambas líneas, conjeturalmente, se unía en un punto arbitrario donde sucedían revoluciones de aire. Bonino, evaporado su interés por el parlamento de los dialogantes, se hallaba junto al escritor; sigiloso, narraba a Maldonado qué cosas hizo en el baño de un hotel con espejo tríptico. Como los costados del espejo estaban enfrentados y la mesada se angostaba a continuación del lavabo, sobre el water, al desprender su ropa para cumplir con sus necesidades vio sin mengua el revés de su cuerpo en la zona derecha del tríptico; su espalda, su culo, pero además espalda y culo desconocidos: entonces empezó a moverlos para atrás y para adelante hasta la eyaculación. Qué viejo es todo esto, ¿cuántos años tiene todo esto?, interrogaba Legui a Maldonado, y éste, detrás de las cabezas de la concurrencia, por encima de las voces que correspondían a Legui y a Bonino, intentaba no perder detalles de la conversación central.

–¿Usted le obedeció? –reiteró el Analista.
–No –dijo Eva María–. Mi padre le hizo caso a mi madre y me trajo. Mi padre necesitaba traerme.
–¿Por qué necesitó su padre traerla? –dijo el Analista.
–Porque para mi madre yo me parezco a mi abuela. Ella se peleaba con mi abuela, y como dice que yo me parezco a mi abuela, no sé –dijo Eva María.
–¿Usted se parece a su abuela? –dijo el Analista.

"El rizo, la rebaba, el borde del borde, no da identidad. No da certidumbre y da desidentidad inmanente", pensaba Maldonado. En su embrollo, el escritor, después de decirse para adentro "desidentidad inmanente", volvió al tema de los reflectores: los bautizó número uno, número dos y número tres –ya no veía la decena u omitía siete–; cuando el uno aumentaba el dos bajaba y el tres, de coloración solar, los tapaba a los otros sobre la superficie impalpable, vacío pintado como tela o tela revestida de vacío: y el resultado era la base circular que abarcaba, abstrayéndolos, a los dos personajes en sus sillones.

Guevara digitaba treintaitantos botones para cada una de las manos en el bandoneón, que descansaba arriba de sus rodillas, protegido de la tela rústica del pantalón o del temblor distractivo de la piel por una extensa franela verdosa. Guevara quería expresar una idea fija: que a él la calidad de los músicos, en general, no le importaba por poseer primero técnica eximia, sino porque su sonoración al tocar afirmara una frase propia: aquí estoy yo. Antes estaba la frase "aquí estoy yo"; luego la técnica eximia al tocar, afirmaba el bandoneonista, quien movía el instrumento como una oruga metálica y repetía una definición de estilo: el estilo es básicamente transmutación de un humor, el estilo no es más que metáfora.

 

Ta-rarará-rararaaaaaaaaara
Ta-rarará-rarará...

 

El bandoneón, vivo y exhausto, abarcador como una llama blanca de su amplitud sonora, suspendida ésta como un pájaro entre sus extremos: la melodía y la nada, se prestaba a que Maldonado sistematizara, mirando, las escalas de cierre y de apertura. Al cerrar, salía del instrumento un crujir no comprendido por la música; y como remate de acordes de fuga, la palma abierta del músico raspaba suavemente los botones, o golpeaba el cuerpo lateral en netas ondas de percusión.

Aunque, ¿cómo creerle a Maldonado tales desvaríos si, con simultaneidad, aseveraba hasta el cansancio que los reflectores no existían, ni la maqueta de sala de zarzuela ni el intérprete del bandoneón, salvo como inventos de aquella hora incierta, y lo único posterior a la última pregunta del Analista a Eva María fue el silencio? Dicho silencio se comparaba al que acompañó el ingreso del Analista allí: cargado por una promesa indefinida –tal vez de revelación–, pero acentuada por el hecho de que el mutismo, ahora, lo eligió Eva María. La muchacha callaba: consistía en su fórmula de ataque, de golpe ciego en una batalla a ciegas. Callaba también el Analista. Al prolongarse, el silencio tomó la fuerza de un zumbido sin pausas aplicándose al oído de alguien atado, y que lo sufriera como una torturante pesadilla. Los presentes asistían vidriosos por tanta contención, henchidos por gestos de espera no realizados. Nada ocurría, la nada reinaba con perseverancia, excepto por cuatro palabras a modo de rezo proferidas por Legui: que viene la inesperada.

–Seguimos sin que nos diga su motivo de estar acá –el Analista puso fin al insoportable intermedio.
–Que viene la inesperada –continuaba Legui.
–Lo prefiero a la cáfila de hipócritas de allá afuera –Eva María hizo un gesto en redondo con la barbilla; señaló un "afuera" abarcador más allá del parque y los límites de la casona.
–¿Le han hecho algo? –dijo el Analista.
–No sé. A cada santo le llega su vela, doctor –dijo Eva María.
–¿Qué le han hecho? –dijo el Analista.
–Muchas cosas, no le voy a decir. Yo no le creo problemas a mi papá. Si él tuviera puestos los pantalones echaría de casa a mi madre –dijo Eva María.
–Que viene la inesperada –continuaba Legui.
–Usted se queja de su padre –dijo el Analista.
–Es ella –dijo Eva María– que le llena la cabeza con mentiras. Ella a mí me está matando en vida, y lo está matando en vida a papá. Si la internaran yo... –se detuvo Eva María–, yo –repitió Eva María–, no sé, ni en cien años le firmaría la salida a esa puta.

"No hay nada más real que lo imaginado –recordaba haber visto en una página de novela el escritor–. Pero la realidad, ay, ay, me lamento porque debo decir esta palabra, confesar el fracaso de no resistir a su retórica, tan vacua o tan vana. Ella equivale a un círculo que empieza y termina con el lenguaje –pensaba el escritor–. La irrealidad de lo mirado da realidad a la mirada. La mirada es imperial y engañosa: pero a eso que veo lo traducirá, como un esqueleto ruidoso y gris, el lenguaje; ruidoso, gris y gozante. La mirada es imperial y engañosa. Sé de palabras: ir, regresar, exilio, historia, que han comprendido a conciencia actos míos en el pasado. Y antes aún de entenderlo, había palabras no menos fuertes comprendiendo actos míos: mamá, papá, diminutivos, pa, ma, fueron partes del aprendizaje tan brutales como para construir desde una voz toda la lengua. Toda la lengua era una voz –pensaba él–. En la casona las palabras no salen igual, salen sobreimpresas a la norma; las palabras, marcas del origen, acá son unidades mal soldadas en estado de distancia, escape y lucha con la norma".

Como ocurría a menudo, Maldonado hacia afuera se enfrascaba en ciclos que no eran de absoluto tartamudeo o mudez; sencillamente, imágenes, ideas y segmentos narrativos aparentemente lo superaban. El límite entre el habla y la capa que la cubre no bien se repliega hacia el aliento, capa que ya pertenece al aliento, a la condición de aire y sangre en viaje por las membranas, colisionaba con la expresión a la vez que era un camino de expresión. Entonces, sus escuchas descifraban esos trozos, borborigmos, como cantos al ramo de espliego.

Sin embargo, narraba cosas Maldonado, era indudable. Narró, por ejemplo, cómo cierta sustancia líquida, a la que se negaba a llamar sangre u orina, nacida de urgar en el ser de Eva María, se derramaba a chorros. Narró cómo la "presentación de caso" fue alucinadamente dual: por un lado, constaba de representación; por otro lado, constaba de vida –vida absurda a la usanza de la casona–, y tal doblez provocaba delirio: todos allí protagonizábamos una acción delirante, decía, como hilachas de nube dan visiones en un cielo de tormenta. Narraba, Juan Carlos Maldonado, cómo la grita de los habitantes de la casona, islas solas en alcobas que circundaban al salón, grita de locos, no alteraba aquella actividad; los asistentes no la oían, o fingían no oírla. Narraba el lento final del episodio.

–¿Por qué quiso usted estar aquí? –dijo el Analista.
–Para desahogarme –dijo la muchacha.
–Desahóguese –dijo el Analista, quien dejó pasar algunos segundos y agregó con tenue cortesía–: Le agradecemos que haya venido.

Eva María entendió el mensaje que la liberaba de su indeterminado papel: se levantó, salió rápido del espacio rodeado por el semicírculo de sillas. El Analista no, permaneció sentado en el mismo lugar, miró con franqueza y en redondo a la concurrencia que, a su vez, atendía cada evolución de su figura, ya solitaria frente al sillón gemelo del ocupado hasta entonces por Eva María.

–Me parece que el tema que la circunstancia nos propone –dijo el Analista– es qué es una presentación. Cabe discutir qué pasó entre nosotros, qué es lo que ahora estamos haciendo aquí.

 

 

Lena

 

Creo interesante decirle, Lena, cosas de la casona no contadas nunca a nadie. Hay en el parque cierto sistema geométrico: un pino, por ejemplo, y alrededor suyo, cerca y en planeada relación, hay además una palmera, un siempreverde o un plátano. Véase, repito, como un cierto orden donde el pino conforma, desde luego, el centro. Los círculos concéntricos imaginarios que parten del pino se tocan con el límite de la cerca de ligustros, o con el radio de influencia de muchos otros pinos, igualmente acompañados de una corte integrada por palmera, siempreverde, gomero, tipa u otra especie de árbol. Todo eso yo lo fui descubriendo. Vi asimismo, en el flanco derecho y posterior del parque, un álamo solitario, con ramas como dedos artríticos. También descubrí el sendero lateral de piedra que va a la fachada y se prolonga en un camino periférico de tierra, contiguo a la cerca, atravesado por dos diagonales y una perpendicular. Por ahí se camina sobre tierra apisonada, en mañanas barrosas y con hojas tapizando el piso. El pasto silvestre gana terreno, amiga mía, e inventa pequeños cúmulos.

 

 

Asfodelos

 

 

–Uaaaúúú... Ueiééé... Aaayyy... –gritaba alguien.
–Quién es –dijo Catalina.
–No sé –dijo Maldonado.

La anciana y el escritor estaban parados delante de una puerta de alambre lindera con el parque, y del otro lado continuaban ignotos pabellones de la casona. El proceder para llegar allí, y los motivos de la coincidencia, fueron omitidos en sus conversaciones por Maldonado; el hecho fue que ambos, Catalina y el escritor, veían entonces un patio con árboles coposos, macizos de ligustros y canteros de dalias, hortensias y rosales; pero, por sobre lo contingente, detrás de un macizo o árbol de copa muy baja, sentada, conjeturaban, en un banco de plaza o un sillón de hierro, pues la posición la volvía curiosamente invisible, había cierta persona que gritaba: uaúúú aaayyy, así gritaba. Cuando el escritor decía "así" se preocupaba en aclarar que la cesura simbólica no tenía remedio, la juzgaba irreductible y negaba bordes de proximidad entre el remedo oral, la reproducción o representación de aquello, y su modelo.

–Aaayyyyy... Uauuuééé... Aaayyyyyy... Uuuááá... –gritaba alguien.

El grito, explicaba Maldonado, carece de cortesías; tampoco, en general, se ha de prever su punto de partida, dirección, periodo, ciclo u horario: el grito sucede. Hay quien no gritó nunca y súbitamente lo hace; hay quien grita a menudo y se llama a silencio; hay quien grita como ladran los perros, maúllan los gatos o se arrastran las víboras, porque eso y sólo eso puede hacer. Me falta descubrir un dato, pese a haber pasado horas atento para investigarlo, decía: si se deja percibir fracciones más tarde de su comienzo verdadero, o si adelanta el presente con alguna clase de mudez sonora, como los sismos le hablan a los animales, origen que lo pone antes e inesperado: fuego, enigma quemante de la garganta, porque suena a modo de un vacío rodeándose a sí mismo hasta que rompe con fuerza de cascada su modular. Pirámide silenciosa del grito, decía Maldonado, qué hermoso oxímoron; olvidé como tabula rasa las fuentes de mis citas, pero no me olvido de ellas. Al grito de la casona, agregaba, vale la pena analizarlo, sí; su comienzo, en especial, salta indeleble y sin sentido: ambas virtudes no las abandona aunque se vuelva vulgar y cotidiano; luego se trata de la vocal que lo domina, ya que su curso –él decía "curso" o "cauce", porque el tema le resultaba próximo a la naturaleza– acostumbra tener una vocal principal de pivot, como la "a", la "o", la "u" o cualquiera de las cinco, en realidad, pues todas poseen atributos para la tarea de elevarlo y saturarlo.

En tanto sonido aislado es un acto musical posible, y del que ningún artista saca ni sacará provecho; vale representar una dosis de su efecto, pero no de su ser, y repito palabras de otro, las cuales no me explico cómo recuerdo, respeten mi perplejidad, insistía Maldonado. En tanto sonido, cuenta con movimientos; la combinación más usual de "a" con "y" parece queja; de "a" con "o", o con "u", o las tres reunidas, se asemeja al trémolo oscuro del aullido. Pero se oyen muchas, muchísimas o tantas combinaciones como toleren las gargantas gritadoras: arricó arricoááá tra tra traya zaaazazáá vavasó..., decía.

–¿Es una persona la que grita, o qué? –preguntó Catalina.
–Es una persona –contestó Maldonado.

Nuestro grito, continuaba el escritor, de lejos se transmuta en murmullo, en moléculas de estertor osciladas por el polvo; sin embargo, me parece imposible confundirlo con una expresión diversa; y de cerca, trae "rasgos", o no sé cómo llamar con sensatez sus efectos: revuelve como una hélice el cerebro, las tripas y las entrañas; no corresponde a ningún objeto cotidiano, es solitario, está dicho con el fin de no ser dicho para nadie, y es obstinado como una voz ajena a todo. Designé antes, decía él, combinaciones de vocales o voces tipo "queja" y "aullido"; pero eso equivale a poner un mensaje donde falta, y no es cierto: la palabra, de haberla, cosa discutible, sería dolor; puro sonido doloroso de la naturaleza, seco como el relámpago producido por el tragar del reptil al sapo –inaudito para la mesa del hombre–, el del sapo a la mosca, la cadena de banquetes y su bramido infinito que no parará en océanos, ni en lagos ni selvas, y que rige la vida fuera de los símbolos de la cultura, eso es el grito del loco, decía Maldonado. Dolor, dolor, un pedazo de carne con voz audible y que afirma cual un grave torbellino su dolor.

–Aaayyy... Aayyyyyééé... Aayyyy... –gritaba alguien.
–¿Usted sabe quién es? –dijo Catalina.
–No me doy cuenta –dijo Maldonado.

La anciana vestía sacón verde y falda oscura; además se tomaba afanosamente con las manos de la puerta de alambre. Ella y el escritor oteaban hacia el lado del cerco que les estaba vedado, y se deslizaban para rodear con el giro de sus cuellos el umbral de la planicie y ver el macizo bajo que tapaba a la persona con aquella grita sin pausas, ahora por más tiempo que minutos, aún cuando ambos carecían de medios para definir tal tiempo, no en términos de reloj sino de vínculo real con el tiempo. El problema de esa identidad misteriosa los imantaba como un relato con el desenlace en vilo: sin duda necesitaban descubrir al protagonista.

"Ese niño feo, era tan feo, tan feo, que mirándolo hasta el cuco tomaba la sopa –pensaba Maldonado–. Algún médico me aconsejaba: vea, Juan Carlos, usted no discrimina entre necesidad y deseo: primero atienda la necesidad y trate de que ella se junte con el deseo, si no, desequilibra la mónada psíquica, puede ser inepto para vivir; trate de administrar la mónada psíquica. Administrar cómo la mónada psíquica –pensaba él–, ¿como una panadería? Aquel niño era tan feo, tan feo, que de mirarlo hasta el cuco ingería la sopa. Ningún cuento se narra dos veces igual. Ese niño era tan feo... Es una voz, una voz que aíslo en medio de miles que me toman por instantes –pensaba él–. Las voces me hablan; ellas bisbisean en mí por mí. Las voces son, sin excepciones, en contra de, y las voces que se dirigen a mí son en contra de mí: al oírlas me late el corazón, siento taquicardia, dureza muscular, la angustia aparece y se abullona quién sabe por dónde. Con la pastilla, ingresan a un volumen de susurro, como el del ventilador; se suavizan, vienen de un tono muelle como si dos algodones me taparan los oídos. Voces –pensaba–, rostros que quise o me quisieron, que no quise ni me quisieron, ¿se irán?".

La anciana Catalina, enteca, exactamente anciana, en aquel momento lloraba en silencio con pequeñas lágrimas que asomaban por detrás de los anteojos y bajaban haciendo arroyitos por sus arrugadas mejillas, como un mapa de epidermis.

–Uuueeeííí... Aaayyy... Auuááá –gritaba alguien.

¿Es posible amarnos?, expuesto con franqueza, preguntaba Maldonado a sus interlocutores, ¿aman ustedes nuestro grito? ¿Amar al loco qué situaciones compromete: soportar el daño de su dolor, soportar que explote su grito o silenciarlo con fármacos, entre cuatro paredes?, ¿soportar su autodestrucción, o su delirio sin referente?, ¿y si nos oyesen, si nos dejaran sentarnos a su mesa, en el convite de la cultura? Pero bien concreto ¿eh?: en autobuses, plazas, restaurantes, bibliotecas, computadoras, redacciones de periódicos, en las salas de la casa, en las orgías del nuevo siglo, se dirigía Maldonado a sus escuchas, desenvuelto como en ninguna entrevista realizada hasta entonces.

Acaricio, prosiguió Maldonado, cierta ambición: consiste en escribir un poema épico hecho sólo con materia de grito; épico, porque me parece la clave adecuada a un viaje, pese a tratarse de un itinerario formal por aquello que nunca fue elegido. Si todos narran o poetizan en la norma –el pacto de unir sonidos en palabras, palabras con unidades mayores–, ¿qué me cuentan ustedes de poetizar fuera de la norma o en sus linderos?, ¿o en los linderos y fuera? Me confundo, sonreía él a sus escuchas; de lograrlo, agregaba casi feliz, pasarán los siglos, el XXI y el XXV, sí, esta casona se habrá derruido ocho mil veces, cuarenta y ocho mil veces, y el poema permanecerá intacto como el sol, y arcaico como los versos de Homero. Claro, decía, dudo que se difunda por nuestras lecturas habituales; pienso en retransmisiones semejantes a las señales de humo en películas de comanches, o al tam-tam de zulúes en películas de zulúes. Igual que una lengua a punto de envolverse en otra lengua deseada, o al ojo si intuye que va a percibir imágenes duras, se da la ansiedad anterior, el sistema imaginario que presupone el acto y lo vuelve eterno: en la imaginación es eterno; por ese sistema, yo ya leo y escribo mi poema, afirmaba locuaz el escritor. No me engaño, continuaba todavía Maldonado: lo humano por excelencia es astucia, y la cultura es una astuta construcción de la ironía; desde un librito de cien ejemplares al Premio Nobel, circulan, como ruedas de acero sobre rieles de acero, astucia, ironía, cortesía, poder y todo lo humano que elabora cultura, y que se obtiene como moneda de cambio en la sociedad. La estética del grito espera poco de ello; desconfía de la astucia y le resulta inalcanzable la ironía; el grito se grita, así ladran los perros, maúllan los gatos, se arrastran las víboras, simplemente, reiteraba él, y tendía luego a permitir extinguirse su palabra de la conversación, por cansancio o escamoteo, como si de pronto deviniera en pájaro con rumbo a una esfera.

A todo esto, bajaban derretidas bajo el frío pequeñas gotas de lágrimas por las mejillas de la mujer anciana, la cual aún acompañaba al escritor y su insistente curiosear en el lado externo de la puerta de alambre, ante el umbral y el macizo o árbol que ocultaba de sus miradas, como un celoso secreto, a la persona gritante.

–Uuuiiiééé... Aaaúúú... Aaayyy... –gritaba alguien.
–¿Por qué llora Catalina? –dijo Maldonado.
–Esa persona... Me parece mi hijo –dijo Catalina.

 

 

Lena

 

 

Miradas inteligentes hasta en su elusividad, Lena. Elusividad o franqueza subrepticias de las mujeres; avances insolentes o buscones de hombres solitarios sobre ellas, y matices entre choques o encuentros de individuos en medio del silencio, o del chirriar de ruedas o de frenos al llegar a las estaciones. Es decir, a pasajes abovedados, a corredores con muros de azulejos, aire veloz de peceras translúcidas, columnas de hierro y olor a cerrado. Lena, en esos lugares públicos caminados por multitudes, nimbadas éstas por borras espirituales acumuladas en el transcurso de los días, Buenos Aires me parecía vivir sostenida por hilos narrativos en flotación.

 

 

Asfodelos

 

 

–Érase una volta una laucha –dijo Eva María.

Un sillón recibía el cuerpo del escritor; el borde del espaldar dibujaba arabescos y daba la sensación de estar preparado milimétricamente para recibir cuerpos; desde el borde al asiento había figuras talladas: dos perfiles de tigres, describía Maldonado, unidos por una madeja de ramas con soldaduras de flores. La arista del espaldar continuaba en los portabrazos; en el portabrazos, decía él, reposaba mi mano. Sobre la mesa a la que se sentaban Maldonado y Eva María se había esculpido un escudo nobiliario; detrás de la muchacha, pero en diagonal, de modo de no reflejar al escritor, un enorme espejo tapaba la pared y portaba por marco el mismo escudo, y por corona dos perfiles de aves enfáticas, viscosas como colas de caracol.

"Punta Dúngenes –pensaba Maldonado–, nombre en letras negras escrito, como una página perdida, en la proa de un barco.

¿Navegará el Punta Dúngenes? ".

–La laucha –dijo la mujer– vivía en una confitería, y aunque tuviera complejo de pauvre invitó a la lauchita Rin Rin, que tenía su domicilio en la campiña, a degustar o succionar manjares.

El frío no daba tregua a la casona, y nadaban en lagos de aire glacial sus habitantes. La mujer se sentaba en una silla de mimbre: el resto del moblaje del vestíbulo no estaba, o su boato flotaba disperso con un destino de fealdad lujosa. Eva María tenía el bolso de mano junto a ella, y dejaba asomar por la solapa del abrigo un cuello color crema, discretamente manchado por una pátina terrosa. Maldonado desvió su mirada al piso.

–Una noche de luna llena y luego de la Estrella del Pastor, o sea Venus... –dijo Eva María.

Pero Maldonado se concentraba en las baldosas: se trataba de un sistema geométrico: cuatro cuadraditos blancos hacían el primer rombo; lo rodeaban ocho cuadraditos beige, luego doce de color pardo, dieciséis azules, veinticuatro rojos, veintiocho beige, a posteriori treinta y dos grises. El dibujo de aquellos rombos se independizaba, como un frenesí colorístico, de la unión entre las baldosas. La puerta de ingreso al vestíbulo era de hoja doble y tenía vitrales: éstos representaban rosas simétricas rematadas en coronas. La calidad de las varillas de plomo que separaban los paneles de los vitrales indicaba sin temor su procedencia: vinieron de Murano. Esa puerta daba a la fachada y la opuesta al salón central; curiosamente, la vida concreta, los portones para visitas, las salidas del parque a la calle, y el corazón del bullir en el parque se orientaban desde la contrafachada al mundo exterior, como si una historia o esencia de la casona se hubiera invertido. "Excretar, como pacientes moluscos, capas iridiscentes de literatura", recordaba haber leído, lectura frágil como un abandono, Juan Carlos Maldonado.

–Esa noche de luna plena –dijo Eva María– la lauchita Rin Rin se hubo dirigido a la mansión de la laucha de la confitería, c’est dingue! ¿Qué confitería? Los Dos Chinos, La Ideal, Las Violetas, Richmond en calle Florida, Del Molino frente al honorable Congreso, Del Águila... Je m’en fous ¿no? ¿Le molesta que yo siga?
–No –dijo Maldonado.

Eva María extrajo del bolso una muñeca de porcelana y la puso, con gesto de triunfo, arriba de la mesa. La muñeca era una mujercita con pómulos huesudos, tez morena y sonrisa inverosímil porque conocía: sonrisa conocedora de una experiencia de sibaritismo, de una opulencia plena, carnal hasta la médula, ya ocurrida y siempre por venir. La mujercita vestía una capa tejida en malla de seda; despojada de esa prenda salían al mundo sus grandes tetas; el calzón se sostenía mediante un prendedor con cabeza de tigre; atrapada por el cinto, colgaba en su cadera una espada con empuñadura negra; portaba un báculo además en su mano derecha cuya punta terminaba en un cráneo.

 

Nada te turbe.
Nada te espante.
Todo se pasa.
Dios no se muda.
La paciencia todo
lo alcanza.
Quien a Dios tiene
nada le falta.
Sólo Dios basta...

Tal oración estaba escrita con letra cursiva en la base de la ambigua y como aborrecible imagen. Le faltaban ofrendas, se dijo sin embargo el escritor: él tenía presente haber visto en la infancia, dentro del hueco de una hornacina, una Virgen del Valle rodeada de ofrendas: una copa llena de champaña con bordes de tafilete, cigarrillos, bombones y decenas de velas encendidas.

–¿Me sigue, monsieur l’ecribain? –preguntó Eva María.
–Una historia se pierde cuando ya ni se hila ni se teje al escucharla –respondió Maldonado.
–El rendez vous de las dos ratitas –dijo Eva María– se hizo, mas dentro de una heure, cuando sugería la psiquis que abordaran una lata de duraznos en alchiber, o almíbar, mots árabes, la dueña de la confitería las motivó pues se retiraran, ya que el droit de chacune inicia donde el del otro fini. En conclusión, la campesina se explicó: antes del danger me vuelvo a mi cuevita con mis duras raíces.

Un suceder se constataba mientras tanto en torno de la muchacha –de su cielo ilógico–, como un perfume que la tornaba personaje de novela e inalcanzable a la vez para las palabras: éstas la sugerían como si ella fuese un pase de magia: paloma mutada en rebozo o al revés, pañuelo transparente mutado en paloma. Así, los interlocutores de Maldonado no entendían nada de su relato sobre Eva María, no unían ni siquiera las dudas y simplemente se limitaban a tomar datos.

¿Cuáles datos? Algunos mostraban con orgullo detectivesco la fotocopia del papel escrito por ella y que Maldonado escamoteó subrepticiamente del taller de laborterapia: "S. Alteza Dr. Paolenci –decía–, Excuse moi, Skiusmi –ésa es la ortografía original–, teacher ou loyer, c’est à exprimer très bien vos ce que vous soyez... Même ce soi comme ce soi, bien le fiangaille ou le coup de foudre. Toute a l’heure. Au revoir ". Hubo quienes traían a cuento los ejercicios de mnemotecnia que Eva María sacaba de su mente como si fueran relámpagos en cadena: "fratahu", por ejemplo, quería decir la serie anatómica falange, falangina, falangeta, trapecio, trapezoide, hueso grande y hueso ganchoso. Distintos escuchas de Maldonado recordaban, igualmente, haber oído por su boca una de las historias más notables de Eva María: la muchacha fue a recoger estopa destinada a construir una lámpara casera; en el camino encontró a un señor alto que era Dios; éste le preguntó por las diferencias entre el motor de dos tiempos y el de cuatro tiempos; ella, que las sabía a la perfección, formuló esas diferencias; Dios, por toda respuesta, empezó a tejer: tejía al crochet, sí, con venas de seres humanos.

El asiento del sillón en que reposaba Maldonado ya no poseía un confortable cobertor de satín ni resortes de alfombra mágica; era de goma espuma escueta y quemada por innumerables cigarrillos. Junto al asiento de Eva María estaba una silla de plástico vacía, con armazón de cromo y rueditas de acero. La mujercita reidora se distinguía encima de la mesa del vestíbulo como una posesiva diosa de vudú; lugares secundarios restaban para un cenicero, un vaso y un envoltorio de medicinas para "las migrañas y otras cefaleas". Al inclinarse, el escritor vislumbraba la calle externa de la casona detrás de una imaginaria línea bisectriz que partía de su vista, atravesaba la puerta exterior de rejas, sus columnas laterales, la senda en ascenso, nueve escalones de baldosas amarillas y los canteros integrados al muro, todo a la manera de una imagen tomada con un lente gran angular. Eva María ató la capa de seda, con un hilván revestido de oro, al cuello de la estatuilla.

–¿Quién es? –preguntó Maldonado.
–Pomba Yira, la diosa nuestra, la señora que nos protege, si no le molesta la palabra. La señora de las putas –dijo Eva María

 

 

Antonio Marimón,"Aquí llega el sol", Fractal n° 5, abril-junio, 1997, año 2, volumen II, pp. 81-100.