Evodio Escalante

La vanguardia requisada

 

 

 

Si algo no puede hacerse con la obra de Octavio Paz, es circunscribirla a los límites estrechos de la literatura. Desde su inicio, no sólo la obra, sino incluso la poética de Paz, sorprende por una pretensión totalizante, que intenta abarcar todo y que no es reductible a la lógica del puro signo estético. El ámbito de la poesía, así, no es el desierto de la página en blanco; su modo de expresión no se limita a la manipulación de lo escrito. La poesía deviene acto, trascendencia, actividad revolucionaria; no sólo trastorna los signos, la sintaxis, el acoplamiento de las frases, también intenta cambiar la vida y la sociedad. Podría decirse que en este punto se localizaría la diferencia entre la poética de Contemporáneos y la del grupo Taller. La actitud "intelectualista" de los primeros (definida por muchos como "arte purista") no será compartida por la nueva generación. Por eso distingue Octavio Paz en Las peras del olmo: "Para los poetas de Contemporáneos el poema era un objeto que podía desprenderse de su creador; para nosotros, un acto." Este impulso, que se da en el contexto de la eclosión cardenista de los años treinta (Taller, la revista que identifica a su generación, se publicó de diciembre de 1938 a enero de 1941), habrá de convertirse en una característica de su trayectoria.

Desde un principio, quiero decir, desde la década de los treinta, Paz, al igual que otros de sus compañeros de generación, como Efraín Huerta y José Revueltas, se trepa en el potro de acero de la vanguardia, incluidas, desde luego, las connotaciones políticas de la misma, y ya no habrá de abandonar ese sitio. A diferencia de Huerta y Revueltas, que se mantuvieron fieles al paradigma del socialismo, sea en los terrenos de la ortodoxia estalinista (como

Huerta), sea en los difíciles ámbitos del marxismo antiortodoxo (como el Revueltas de la madurez), Octavio Paz encontró, frente al agotamiento de la vanguardia política (o su desprestigio), una vanguardia de repuesto. Me refiero, naturalmente, al surrealismo.

La transición entre una y otra vanguardia aparece, a primera vista, como un acontecimiento esperable, y hasta previsible. Uno de los aspectos del marxismo que más interesó a Paz, por lo que parece, es que al abrirle ventanas a la utopía, permitía entrever una época en la que el hombre habría de reconciliarse con el hombre. El fin de la historia, previsto por la utopía marxista, implica un tipo de sociedad donde ya no habrá distinción entre el trabajo y el arte, y donde, por lo tanto, los hombres –liberados de la opresión de clase– habrán de llevar una vida poética. La poesía será hecha por todos, entre todos, y además, lo que acaso se torna lo más importante, con todos. Esta consigna, tomada de Lautremont, habría de volverse realidad en la sociedad comunista, prevista por Marx y Engels. Como dice en retrospectiva Paz, al referirse a su posición de esos años: "Para nosotros la actividad poética y la revolucionaria se confundían y eran lo mismo. Cambiar al hombre exigía el cambio de la sociedad. Y a la inversa." El sesgo utópico también se hace notar, de manera más que conspicua. Estaban convencidos, agrega Paz, "de la imperiosa necesidad, poética y moral, de destruir a la sociedad burguesa para que el hombre total, el hombre poético, dueño al fin de sí mismo, apareciese".

El surrealismo, entendido como una protesta en contra de la razón geométrica y los valores represivos del cristianismo, entronca muy bien en esta poética del hombre total: un ser que ha recuperado lo que la moral tradicional y la razón imperante le habían sustraído, la potencia del deseo, la verdad anticipada (o premonitoria) que aparece en los sueños, la fuerza de la libertad por encima de las leyes espurias y de las ataduras del orden económico. La tentativa, en fin, para decirlo en los términos de Breton, por encontrar ese punto en el que "la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejarán de ser percibidos contradictoriamente". (Segundo manifiesto, citado por Octavio Paz en Las peras del olmo.)

Breton mismo, como se sabe, aproximó en un momento dado al surrealismo con Marx. Primero, adhiriendo su movimiento al Partido Comunista (lo cual provocó, por cierto, la defección de Artaud), y después, adscribiéndolo a la IV Internacional trotskista. Aunque los medios podían ser distintos, el fin permaneció idéntico. El arte, de algún modo, no remite a sí mismo, sino a una transformación completa del hombre y la sociedad. Las metáforas del arte, podría decirse, son insuficientes; cuando menos, las del arte tradicional. Con el marxismo, primero, y con el surrealismo, después, el arte está obligado a remitir a una metáfora superior. A esta metametáfora podemos llamarla "comunismo poético", "adanismo", "edad de oro", "revolución total" o de cualquier otra forma. Lo crucial de ella es que instaura, en el seno de la obra artística, un criterio de valor que remite a una realidad extrartística y que se convierte en su fundamento más real. Por un explicable movimiento de retorno, la metametáfora, producto de la imaginación poética, se convierte en el marco sin el cual es imposible entender lo que está sucediendo en el interior de la obra. Si bien es cierto que, como lo dice el propio Paz, el surrealismo se proponía "encarnar en la historia y transformar el mundo con las armas de la imaginación y la poesía", habría que agregar que gracias a este impulso modelizador, afincado en la historia y, si se quiere, dispuesto a ir un poco más allá de ella, adquiere su pleno sentido la obra de arte en cuanto tal.

La metametáfora se convierte, pues, por una parte, en la heráldica del poeta; quiero decir, en el santo y seña que lo distingue de los otros oficiantes, encerrados en los sótanos de un esteticismo estéril y reaccionario. Por otro lado, funciona como una suerte de pararrayos superior que, sin dejar de insertarse como un árbol en el tiempo presente, capta las magnéticas energías que vienen del pasado remoto lo mismo que del lejano porvenir utópico. El prisma de los tiempos, su difícil simultaneidad, su extraño anudamiento a través de distintos pasajes de la escritura, no son sino una prueba de los alcances de la metametáfora. Son una demostración de su efectividad, de su enorme poder aglutinador.

Pese a las apariencias, el tránsito de la vanguardia marxista a la surrealista no tuvo lugar en Paz sin la mediación de un conflicto. De hecho, Paz se incorpora al surrealismo de una manera tardía, y no sin antes desdecirse, de algún modo, de sus propios ataques al surrealismo. Ni la presencia de Antonin Artaud en México en 1936, ni la de Breton en 1938, ni la exposición surrealista que se montó aquí mismo hacia 1940, llamaron su atención hacia el movimiento. Si se percató de estos acontecimientos, está claro que no despertaron su simpatía. El Octavio Paz de los años treinta, el de la revista Taller, está demasiado encaramado entonces en la cresta del izquierdismo cardenista como para buscar un acercamiento con el surrealismo. Por eso, lo que uno encuentra en los escritos del Paz de esa época es un no disimulado desdén, cuando no una franca actitud de rechazo ante el movimiento creado por Breton.

La hostilidad hacia el surrealismo no tiene por qué extrañarnos. Ya Vicente Huidobro, como adelantado del creacionismo, había reprochado al movimiento su dependencia del pensamiento de Freud, estigma psicologista que no podía pasarse fácilmente por alto. "El surrealismo actual –sostenía Huidobro– no es más que el violoncelo del psicoanálisis." Quizá lo que más fastidiaba a Huidobro no era tanto la servidumbre ante la disciplina del inconsciente, como que ésta se ensañara precisamente con los poetas, con los pequeños dioses que debían crear de nuevo, desde un principio, la realidad. Por eso agregaba, condolido, en su lenguaje de metáforas: "Los hijos del fuego se han convertido en los hijos de Freud." (Véase Vicente Huidobro, Poesía y prosa. Antología.)

El joven Paz comparte con Huidobro esta desconfianza ante el surrealismo. En uno de sus artículos de principios de los años cuarenta, Paz mencionaba con no oculto desdén "los pobres balbuceos del inconsciente", al tiempo en que se refería con expresión todavía más dura a "las revueltas aguas negras del inconsciente". (Remito al interesante libro de Paz, Primeras letras.) Este artículo, publicado en 1943 en la revista El Hijo Pródigo, tiene su antecedente más remoto en lo que algunos consideran el primer texto ensayístico de Paz, que se remonta doce años atrás, y en el que se encuentra, así sea de paso, otro ataque al surrealismo, al que se califica como un movimiento "simplemente doctrinario". En una encuesta de la revista Romance, Paz formula las nuevas razones de su desprecio como escritor. Ahí se referirá al surrealismo como un movimiento que "ha caído en la literatura. Es decir, en un lenguaje hecho de lugares comunes". Si bien en Taller no hay un artículo de Paz en torno al movimiento, aparece ahí, siendo Paz director de la revista, un despiadado ataque de Cardoza y Aragón que lo adelanta todo desde el título: "Demagogos de la poesía".

Son, pues, como se ve, doce años continuos de clara animadversión hacia el surrealismo. En un texto reciente, Octavio Paz ha explicado las razones de su distancia. Primero, una razón política: la ruptura de Breton con el estalinismo, que se produce hacia 1930 (como se ha dicho, Breton se acerca entonces a la IV Internacional). Ese mérito, lo confiesa Paz, "era para nosotros un demérito". Segundo, una razón estética: "Creía-mos de buena fe –explica Paz– que el movimiento había sido superado." Dicho con otras palabras: habíamos creído que el surrealismo había dejado de ser vanguardia. Que se había quedado atrás, como otra más de las manifestaciones del arte burgués. De modo muy semejante, valga anotarlo, pensaba el poeta Elías Nandino, quien como director de la revista Estaciones orquestó por los años cincuenta una insistente campaña en contra del movimiento. En un "Suplemento con estudio y antología del surrealismo", aparecido en dicha revista, Nandino sostenía categórico: "queramos o no, todo el que actualmente ejerza el surrealismo, es un retrógrado".

Estas aclaraciones recientes de Paz, por cierto, vuelven insostenible la tesis de Enrico Mario Santí, para quien entre la poética de Taller y la del surrealismo existía una "secreta coincidencia" que todos intuían aunque no fuera declarada por nadie. La filiación "oculta" de Taller, según esto, era la del surrealismo; sólo que los postulados de este movimiento, al estar asociados con la figura de un personaje que había roto con el estalinismo, entonces dominante, no podían ser reconocidos en cuanto tales. No hay necesidad de echar mano de esta adhesión hermética cuando el mismo Paz ha explicado las razones que le impedían a él y a sus compañeros de entonces acercarse a las tesis del surrealismo, al que consideraban, esto hay que subrayarlo, un movimiento sobrepasado, una suerte de reliquia ideológica carente de porvenir.

El giro radical se produce en 1945. Paz se establece en París, en donde trabaja de agregado cultural, e inicia su amistad con André Breton. Su adhesión al surrealismo, como lo ha señalado muy bien Jason Wilson en su excelente libro Octavio Paz. Un estudio de su poesía, lleva, y para bien, las marcas del tiempo. Quiere decir: de su propio tiempo. Después de doce años de reticencia y animadversión, el encuentro de Paz con el surrealismo se beneficia con los poderes de la duda. Lo notable del caso es que Paz no asume el surrealismo en cuanto tal. El surrealismo en el que él se reconoce no es el surrealismo ortodoxo, el que durante más de diez años mereció los dardos de su crítica, sino, por decirlo así, un surrealismo laxo, modificado, de amplio espectro, limpio ya de molestos particularismos. Como afirma Jason Wilson: "Paz ha abstraído al surrealismo del tiempo y del contexto social, elevándolo a actitud mental. Pudo hacerlo porque llegó tarde. Al separar la teoría de la práctica, Paz pudo visualizar al surrealismo como una constante eterna y universal, indiferente al tiempo y al cambio."

 

 

 

Una vanguardia a la medida

Borrar lo particular, desdibujar lo concreto y, sobre todo, borrar las huellas del presente. Instalar al surrealismo dentro de un contexto intemporal. Todavía más: travestir su naturaleza. De vanguardia artística, fechada en el tiempo, el surrealismo deviene "actitud espiritual", "dirección del espíritu humano", "método de búsqueda interior", e incluso, como llega a leerse en su libro Corriente alterna, "un movimiento de liberación total". Si bien se ve, se advertirá que el golpe maestro de Paz, con el que pudo esquivar las críticas que se le hacían en México, sobre todo en la década de los cincuenta, consistió en esta universalización del surrealismo. Pero esta universalización no es nada simple. No consiste en un mero proceso de abstracción, como llega a sugerir Wilson. De hecho, tal y como aflora en una lectura cuidadosa, lo que hace Paz es abordar el surrealismo desde una perspectiva múltiple, que por momentos puede parecer contradictoria, y que de hecho lo es, pero que muestra por eso mismo una admirable riqueza (de matices, de valoraciones) que no puede reducirse a una sola frase.

He dicho antes que la metametáfora le permite a Paz ubicarse en la vertiente de una triple temporalidad: el presente deja de existir sólo como presente; se le confronta, y a menudo esto implica un drástico ejercicio de la violencia, con un pasado tan remoto que se vuelve inmemorial, esto es, que se convierte en mítico; pero se le confronta también hacia adelante con un futuro imposible, y por esto mismo inalcanzable, con ese tiempo después del tiempo que se llama utopía. El tiempo del principio e, incluso, de antes del principio, y el tiempo que viene después del fin de los tiempos son las dos coordenadas (tanto más potentes en cuanto inexistentes) que no dejan de incidir (y de insistir) sobre el tiempo presente, provocando en él deformaciones que de otro modo carecerían de explicación. La presencia de esta óptica sugerente y al mismo tiempo distorsio-nada, o cuando menos distorsionante, puede aclarar un poco la extremada riqueza del pensamiento de Paz, y también, por qué no decirlo, su extraordinario poder de seducción.

En 1954, de regreso en México, Paz ofrece una conferencia acerca del surrealismo. El texto, recogido en Las peras del olmo, muestra de cerca el funcionamiento del prisma multitemporal en la prosa ensayística del escritor. Después de admitir que una parte del surrealismo ha degenerado en estilo, que se ha vuelto una manera, es decir, una serie de fórmulas repetibles ad infinitum, al gusto, por supuesto, de aquellos que huyen de toda innovación, Octavio Paz esboza una ubicación del movimiento. Dice así: "El surrealismo es uno de los frutos de nuestra época y no es invulnerable al tiempo; pero, asimismo, la época está bañada por la luz surrealista y su vegetación de llamas y de piedras preciosas ha cubierto todo su cuerpo. Y no es fácil que esas cicatrices

 

desaparezcan sin que desaparezca la época misma. Esas cicatrices forman una constelación de obras a las que no es posible renunciar sin renunciar a nosotros mismos."

Imposible no advertir la astucia de la argumentación. Para disculpar lo que él mismo ya había criticado desde la época de Romance, esto es, la caída del surrealismo en la literatura, o sea, en los lugares comunes, Paz acepta que el surrealismo es uno de los frutos de nuestra época, y que no es invulnerable al tiempo. Me interesa ahora la segunda expresión: si no es invulnerable al tiempo, entonces el movimiento está sujeto a corrosión. Es esta corrosión la que explica que el surrealismo degenere en literatura, en estilo, en receta, en manierismo. El tiempo vulgar, el tiempo del presente, reviste aquí un claro acento peyorativo. El presente es la acumulación de novedades que de tanto repetirse se volvieron recetas. En otras palabras: el presente está hueco. Es un hoyo negro por el que todo desaparece. Por eso sólo el marco privilegiado de los tiempos míticos del origen y/o del porvenir –pareciera postular Paz– puede resarcirnos del mal, y salvarnos de la corrosión temporal.

En este momento, tiene uno la impresión de que Paz está a punto de asumir al surrealismo como un acontecimiento histórico, determinado. Quiero decir: como un hecho concreto, fechable, ubicable en el tiempo. El surrealismo, así entendido, sería una de las vanguardias artísticas del siglo XX, producto de la conmoción cultural por la que atravesó Europa en las primeras décadas del siglo, con una guerra mundial y varios descubrimientos decisivos de por medio, entre ellos, los de Freud. Pero no, no hay tal. Lo que Paz quiere decir es que el surrealismo, al ser "uno de los frutos de nuestra época", es, por refracción, un fruto del cual la época ya no podría prescindir. Así, de modo sutil, más que fechar al surrealismo, lo que hace es reconocerle una duración, una permanencia, la permanencia de esas obras a las que, por su importancia o su trascendencia, "no es posible renunciar sin renunciar a nosotros mismos".

Pero cuidado, el surrealismo no se identifica con tales obras. Creerlo sería tanto como reconocer que el surrealismo es sólo un movimiento literario, una más de las vanguardias artísticas del siglo. Y no, no es así. Por eso agrega Paz: "Sin embargo, el surrealismo traspasa el significado de estas obras porque no es una escuela (aunque constituya un grupo o secta), ni una poética (a pesar de que uno de sus postulados esenciales sea de orden poético: el poder liberador de la inspiración), ni una religión o un partido político. El surrealismo es una actitud del espíritu humano. Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta." (El subrayado es mío.) Se comprende muy bien, en este orden de ideas, la ingeniosa respuesta de Paz a una pregunta de Carlos Monsiváis. Cuando éste le pregunta: "¿Cuál es la vigencia actual del surrealismo?", Paz contesta, rompiendo de modo definitivo la redundancia contenida en la pregunta: "Yo no creo que el surrealismo haya tenido nunca vigencia. La función del surrealismo, a mi juicio, es no ser vigente. Ser la otra voz, la otra cara de la sociedad. La voz secreta, subterránea, la voz disidente. El surrealismo es la enfermedad constitucional, la enfermedad congénita de la sociedad occidental. Su enfermedad sagrada." (Véase Carlos Monsiváis, "Octa-vio Paz en diálogo", Revista de la Universidad, volumen XXI.)

De un golpe, y se trata de un golpe maestro, por cierto, Paz se coloca por encima de todos sus detractores. Mejor dicho: por encima de los detractores del surrealismo. Despojado de sus características concretas, despojado de las notas particulares que lo constituyen, el surrealismo se convierte en algo tan antiguo como el hombre mismo, o cuando menos, como la civilización occidental. Las sectas gnósticas de la antigüedad, la herejía cátara, los grupos de iluminados del Renacimiento y esa pléyade de soñadores geniales que apareció durante la época del romanticismo, no son sino una parte de esa misma actitud del espíritu humano que Paz encuentra en el surrealismo. Los románticos, parece decir Paz, son los surrealistas del siglo XIX, así como los herejes cátaros lo son de los primeros siglos del cristianismo. Imposible datarlo. El surrealismo es inmemorial. Ha existido siempre y volverá a aparecer cada vez que se haga necesario. ¿Quién, pues, en su sano juicio, podría oponerse a esta "tradición oculta que desde la antigüedad no ha cesado de inquietar a los más altos espíritus"? ¿Quién podría ser tan necio como para renunciar a esta aventura interior, a este definitivo redescubrimiento de nosotros mismos?

Escritura automática, socialismo mediático

El tema de la escritura automática se presta a semejantes oscilaciones. Bien a bien, Paz nunca comulgó con esta técnica. En su importante artículo "Poesía de soledad y poesía de comunión" (1943), en una referencia que se antoja inequívoca, el autor sostenía, en términos que lo acercan bastante a la poética de Xavier Villaurrutia: "Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia ni a la razón". Esta descalificación, por claras razones de política cultural, no podría aparecer en el artículo sobre el surrealismo de Las peras del olmo. En este texto el pensamiento de Paz ha adquirido ya una complejidad maestra. Por eso los métodos surrealistas, entre ellos el automatismo, adquieren un rango extraliterario, que los salva del manierismo y del lugar común. Gracias a la fuerza aglutinante de la metametáfora, se conectan con una realidad superior. "No eran, ni son –dice Paz– ejercicios gratuitos de carácter estético. Su propósito es subversivo: abolir esta realidad que una civilización vacilante nos ha impuesto como la sola y única verdadera."

El sol negro y reverberante de la utopía, de lo que todavía no existe, empieza a gravitar sobre nuestro concepto de las técnicas surrealistas. Abolir la realidad castradora, abolir también el egotismo de occidente. La figura privilegiada del poeta está a punto de ser desplazada. El automatismo psíquico demuestra que el ego es insustancial: en su lugar lo que aparece es un magma infinito. Signos que llevan a otros signos, figuras que remiten a otras figuras, todas evanescentes, chisporroteo de imágenes que corren como un río, y que pueden prescindir del sujeto, esa antigualla filosófica y jurídica. Como dice Paz en este mismo artículo: "La sistemática destrucción del yo... se realiza a través de diversas técnicas. La más notable y eficaz es la escritura automática; o sea: el dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico."

Hasta aquí, se diría que la nostalgia del futuro es la que dicta estas observaciones. La utopía surrealista ha vencido las resistencias, el sujeto empieza a desmoronarse mientras el automatismo psíquico hace de las suyas e instaura el reino de la libertad, del deseo liberado. Pero poco después, sin necesidad de recurrir siquiera a un punto y aparte, Paz cambia la perspectiva. Introduce, de plano, sus propias reservas. Se diría que le gana lo que los freudianos llamarían el principio de realidad. Abandona, pues, la ensoñación surrealista para sostener: "Nada más difícil que llegar a este estado de suprema distracción. Todo se opone a este frenesí pasivo, desde la presión del exterior hasta nuestra propia censura interior y el llamado ‘espíritu crítico’."

El sórdido presente, la realidad real, a la vez que las limitaciones del sujeto, exhiben la insalvable dificultad. Lo que Paz llama la presión del exterior, los poderes anónimos del contexto, así como la intervención insidiosa de una instancia freudiana, la autocensura, a la que de modo elusivo también se le conoce como espíritu crítico, impiden la realización efectiva de la técnica surrealista. Estas razones, de índole "objetiva", y frente a las cuales nada se puede hacer, por lo visto, aparecen confirmadas en el ámbito de la vivencia de quien escribe. Así, Octavio Paz puede invocar su experiencia personal, sincerándose con sus lectores para explicarles qué es lo que hay en esta experiencia de irrealizable, así como para conducirlos a un nuevo pasaje dominado por el futuro utópico, al que se entiende de plano bajo la especie de aquello que no puede tener lugar. Lo cito: "Tal vez no sea impertinente decir aquí lo que pienso de la escritura automática, después de haberla practicado algunas veces. Aunque se pretende que constituye un método experimental, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. Como experiencia me parece irrealizable, al menos en forma absoluta. Y más que método la considero una meta: no es un procedimiento para llegar a un estado de perfecta espontaneidad o inocencia sino que, si fuese realizable, sería ese estado de inocencia."

Adviértase el juego de los tiempos. Tiempo presente: la escritura automática le parece una experiencia irrealizable. Tiempo hipotético, tiempo del futuro: si fuera practicable, sería equivalente al estado de inocencia al que intenta desesperadamente remitir. En consecuencia, y para cerrar el círculo, la escritura automática sólo será practicable en una sociedad utópica, justo aquella que logre conciliar a los hombres con sus propios deseos.

Prosigue Paz: "Ahora bien, si alcanzamos esa inocencia –si hablar, soñar, pensar y obrar se han vuelto ya lo mismo–, ¿a qué escribir? El estado a que aspira la escritura automática excluye toda escritura..." (!)

La compulsión del futuro exhibe aquí un descarnado nihilismo. En esa sociedad del futuro la actividad de escribir perderá su razón de ser. Hablar será crear; gesticular será crear. Pensar será crear. El hombre, devenido poema, no necesitará ya de la torpe escritura para expresar lo que hay en él. Paradojas del devenir, en el futuro utópico no necesitaremos poemas porque la vida misma, instantánea, espontáneamente, será poética. Y si no habrá poemas (ni escritura, en sentido estricto), entonces tampoco será el caso de utilizar la llamada escritura automática. Impracticable en el presente lo mismo que imposible en el futuro, la técnica del automatismo está condenada a existir en el limbo, o sea, como una mera idea poética que no habrá de realizarse jamás.

Paz insiste en mostrar la imposibilidad de la escritura automática, y para ello recurre, aunque sin mencionar a Freud, al aparato psíquico postulado por él. Veamos el argumento: "...practicarla efectivamente y no como ejercicio psicológico, exigiría haber logrado una libertad absoluta, o lo que es lo mismo, una dependencia no menos absoluta: un estado que suprimiría las diferencias entre el yo, el superego y el inconsciente. Algo contrario a nuestra naturaleza psíquica." Brillante tour de force no exento de sarcasmo. Freud, uno de los inspiradores del surrealismo, sirve para mostrar la imposibilidad de su técnica predilecta. De paso, una de sus hipótesis de trabajo, la del aparato psíquico, adquiere carta de legitimación: se convierte a la letra en naturaleza psíquica, esto es, en una entidad fija e invariable, a la que los aconteceres de la historia (supuestamente) no podrían modificar.

Que no podrían y que sí. El pensamiento de Paz oscila a cada momento. No se trata de una vacilación, se trata de un cambio de perspectiva. Este cambio es constante y constituye su característica más pasmosa. Por eso, después de negar con tremendos argumentos la practicabilidad de la escritura automática, aporta una nueva sorpresa, parece desandar el camino, para asegurar, ahí mismo, en plan de franca recuperación: "...ningún escritor negará que casi siempre sus mejores frases, sus imágenes más puras, son aquellas que surgen de pronto en medio de su trabajo como misteriosas ocurrencias." No queda aquí el asunto. Como salvando, así sea de modo precario, el valor de la técnica surrealista, Paz agrega: "Más allá de su dudoso valor como método de creación, la escritura automática puede compararse a los ejercicios espirituales de los místicos y, sobre todo, a las prácticas del budismo Zen: se trata de llegar a un estado paradójico de pasividad activa, en el que el ‘yo pienso’ es sustituido por un misterioso ‘se piensa’."

Valorar, desechar y volver a valorar, así sea con muchas reservas y sobre la base de un pensamiento milenario, como en este caso sería el del budismo Zen, he aquí un modus operandi del pensamiento que no puede menos que despertar nuestra admiración. Si Freud sirve para "atascar" la escritura automática, para demostrar su imposibilidad, el budismo Zen nos muestra que ella es utilizable, así sea con muchas limitaciones. Notable giro discursivo que anuncia un tránsito decisivo en la escritura de Paz. Las insuficiencias (aunque quizá sería mejor decir, los excesos) de la vanguardia, serán compensadas por un nuevo emergente: la transvanguardia. El budismo Zen, el tantra yoga, el hinduismo en general, y cuando no el hinduismo, el sentido común, ese fiel ayudante que nunca falla, vienen a corroborar las verdades del texto, justo aquellas que no podían subsistir ante las extremosas posiciones del vanguardismo.

Este giro discursivo puede observarse también en El arco y la lira. El radicalismo revolucionario que domina en los primeros pasajes es suplantado, poco a poco, y para sorpresa nuestra, por la intemporalidad oriental. La radicalidad de Paz, en un principio, no deja lugar a dudas: "El surrealismo –afirma– no se propone tanto la creación de poemas como la transformación de los hombres en poemas vivientes." Esto se consigue gracias a una serie de operaciones en las que juega un papel principal la escritura automática. En efecto, como sostiene Paz en un pasaje de El arco y la lira: "Entre los medios destinados a consumar la abolición de la antinomia poeta y poesía, poema y lector, tú y yo, el de mayor radicalismo es la escritura automática."

Por si esto nos pareciera poco, Paz agrega: "La escritura automática es el primer paso para restaurar la edad de oro, en la que pensamiento y palabra, fruto y labios, deseo y acto son sinónimos. La ‘lógica superior’ que pedía Novalis es la escritura automática: yo es tú, esto es aquello".

Pero los reparos, según el hábito descrito antes, no tardan en aparecer. Suena la hora de la corrección apaciguadora. Del radicalismo utópico se pasa, sin transiciones, a lo que podría llamarse, a falta de mejor expresión, un radicalismo bien temperado. La escritura automática, en cuanto tal, está erizada de dificultades, exige alcanzar un complicado estado de pasividad activa, semejante a las técnicas de meditación espiritual conocidas en el oriente. Por eso advierte Paz: "La tensión que se produce es insoportable y sólo unos cuantos logran llegar, si es que llegan, a ese estado de pasiva actividad." Obsérvese que en la lógica de Paz, unos cuantos,

Acta de defunción de André Breton.
Libelo, Paris, 1924

puesto que son bien pocos, pronto pueden equivaler a ninguno. Es la lógica de la gradación y del sorpresivo cambio cualitativo. Por eso añade, ahí mismo, sin solución de continuidad y adoptando una actitud francamente despotenciadora: "La escritura automática no está al alcance de todos. Y aun diré que su práctica efectiva es imposible, ya que supone la identidad entre el ser del hombre individual y la palabra, que es siempre social."

Aunque la formulación es parecida a la que encontramos en Las peras del olmo, aquí el ensayista introduce variantes de indudable interés. Si en el libro citado la escritura automática abdica en favor del habla, que se vuelve inmediatamente poesía, aquí la escritura desaparece para que se instaure el reino del mutismo, esto es, el de la ausencia de palabra. Leemos: "La escritura automática es un método para alcanzar un estado de perfecta coincidencia entre las cosas, el hombre y el lenguaje; si ese estado se alcanzase, consistiría en una abolición de la distancia entre el lenguaje y las cosas y entre el primero y el hombre. Pero esa distancia es la que engendra el lenguaje; si la distancia desaparece, el lenguaje se evapora. O dicho de otro modo: el estado al que aspira la escritura automática no es la palabra sino el silencio." (!)

En seguida, Paz alude a lo que él llama "el fracaso revolucionario del surrealismo". Se trata de un "fracaso histórico". Fue imposible la fusión pretendida entre arte y revolución. Muy bien. Pero esto no quiere decir que podamos enterrar al surrealismo como si nada hubiera pasado. "No se puede enterrar al surrealismo –reivindica Paz– porque no es una idea sino una dirección del espíritu humano." Para resistir a las críticas de la historia, nada mejor que colocar al surrealismo por encima de las vicisitudes de la historia. Sí, porque historia es decir –como se vio antes– "manoseo" del estilo, o mejor dicho, conversión del surrealismo en estilo. Desgaste de la temporalidad. Afirma Paz: "La decadencia innegable del estilo poético surrealista, transformado en receta, es la de una forma de arte determinada y no afecta esencialmente a sus poderes últimos." Y agrega, en un nuevo giro orientalista que convierte a la escritura automática en una suerte de técnica emparentada con la meditación: "El surrealismo puede crear nuevos estilos, fertilizar los viejos, incluso, prescindir de toda forma y convertirse en un método de búsqueda interior."

Como se ve, a fin de cuentas, y si dejamos atrás las deslumbrantes frases del principio, en las que se asegura la radicalidad de la empresa bretoniana, de la escritura automática no queda sino un puro juego de ilusionismo. En efecto, si la escritura automática puede prescindir de toda forma (que es tanto como pretender que la escritura puede prescindir de la escritura, o que puede hablarse de la huella sin que exista la huella, absurdo insostenible sobre todo después de los escritos de Derrida), entonces es posible equipararla con las técnicas de meditación caras al tantrismo o al budismo Zen. Después de los juegos de pirotecnia, el retorno de lo Mismo. Se da una vuelta completa, se regresa al principio de realidad. De otro modo: después de la vanguardia, la transvanguardia. El hinduismo o el sentido común. En todo caso, una actitud que tiene que ver no con la destrucción, característica de las vanguardias de la primera época, sino con la afirmación de lo positivo, si se permite la redundancia. Lo anterior puede confirmarlo una lectura de Los signos en rotación, el epílogo que Paz añadió a la segunda edición de El arco y la lira hacia 1967. Después de largas incursiones en el radicalismo de una nueva escritura en el que incluso los blancos de la página se tornan significantes, volviéndose ellos mismos otra forma de la escritura, Paz fija de modo abrupto sus distancias con respecto al elemento destructivo de las vanguardias para anteponer un argumento conservador: "La destrucción del sentido tuvo sentido en el momento de la rebelión dadaísta y aún podría tenerlo ahora si entrañase un riesgo y no fuera una concesión más a la publicidad. En una época en que el sentido de las palabras se ha desvanecido, estas actividades no son diversas a las de un ejército que ametrallase cadáveres. Hoy la poesía no puede ser destrucción sino búsqueda del sentido." (Véase, Octavio Paz, Los signos en rotación.)

De otra suerte no se explica que Paz corone su argumentación con este enunciamiento de imposibilidad absoluta, que confina la escritura automática al limbo de los fantasmas, esos seres que penan porque buscan la encarnación que les está negada por principio: "La escritura automática, la edad de oro, la noche que es un festín eterno, el mundo de Shelley y Novalis, de Blake y Hölderlin, no está al alcance de los hombres". Uno se restriega los ojos y vuelve a leer. La declaración es demasiado tajante, pero ahí está, imposible esquivarla: no está al alcance de los hombres. Entonces, se pregunta uno, ¿al alcance de quién? ¿Shelley y Novalis querían como interlocutores a los númenes? ¿Blake y Hölderlin escribían acaso para los dioses?. ¿Y quién ha dicho que los dioses están allá, mucho más allá, en una suerte de transmundo inalcanzable? Al abrir una zanja infranqueable entre la imaginación creadora y las posibilidades del sujeto, Paz declara la bancarrota –y también, la inutilidad– de los sueños. Es, por decirlo así, el quiebre de la imaginación, el quiebre del romanticismo, la muerte del impulso creador. O mejor, para decirlo en términos de lo que aquí inmediatamente nos interesa: el quiebre de la escritura automática. Los fantasmas bretonianos se apaciguaron y se convirtieron en lo que siempre habían sido: un montón de cenizas. Fuegos fatuos.

Esta revisión nos ha mostrado a un Octavio Paz increíblemente mutante, que se escurre sin cesar y al cual es difícil mantener en un solo sitio, digamos, en el sitio de las definiciones. Si impresiona el radicalismo de sus propuestas, la lectura detallada de los textos nos muestra que se dan ahí, en su interior, una serie de posiciones contradictorias entre sí. Paz está valorando siempre de acuerdo con un prisma que arroja luces múltiples. Y, para sorpresa nuestra, el último rayo de luz arroja una sombra conservadora. Una sombra de conformismo. No la revulsión freudiana, sino el quietismo Zen. No la radicalidad (¿insoportable?) de la escritura automática, sino la franca declaración de su imposibilidad. No el surrealismo como una vanguardia radical, sino como una pura dirección del espíritu, como una técnica de meditación interior emparentada con el budismo. No la concreción del tiempo presente, sino la sabiduría de milenios, lo que permanece inmutable a través de la historia, más allá de conflictos y deserciones. ¿Para qué agitarse? Mejor nos quedamos como estamos. Tiene uno que darle la razón a Jorge Aguilar Mora cuando, en la implacable disección que realiza en su libro, La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, sostiene: "No hay discriminación en este trayecto, no hay selección, no hay una verdadera elección vital, no hay un verdadero eterno retorno: en la obra de Paz todo regresa, regresa todo idéntico, regresan las negaciones, regresa lo que niega la vida, regresa la afirmación, regresa la disidencia, regresa el conformismo y el conservadurismo, es un eterno retorno pero cíclico, previsible a lo largo de la trayectoria de estos últimos años."

 

 

Evodio Escalante, "La vanguardia requisada", Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen II, pp. 67-87.