|
||||
|
|
|||
Agradezco esta posibilidad de evocar y homenajear a Juan Carlos Portantiero, en esta facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires que fue la suya, en el más íntimo y legítimo sentido de ese posesivo. Para ello me permitiré apelar a un par de recuerdos que emergieron en estos días de duelo ante su muerte. El primero está relacionado precisamente con su ligazón visceral con la sociología. En una tarde mexicana del 83, cuando ya el ritorno in patria asomaba con certeza en nuestro horizonte, le formulé la pregunta que tantos se preguntaban: por qué tentar ese regreso sin gloria dejando todo lo bueno que en México se había construido. Me respondió aplicando esas navajas de Occam que desarmaban todo intento de románticas derivas existenciales. Me dijo seriamente aunque sonriendo: "Porque yo soy de allá". Y a continuación ligó esta respuesta a todo lo que su vida le debía a la sociología, que había sido su literal tabla de salvación y de legitimación cuando después de la expulsión del Partido Comunista y de la breve experiencia fracasada de Vanguardia Revolucionaria había quedado -para abusar de la terminología sociológica- en estado de disponibilidad y de anomia. El segundo recuerdo introduce aquello que me resultó el rasgo más relevante de su magisterio intelectual. Ya en una vieja sede porteña del Club de Cultura Socialista, mientras la experiencia alfonsinista se hundía sin remedio, me comentó su sensación de ajenidad con el mundo en que vivíamos. "Las cosas que me gustaban en mi juventud ya no importan", dijo. Y mencionó dos: la política, naturalmente, y la literatura (francesa, agregó; del siglo XIX, concluyó). Si aquí traigo a colación esta otra alma que también lo habitó, es porque puedo vincular ese gusto literario con un carácter de su escritura, que en rigor lo era de su pensamiento, y para el cual no encuentro otra palabra que la usada una y otra vez en las recientes evocaciones de Juan Carlos: la elegancia de su razonamiento, algo que está asociado a lo que llamamos clásico, apolíneo, por oposición a las a su entender estériles sofisticaciones de nuestra intelligentzia de izquierda. Y en efecto, sus textos albergaron la capacidad de lo iluminador no sólo por la penetración intelectual de sus contenidos (como la célebre teoría del "empate hegemónico") sino asimismo por el estilo de producción de sentidos que ofrecían. Si es cierto que los seres humanos experimentamos la angustia y el horror ante el vacío de sentidos, estamos diciendo que algo hay peor que las verdades amargas, y es el sinsentido. Quiero que se me entienda bien ahora cuando digo que Portantiero, como otros hombres y mujeres de izquierda entre nosotros, un día se asomó a lo que la tradición de esa misma izquierda había decidido arrojar al terreno del dislate y de lo anómalo. Esa anomalía se llamó el peronismo , ante el cual aquella izquierda había experimentado la mayor derrota de su historia al haberle sido sustraído el suelo mismo de su legitimidad: la clase obrera argentina. La única manera de no asumir esa catástrofe consistió en negar que esa clase obrera fuera la clase obrera destinada por naturaleza a reconocer al Partido del proletariado como representante cabal de sus intereses objetivos. Y bien: frente el estrépito colosal de un día de octubre del 45, Portantiero formó filas en la vanguardia de quienes oficiaron de dadores de sentido de ese hecho, inscribiéndolo en un curso histórico y en una lógica de la acción social y política. No dudo de que aquí apeló a uno de "los usos de Gramsci", consistente en rebuscar los "núcleos de buen sentido en el sentido común de las clases subalternas", uso que bien o mal le sirvió de brújula para la comprensión y aun la recuperación de la experiencia de las masas peronistas. Dicho de otro modo: hay creencias que buscan sus ideas. Esto es, un conjunto confuso de creencias parte tras una forma que las organice. En este aspecto, a lo largo de los años Juan Carlos fue un gran "in-formador", un gran dador de forma y de sentidos a los mudos hechos de una realidad esquiva. Por cierto, y en homenaje a este homenaje, no pretendo decir con ello que su voz fuera oracular. Su sobrio realismo lo distanciaba de los postulantes a modernos profetas clamando en el desierto. Pero en la lectura o en la escucha de sus argumentaciones siempre sobresalía la profunda claridad analítica que aun en el disenso llevaba a seguir explorando los vericuetos de una realidad compleja que en sus relatos apaciguaba lo inefable sin perder en riqueza. Su pasión por el mundo de las ideas no le obnubiló el desfasaje entre la teoría y las realidades locales, y esta preocupación que no dejó de asediarlo la compartió con su "amigo y hermano querido" (son sus palabras) José Aricó. En la nota que escribió a horas de la muerte de Pancho, el Negro recordó que para ellos el debate sobre la relación entre marxismo y América Latina "se abrió a partir de nuestra expulsión del Partido Comunista Argentino". En muchos aspectos Portantiero configuró un epítome de una figura de intelectual de la época que le tocó vivir. Obviamente, debió padecer el fracaso de los proyectos de esa misma época. De esas derrotas está jalonada la curva que arrancando del Partido Comunista lo condujo al célebre editorial del año 73 de Pasado y Presente donde se saludaba "el repiquetear incesante de la guerrilla" como aquel que, junto con la lucha de masas, estaba alumbrando los nuevos tiempos. Al paso de los años, nuevamente Gramsci le acercó la precisa definición de aquellas posiciones, allí donde pudo parafrasear al comunista italiano diciendo más o menos esto: "Creímos ser parte de un proceso de recomposición nacional, y resultamos parte de la caldera en la que se fundían sin residuo todos los metales del diablo de la sociedad argentina". De allí en más, donde otros hicieron de pensar siempre lo mismo una extraña virtud, se atrevió a cambiar y pagó el duro precio de modificar sus ideas cuando consideró que se habían estrellado contra las tenaces resistencias de lo Real. Así, durante el exilio devino un social-demócrata, mientras la idea de revolución caía, el comunismo se derrumbaba y el marxismo confesaba su crisis. Con ese talante participó al regreso del círculo de pensamiento que se nucleó en torno del presidente Alfonsín. La crisis de esa nueva experiencia está en el trasfondo de una clásica charla académica de fines del 2003 en una universidad cordobesa. Retornó allí a subrayar las imposibilidades de la democracia llamada "formal" para abordar las soluciones del país si no se atendía con justicia al mundo de la pobreza, la indigencia y la desigualdad social. Postuló entonces que la sociología del nuevo siglo -pasadas sus etapas desarrollista, dependentista y democrática- se configuraba como pensamiento de la crisis. En el curso de estas reflexiones se extinguió su vida. En suma y para concluir, es otro de una generación (la mía, la nuestra) que se ha retirado hacia el dubitable olimpo de los hombres laicos. De tal modo, siguiendo el viejo decir de caravanas del desierto, el Negro bebió del pozo y dejó su lugar a otros. Pero aunque de esas mismas aguas también hayamos bebido, ya nadie podrá articular aquellas sus palabras. Hemos tenido sí las mismas ilusiones, parecidas pasiones, análogos desencantos y semejantes errores. Con ese amasijo de intensas y confusas experiencias, el Negro hiló como nadie algunos hilos de sentido de nuestra vida social y política, con la tersura de un estilo que lo era de su propia vida vivida. No cedió a las tentaciones del cinismo ni del nihilismo. No se resignó a refugiarse en la privacidad del retiro ni en un escepticismo perezoso. Y nos dejó sus pensares compuestos con la misma clásica dignidad de temple con que encaró los males que se abatieron sobre su cuerpo en sus últimos años.
*Texto preparado para el acto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Oscar Terán, “Homenaje a Portantiero”, Fractal nº 44, enero-marzo, 2007, año XI, volumen XII, pp. 15-20.
|