|
||||
|
|
|||
Soy mexicano y mi madre está loca. Tengo recuerdos pero no una historia que contar. Mi memoria es como la imagen del mundo de mi madre: rota, organizada en trozos separados. No tiene sentido. Crecí en medio de una confusión. Sólo con el tiempo comprendí que mi madre no estaba deprimida -estaba loca. Su pereza, la somnolencia tan frecuente durante una etapa de su vida, eran la consecuencia más o menos inevitable de ciertas medicinas. Éstas son hoy más poderosas y más nobles. Demasiado tarde: mi madre no toma ninguna, porque imagina que alguien la quiere envenenar. Un hijo como yo es juez y policía. Un taxi nos llevó de la estación de autobuses a la casa en la ciudad de México, después de un viaje a Michoacán. Es de madrugada. Un patio largo y oscuro une la reja de la calle con las casas de los tíos y con la nuestra. El taxista, un hombre flaco y con barba crecida, observa fijamente a mi madre cuando descendemos del auto. Algo masculla. Hoy sé que eran piropos, insinuaciones. Tengo nueve o diez años. A la mitad del patio sentí como si mi madre dudara. Mis ojos, como una cámara, barren lentamente el piso, las paredes, y buscan el rostro de mi madre. No lo encuentran. Así es ella, oscura, animal -como yo. Pero su fragilidad, sus desencuentros con el mundo eran espectaculares. Unos dos años de su vida mi madre manejó un Valiant 67. Su amiga Evelia y sus dos hijas venían a casa y todos juntos (mis dos hermanos, mi madre, yo) nos trepábamos al Valiant. Mi madre manejaba rumbo a la escuela. Una barredora blanca, que recuerdo enorme, hacía la limpieza en la acera derecha de la calle. Con una saliente de acero la barredora cortó horizontalmente la lámina de la puerta trasera del auto. Miro hacia atrás, y veo al operador, sentado en el lado derecho de la cabina, concentrado absolutamente en su trabajo. Jamás notó el golpe. Los delirios de mi madre eran de alta política. Regresamos a vivir a la ciudad de México en 1969 . En medio de una crisis de alcohol de mi padre y de la paranoia creciente de mi madre vino la separación. La locura de mi madre se profundizó. La recuerdo hablando compulsivamente de la cia y la kgb , cuyos agentes la espiaban. Desde entonces, quitando los periodos en que estuvo medicada con trilafón y sal de litio, ha repetido el modelo. Serán agentes chinos o israelíes, canadienses o mexicanos los enemigos que dan rostro a una ansiedad que se alimenta de las noticias internacionales de la temporada. Hija de un libanés que abandonó su tierra huyendo de la leva turca, mi madre se siente insegura en el mundo. Es un ego tan informado y goloso que exige la actualidad del planeta para alimentarse. Desde el auto de mi suegro, María Eugenia la descubre en la esquina de Reforma y Julio Verne. Supongo que por prudencia le dice a su padre: sigue. Mi madre queda atrás, con su maleta, mientras discute con los policías que vigilan la embajada de Líbano. Unos días después, mientras le sirvo un café, le pregunto: oye, ¿y qué hacías en la embajada? Qué otra cosa, me iba -y en su tono hay algo que pretende ser digno. Madre -respondo con una vehemencia algo impostada- históricamente la gente se larga de Líbano; no va a Líbano, y menos pide asilo en su embajada. Es que ya no soporto -explica cansada-; me están molestando todo el día. La secuencia de los hechos se erigió en una explicación. Durante mi adolescencia pensaba que mi madre se había deprimido porque mi padre bebía. Sólo tiempo después realice una operación mental extraordinaria: mi padre bebía porque no soportaba a mi madre, la loca. Ambas operaciones eran falsas. Despierto sobresaltado: la luz de mi recámara está encendida, y alcanzo a ver a mi padre -en calzoncillos y camiseta- correr hacia la ventana, abrirla, y descender por una escalera de servicio. Está huyendo. Recuerdo voces, de tíos y tías. Nada más. Mi padre había entrado en delirio, sospecho hoy . De todos modos, mi padre estaba huyendo. Nunca lo logró. Primeramente mi padre fue a vivir a casa de mi abuelo. Luego, por cuenta propia, se recluyó en el Fray Bernardino, y regresó con nosotros a vivir una tensa y devastada sobriedad. Vivió unos veinte años más, con poco alcohol y muchos cigarros y jarabes para la tos (mi hermana encontró un día unos 40 frascos vacíos detrás de una hilera de libros). Recostado en la cama miraba por la ventana con una expresión de tristeza incalificable. Cuando mis hermanos o yo llegábamos a casa, sobre todo acompañados, mi padre, como impulsado por un resorte, salía a la calle por horas. Los hijos éramos sus relevos. Nos dejaba con la madre, su carcelera. Mi madre conoció a mi padre en su fiesta de 15 años. En fin, supongo que es eso lo que llaman destino. Hace unos años don Armando, un anciano atroz que vive a unas cuadras de mi casa, le dijo a mi mujer cuando supo quién era mi padre: "esos dos nunca se debieron casar". Casi con las mismas palabras la tía Chila (hermana de mi padre) lo dijo poco después de la muerte de mi padre. Se atraparon, parece la conclusión más obvia. Mis padres se casaron en 1959 en la ciudad de México. Pero mi madre me confesó un día que antes lo habían hecho en secreto en un pueblo de Morelos. No entiendo. Ambos eran huérfanos de madre. Mi abuela materna murió al dar a luz al octavo hijo, en su casa de la ciudad de México, a unos meses de haber venido de Juchipila para que los hijos estudiaran. Mi madre tenía 12 años. Mi abuela paterna falleció de pulmonía en 1935 , cuando mi padre cumplía dos años. Mis dos abuelos eran figuras fuertes, pero ausentes y algo bizarras. La impresión que tengo de mis padres es la de dos muchachos sustraídos de los controles maternales durante la adolescencia y con dos padres que miraban desde lejos. Quién sabe. La simetría de las carencias haría de sus locuras piezas complementarias -o eso creyeron ellos. Mi abuelo Emilio, el libanés, está de pie en la puerta de la cocina de mi casa, con una sonrisa amplia, satisfecho; nos mira a mis hermanos y a mí devorar el pan dulce que él mismo trajo en una enorme bolsa de papel. Cuando mis padres se separaron, y sobre todo cuando mi padre se internó en el Fray Bernardino, la familia se quedó sin ingresos, o al menos éstos se redujeron dramáticamente. Yo miraba a mi abuelo en silencio, y él callaba detrás de la sonrisa. El pan no era el regalo de un patriarca sino el de un hombre sencillamente bueno. Para un hombre que jamás decía nada, era un acto preciso y contundente. El efecto del pan al atardecer dejó una huella. Cuenta mi hermana que tiempo después, en mi adolescencia, yo obligaba a mi madre y a ella a bajar a la cocina a eso de las cinco o seis de la tarde -justo a la hora en que mi abuelo cenaba en su propia casa-para acompañarme a merendar -otra vez pan y leche. Yo abandoné un día semejante rito pero uno de mis hijos se llama Emilio. ¿Cómo se volvió loca mi madre? Sólo indicios. Ella cuenta de una fiebre tifoidea tan severa en su niñez en Juchipila que perdió todo el cabello. Se quedó pelona, dice. He repetido ese hecho cada vez que hacen su historia clínica en el Fray Bernardino. No sé cuánto vale. Ya lo dije: mi madre llega a la ciudad de México a los 11 ó 12 años, e inmediatamente muere mi abuela. Todos los planes cambian. Regresa la familia a Juchipila, excepto mi madre y sus dos hermanas mayores, la tía Esther y la tía Eli. Que unos ladrones brincaban la barda para robar en la casa de Portales y ella sólo los miraba, impotente, cuenta. Un hecho perturbador: el tío Emilio, que sigue en edad a mi madre, ha sido también un personaje. Por años vivió en una camioneta panel de carga. Se amarraba alambres en la cintura y los genitales. No habla casi. Es un hombre enfermo pero ignoro si tuvo fiebre tifoidea. Sé cómo es la locura; no sé qué es la locura. Mi hermana, seis años menor que yo, capturó una imagen que la aterroriza: mi madre, sentada en la cama, cepilla su cabello frente al espejo, con la mirada a un tiempo ausente e incendiada, radicalmente ajena a una niña que jamás será escuchada ni atendida. La locura más devastadora es un largo silencio que ningún grito alcanza. Sólo así entiendo porque yo, el primogénito, tuve una nana, Cuca, quien llegó a mi casa por influjo de las tías maternas. Las Kuri debieron intuir algo. Pero Cuca no tiene rostro en mi memoria. Sé de su existencia por otros. Un día se fue, no sé cuando. También ella se volvió loca, según he sabido. Cuca vino de Juchipila, la tierra de la familia materna. Como si fuera el pueblo maldito de Faulkner, a donde llega un día el coronel, las elucubraciones de mi hermana y las mías entran cabalgando, dispuestas a la conquista de un pasado banal pero dramatizado para mayor gloria del niño divino. Mi hermana establece los hechos: abundan las historias sobre locura y retraso mental en aquel pueblo, resume. La madre, una de esas historias, tercia desde los sótanos del Antiguo Testamento: incesto. La hermana quiere algo más: dieta y geografía sin yodo, aislamiento, genética, endogamia -¡puta, incesto!, dice la hermana, como reconociendo lo que las palabras significan. Poco después de su matrimonio, mi padre internó a mi madre en una clínica privada. Entiendo que mi madre llamó a mi padre por teléfono para que la sacara de ahí. Treinta años después mi hermana y yo la internamos por vez primera en el Fray Bernardino. La tía Esther recibió una llamada: que la sacaran de ahí, ordenó mi madre. Todos obedecen, siempre. En cambio, las rutinas de internamiento eran para mí esperanzadoras. Contar su historia a los somnolientos residentes. Enumerar las medicinas que ha tomado a lo largo de su vida. Describir los síntomas y los paroxismos de su locura, como el día que se desnudó en la calle frente a la casa de mi hermana, o aquel otro en que blandió un cuchillo frente a mi hermana y su esposo. Yo sé que no hay una cura, pero en los prolegómenos del internamiento uno siente que la locura tiene consecuencias. No quemo incienso en mi altar: sé que eso no es consuelo, sino venganza. Tengo la fortaleza del justo, con los pies bien plantados en mis bajezas. Pregunto algo sobre horarios y procedimientos a un camillero del Fray Bernardino. Usted no se preocupe, me dice, pueden llegar a cualquier hora, cualquier día, en taxi, patrulla, ambulancia o auto particular. La respuesta del camillero me da certezas; un médico jamás respondería así; en el caso de mi madre nunca responden. Tengo a dónde ir, y me conforta la idea. Y puedo jugar: pórtate bien, le digo en la sala de mi casa, o te llevo al Fray. Me mira, arruga la frente y sonríe: estarás pendejo, contesta relajada, pero sin dejar de medir mis intenciones. El jefe de piso era un buen tipo. Sentía yo admiración por ese psiquiatra judío de mediana edad que se afanaba en el piso de geriatría del manicomio. Entendía bien a mi madre y nos entendía a mi hermana y a mí. Las cosas se dieron de tal forma que cuando mi madre abandonó el internamiento, una suerte de beca le permitió seguir siendo algo así como secretaria de la oficina. Pero la que era una imbécil era la médico asignada de planta a mi madre. Sospecho que creía a pie juntillas los cuentos de la paciente, sobre todo los referidos a los efectos colaterales de los medicamentos. Al final del día o le reducía las dosis hasta hacerlas inocuas o las suprimía de plano. El resultado es que mi madre salía airosa del círculo virtuoso de la medicación para regresar jubilosa al vórtice del delirio. Mi hermana gustaba de los tecnicismos: qué puto manejo de paciente tiene la pendeja ésa, decía exasperada en el asiento del pasajero de mi camioneta. Entre la soberanía del médico y la libertad del paciente psiquiátrico, los hijos bárbaros de una loca pedíamos la hoguera de los ansiolíticos y los antidepresivos. Imagen primaria, supongo. Mi padre está bocabajo, en mi cama. Llora, vehemente. Mi madre, sentada a su lado, le palmea la espalda y repite como mantra ya ya ya. En su mirada no hay convicción de nada, y ni un ápice de compasión. Es una representación del poder más puro, sin mediaciones. Es un poder que se refugia en la promesa del olvido. Observo el cuadro desde el vano de la puerta. ¿Qué hace ese niño ahí, justo ahí, en ese momento? Así se ha ido construyendo el mito más perturbador de mi vida: mi omnisciencia. No puedo todo, lo sé. No sé todo, claro está. Pero algo, una luz, una mirada que ilumina las cosas como si las hiciera, se desprende de mí y recorre el mundo. Es mi vanidad, es mi locura. La locura es mi principio de realidad, quién lo dijera. Como si mi alma tuviera una natural inclinación hacia un lado, a la manera de aquellos edificios casi destruidos por el terremoto, un contrapeso invisible procura aportar un principio de verticalidad. ¿Camino en línea recta? No es para tanto. Guardo la vertical, pero la línea recta es imposible. Es el croquis del neurótico, o al menos eso espero. Omnisciencia y fantasía: Jaime Castro y yo estamos en el bar de Sanborns. Dos muchachas apenas interesadas platican con nosotros. Al fin una pregunta: a qué se dedican. Miro a Jaime; me sonríe autorizando una respuesta. Somos antropólogos, y acabamos de regresar de una expedición al Amazonas; buscamos evidencia sobre canibalismo. Los rostros de las muchachas parecen agrandarse cuando elevan las cejas y con los ojos piden el resto de la historia. Como todo mundo sabe, sigo, el canibalismo es sólo ritual. En la selva los enemigos son muertos e incinerados; lo que se utiliza son sus cenizas, pequeñísimos restos carbonizados, que se vierten como especias sobre ciertos alimentos. En un banquete ritual se ingieren esos alimentos. Los hombres serán sexualmente infalibles y poderosísimos hasta el próximo año, concluyo, y dirijo una mirada intensa a los cacahuates. ¿Ustedes qué hicieron? pregunta una, al tiempo que deja caer levemente sus hombros e inclina la cabeza hacia la derecha. Comimos, dice Jaime entre resignado y orgulloso. Mi padre era hijo de un médico. Hombre peculiar, mi abuelo Fortunato. Oftalmólogo, amaba la historia antigua de México. Digo más: era un fanático del mundo indígena y pontificaba contra los gachupines. Nos prohibía a mis primos y hermanos pronunciar palabras nahuas con acentuación aguda. Nos repetía cada vez que lo de los sacrificios humanos era un mito del conquistador. Antes de estudiar medicina en la Nicolaíta pasó por el seminario. Antes de convertirse por sí solo en ateo fue guadalupano. Era propietario de varias farmacias. La última de ellas estaba en la calzada de Guadalupe, muy cerca de su casa y de la basílica. Cada sábado, mi abuelo tomaba el tranvía y viajaba hasta Portales, mi casa. Me llevaba con él, y mis padres me recogían el domingo por la tarde. Mis dos tías solteras, hermanas de mi padre, se encargaban de mí. Me recuerdo sentado en un pequeño banco, en la banqueta de la calzada de Guadalupe, viendo pasar a los peregrinos hacia la Villa. Pero recuerdo con la misma intensidad los autobuses foráneos que en ese tiempo circulaban rumbo a la carretera a Pachuca; siempre me fascinó leer los rótulos con el destino de los viajeros: Tampico, Poza Rica, Matamoros. Los peregrinos, en cambio, me asustaban, en especial los que avanzaban penosamente de rodillas, llenos de polvo, sudorosos, pagando una deuda que jamás fue suya. Mi abuelo no amaba a su hijo. O al menos eso podía concluirse de las historias taciturnas y opacas que contaban mi padre y sus hermanas. Camino al rancho de la abuela, arriba de Tacámbaro, una hermana de Fortunato exige que mi padre, un niño de brazos, se quede en su casa unos días. Se niega mi abuela, naturalmente, pero su esposo impone toda su autoridad. La tía Chila recuerda el llanto entrecortado de su madre durante todo el viaje a caballo. La abuela fue vencida y humillada. Todo parece indicar que mi padre, el menor de cuatro hermanos, iba a ser refugio y destino de una madre avasallada por un patriarca que no conocía límites. La muerte intempestiva de la abuela selló el destino de mi padre, que apenas cumplía los dos años al quedar huérfano. Incluso yo, que no entiendo un ápice del dialecto que hablan las madres y sus hijos, puedo calcular la dimensión de aquella pérdida. Mi abuelo tuvo la extraña manía de cambiar a mi padre cada año de escuela, por esto y aquello. Alguna vez regresó a una escuela donde estudió uno o dos años antes. Me dijo: un niño gritó ¡Luis! y fue uno de los momentos más felices. Mis tías recordaban la adolescencia de mi padre: se tumbaba de sol a sol en un sofá, y leía. Cuando se lo recordaban, sonreía: era Dostoievsky, explicaba. Las tías y mi padre atendieron casi desde niños las farmacias del abuelo. Fue durísimo; esos negocios tenían horarios estrictos, vigilados por autoridades con celo mexicano. Como eran de primera clase, abrían muy temprano y cerraban muy tarde. Tenían que abrir en domingo y días festivos, además. Mi padre guardó recuerdos de su experiencia tras el mostrador en aquellas farmacias y en aquellos barrios: un policía de la montada cayó muerto afuera del local, fulminado por un disparo; un hombre llegó desangrándose y pidiendo ayuda; otro le entregó a mi padre (niño/adolescente tras el mostrador) un estilete. Pero el recuerdo más terrible fue el de un primo, que vivía y trabajaba con la familia: cuando lo abandonó la novia, tomó un puño de arsénico y lo tragó; murió ahí mismo, frente a un adolescente horrorizado y paralizado. Era hijo único, me dijo mi padre. Cuando se casó, mi padre trató de ser patrón de su propia farmacia. Estaba arriba de Tacubaya, justo enfrente de la entrada de la segunda sección de Chapultepec, sobre Constituyentes. Sólo dos cosas recordaría él de aquella experiencia mínima: los morfinómanos de Las Lomas, en autos de lujo, que llegaban exasperados tratando de comprar material. Y la construcción del Periférico, que cerró meses interminables el acceso a la farmacia. Quebró. Continúo así la saga de mi padre, un hombre bueno, alcohólico, casado con una loca. Un día de 1964 fuimos a vivir a Guadalajara. Poco antes mi padre había conseguido un puesto en la General Popo , fabricante de llantas. Fue comisionado para cobrar la cartera vencida de la empresa en aquellos rumbos. Creo que no fue bien recibido. Mi madre tiende a hablar de Guadalajara como de una pesadilla. Que mi padre desaparecía días enteros, en la borrachera y (se entiende) las mujeres. Toño, un niño de mi edad, y yo estamos frente a mi casa, un sábado por la mañana. La calle es tranquila, como todas en Jardines del Bosque en aquellos tiempos. Mi padre sale de la casa, se dirige al auto en la cochera y toma un ánfora de Bacardí de abajo del asiento del conductor: da un largo trago, la coloca en su lugar y regresa a la casa. Ambos niños somos testigos. Toño dice algo que no recuerdo. Sé qué es la vergüenza, y no la sentí aquel día; fue más bien una revelación, algo que ordenaba el mundo. Guadalajara, justo, ordenó el mundo. Es imposible que un niño ame una loca. Al menos fue imposible para mí. A los seis años, allá, tomé una decisión que salvó mi vida. Vivíamos en una pequeña casa, un condominio horizontal en Chapalita que tenía en el jardín un platanar y una pileta. Una noche entró mi padre a mi recámara y me descerrajó: tu madre llora en el baño; ve, háblale. Ella estaba en bata, en la zona de la regadera. Lloraba con la cabeza gacha, sin convicción. No recuerdo si hablé. Supongo que me desdije de algo que afirmé más temprano: que yo no la quería. Era cierto y por eso estoy vivo. Porque es imposible que una loca ame un niño, porque no hay nada que un niño pueda amar en una loca. Un gran terreno se extendía a media cuadra de mi casa. Con otros niños formábamos una suerte de comando para salir a cazar ratas. Usualmente lo lográbamos. Las matábamos a palos y luego las quemábamos en una fogata. Recuerdo esa emoción contenida, en niños de ocho años, que se disipaba alrededor del fuego, ante la evidencia de la incineración. Pero la violencia física no era algo amenazante en la casa de una loca y de un alcohólico. Sólo recuerdo una mesa de antecomedor con un cristal hecho añicos por el puño de mi padre. Yo no vi su arranque; recuerdo apenas el esqueleto de hierro negro, y la fascinación de observar algo conocido e incompleto. La violencia me pertenece, también lo sé. A los siete años patee con furia la espinilla de la muchacha que me cuidaba. En la oscuridad ella y yo discutíamos parados en el umbral de la puerta de la casa, que estaba justo frente a una tienda de abarrotes. A mis súplicas respondió, burlona y poderosa, una y otra vez, que no iría a comprar pan. Más tarde, mi padre me habló mientras me ocultaba avergonzado y llorando de rabia entre las sábanas de mi cama. Ella no podía comprar pan porque no dejamos dinero, explicó mi padre con lentitud, como diciéndome injusto, bárbaro. No pude decir que ésa no era la historia, que nunca supe que la muchacha, casi una niña, no tenía dinero, que aquello había sido una competencia brutal, de poder a poder, en la cual el dinero no importaba. Perdí. La violencia regresó, no obstante, concentrada e injusta. Vino de afuera, de los otros. Jugaba canicas con mis amigos, en aquel baldío donde cazábamos ratas. Algún niño habla de Dios. A pregunta expresa yo respondo que no tengo Dios, no creo en Dios. Uno o dos niños me patean cuando estoy todavía sentado en la tierra. Llego a casa, humillado y acobardado, y lloro entrecortadamente frente a mi padre. Salió presuroso, sin pensarlo, a reclamar. Regresó y dijo ya está, tranquilo. Apersonarse en otra casa, decir algo que nunca sabré, volver para que sepas que algo de ti ha sido salvado son todos los pasos, discretos y esenciales, para fabricar la dignidad de un niño. No hay mucho más que un padre pueda hacer por su hijo. La diferencia. Todos somos una diferencia. Pero en todo caso ha sido el silencio, como forma de ateismo, lo que más me reconforta. En mi fantasía, ese silencio me constituye, es mi sangre. Nada más desconcertante, y sin embargo más reconocible, que la culpa que me embarga después de una perorata. Es una conciencia pesada y sombría sobre la inutilidad de la palabra. Desde niño tuve esa certeza: que ninguna vida se hace de palabras. Pero jamás encontré otra cosa que palabras: leo, hablo y a veces escribo. La locura que me rodea, la que represento, las cauterizó, las hizo incoloras. Chillen putas no es grito de batalla; es la rendición incondicional ante lo imposible. El delirio se presenta ante mí como dique, no como chorro y cascada. La asociación me está negada. Queda la sintaxis y muy pocas historias. De la mano de la tía Patro, entro un día a la parroquia de Portales: católica de Juchipila, tía de mi madre, flaca y de un olor acre, a saber a qué me llevó. Luego conté en casa, con mis tres años a cuestas: lugar oscuro, humo endemoniado, cuadros de Beethoven en todas las paredes, niños vestidos de niña, roperos misteriosos, señores en bata. No recuerdo semejante relación pero mis padres lo contaron por años, urbi et orbi, y fascinados. Nadie comprende el vértigo del ateo, ese instinto luego racionalizado, casi siempre con torpeza. El ateo es un animal puro y encantado. Es inocente, de una manera que nadie conoce. Es un animal de antes de la cultura, un superviviente, no del Edén sino de la Tierra. Pasé el verano de 1968 en la ciudad de México. Mi padre me subió a un avión en Guadalajara y mis tías me recogieron en el aeropuerto de la capital. Poca cosa, salvo que en el avión no pude voltear a ver a la aeromoza que se sentó a mi lado. Recuerdo lo artificioso de mi posición, mirando sin pausa por la ventanilla, y aterrorizado cada vez que la chica se sentaba a mi lado. Pero el regreso no tuvo desperdicio. Mis tías me subieron al avión, una vez más, pero mi padre nunca supo que yo regresaba ese día. Nadie llegó por mí, y un funcionario de la aerolínea me llevó a casa. Yo sabía perfectamente la calle, el número, la colonia: Fuego 2406 , Jardines del Bosque. Mi padre abrió la puerta y no recuerdo haber visto un rostro más sorprendido que el suyo. Al niño divino lo olvidaron en un aeropuerto. Alguien me contó de un accidente de mi padre. Bajaba las escaleras y pisó una canica. Resbaló y se abrió la cabeza. Habría estado inconsciente unos momentos. Sólo yo puede haber dejado la canica en el escalón. Nunca entendí ese acto como vinculado a una responsabilidad; de cualquier manera yo no tenía más de cuatro años. Me gustaba observar la cicatriz que mi padre me mostraba, pequeña, de unos dos centímetros. Y esa escalera, en nuestra casa en Portales, adquirirá con el tiempo un significado que no he podido entender. Casi desde el mismo lugar del accidente, me descubro espiando una reunión de amigos de mis padres en la sala. Observo desde el hueco que dejan la escalera y el techo del primer piso. Recuerdo sólo las voces, las risas, el humo de los cigarros y el aroma del alcohol; ningún rostro. Pero recuerdo más mi propia imagen, como si yo me mirara desde afuera y desde arriba, buscando algo en la penumbra y en el anonimato de las muchas voces de los adultos. ¿Alguna vez me separé de mí? ¿Se quebró mi conciencia? Una angustia indescriptible me atrapa en el pasillo exterior del salón de clases. Estoy en quinto grado. Es lunes, y no puedo entender cómo el día anterior estaba en casa de mi abuelo paterno, jugando con mis primos y hermanos, escuchando la plática locuaz de los adultos, feliz pero ansioso por la cercanía del lunes, y cómo ahora estoy en la escuela, en otro lugar, a punto de llorar por estar justo ahí. No era la mohína de un niño perezoso. Era algo que me sobrepasaba: mentalmente era imposible conciliar el domingo y el lunes, integrarlos en una sola vida. A los once años me preguntaba cuál de las experiencias no existía: ¿el domingo o el lunes? -como si fuera una decisión. Intuyo algo grande; pregunto a Salvador: ¿me rompía? Quizá, respondió, pero en la mirada tensa y emocionada del sicoanalista adiviné el peligro. ¿Puedo recordar aquella edad en que era un niño de cuna? A saber. Pero ciertamente soy yo, parado y detenido del barandal, frente a un espejo grande, rectangular, en la recámara de mis padres. Como en la escalera, me miro desde afuera, y la sensación se triplica: un niño en la cuna, otro en el espejo y un tercero que domina toda la escena desde un lugar de privilegio. Omnisciencia la de aquel niño que se diviniza en el acto de contemplarlo todo, a sí mismo incluso, antes y después, y desde todo ángulo. Ese niño es como el Dios de Spinoza, que de tan perfecto y poderoso desaparece en su propia definición (y ésta es la más extraordinaria paradoja jamás concebida). El niño divino salió un día en busca de mujeres. Nada queda atrás. En Campeche e Insurgentes encuentro una prostituta, de formas magníficas, con el pelo pintado de amarillo. Al subir a su auto me golpea el olor de un perfume dulce, penetrante. Tengo unos 20 años. Me lleva a una accesoria ahí mismo en la colonia Roma; entramos por la puertecilla de una cortina metálica. Hay varios camastros, divididos por canceles hechizos de madera. Un cuidador le entrega a la muchacha un rollo de papel y algo más. Ya en nuestro apartado, la muchacha se desnuda y me dice que haga lo mismo. Estoy turbado, y ella radiante y juguetona. Se encarga de mi pene, unos segundos apenas. La penetro y grita fingiendo gozo. Así cogí la primera vez. Fui feliz. Ese mundo me fascinó. Es un mundo de sexo y carne que no necesita de un hogar. Está fuera de toda referencia a lo cotidiano, en el sentido de que pasa por rostros nuevos, hoteles distintos, olores que sorprenden. Pero quizá lo que domina es aquello que un escritor llamó la absoluta disponibilidad de una mujer. Fantasía, claro está, en un hombre como yo que para no claudicar se refugia en la omnipotencia. Pero cuando esa fantasía se condensa en gotas pequeñísimas de realidad, efímeras, el placer es de cualquier forma viril, genuino, leal; son inevitables la frustración y el engaño, pero estos son datos menores. Ilce me pide un cigarro. La vi al entrar y ella me vio desde el fondo del table. Algo hablamos y el deseo me abruma. Háblame bien, directo, me exige; es tanto en un hotel, remata. Su rostro es duro, pero amigable. Su cuerpo, de formas precisas, armónico, pero no exuberante. Como la mayoría de esas muchachas, es inteligente, alerta, informada. En la cama me espera, quiero decir, me deja buscarla, encontrarla, estar en ella. Como si hubiese un trato más allá de mi dinero y de su tiempo, permite que explore sus propios pliegues, usualmente inaccesibles en esas transacciones. La masturbo con mi ritmo, con mi propia experiencia. Acaba, y me mira como se mira a un extraño (por lo que dice, por su alejamiento un poco instintivo y respetuoso) y a un amante (por la manera como endulza la mirada y por la delicadeza con la que toca mi brazo con sus dedos). La vi otras noches, pocas. No la penetraba. Repetía cada ocasión la dosis de masturbación y cuando terminaba, plena, silenciosa, quedaba ella entregada, disponible. Sólo la última vez rompí aquella regla. Separé su boca de mis muslos y le dije el condón, el condón. Lo colocó y me miró, de rodillas y sentada sobre sus talones. La rodeé, empujé su espalda y la penetré por atrás, con sus nalgas en mi vientre. La entrega, la disponibilidad, la cintura que aprisioné como si sujetará todo el deseo, es lo que al final recuerdo. Nunca más la volví a ver. No entiendo el primer párrafo de El corsario negro . Mi padre está leyendo en su cama. Me acerco, y él le da sentido a las primeras líneas de mi primer libro. Tengo nueve años, y ya encaminado devoro el libro, luego toda la saga y después Sandokan . Mi padre me compraba libros, uno tras otro, y yo los leía. Pero leía también lo que encontraba en los libreros de casa. Había de todo, incluso un libro sueco sobre arte erótico y novelitas pornográficas. Más tarde, éstas fueron una mina de oro para un adolescente negado para las mujeres. Un buen día las novelas desaparecieron; me afané y las encontré, aquí y allá: en una doble fila de libros, debajo de la zapatera, en la parte alta de un closet; las leía con fruición, atento al menor sonido que indicara la cercanía de un adulto. En aquella casa, tensada por las extraordinarias simetrías de las almas de mis padres, descubrí, impresas en papel, las instrucciones para amar a las mujeres. Mi madre me dice ven, siéntate. Me explica cómo se conciben y nacen los niños. Aquella mañana hubo una reunión en la escuela primaria oficial, y se recomendó a los padres que pusieran los puntos en su lugar. Eran los tiempos del presidente Luis Echeverría, y yo estaba en sexto grado. A los doce años, yo tenía algunas confusiones. Como había escuchado y leído aquello de que los hijos eran la sangre de sus padres, y como ciertamente tenía noticias (o intuía, no sé) que el pene jugaba alguna función en la reproducción, llegue a una síntesis peregrina: el pene entraba en un receptáculo, y un corte previo en aquél dejaba salir la sangre que así se mezclaba con la de la mujer. Tal era mi explicación de la reproducción humana. ¿Imaginación, ciencia, castración? Nunca he podido recordar la frase exacta. Acostado en mi sofá cama, apretaba una y otra vez mi pene. A esas horas de la noche yo debía dormir, supongo. Mi madre yacía a mi lado, mirando el televisor (el de su recámara estaba descompuesto). Su grito fue una explosión. Fue un regaño preciso, casi quirúrgico, dirigido a la ansiedad de un niño de diez años que blandía su miembro como una promesa sin futuro. Su grito fue profundo, eruptivo. Mi garganta se cerró, en un llanto sin lágrimas. La locura de mi madre ha sido, también, una larga venganza mía por aquel acto suyo, tan cuerdo. Como en casi todos los casos, mi timidez era una forma de soberbia. Mi madre me programaba y aleccionaba. Le sacaba de quicio mi resistencia a visitar parientes o amigos de los adultos. Me encanta la gente, decía, como para educarme por contraste. Tomé venganza. Poco antes de Navidad estamos en el centro de la ciudad de México, afuera del edificio de la Suprema Corte. Queremos cruzar hacia el antiguo palacio del ayuntamiento. Una masa compacta atraviesa en sentido contrario, ansiosa por las compras de fin de año. Mi madre sostiene la mano de un niño de unos diez años. Digo, con rencor: ¿te gusta la gente?, aquí viene, y con mi cabeza pretendo señalar aquel muro de rostros y cuerpos en movimiento. Menso, responde furiosa. La arena es finísima. Contemplo un gran rectángulo, acotado por bordes de madera. Dos bolas perfectas, grandes canicas de cristal puro, chocan una con otra, y hacen un sonido seco, chirriante, insoportable; la arena no ofrece resistencia al rodar de las esferas. Las bolas se buscan por todo el campo de arena, como si éste fuera su propia eternidad, y al chocar se repelen para volver a encontrarse. Era mi delirio en medio de una fiebre altísima. Yacía en la cama de mi abuelo materno, el árabe, en una de mis primeras noches en la ciudad de México, después de vivir cuatro años en Guadalajara. Enero de 1969 : yo estaba en shock por lo que dejaba atrás. Aquellas perfecciones esféricas eran lo imposible, el límite de un niño de ocho años. Ese regreso rompió todo, y miré la destrucción desde otro lugar. No sueño el mar, sino la arena. Estoy en un desierto, entre chaparrales. Desde una pequeña hondonada miro un cielo donde las nubes se acumulan, a punto de precipitarse. Una angustia inmensa se apodera de mí, de ese hombre parado en la arena, impotente ante lo que sucede en el cielo estrecho, ése que puede mirarse desde un hoyanco. Dormido, grito tan fuerte que despierto a todos en casa. Esas explosiones de pánico son un dato de mi vida adulta. Bien a bien no han cesado nunca, pero su regreso es impredecible. Son pequeños cataclismos que rompen mi sueño, me expulsan furiosos al mundo de los vivos, y me arrastran inmediatamente, lacio de cuerpo y alma, a otro sueño. Rosa Irene, mi primera novia, llegó a los 17 años. Todo aquello fue un desastre. Me dejó a los tres meses, pero me marcó por años. Su media hermana vivía a unos pasos de la preparatoria. Íbamos a su departamento, solitario por las mañanas. La desnudaba y la masturbaba. Me recuerdo sentado en su vientre, plenamente consciente de que no la penetraría. Y no lo hice. Otra novia mía me dijo, con una sonrisa indescriptible, mucho tiempo después: por eso te dejó. Pasaron unos diez años, y Rosa Irene me citó afuera de una mueblería, para llevarme a su casa; no llegó. Me citó tres veces más, en el mismo lugar, y nunca apareció; siempre estuve ahí. La mía no era servidumbre, sino lealtad primigenia. A todas las mujeres que he amado les cuento la historia. Las deleita, las irrita, las enfurece. Me miran, intensas, buscando algo más. No desvirgué a Rosa Irene (ni a mí); preferí una puta. Amén. La tarde me asedia. Una nube ensombrece mi ánimo después de la comida. Es una tristeza que aparece con puntualidad, cada día. Son dos o tres horas que no sé de dónde vienen. Esos instantes de la tarde son los límites de un adulto, lleno de sí, vulgar en el reconocimiento de todas sus limitaciones. No es que el mundo se detenga; es que yo desaparezco cuando mi energía se disipa. Es la nada que reconoce una mente lerda. Esas horas me matan en una desintegración sin clímax. La salvación viene con el anochecer. Las imágenes han permanecido inalterables, frescas, desde mi niñez en Guadalajara: la primera oscuridad de la noche, las luces públicas de los faroles, la experiencia de mirar desde la calle oscura unos lugares iluminados. No poseo una química de la pasión, del furor, de la conciencia que rompe sus límites. Por temperamento, soy como esos lagos pequeñísimos, casi agua encharcada. La química de mi alma fija las imágenes, como en un laboratorio de fotografía. En principio ahí no hay vida, solo recuerdos planos. Descubro que soy un álbum, un alma que no puede nombrar las formas. Quizá ello se debe a que mi memoria se nutre de los rastros más básicos, y luego no los decanta. Al regresar a la ciudad de México después de aquellos años en Guadalajara, pegué mi nariz al suelo de mi antigua casa, en mi recámara, y vino el reconocimiento inmediato y profundo: el linóleo viejo, café, sin arte, olía como cuatro años atrás. Recordé con certeza animal, como en una madriguera. Los olores esenciales nunca son nuevos. ¿Cuándo un hombre conoce el olor de una menstruación? En mi adolescencia, cuando golpeaba mi nariz, yo intuía que ese olor era sólo un reconocimiento. Era no sólo un olor que yo conocía -era un olor que yo sabía . Modestia aparte, uno podría decir que vive los olores como la madalena del sexo. El deseo ha sido un olor que no me deja, pero sobre todo un aroma que me atrapa de nueva cuenta cuando lo creo superado y archivado. Lo que veo en una mujer, lo que oigo de su boca, adquiere una dimensión zoológica cuando huelo. Su belleza sólo es tal si hay una química virtuosa del perfume, del sudor y de los flujos de su sexo. Hecho un animal yo mismo, entiendo el mundo cuyos instintos conforman máscaras horrorosas, de hembras antiguas que regresan como monstruos. Una mujer atraviesa el patio de la universidad, y me mira fijamente a veinte metros de distancia. Según se acerca, el tono uva del lápiz labial hace crecer su boca hasta desconfigurar todo su rostro. Al llegar a mí su cara es ya una mueca. ¿La convertí en un monstruo, por despecho? No, ella era un monstruo desde el principio, atrapada en un silencio perpetuo. Esa mujer es la imposibilidad más absoluta que yo haya conocido. Al penetrarla, se alejaba de mi, huía; incluso en la cama yo la acosaba, en una persecución sin fin. El desencuentro entre mi deseo y su cuerpo fue insuperable. De pie, desnuda junto a una mesita de hotel, dice algo brutal, lleno de ira y desprecio; sentado en la cama, una fuerza invisible me sujeta de los hombros y no puedo abalanzarme para destruirla. Su crueldad, no del todo inconsciente, la convertía en un ente vacuo, estúpido. Después de aquella historia de ridículos y desolaciones, en mí no quedó nada salvo el descubrimiento de un límite, un muro. Justo ahí, incluso dentro de su cuerpo, a milímetros de su vida, terminaba yo. Sueño desde entonces grandes paredes, muros limpios, con apenas unos detalles que rompen la monotonía. Son vacíos de piedra que contemplo desde un suelo enjardinado, en el único acto de devoción que recuerdo. Esos muros crean en mí un bienestar inmenso, incomunicable. La contemplación de una superficie sin ornamentos es una salvación que viene con los sueños, pero cuyo recuerdo diurno es la única medicina para mi alma desnuda de símbolos. Quizá es un juego de espejos: ese muro es un reflejo de mi alma, y ésta es inmensa, insuperable, sin fisuras -como el muro. Si tengo razón y ese muro es un límite, estoy atrapado en la inmensidad y perfección de mi alma, una cárcel divina- un monumento al dios de la esterilidad. El reparto: un enano rechoncho, bigotón, de ojos redondos y amigables; un hombre grande, con barriga y aspecto de buda, casi calvo, ojos rasgados, que jamás dice cosa alguna, y de mirada dulcísima; en fin, una matrona de mediana edad, apetecible, que muestra apenas sus senos y un vientre delicioso. El hombre grande y la mujer están sentados en cojines sobre el suelo, con las piernas en flor de loto. El enano deambula en el enorme salón del palacio cuyo frente es una fachada griega clásica, con las columnas estriadas y el frontón. En mi sueño, el enano gesticula a la manera del coach de tercera base: detente, sigue, atiende el juego imbécil; pero también es un payaso, una ladilla en dos patas que se burla, me regaña con sus ojos y con el subir y bajar de las líneas de su frente (usualmente, el enano quiere que haga más, que me apresure, que no me detenga). El hombre grande, en cambio, sólo me mira, con benevolencia. Jamás dirá nada. El mensaje desde sus ojos achinados es una salvación perpetua, siempre a la orden, incondicional. Me absuelve antes de cualquier pecado. La mujer, de rostro mestizo, indio casi, puta sagrada y perfecta, está para mi cuando la necesito; la invoco, y aparece con el batón semiabierto, en absoluta disponibilidad. Mi sueño es la epifanía del naco ante una divina trinidad bárbara, pagana. Ésta es local, me temo, como una artesanía: el cielo de aquel muro que no cruzo y el paisaje de mi Partenón tienen la luz del altiplano seco, de aire liviano. "Los desiertos/ámalos": lo esencial en mi se reduce a un triángulo entre Zacatecas, el valle de México y Guadalajara. Toda otra geografía es extranjera: no sueño selvas, ni ríos caudalosos, ni jaguares, ni valles escoceses. Como no soy un viajero, o soy un viajero torpe, registro lugares como secuencias ajenas, recuerdos espurios a la manera de tomas de películas mexicanas: pirules, arroyos que hacen recodos en arboledas escasas, lomeríos polvosos, cascos de hacienda desconocidos en sentido estricto, pero familiares. El miedo a perderme me ata al suelo. No hay viaje. Porque al viajar algo sospecho, siempre. Es el síndrome del niño divino, que imagina que al ausentarse se desnaturaliza el mundo que deja atrás. Efraín, hermano de mi padre, nos lleva a sus tres hijos y a mí a pasar el verano a su rancho en Chiapas. Estoy por cumplir nueve años y mis padres están en la sima de su crisis. Son semanas intensas en la selva, al borde de un río, entre pacas de tabaco, chozas de indios y una planta de luz con motor de gasolina. El último día me atacó el perro del rancho, El Capitán. Con mi antebrazo izquierdo protegí mi cuello. Estuvo cerca. Mi tío, que adoraba al perro, lo tundió a patadas. Lloré en un camastro por la mordida y por la golpiza al animal. Volver a casa. Herido por un animal, humillado y avergonzado por el accidente, con el brazo en cabestrillo, al final de aquel verano regresé a un hogar que dejé consumiéndose en un fuego sin humo ni olor. Las noticias me sorprenden: mi padre tiene empleo nuevo y ha dejado de beber. Las noticias ¿me sorprenden? Supe en ese momento que había ido a Chiapas a desear eso, desde lejos. La omnipotencia del niño divino: en Ítaca, Penélope. Portales, el hogar, significaba en realidad cuatro casas. Al frente, haciendo fachada en la calle de Sevilla, estaba la casa principal, que en principio habitaron mi abuelo y sus hijos. Atrás, tres construcciones más pequeñas: a la derecha, la de mis padres; al fondo, la de la tía Esther; y a la izquierda el pequeño departamento del abuelo Emilio. Con el tiempo, la tía Eli compró la principal y vivió mucho tiempo con su marido y sus hijos. Las casas se organizaron alrededor de un jardín con bugambilia, jacaranda, durazno, níspero y pino. Mi abuelo compró el terreno a un japonés, que tenia instalada ahí mismo una fábrica de botones. Por años, uno podía remover apenas la tierra en el jardín y encontrar pedazos de concha y botones defectuosos. Volver a casa. Mi madre nos tenía prohibido usar la sala; era para las visitas, decía. La sala, un rincón soleado y misterioso de mi propio hogar de Portales, fue incluso en la adolescencia un lugar a explorar. Otra vez el olfato: con la nariz husmeaba el destartalado tocadiscos y los discos de vinilo; reconocer sus olores conspicuos integraba los tiempos de los objetos, las sensaciones que creaban, con mi vida. Era un acto de ocupación. Nadie vuelve a casa. Es imposible. Sobreviven los jirones de vida, las escenas bizarras. Como aquella vez en que la nana Cuca bajó conmigo en brazos a exigirles a todos los hombres sentados en la sala que salieran a fumar al jardín, pues el bebé estaba enfermo. La tos del niño desalojó a una parte del comité central del Partido Comunista, incluyendo -recordaba mi padre- a Siqueiros. Unos años después, en el otoño de 1968 -me contó la tía Eli- Marcelino Perelló estuvo escondido unos días en el pequeño departamento del abuelo Emilio. Hechos: es bueno imaginar que la casa de un libanés que huyó de la leva turca sirvió de refugio al hijo de un catalán que expulsó la guerra civil española. Como Godot, Guillermo Rousset nunca llegó -o más bien, llegó tarde para avisar que no llegaba, y se fue. Lo esperaban mis padres una noche. Sobre la mesa del comedor había viandas y alcohol, platos y vasos. Un hijo muy enfermo era la razón. Rousset era el dios tutelar de todas las enfermedades del alma y una leyenda en la familia y entre los conocidos. No recuerdo las cifras, de cualquier manera impresionantes, y a saber si verídicas: ocho o diez o doce matrimonios. Decía mi padre, divertidísimo: eso es lo de menos; lo que pasa es que Guillermo cada vez que se divorcia, cambia de casa y cambia de empleo. Vaya tipo. Comunista que entraba y salía del partido, un día mató a un hombre. Unos dicen que el muerto era policía; otros, que mató por celos. Huyó a Francia y luego a Argelia. Allá mató a otro hombre. Huyó. Regresó a México, a mediados de la década de 1970 , cuando faltaban meses para que prescribiera el delito del primer homicidio. Lo encerraron. Salió y fundó una editorial. Dicen que organizó un partido pro-albanés y otro pro-coreano. Mucho tiempo después, a saber por qué, me invitó a su casa para hablar de Francisco Bulnes (quien lo obsesionaba casi tanto como Ezra Pound). Tocamos este tema y aquel, y repentinamente empezó a enfurecerse con una mujer ausente. Armando Cámara me mira a los ojos y me dice sin emoción: ya vete. Me fui. Vaya tipo. En la vida de mis padres, Óscar fue el último de los amigos. Medía más de uno noventa y tenía una risa cavernosa y no obstante afable. Su mirada tenía pausa, ritmo; era lenta, total. Años antes, en Roma, se perdió un día; su mujer lo rescató de un manicomio. Desde entonces, si pienso en Roma, imagino la estación del ferrocarril: Óscar recordaba siempre que era ahí donde se bañaba. Ese hombretón caminaba con cierta rigidez en el torso, por las secuelas de un accidente de auto. Quise matarme, di un volantazo hacia el precipicio, decía. Fumaba delicados y conversaba horas y horas. Escribía poesía, y con mi padre montó una editorial artesanal, de mimeógrafo. Se separó de su mujer y luego de otra. Murió en la casa de su madre, dijeron que de pulmonía. Mi padre, conmovido, hosco, furioso, mascullaba, escupía: no digan pendejadas, se suicidó. Y luego callaba por días. Siempre oculté algo. Una vergüenza sin rostro ni motivo aparente me impedían vivir con naturalidad la visita de mis amigos. Sobre todo en la adolescencia, sufría con la posibilidad de que pasaran por casa. A veces llegaban sin avisar y yo entraba en una suerte de pánico. A duras penas podía yo ofrecer un refresco o un café. Cuando se iban, quedaba yo estremecido y siempre incrédulo por mi comportamiento. Desde entonces he querido desentrañar mi propio secreto. En mi alma hay un santo grial de cabeza, un no-lugar al cual no puedo acercarme. No hay viaje interior porque luego es imposible volver a casa. Si los caminos del señor son inescrutables, los de mis padres podían ser alucinantes. Mis amigos adolescentes estaban siempre encantados con platicar con ellos, a veces por muchas horas. Yo era casi mudo en medio de la tertulia. Mis padres tenían el tono, la flexibilidad moral y la escucha que atrapaba a mis amigos. Yo exasperaba en silencio, en buena medida por celos. Lo que no he podido saber nunca es aquello que estaba perdiendo. Chávez era mi amigo en la preparatoria seis de Coyoacán. Quiero decir, fue la primera persona en mi vida respecto de la cual tuve conciencia plena y absoluta de la amistad. Murió la noche vieja de 1977 , en un accidente de carretera, cerca de Puerto Vallarta. Yo estaba sentado sobre el escritorio de los maestros, justo en el momento en que el jefe de grupo nos avisaba de la muerte del profesor de anatomía, un gordo épico que no sobrevivió las navidades. La prima de Chávez entró al salón y preguntó por mí. Dejé el escritorio, salimos juntos al pasillo y me espetó la noticia. Alcancé a decírselo a Jaime Castro y me senté en una jardinera. Borges recuerda que cuando le comunicaron la noticia de la liberación de París de la ocupación nazi, supo que la libertad era una experiencia física -se sentía en la piel. Sólo recuerdo que en los días que siguieron a la muerte de Chávez, se abría una brecha, una zanja de nada alrededor de mi banca en el salón de clases. De manera compulsiva, como un robot en medio de los humanos, giraba mi cabeza para identificar esa nada. Y no había nada. Llama mi madre desde el umbral de la puerta de mi departamento: Ariel Rodríguez, Ariel Rodríguez. Lo hace con una cierta entonación musical, como en una película. Pronuncia mecánicamente, con lentitud y absoluta nitidez. Miro mi propio rostro descomponerse en un rictus de pánico. La veo y la escucho desde la cocina, como si me hubiera sorprendido al momento de abrir el refrigerador. Ella está de espaldas y aun así puedo ver su frente arrugada y sus ojos intensos, negros y chispeantes de ira, que miran la oscuridad más allá de la ventana, hacia la nada. Es su mirada que se concentra en el infinito, al tiempo que me invoca, lo que me aterroriza. No voy, no respondo. Despierto gritando, a punto de caer de la cama. Me está llamando, quiere mirarme con esos ojos. No voy. El niño divino se metió un día al baño de la escuela a liarse a golpes con un cabrón. En sexto año de primaria, exploté. Mi fama fue instantánea entre los niños, porque lo hice para defender a mi hermano. Kuri se está pelando, Kuri se está peleando, gritaban. Nunca olvidé que la rebelión paga. El año siguiente, en una escuela nueva y enloquecida de niños ricos a la que llegué por verdaderos azares del destino, la historia se repitió; pero ahora me defendía a mi mismo. Entre octubre y diciembre peleé unas cinco veces. Salí más o menos bien librado, excepto en una ocasión, la última de mi saga. Un vándalo de tercero de preparatoria me derribó y quedé de rodillas. En esa posición me golpeó en la cara una y otra vez. El maestro de matemáticas lo detuvo en su paroxismo con un puñetazo inmisericorde. Después de ser humillado durante semanas, la rebelión me salvó. Aquella tarde una niña, a quien en el mejor de los casos resultaba indiferente (si no es que un fresa de época, como me dijo sin chistar en septiembre), cosió mi sudadera rota y ensangrentada. El día anterior a las vacaciones navideñas los vándalos encerraron a unas muchachas en el salón de tercer año. Cuando regresé a la escuela en enero, todos mis enemigos estaban expulsados, definitivamente. En Ítaca, Penélope. Nadie se rebela contra la locura, sin embargo. Uno está preso en una cárcel de gelatina, elástica, informe e indestructible. Todo gesto sobra, toda violencia se extingue como un pequeño fuego en el desierto. La ira destruye sólo los tejidos de uno mismo. Tarde o temprano los rostros de nuestros locos han de volver, incólumes y eternos. Tal es el secreto del hijo de una loca: olvidar la muerte porque la muerte es inútil. De todos modos la vida hará el resto: en Ítaca Penélope estará muerta o habrá huido o será olvidada por un hombre que prefiere el canto de las sirenas, de aquellas mujeres que son otras. Ariel Rodríguez Kuri, “En Ítaca, Penélope”, Fractal nº 44, enero-marzo, 2007, año XI, volumen XII, pp. 79-106.
|