VICENTE GALLEGO

Sobre el arte de hurtarse

 

 

“Porque ciegas están las almas de los hombres, sí,

de todo aquel que, sin las Vírgenes del Helicón,

con sabiduría de mortales explora

la senda profunda del arte.”

Píndaro

 

 
 

 

Hace ya casi más de media vida, cuando era un joven arrogante, un antólogo me pidió que redactara mi primera poética, y yo me permití el atrevimiento de comenzarla negando la existencia de la inspiración. Aquélla fue mi ocurrencia del día, porque cuando uno no sabe, cuando no ha visto por sí mismo, lo más fácil es que incurra en opiniones, y lo que ocurre con las opiniones es que casi todo el mundo tiene una, y que todas terminan por cambiar. Acierta el refrán cuando nos previene de que sólo se aprende por experiencia propia.

Hoy, veinte años más de lectura y escritura me han dejado como regalo una única certeza maravillosa: en arte, lo único que cuenta es la inspiración. Lo bueno y lo malo de las certezas es que no pueden sostenerse sobre el razonamiento abstracto, y que se manifiestan como el síntoma de la experiencia propia, por eso, cuando llegan, son definitivas. Jamás ha habido poeta verdadero al que le asista el derecho de reclamar la autoría de sus poemas. Resulta evidente que, sin la mediación del poeta, la poesía no podría formularse, pero también es cierto que no hay poeta que valga si no lo toma de la mano nuestra divina madre, como la invocaba Píndaro, la Musa. El poeta no lo es cuando quiere, el poeta sólo está cuando se le revela la poesía; el resto del tiempo puede decidir entre callarse o manufacturar versos inflacionistas, con gran maestría retórica quizá, con toda la maestría de que disponga, pero el alma ni se compra ni se inventa.

¿Cuántas veces nos hemos sentado a escribir, y cuántas ha resultado vana esa ansiedad, por más que fuera la nuestra una tentativa diligente y enamorada? Y cuántas otras, sin pretenderlo, resistiéndonos casi, en el momento más inoportuno, nos hemos visto obligados a poner oído y manos a la obra. Entonces todo resulta sencillo y diáfano, entonces todo cuadra gozosamente más allá de nuestro control. No es que no podamos o no debamos sentarnos a propiciar el poema, porque no hay reglas en cuanto al modus operandi , pero el resultado de la búsqueda dependerá siempre de la voluntad soberana de la poesía, no de la calidad de nuestro esfuerzo. El poema puede aterrizar por fragmentos, o de un solo impulso, o puede revelarnos su final antes que el comienzo. El poema, muy a menudo, se complace en jugar al escondite con nosotros, se nos muestra y se esfuma, para volver a sorprendernos con su presencia acuciante en cualquier revuelta del camino.

El poeta, si ha entendido algo de su condición, no puede comprometerse, no acepta encargos y, desde esa perspectiva, resulta un tanto presuntuoso afirmar que es el único responsable de su obra. Un buen artesano será capaz de modelar, uno tras otro, veinte o treinta estupendos platos de cerámica, los que hagan falta; un artista, en cambio, dependerá siempre de la asistencia de ese otro poder –llámesele como se prefiera– para llevar a buen término su cometido. Del mismo modo que ningún hombre puede asegurar que estará vivo al minuto siguiente, un poeta ignora si el poema que acaba de escribir será el último que escriba, por eso, cuando le preguntan acerca de sus intenciones y proyectos, se siente como un potro al que interrogaran sobre la dirección que tomará cuando comience a galopar. Un potro corre y brinca sin importarle a dónde va, disfrutando del trote y de la carrera porque sí, ya que esas actividades forman parte de su misma naturaleza. Vida y poesía nos atañen como un don, se resisten a nuestro deseo de gobernarlas.

A partir del romanticismo, se ha querido ver en el artista a un ser superior, a una persona, digamos, de altura; sin embargo, el autor no es nada en absoluto separado de su obra. ¿Quién fue Shakespeare en realidad, quiénes Velázquez o Mozart? Importa poco; como individuos todos somos la misma siembra de humo, igual cosecha de ceniza. Pero ahí están Hamlet, Las Meninas, La flauta mágica. Esas criaturas viven su vida inmortal sin saber nada en absoluto de sus autores. Para mí, el apellido Quevedo es poco más que un modo -muy querido- de nombrar algunos de los sonetos más prodigiosos que he leído en castellano; por eso, si pasado mañana se descubriera que esos versos se deben a cualquier otro, nada sustancial se perdería. Un apellido es poca cosa.

El poeta debe sentir orgullo, ha sido elegido para una alta empresa, pero debería saber también que no hay ningún mérito de su parte en esa confianza que se le otorga. La Dueña señala aquí y allá, muy a menudo entre sus esbirros más estrafalarios. El merecimiento del poeta consiste tan sólo en el amor con que se ha sumergido en su propia tradición para hallar en ella el oficio que habrá de conducirlo hasta el punto de encuentro. Sin ese apasionado y moroso buceo en el aceite vivo de su idioma, nada será posible. Ese es su noviciado, su disciplina, su particular modo de pretender los favores de la que reparte y manda. Pero es sólo la Diosa la que elige a sus hierofantes, y es sólo Ella la que habla por sus bocas. Por eso el artista verdadero y, sin embargo, vanidoso –y es ésta una especie posible y más común de lo que sería razonable suponer–, nos parece siempre un ser ciego y sordo, alguien a quien se le ha concedido el privilegio de sentarse frente al océano y se va de allí creyendo que era su raquítico aliento el que levantaba las majestuosas olas.

No se trata solamente de que el poeta importe poco; el poeta sobra, hay que apartarlo a un lado si uno quiere dejar espacio para que quepa el poema. Estar y no estar a la vez, se trata de eso. Pero ¿cómo se acomete en la práctica ese doble juego, esa aparente paradoja? Escuchemos al maestro Eckhart: “El artista tiene cierto atisbo de la manera de obrar de Dios –voluntariamente, pero no por voluntad; naturalmente, pero no por naturaleza– cuando ha adquirido la maestría y el hábito de su trabajo y no vacila, sino que puede ir adelante sin un escrúpulo, no preguntándose ¿estoy en lo cierto o estoy obrando equivocadamente.” Entonces el poeta está y no está : está en la medida en que posibilita, y no está en la medida en que se abstiene de influir, porque delega. Así lo ha experimentado en carne propia tambien Nietzsche, uno de los más grandes poetas en prosa: “El concepto de revelación, en el sentido de que, de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma –yo no he tenido jamás que elegir”.

El oficio del artista debe ser como su segunda piel, de modo que su obra no nazca disfrazada con extraños ropajes, por más atractivos que éstos puedan parecer a primera vista. “Por toda la hermosura / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué / que se alcanza por ventura” escribe San Juan refiriéndose a esa realidad última de Dios que ha quedado encubierta por el esplendor de lo creado, por el velo de Maya. De modo semejante, el poeta no puede conformarse, a riesgo de sufrir un fatal extravío, con la belleza del verbo, sino que debe aspirar a su sustancia, aunque luego termine por encontrarse con la dimensión estética del lenguaje en su dejarse hacer. En la palabra poética lo bello es siempre un resultado y nunca un fin, un hallazgo sin batida o, como diría César Simón, una fiebre sin temperatura. La exhibición retórica ahoga la verdad del poema y, por otro lado, ninguna transmisión puede consumarse allí donde la polea no esté perfectamente engrasada. Así las cosas, la pericia técnica ha de convertirse en algo tan consustancial a la expresión que pueda uno olvidarla cuando llegue el momento de enfrentar su trabajo, debe ser como la respiración, debe ser respiración tranquila. El oficio del poeta, como el del torero, es el arte de hurtase en el momento en que embiste el poema, para que sea el poema mismo el que pase solo y se dibuje limpio en el aire, no tocado siquiera del engaño que lo lleva.

El arte funciona como un rito de paso: exige una pequeña muerte, un sacrificio, quema en su fuego todas nuestras falsas posesiones y nos hace renacer, transfigurados. No debería existir nada semejante a un autor previo a la obra, una personalidad externa que pretenda dirigir y controlar, aportando su caudal de habilidades e impotencias, por eso resulta tan molesto cuando nos encontramos con el poeta en mitad del poema. El poeta debe ser como una puerta, como un cauce, o ni siquiera eso, porque puerta y cauce aún conservan una orientación, un trazado; el poeta debería quedar tan vacante como el espacio, de manera que el poema pueda deletrearse en él con libertad total. La personalidad y el estilo son los accidentes del arte y, en la medida en que el arte trasciende el estilo, lo llamamos universal. El estilo es inevitable, aunque sea el de no tenerlo apenas; sin embargo, una cosa es el estilo, que puede manifestarse con naturalidad, como el brillo reside en el color, y otra el estilismo, donde el brillo ha deslumbrado su propio objeto nodriza y nos lo presenta borroso a fuerza de dorarlo. Es la obra la que crea al autor a su imagen y semejanza y no al contrario, como se piensa. Por eso los poetas se sorprenden y nos sorprenden con sus navegaciones y regresos, con sus arriesgadas piruetas, con sus locas mudanzas. No hay nada deliberado en su proceder. Sobre una nave sin timón, van a la deriva de los vientos, dispuestos a descubrir de nuevo las Américas.

Quien pinta una figura, si él no puede serla, no puede pintarla”, escribe Dante, probablemente influido por la formulación escolástica del conocimiento como adaequatio rei et intellectus, lo que Aristóteles definió como “la identidad del alma con lo que conoce”. El arte no es nunca una operación tangencial, un acercamiento entre dos realidades separadas, sino más bien una feliz disolución en la realidad única del alumbramiento. Su ejercicio nos proporciona un atisbo de ese estado de conciencia advaita, no dualista, del que nos habla todo el sistema gnóstico vedanta. En su estricto ámbito nunca hay lugar para un segundo, por más que tal intruso se nos presente coronado de laurel y con la cítara a cuestas. El poeta sólo existe antes y después de la escritura, en su dimensión social, si así se lo reconocen los lectores. Sin embargo, el poema será incapaz de mostrarse en su desnudez precisa si queda alguien allí violando su intimidad, pidiéndole un capricho, avergonzándolo con su presencia.

La obra no se busca -aunque pueda buscarse-, la obra se recibe. Todo se reduce a una cuestión de obediencia, de falta de intenciones propias. “La música mejor es la que suena y calla, que aparece y desaparece, la que concuerda, en un de pronto, con nuestro oír más distraído” escribe Juan Ramón. Donde hay escuela, o proyecto, o cualquier otra preocupación que no sea la escucha, nos encontraremos, en el mejor de los casos, con un hijo adoptivo. Pero la verdadera paternidad es otra cosa. La paternidad no es una elección –aunque, como cualquier otra cosa, pueda pretenderse–, sino más bien un resultar elegido. He dicho que la obra se recibe, y cabría preguntarse de dónde, quién es el que la envía, qué voz susurra al oído del poeta, qué mano arcangélica toma la del pintor y la desliza. El mismo poder que nos ha creado sigue creando a través de nosotros y, cuando ese poder se manifiesta en su dimensión artística, lo hace mediante lo que llamamos Tradición. Escucho una sola voz en la de todos los poetas de mi lengua, veo bien claro que la mía no podría existir sin el soporte de tantas anteriores y más altas. Hay un solo instrumento afinándose eternamente a sí mismo. Y los poetas no son más que los dedos que lo pulsan para que podamos escuchar su melodía. La cadencia ha sido concebida de tal maravilloso modo que cada nueva modulación viene matizada por la resonancia de su predecesora, y así la música se enriquece y se sabe en la más conforme de las deudas. Solo hay una fuente, un agua sola, esa que mana y corre y de la que brotaron Juan de Yepes y su música extremada. Dios celebra la grandeza de su creación a través de sus poetas, y está en la naturaleza del prodigio que en el seno de esa única voz quepan los acentos del creyente y del ateo, los del que entona un himno de agradecimiento y los de aquél que lo reprueba. Hablo de ese dios-pájaro, ese cantor eterno al que Juan Ramón dedica uno de los más emocionantes fragmentos de su poema “Espacio”: “Tú y yo, pájaro, somos uno; cántame, canta tú, que yo te oigo; que mi oído es tan justo por tu canto. Ajústame tu canto más a este oído mío que espera que lo llenes de armonía. ¡Vas a cantar, toda otra primavera, vas a cantar! ¡Otra vez tú, otra vez la primavera! ¡Si supieras lo que eres para mí! ¿Cómo podría yo decirte lo que eres, lo que eres tú, lo que soy yo, lo que eres para mí? ¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa

Entre nosotros, pocos han visto con tanta lucidez y valentía el aspecto trascendente del arte como Ramón Gaya que, en su faceta de pensador, nos dice: “El escéptico puede decir cosas, incluso cosas valiosas, pero no puede crear. El escéptico puede hablar desde un último reducto de su vanidad, por la vanidad de expresarse. Pero la creación verdadera, que no es nunca vanidad, ni expresión, no puede brotar de ahí. Ser creador es...creer.” El mal llamado creador –que en realidad no es más que un intermediario–, cree porque ha visto cómo, de qué modo suceden las cosas; su fe se sostiene sobre una prueba. Ahora sabe que no es él, y esa toma de conciencia lo baja del trono sobre el que creía reinar y lo pone en su sitio, para que pueda ejercer su gobierno el verdadero monarca. En esa actitud dócil, receptiva, en esa ausencia de conflicto, el arte encuentra su mejor oportunidad de ocurrirle al artista.

Dentro de la tradición Zen, Sabro Hasegawa ha mostrado gran agudeza al hablar de accidente controlado para referirse a la experiencia creativa. Y los maestros arqueros japoneses recomendaban no disparar, sino más bien dejar que la cuerda del arco resbalara entre los dedos cuando ella lo quisiera. Un buen tiro deviene imposible si uno no es capaz de percibir también la voluntad del arma. Escuchemos lo que tiene que decir al respecto Daisetz Suzuki: “para ser un verdadero maestro del tiro con arco, no basta el dominio técnico. Se necesita rebasar este aspecto, de modo que el disparo se convierta en arte sin artificio, emanado de lo inconsciente. Entonces, arquero y arco dejan de ser dos objetos separados .” El poeta aspira a escribir de la misma manera que camina, liberado de la carga de tener que controlar conscientemente el mecanismo que mueve sus piernas. Sus pasos le llevan sin esfuerzo, y él puede entonces atender al objeto del paseo. El poeta opera con lo que Ramesh Balsekar bautizó como mente funcional, y todo el ruido de la mente pensante lo abandona. En ese estado ya no hay cuestión de conveniencia o inconveniencia, no se plantean ni el temor al fracaso ni el deseo de un bien. A la hora de la verdad, cuando se produce lo que Miguel Ángel Velasco ha llamado la ráfaga del trance, el poeta desaparece en el poema, se anonada en él, y el hombre, con todo su equipaje de ansiedad y de temores, queda disuelto en la música que suena. Ese es el pequeño satori del artista, esa es la miel que, una vez paladeada, ha de convertirse en el único alimento de nuestro gusto. Cualquier artista es un vicioso de ese néctar.

El lector de poesía persa conoce el símbolo recurrente del ruiseñor que suspira por la rosa, un ave que representa al alma anhelante de la belleza eterna, como explicó Rüzbihan. Esa es la verdadera tarea, desear así la poesía, amarla tanto que resulte natural aceptar su voluntad como si fuera la nuestra. Rondarla, cortejarla, para que nos haga partícipes de su secreto, para que acepte llorar por nuestros ojos, reír por nuestra boca. “Por una lágrima tuya, qué alegría, me dejaría matar”, nos canta el emotivo fado.

Hay consuelo en la poesía, hay enseñanza, pero la poesía no es cobijo ni lección, sino mucho más que eso, su esencia resulta inabarcable y ninguna definición se atreve a contenerla, Ella queda siempre más allá de cualquier alcance que no sea el de los versos mismos que la traen y la conforman, por eso no admite compromisos políticos, ni sociales, ni cualquier otra componenda; la siempre virgen, la eternamente libre de demandas. En su fórmula hallaremos unas gotas de emoción discursiva y el río entero de la música. Una música otra , una música que encuentra en el sentido cada una de sus notas. La música plena de la palabra. Y qué alegría surge sólo por cantar. ¿Qué poeta podrá sentirse desdichado si encuentra la melodía con que poner en danza sus penas? Cualquier obra creativa es, en el fondo, una expresión de gratitud, aunque se nos presente bajo la apariencia del lamento. El poeta que está a lo suyo es hombre a salvo, y los dioses lo envidian.

Durante muchos años, tuve ideas para escribir poemas, me acercaba al texto sabiendo ya algo suyo de antemano, queriendo utilizarlo, buscando algo para mí como poeta y para él como mi obra. Luego, las cosas comenzaron a cambiar de manera sorprendente y espontánea, como siempre cambian las cosas, de un día para otro, sin más razón que el correr de los días. Luego sonaba una música en el interior del oído y era como si en ese soplo sinuoso viajará ya la semilla de la que brotaban las palabras. Esas y no otras, las únicas posibles, o así me lo parecía sin lugar a dudas. Inesperadas, exactas, reveladoras, tan fáciles, tan ajenas y tan mías. Y entonces fue el asombro, y nació la fe, y pude abandonarme al puro paladeo, despreocupado ya de mi decir; sirviente, criado muy gustoso. Sin que yo haya puesto nada especial de mi parte, aquellos viajes organizados en los que me entretenía se han convertido en esta aventura que me arrastra. Y lo que caracteriza a la aventura es un no saber nunca hacia dónde nos dirigimos o, por mejor decir, adónde nos llevará el viento que empuja nuestra vela. La aventura es disponibilidad, riesgo, sed de vida. Ahora, no puedo escribir sino a la buena de dios, como diría Gaya. A veces se presentan unas palabras, y yo extiendo los brazos como un sonámbulo y me limito a seguirlas en su oscuro viaje hacia la luz. Lo que vengan a cantar y con qué melodía, es sólo cosa de ellas.

En todas las grandes tradiciones espirituales existe la figura del que se ha puesto en feliz sintonía con los designios del destino y ha aprendido a no interferir. Esa persona ha dejado de proyectar: sabe que sólo hay un Proyecto, y lo hace suyo; esa persona ha quedado limpia de expectativas, de mérito y de culpa, ha abdicado, y desaparece, se vuelve traslúcida en el gozo de su servicio, sólo se percibe a sí misma como cauce de un agua que no es suya. La esencia misma del taoísmo radica en ese acoplamiento entre camino y caminante. Y ahí están los Myokonin del Budismo Shin, los Locos de Dios en el sufismo iranio, las Beguinas de nuestro medievo, y el mismo Jesucristo, pronunciando las palabras de la comprensión última: “hágase tu voluntad y no la mía”. Cualquier hombre puede permitirse desoír esa enseñanza; sin embargo, creo que un artista debería tener siempre presentes esas palabras del Evangelio.

Ahora bien, si alguien quisiera saber cómo se logra ese ek-stasis, esa comunión con la voluntad de la Poesía, qué es lo que hay que hacer para alcanzar ese estado de plena ausencia, por qué los grandes poetas parecen hablar siempre con legítimo derecho por boca de la Musa, le diría que lo ignoro, aunque sé que eso es algo que acontece al margen de méritos, habilidades e intenciones, y en cuyo advenimiento el artista no tiene más parte que la del puro asombro. No hay nada que hacer o que no hacer para que el arte ocurra, se trata más bien de abandonar toda iniciativa; y ni siquiera eso está en manos del artista, porque esa renuncia no puede lograrse mediante ningún esfuerzo positivo o negativo de la voluntad. Ese clima de vacuidad egoica, de ausencia de persona implicada en la que florece el poema forma también parte de la Gracia, no es algo que pueda aprenderse y aplicarse, no se trata de un truco que sólo saben los grandes poetas, sino del mecanismo que utiliza la poesía para librarse de los poetas. Por saborear la carnalidad de ese Misterio andamos por aquí, siempre alerta y a la espera.

El poeta, desde luego, no es la parturienta, sino tan sólo la comadrona, y su exclusiva responsabilidad será la de ayudar al parto, no la de concebir a la criatura. El milagro del arte consiste en que, aquello que en principio percibimos como venido desde otro ámbito, queda transformado para siempre, a través del proceso de recepción, en nuestra más íntima naturaleza, nos presiente y nos afina. Del acto creativo salimos desconociéndonos mejor, de una manera más intensa, porque el poema nos ilumina con su luz oscura, con una emoción que no es aparte de la palabra –por eso no cotiza como valor absoluto el temblor humano con que uno acometa la escritura–, una emoción que brota del ser mismo de la palabra como el pétalo en la rosa. La Verdad de la poesía es al margen de cualquier verdad humana que pueda desencadenarla. El poema nace con absoluta autonomía, nace de sí mismo, de pie; no como copia o reflejo de nada, sino como una nueva criatura que se incorpora al mundo y comienza a vivir su propia vida. La poesía no es, aunque pueda narrar, la relatora de nuestras experiencias, sino un valioso instrumento que nos ayuda a experimentar la vida en su plenitud hechicera. No se trata de fijar una experiencia con palabras, sino de encontrarse, en ese intento, con la experiencia misma de la palabra. La poesía sólo vive en el cuerpo logrado del poema, en su hechura acabada. Escuchemos a Francisco Brines: “la nueva realidad que, mediante las palabras, hago mía, sólo me puede ser dada en el texto; y se trata de una revelación que enteramente me pertenece, que no viene de fuera, sino de mi interior secreto y oscurecido. La poesía no es un espejo, sino un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos ”.

Los antiguos, con feliz intuición, hablaban de rapto para referirse al momento en que se produce la rara sintonía. El poeta, cuando escribe, está –con expresión que ha acuñado en certero título Carlos Marzal– fuera de sí, su voluntad ha sido raptada. Entonces el poema acude de un solo trazo: sentido y música no son dos aspectos que debamos poner en concordancia, sino un solo fluido que halla su curso y nos desborda. Se diría que el poema estaba ya escrito en alguno de los cuartos oscuros de la conciencia, y que el poeta es sólo un alguien que acierta a pasar por allí y aproxima su lámpara al texto para decírnoslo en voz alta. Sin quitar ni poner, sin actuar sobre el hallazgo, humildemente. Para que eso suceda resulta indispensable, según Ramesh Balsekar: “una preciosa mezcla de disciplina y espontaneidad, siendo la disciplina no constructiva y la espontaneidad no licenciosa.” En otras palabras, el oficio necesita tanto de un aprendizaje como de un olvido de la técnica, para que el poema pueda expresarse con precisión, libertad y eficacia. Hay un célebre fragmento, recogido en Chuang Tsé que ilustra con gran delicadeza el modo en que las cosas ocurren entre el arte y el artista:

 

Los gansos salvajes no buscan proyectar su reflejo sobre el agua

el agua no pretende reflejar su imagen

 

Y sin embargo, añado yo, sobre la superficie del agua se dibuja esa imagen; porque el agua, cuando queda en calma, no puede dejar de reflejar, y un cuerpo no puede dejar de reflejarse. Algo hermoso pues ha sucedido, sin la voluntad explícita de nadie.

El poeta es un sensitivo, un intuitivo, y en ningún caso un pensador, un razonador, su lugar de destino se sitúa mucho más allá de lo racional y de lo razonable. No es que la razón pierda toda su autoridad sobre el texto durante el proceso de escritura, en el instante del rapto –porque cierto grado de racionalidad resulta inherente a nuestro modo de sentir, de escuchar y formular–, sino que los versos nos llegan razonados a la mano, sin que haya que acudir a ellos desde fuera para ponerlos sobre el suelo de la lógica. Ni siquiera la corrección parece sujetarse al absoluto imperio de lo racional –aunque se necesite de esa herramienta fría para cincelar la obra–, y muchas veces el verdadero poema nos lo encontramos cuando andábamos ajustando su primer cuerpo presentido. El corregir puede también desembocar, cuando lo quiere Dios, en una tarea de auténtica creación, en una especie de darse cuenta, de percibir, bajo el peso de la letra vieja, la ligereza de otra voz que nos conduce y nos reemplaza.

La poesía me ha enseñado, entre otras muchas cosas, a desconfiar de mí, y ha situado en otro lugar mi confianza. Yo solo, nada puedo y, cuando alguna vez me pareció poder, me he dado cuenta de que no era yo el que lo podía. El poeta siempre lo intenta con el mismo amor, con el mismo conocimiento, con la misma nobleza de intenciones, pero la poesía acude a su llamada cuando gusta. El arte no es una elección, el arte es destino, por eso la manera de estar en el mundo del artista es crear, y la creación sucede a través de él sin más propósito o virtud que los que puedan atribuírsele a la araña como constructora de su tela o a la flor como dispensadora de aroma. Ahí no hay gusto por la exhibición, y tampoco hay motivo en el empeño, más allá de una necesidad todopoderosa. El poeta está pagado con el gusto de su propio trabajo, ese será su alto jornal, por decirlo con palabras de un maestro, Claudio Rodríguez. El poeta escribe porque algo le obliga y lo seduce, sin otro fin que la misma creación, de la misma manera que el hombre se enamora.

Nuestros padres los griegos, haciéndose eco de una preciosa leyenda antigua –recordada por Walter F. Otto en su libro “Las Musas”–, aseguraban que “sólo son poetas aquellos sobre cuyos labios, estando en la cuna, volaron abejas”.

El arte es sagrado, su origen está siempre más allá del hombre que lo incorpora al mundo, quiera o no quiera, sepa o no sepa reconocerlo el artista. “El arte es religión, la religión arte, no relacionados, sino la misma cosa”, afirma Ananda Coomaraswamy. Y en efecto, el místico y el artista están muy próximos, los dos han tenido un vislumbre del Misterio que los crea y los gobierna y, a partir de ese momento, se interesan tan sólo por la Verdad, por la Verdad del Arte, por la Verdad de la Vida, por eso no pueden fabular, sino atender, por eso no pueden construir, sino desvelar. El poeta es un bhakta, un devoto, un adorador, porque sabe que lo debe todo, que su misma posibilidad de ser depende por completo de la Gracia. Ha visto que no tiene nada propio que le sirva, y así renuncia a sus palabras muertas y yace a los pies de su Señora con arrobo, la atiende y la propicia, suspirando por una sola de sus palabras vivas: por una lágrima tuya, qué alegría, me dejaría matar. Sin ese loco amor encandilado y sin la fe que lo sostiene, la epifanía no puede suceder, aunque ese amor no siempre sea, por sí solo, causa suficiente para que el milagro ocurra.

En su hermoso libro sobre las tendencias místicas del Islam, cuenta Anne Marie Schimmel que, entre los derviches, se tenía por cierto que ni el ángel mismo de la muerte podía interrumpir al devoto durante su plegaria ritual. Cuando esa plegaria alcanza un cierto grado de intensidad, el fiel se disuelve, se hace uno con su decir enamorado y con Aquel que lo motiva. Sobre lo que allí queda en pie, la muerte ya no tiene autoridad. Ese es el clima en que el poema encarna.