TEDI LÓPEZ MILLS

Arcadias

 

 

 

0.

 

 

“En un lugar de la naturaleza”: así podría comenzar la historia de la poesía. O en un jardín. La diferencia radica en los cotos, los de la imaginación y los reales; o en los modos de estar: afuera, en la naturaleza, y adentro, en un jardín, esa parcela pequeña que basta para convocar el ideal, sin los temores de no ver más allá de un horizonte incierto trazado por la franja de árboles o por la línea curva antes de un remoto vacío.

Las bardas consuelan cuando le dan forma a un jardín. Entre muros son iguales las sombras, lo cual importa cuando uno quiere percibirse de un solo tamaño y conocerse antes que desconocerse, tumbada en el pasto y no en la hierba hirsuta y espinosa. ¿Tedio o melancolía? El jardín tiende a mezclarlos civilizadamente. En cambio, la naturaleza o, mejor, el campo, para ceñirla con un nombre más mundano, medra por fuera de la persona; hace más tiempo con el tiempo; lastra el espacio con piedras; trunca las visiones por instinto. Es sí mismo, nunca uno, y la desconfianza en esa intemperie cala como algo objetivo, con sus sonidos crujientes, ambiguos, entre hoja e insecto, con su vida diminuta debajo de cada guijarro, con los puntos cardinales desperdigados como si la conciencia se hubiera partido en cuatro. ¿Hacia dónde?

Me digo: la conciencia y el campo son dos extremos de una utopía que luego se retrasa y se malogra. En el campo se busca la vista más larga y se convence uno de que estar ahí, en un claro de bosque, en una ladera de polvo y hojarasca, ya es un acto de libertad. La conciencia, por su lado, tabula rasa a voluntad, construye otro tipo de alegoría: el lirismo de su propio fantasma, con el que se va contando una vida en su versión más perfecta; recapitulando, cosa que cualquier campo se cuida de hacer. Entonces a la conciencia se le retrae el ángulo narrativo, como una enfermedad, palabras escasas, la culpa embargada. El campo mientras tanto procrea campo, si bien le va. O se convierte en el jardín de alguien. O en una linde de basura. O en un suburbio de memorias susceptibles.

Alguien y yo: la paradoja es de forma, no de fondo. Alguien soy yo y viceversa, aunque peque de burda esta dialéctica en dos turnos, sobre todo la segunda premisa –yo soy alguien– donde la consigna se asoma como un tributo a las emociones. Habría que introducir, por equilibrio, al tercero en discordia: nadie, y declarar de súbito que en el jardín se confunde la identidad con el lugar, mientras que en el campo la trama no es personal, ni siquiera un asunto de presencia y ausencia, sino de circunstancias que, en el peor de los casos, podrán enumerarse cuando uno vuelva en sí; en el mejor, tomarán el primer atajo hacia otra vertiente, el desorden, la persona extraviada, el bosque oscuro, el delirio por encima de la fábula.

¿Y nadie? Su rastro en el campo va del ojo al espíritu. El rito no suele ser íntimo cuando los pasos ya no saben orientarse y se desencaminan con cierto resquemor porque ya no se oye la voz de adentro ni de afuera. Se inventa una entonces: la de nadie cuando el viento trastabilla con un metal de más entre el cielo y la norma aceptada del ruido. ¿Quién anda por el campo? Nadie. ¿Quién es testigo? Nadie. ¿Quién ve que el campo se extiende hasta donde cambia el tiempo y jala el clima hacia otra temperatura? ¿Quién?

La fórmula caduca si se repite más veces que la pregunta. Nadie no es una etapa; es el miedo. Yo nunca fui al campo sin toparme con esa figura. Caminando sin rumbo hasta el borde de un pantano, un perro detrás y el otro por delante ladrando como si el lodo, al negarle su propia imagen, escondiera la del enemigo, el desconocido. Nunca fui sin que sucediera algo contrario. Las caídas sin asidero, los rasguños por un cálculo erróneo de espinas, los animales sin cara. Ningún milagro panteísta, aunque sí una fractura de coordenadas hasta rozar la obviedad: el campo no es un jardín, pero puede serlo si uno se detiene y lo imagina.

Habría que retomar la conciencia, colocarla en perspectiva: en ella se dirime algún conflicto siempre y en el campo su punto de vista, el mío en este caso, empieza por ser una pequeña revuelta civil. Entre el sendero apenas marcado y el monte tupido, ¿dónde quedaron las reglas? Faltan el prójimo, el ciudadano, el peatón y todo lo que sigue cuando se multiplican. Sólo está uno y el campo; la conciencia de uno y de la ciudad, por una parte, y esa planicie, ese llano, aquel sector de árboles, por la otra; mientras que adentro de la cabeza empieza a surgir un espacio compartido con nadie, y afuera ninguna señal, ningún letrero, ninguna barda que faciliten la tarea de interpretar: puro campo, donde se piensa por excepción, donde abundan los fenómenos, no los hechos, no los acontecimientos que luego la opinión dispara, por inercia, hacia los bandos fanáticos de la verdad o de la mentira o de la compasión.

En el campo los sentimientos tienden a ennoblecerse casi por efecto inmediato y a convertirse en lazos de armonía; es entonces cuando despunta el idealismo. Aquí, se dice uno, la vida podría ser mejor: contemplativa, rústica, sencilla, más cerca de la esencia. ¿Qué es eso? La superficie en estado natural, donde no interfiere la conciencia vigilada en la conciencia receptiva, donde ninguna política del pensamiento discurre suspicaz para repararse moralmente, para concederse la bondad como fetiche de su propaganda. Donde uno se siente naturaleza entre naturalezas: por ende, bueno sin segundas intenciones. Dura apenas un instante; pues rápidamente, por automatismo estético, se busca la quietud de un lugar, la sombra de un árbol, la luz intermedia tibia y suave. Se recuesta uno contra el tronco. Entrecierra los ojos. Y nace el jardín. Es el yo geométrico que se circunda y se aposenta en el centro, que se resarce con su propio círculo, que cierra una verja para retractarse de cualquier vacío. Hasta que el jardín que puso el campo, tardíamente quizás, esconda otro jardín. Y comience un idilio.

 

¡Cuán dulce es el susurro de este pino

que junto al claro manantial resuena!

[Teócrito, “Idilio I”]

 

¿Quién lo oye? Algún yo en ese jardín simulado no a fuerza de sumas, sino de restas: substrayendo de la vastedad lo que no se puede pensar y lo que no se puede ver, quitando también la rémora de la ciudad, para que se vislumbre, incluso en trazos, el paraje ameno.

 

No he de ir allá. También aquí es ameno;

aquí encinas y yerba; aquí hay nogales

que con su fruto te henchirán el seno.

La sombra aquí es mejor; dos manantiales

brotan; entre el follaje el ave trina

y mil abejas colman mis panales.

[“Idilio V]

 

1.

 

¿Qué contiene un paraje ameno? Ernst Robert Curtius, en su libro Literatura europea y Edad Media latina, enumera los elementos principales: “un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo; a ellos pueden añadirse un canto de aves y unas flores y, aún más, el soplo de la brisa”. Explica luego que así como la retórica reproduce la imagen de un hombre ideal, “dejó también establecido, para miles de años, el paisaje ideal de la poesía”.

Esos “miles de años” llegan hasta el día de hoy. Son numerosos los poemas que se siguen haciendo en contra o a favor de ese paisaje rudimentario. No forzosamente por vocación naturalista, sino porque el escenario parece venir incluido en la más primeriza de las inspiraciones y, por alguna misteriosa razón, después no se borra. Por otro efecto curioso, muletilla o tradición, cuesta más trabajo meter a la ciudad en un poema que retirar ese instantáneo jardín que casi siempre le transmite a la lectura un paralelo reconocible de belleza y de inocencia, sin el sesgo ideológico que predomina por lo general en cualquier atributo urbano. Las abigarradas calles, insertas en un poema, suelen adoptar tonos militantes; su manifiesto se reduce muchas veces a su mera aparición, como si el autor nos quisiera decir: “Miren, puse calles en vez del abstracto régimen campestre que vuelve a tocar las mismas cuerdas, como si no mediaran siglos entre Teócrito y la ciudad moderna.” Incluso, cuando la inevitable naturaleza, con todo y paraje ameno, resucita en la ciudad –el río que la atraviesa, los árboles en una avenida, los ubicuos pájaros– lo hace bajo amenaza, agredida precisamente por la misma humanidad que la propone como utopía. Y entonces se transforma en causa: el dolor de la depredación, de la pérdida, donde antes había culto a las correspondencias simples. Como si ese campo perpetuo, ahistórico, no pudiera más que formularse en términos de llaneza o de tragedia y fuera incapaz de rememorar su propia caricatura: el artificio de lo natural; los pastores en un perpetuo reino bucólico que no queda lejos de la poderosa ciudad, cuyo recuerdo no produce nostalgia o melancolía, sino sentimientos encontrados de grandeza. En el campo se canta; en la ciudad se cuenta. La dicotomía es tan primitiva como el símbolo que la revive. Sin embargo, vuelve a funcionar.

¿Cómo explicarlo? Evidentemente, no pretendo aquí narrar la historia de la poesía pastoral; ni siquiera sabría cómo hacerlo. Entre los Idilios de Teócrito y las Églogas de Virgilio percibo sobre todo los riesgos de las diversas traducciones –a veces de las diversas autocensuras– y apenas noto las alteraciones en ese paraje ameno que ambos poetas manejan con la destreza de un artefacto tan domesticado que casi puede encenderse solo. Sé que los pastores no se representan a sí mismos; que la naturaleza, el campo, se va refinando hasta la distorsión alegórica; que el género tiene normas para sostenerse y que acaba por traicionar, sin querer, su primer impulso de leyenda espontánea. Pero mi criterio estrecho, que no ve más allá de las palabras, se atasca en la ignorancia; no sé a quién estaré leyendo en la versión que leo. Según los exégetas, los Idilios de Teócrito poseen una pureza que ya luce gastada en Virgilio. Yo advierto apenas los matices. Las historias, en cambio, son semejantes. Y se mantienen así hasta el Licidas de Milton o las églogas de Garcilaso, sin que la reiteración afecte la hermosura de ese teatro donde las ninfas y las náyades son la población más autóctona.

No hay peor máscara que la natural, pues ¿cómo se quita? En uno de sus ensayos sobre los trovadores Pound escribe que en la mayor parte de la poesía provenzal “la naturaleza está en el lugar adecuado; es decir, como trasfondo de la acción, como una interpretación del estado de ánimo; una ecuación, en otras palabras, o una ‘metáfora por empatía', para la atmósfera del poema.” Por desgracia, ninguna de estas opciones es sinónima. La metáfora por empatía plantea, además, el dilema del disfraz: ¿quién desempeña el papel de quién?: ¿los pájaros o la voz que los imita? El filtro del amor, por el que pasan los cantos de los trovadores, no hace más que agudizar o amortiguar el tono. Según las distintas nociones, divagar por la naturaleza puede ser el camino de la curación o de la enfermedad. Por ejemplo, en un texto médico de 1285 que cita Giorgio Agamben en su libro Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, se examinan los síntomas nefastos del amor y se prescriben varias medidas, entre ellas: “ir por lugares donde haya prados floridos, montes, bosques, perfumes, y cosas hermosas de ver, cantos de pájaros…”. Sin embargo, en los trovadores la naturaleza forma parte de la demencia, no del remedio. Agamben sugiere que esto se debe a una ironía intertextual: “La conjunción del locus amoenus con la máxima exaltación del joi amoroso, tan característica de la poesía de los trovadores, aparece... casi como un vuelco a sabiendas y un jactancioso desafío a los remedios de amor aconsejados por los médicos.” Lo cual, para fortuna de la fantasía, resulta indemostrable.

Yo, con igual improbabilidad, tendería a desechar cualquier argumento que no definiera la poesía de los trovadores en términos de una alternativa radical, de una desviación que de seguirse habría conducido a otro mundo, –sin pastores, hasta anti-bucólico– y reformularía la frase de Pound al grado de incluirlo también a él: la naturaleza, en Guillermo de Aquitania, en Arnaut Daniel, en Bertran de Born, en Peire Vidal, en Ezra Pound, no se encuentra precisamente en el lugar adecuado, sino que es parte esencial de la acción y cambia con ella. Quizá sea el desenlace previsible de una región privilegiada; como si la naturaleza viva de Provenza no pudiera representar el papel secundario de trasfondo, por la vanidad de sus efectos o, más pedantemente, por su exactitud ontológica, que introduciría el engorroso ingrediente de la autoconciencia.

Pero un campo con sicología es como un espejo con propósitos. En las églogas que he leído son mínimos los tropezones antropomórficos. Hay sentimientos expansivos, en movimiento; los pastores actúan casi siempre como si alguien los estuviera viendo, pero sus testigos, en definitiva, no son las ovejas, sino nosotros, los moradores urbanos. Apenas trascienden los homenajes a la naturaleza y casi cualquier pronunciamiento acerca de las virtudes del campo revela, en el fondo, un fuerte resabio de venganza frente a la estrechez de las ciudades. El amor, entre infantil y adolescente, no interviene como acicate de una actitud ecológica avant la lettre; incluso lo que asombra es la maldad activa que brota a veces aquí y allá, como si hubiera que lastimar a los pequeños lares del campo para poder sustraerlos de ese letargo tan exclusivo. Aunque eso huele a justificación: lo malo de hoy no era malo entonces. Nada más fácil que relativizar la percepción. Por ejemplo, en la “Égloga Segunda” de Garcilaso, la serie de pájaros mutilados y la diversión que su dolor les procura a los personajes, debería poner en entredicho aquella “querencia virgiliana por la naturaleza” que menciona Antonio Marichalar. Sin embargo, el idealismo del paraje ameno resiste cualquier cosa. A fin de cuentas, esa crueldad era tan natural como la naturaleza misma, y ahí donde quedaban rastros de la sangre inútil de aquellas aves torturadas también podía hallarse el consuelo para olvidar las penas.

¿A qué pájaros torturan en la “Égloga segunda”? Hago un resumen de la primera parte. Empieza con Albanio, tan herido por su amor a Camila que ningún paisaje logra devolverle la felicidad que merecería un buen pastor:

 

El dulce murmurar deste rüido,

el mover de los árboles al viento,

el suave olor del prado florecido

podrían tornar d'enfermo y descontento

cualquier pastor del mundo alegre y sano;

yo sólo en tanto bien morir me siento.

 

Salicio, que anda vagando por esos mismos prados, atisba la figura de alguien y se acerca. Descubre a su colega Albanio, que dormita en la sombra y que despierta confuso y muy afligido. Salicio le pide que le cuente su historia de amor traicionado, que sólo conoce a medias. Albanio acepta a regañadientes. Camila y él fueron amigos desde la infancia y ambos compartían la pasión por los bosques, la “selva umbrosa” y la cacería, sobre todo la de las “simples avecillas”, que era la menos difícil. A los zorzales, tordos y mirlos los atrapaban con una red que colgaban de dos árboles:

 

Y entonces era vellos una cosa

estraña y agradable, dando gritos

y con voz lamentándose quejosa;

 

El procedimiento con los estorninos poseía “más astucia y arte”. Agarraban a uno, le ataban a la pata un hilo untado de liga y lo soltaban para que volviera a juntarse con su parvada. Los demás estorninos se enmarañaban con el hilo: “por alas o por pies o por cabeza,/todos venían al suelo mal su grado.” Con peor suerte corrían las cornejas:

 

Acuérdaseme agora qu'el siniestro

canto de la corneja y el agüero

para escaparse no le fue maestro.

 

Atrapaban a una y la llevaban a un llano donde, según Albanio, acostumbraban congregarse estos pájaros, y la clavaban en la tierra por las puntas de las alas, sin romperlas.

Parecía que mirando las estrellas,

clavada boca arriba en aquel suelo,

estaba a contemplar el curso dellas;

d'allí nos alejábamos, y el cielo

rompía con gritos ella y convocaba

de las cornejas el superno vuelo;

 

Alrededor de la víctima revoloteaban desesperadas las otras cornejas y trataban de ayudarla. Alguna, piadosa, se acercaba demasiado y “pagaba su inocencia/con prisión o con muerte lastimera”:

Con tal fuerza la presa, y tal violencia,

s'engarrafaba de la que venía

que no se dispidiera sin licencia.

Ya puedes ver cuán gran placer sería

ver, d'una por soltarse y desasirse,

d'otra por socorrerse la porfía;

al fin la fiera lucha a despartirse

venía por nuestra mano, y la cuitada

del bien hecho empezaba a arrepentirse.

 

Cazaban también grullas, gansos, cisnes y perdices: “A ningún ave o animal natura/dotó de tanta astucia que no fuese/vencido al fin de nuestra astucia pura.” En uno de tantos días de cacería, la feliz pareja se echó a dormir en un paraje donde había una “fuente clara y pura”. Ahí se inició la tragedia que, desde el punto de vista imposible de los pájaros, parece una condena justa y merecida. Albanio estaba acongojado por el amor secreto que sentía por su compañera de andanzas, Camila. Ella se percató de que algo lo preocupaba y le rogó que se lo revelara:

 

Yo, que tanto callar ya no podía

Y claro descubrir menos osara

Lo que en el alma triste se sentía,

Le dije que en aquella fuente clara

Vería d'aquella que yo tanto amaba

Abiertamente la hermosa cara.

 

Camila se vio a sí misma en el agua y, horrorizada, se alejó de Albanio: “me dejó aquí, y aquí quiere que muera.”

Seguramente los lectores contemporáneos de Garcilaso gozaban, como Albanio y Camila, cada vez que un pájaro era objeto de alguna broma, entre ellas la de su propia muerte. Pero en los viajes por el tiempo el sentido del humor sucumbe rápidamente; además, la risa viene a veces cargada de tantas culpas que produce algo así como un mareo moral. Sin duda, eran mejores personas Albanio y Camila tristes y resentidos que alegres; por lo menos su sueño era más pesado.

Según Marichalar, si Garcilaso hubiera vivido en el campo, habría escrito poemas sobre la corte y la guerra, como si, con cierta razón, la poesía en general tuviera la costumbre de aludir a lo que no le está pasando. Pero eso no explica la persistencia de un género entre cuyas gracias estaba, y está, la de ser un escrito en clave. La poesía pastoril tiende a ocultar los hilos de su verdadera afición, que, cuando no es erótica, es política; en este sentido, las églogas de Garcilaso sí versaban sobre la corte y la guerra. Había que descifrar los códigos. Albanio era, al parecer, algún miembro de la familia del Duque de Alba; Camila, una prima suya. El naturalismo, si lo hay, está en el vía crucis de la naturaleza. La corneja clavada en la tierra de algún modo lastimero lo representa.

 

2.

 

En un texto lleno de despecho, “The Estrangement from Wordsworth”, Thomas de Quincey se burla de los conocimientos naturistas, esotéricos y, sobre todo, posesivos de su amigo, William Wordsworth, que se jactaba de no ser un hombre libresco, pues su gran maestra, su enciclopedia cotidiana, presumía, era la Naturaleza. Así, cuando un incauto –De Quincey, por ejemplo– se atrevía a señalar cualquier cosa acerca del color sombreado de las montañas, del bosquejo de los árboles o de la metamorfosis del agua rozada por el viento, Wordsworth reaccionaba con sorna y con indignación. La Naturaleza era suya y de nadie más. “Sistemáticamente,” escribe De Quincey, “evité hacer comentarios…sobre el aspecto natural ya fuera del cielo o de la tierra.”

Otro contemporáneo menos susceptible, William Hazlitt, intentó esclarecer esta arrogancia en términos de un esfuerzo poético literalmente sobrehumano. Según su hipótesis, el propósito de Wordsworth era empezar de cero, “en una tabula rasa de la poesía…para regresar a la sencillez de la verdad y de la naturaleza.” La historia de la poesía está plagada de regresos que casi nunca recurren a las simples tabulaciones de la cronología; son regresos a otro inicio inventado por el poeta que anuncia el regreso. Pero seguir la ruta de esa digresión nos llevaría al encono teórico. El “cero” de Wordsworth no esconde un lugar en otro siglo, sino que pone al descubierto una época: la infancia de cualquier persona; es ahí donde fatalmente se vuelve, por vocación retrospectiva; ahí donde están la naturaleza, el jardín, la inocencia que los recorre y la invención de algo aún más luminoso: el mito de la memoria que es simultáneamente el mito de la niñez. Este tiempo compartido marca, de acuerdo con Harold Bloom, el comienzo de la poesía moderna, “poesía en crisis”, cuyo tema puede ser uno mismo o nada, y el “uno mismo”, a partir de Wordsworth, es alguien que se recuerda.

El pasado y su paraíso invertido se retoman sensorialmente, criatura con criatura; dentro del paraje ameno, transformado en génesis por las visiones de una poética que se declara devota de las cosas y de los seres sencillos, puede hallarse lo humano en estado prístino. Y a esa parte primordial de la especie se dirige Wordsworth. “Se eligió la vida humilde y rústica…”, escribe en el prefacio a las Baladas líricas. El objetivo, además de construirles una gesta a los poemas, al margen de cualquier dicción literaria caduca y falsa, era desaprender lo aprendido, y volver al sitio donde comenzó la memoria:

 

¿Fue por eso

que aquél, el más hermoso de los ríos, ansiaba

mezclar sus murmullos con la canción de mi nodriza,

y desde su sombra de alisos y sus cascadas pedregosas,

desde sus vados y bajíos, envió una voz

que fluyó por mis sueños? Fue por eso que tú,

oh Derwent, serpenteando entre islotes de pasto

desde donde yo observaba, niño de pecho,

hiciste música incesante que dispuso mis pensamientos

para algo más que la suave infancia, y en medio

de las moradas inquietas de la humanidad,

me otorgó un atisbo, una prenda opaca, de la calma

que la Naturaleza infunde por montes y arboledas.

[ El preludio , Libro 1]

 

Cuando se oye, el agua, para mí al menos, suena al revés, a contracorriente; como si la recordara. Algún secreto del tiempo esconde en su meandro, en su goteo. La intemperie –río, árbol, pasto– subsiste al margen de la experiencia; no es un dato, sino una especie de fenomenología congénita. Aun la más urbana de las infancias calca su arquetipo elemental: donde ve charco busca río; donde ve árbol busca selva; donde ve sombra piensa en la duración y en el sueño. El río está en todas partes porque ya estuvo en una; así se entiende la historia del agua. Incluso el aire la cuenta por mímesis, aunque “historia” es una palabra equivocada: el agua está donde uno pone su retrato, y no se infiere, sino que cuenta lo mismo que contó la primera vez. Yo la oigo como si la hubiera extraviado y vuelto a encontrar. Como el río Derwent que escuchó Wordsworth de bebé y luego, por destino y pericia, convirtió en un punto de arranque. El relato de su infancia en El preludio –poema concluido en 1805, pero publicado póstumamente, en 1850, a unos cuantos meses de su muerte, el 23 de abril– empieza con el caudal de agua entremezclado con el canturreo de la nodriza. La urdimbre es constante: oír y ver son dos actos equivalentes que culminan en el conocimiento o, más bien, la sabiduría.

 

¡Oh, alma de la Naturaleza! ¡excelente y hermosa!

que conmigo te regocijaste, con quien yo también

me regocijé en la primera juventud, ante los vientos

y las aguas rugientes, y en las luces y las sombras

que iban y venían por los montes

en aparición gloriosa. Poderes a quienes

a diario atendía, ora con ojos y ora

con oídos; pero nunca tardaban en emplearse

el corazón y el intelecto clarividente del hombre:

¡oh, alma de la Naturaleza!…

[ El preludio , Libro 12 ]

 

Madre primero, la Naturaleza se transforma posteriormente, cuando despunta la conciencia, en un libro que sólo puede leer el niño pero escribir –por lo tanto, rememorar– el adulto. La encrucijada de las dos edades depende de la agudeza de la nostalgia. Wordsworth vivió hasta los 80 años. Podría postularse la hipótesis de que su vejez fue una coartada para que él siguiera recordando una niñez que, a fin de cuentas, tenía que pertenecerle a la humanidad entera, al menos como objeto de deseo o petición de unanimidad: Wordsworth (o Wordswords, como le decían los envidiosos de su época) habría querido que todos nos identificáramos con su personaje del Preludio y aprendiéramos lo mismo. ¿Qué? A sentir lo descrito. En su Naturaleza la verosimilitud adquiere rango de argumento dramático; además, cada episodio en los bosques, junto a las cascadas, entre un monte y otro, tiene el aspecto accidentado de una experiencia personal que le está ocurriendo a alguien, a un niño que ya terminó de ser adulto y que, con su relato en retrospectiva, se va desprendiendo del futuro, donde ya sucedió lo peor: la decepción política, ese asunto de ciudades y de multitudes.

Antes de retirarse, Wordsworth anduvo por el mundo, principalmente por Francia, que fue el motor de su idealismo. En 1790 hizo su primer viaje –más bien, caminata– por la costa de ese país; luego regresó a Cambridge, concluyó sus estudios con desgano, vivió un tiempo en Londres y, en 1791, se fue de nuevo a Francia, donde conoció a Annette Vallon. La hija ilegítima de ambos nació al año siguiente. Wordsworth regresó a Inglaterra en 1793 con la clara intención de volver a Francia, pero fue entonces cuando estalló la guerra entre ambos países y él tuvo que ponerle fin a su peregrinaje político y pasional. Huyó al campo en 1795, con su hermana Dorothy y, entre otras cosas, trasladó su idealismo hacia lo que siempre había estado ahí: la Naturaleza:

 

De la Naturaleza proviene la emoción y los estados

de quietud son también ofrenda de la Naturaleza:

ésta es su gloria; estos dos atributos

son los cuernos hermanados que constituyen su fortaleza.

Por tanto, el Genio, nacido para prosperar por el intercambio

entre serenidad y excitación, halla en ella

su mejor y más pura amiga; de ella recibe

esa energía con la cual busca la verdad,

de ella esa tranquilidad alegre del alma

que lo dispone para recibirla cuando no la solicita.

[ El preludio , Libro 13]

 

¿Qué verdad? No la individual o la local, señala Wordsworth, sino la más general que llega viva al corazón por medio de la pasión: “La poesía es la imagen del hombre y la naturaleza”; asimismo, “el desbordamiento espontáneo de emociones poderosas”. Las definiciones de Wordsworth describen las circunstancias espirituales de la búsqueda, no necesariamente las del hallazgo. En su esquema, el mero hecho de escribir poemas ya coloca al poeta en el camino hacia la verdad. El género en sí, recreado y regenerado por él, repara la estructura esencial del mundo y la pone a la vista de todos. “¿Qué es,” pregunta, “lo que se entiende por la palabra poeta ?” Antes de él, un cúmulo ineficaz de retóricas; a partir de él, una persona que le habla a las personas:

 

una persona, es cierto, dotada de una sensibilidad más viva, de mayor entusiasmo y ternura, que tiene un mejor conocimiento de la naturaleza humana y un alma que abarca más de lo que comúnmente se supone entre el género humano; una persona satisfecha con sus propias pasiones y deseos, y que se alegra más que otras personas del espíritu de vida que hay en su interior; que goza al contemplar deseos y pasiones semejantes a los manifestados en los acontecimientos del Universo, y que habitualmente se siente impulsada a crearlos donde nos los encuentra…[Una persona con] una disposición influida…por cosas ausentes como si estuvieran presentes; una capacidad para evocar dentro de sí pasiones que verdaderamente están muy lejos de ser iguales a las producidas por sucesos reales y que, no obstante…se parecen más a las pasiones producidas por sucesos reales…

 

La euforia impersonal de esta enumeración hace olvidar que Wordsworth, en realidad, se refería a sí mismo: él era el nuevo Poeta, la nueva Persona; a veces quizá también Coleridge, aunque en un plano secundario, como el colaborador y Amigo queridísimo que luego quedaría sacrificado en aras de la gran meta de habitar el mundo en la dimensión novedosa de este Bardo, cuya verdad podía resumirse en los detalles del tono y en un afán auténtico de franqueza. De ahí el escenario de la Naturaleza: sólo a ella le tocaba el privilegio de ser sincera.

Y lo más extraño es que así lo parece; al igual que la niñez: su pérdida rotunda le da los rasgos de una edad más genuina, que se enuncia sin rodeos. Declaro lo obvio: cada individuo, en su infancia, contempla el mundo como si nadie lo hubiera visto antes; después se percata de que es más viejo que él, incluso una repetición o el desperdicio de miles y miles de repeticiones. Sin embargo, ése es un dato que se aprende; en cambio, lo espontáneo reside en la identificación. En una ciudad tal experiencia resulta más dificultosa; la Naturaleza, por el contrario, la provoca por su mera presencia, con la impresión adicional de que en cada ocasión volverá a ser irrepetible. Como si pertenecerse a sí mismo fuera un rasgo adquirido, mientras que pertenecerle a la Naturaleza equivaliera a recuperarse en estado virgen: de nuevo tabula rasa , mitad memoria, mitad visión de una memoria. El presente consistiría en recordar lo olvidado, no platónica, sino infantilmente.

 

En nuestra existencia hay puntos de tiempo

que con clara preeminencia retienen

una virtud renovadora, cuando –deprimidas

por la opinión falsa y el pensamiento contencioso,

o alguna cosa de mayor y más mortífero peso,

por ocupaciones triviales y la ronda

de relaciones ordinarias– nuestras almas

reciben alimento y se reponen invisiblemente;

una virtud por la cual el placer se intensifica,

que penetra, nos permite ascender,

si de arriba, más arriba, y nos levanta cuando caemos.

Este espíritu eficaz se oculta principalmente

entre esos tramos de vida que otorgan

un conocimiento más profundo de hasta qué grado y cómo

el alma es dueña y señora –y la sensibilidad externa

un empleada obediente de su voluntad. Tales momentos,

desperdigados por todas partes, tienen su origen

en nuestra primera infancia.

[ El preludio , Libro 12]

 

Wordsworth vivió con la certeza de que hablaba, y para siempre, en nombre de todos; el “todos”, claro, se refería en especial a los seres comunes y corrientes: los niños y, una vez arruinados éstos por los años, los campesinos o, más literariamente, los Pastores, aunque no de ascendencia clásica: “Los Pastores fueron los hombres que primero me agradaron…” En El preludio hay breves homenajes a Teócrito y a Virgilio, como parte de un aprendizaje académico, pero ante la pobreza de cualquier página escrita predomina, en la poética (o la ideología) de Wordsworth, el realismo, ahora casi militante, de pastores de carne y hueso, que representan, de modo ingenuo, la infancia más expresiva del mundo.

La aclaración es constante: hay un Libro, el de la Naturaleza, y en segundo lugar, los numerosos libros que sirven para que uno se dé cuenta de que no sirven de nada. Sólo el primero infunde amor. Su autor anónimo –La Naturaleza– escogió a un intermediario, Wordsworth, para que lo leyera-escribiera en una sola clave, la del recuerdo. Su relato, tan extenso como una vida larga, está en El preludio .

 

…No con esto empezó

nuestra canción y no con esto ha de terminar.

Ustedes, movimientos de deleite, que rondan las laderas

de las colinas verdes; ustedes, brisas y suaves aires,

cuyo sutil vínculo con las flores palpitantes,

vistas con emoción, podría enseñarle a la raza altiva del Hombre

de qué modo sin perjuicio tomar, de qué modo dar

sin ofensa; ustedes que, como para mostrar

la influencia prodigiosa del poder ejercido con gentileza,

doblan las cabezas dóciles de los pinos señoriales

y, con un toque, desplazan las nubes estupendas

por la circunferencia entera del cielo; ustedes, arroyos,

murmurando entre las piedras, ruido atareado

durante el día, sonido quieto en la noche silenciosa;

ustedes, olas, que de la gran hondura emergen a hurtadillas

en una hora tranquila para besar la playa guijosa,

no muda, y luego se retiran, sin temerle a ninguna tormenta;

y ustedes, arboledas, cuyo oficio es

interponer el refugio de sus sombras,

incluso como reposo, entre el corazón del hombre

y las inquietudes externas, entre el hombre mismo,

a menudo, y su propio corazón ansioso:

¡oh!, si sólo tuviera yo una música y una voz

tan armoniosas como las suyas para contar

lo que ustedes han hecho por mí. La mañana brilla,

no hace caso de la perversidad del Hombre; la primavera vuelve:

vi a la primavera volver y pude regocijarme,

en comunión con los hijos de su amor,

tocando música con ramas o retozando en prados frescos

o buscando placer intrépido más cerca del firmamento

con alas que navegan por cielos cerúleos.

Así que no faltaron ni complacencia, ni paz,

ni tiernos anhelos, por mi propio bien

en estas épocas distraídas; aún exultando

en la Naturaleza, hallé en ella un contrapeso,

que, cuando el espíritu del mal alcanzó su cima,

mantuvo para mí una gran felicidad.

[ El preludio , Libro 12]

 

3.

 

No quiero caer en la trampa de atar cabos. Sería absurdo hacer hincapié en la diferencia previsible que existe entre el paraje ameno de la poesía pastoral y la Naturaleza sabia, creadora y narcisista de Wordsworth; recalcar que de un lado, hay teatro, escenificación, personajes, música de fondo, y del otro, una persona, un Yo todopoderoso, la empatía de su memoria, el campo plagado de detalles y de recuerdos que los enaltecen y los universalizan; que el paraje ameno es una costumbre persistente, un automatismo que se convoca en mucha poesía, un punto de arranque, y la Naturaleza de Wordsworth, un altar donde se oficia el culto severo, a veces humilde, de la autocontemplación; que las dos tradiciones –pues ya son eso– reclaman su rango superior de realidad o de utopía, y que ninguna consigue adueñarse del propio absoluto que postula pero ninguna tampoco desaparece.

Wordsworth habla consigo; es decir, conmigo. Su intimidad tiene la cara de un niño, de una criatura ingenua, salvo por la astucia que requiere olvidar el futuro y fingir, con nosotros, testigos y lectores, que uno apenas comienza, aunque sea para siempre o hasta que, por abuso de la inspiración, haya que volver a despedir a esa infancia útil. Para después volver a buscarla. Por la ventana, en el jardín, en el paraje ameno: de allí nunca se ha ido.