JORGE FONDEBRIDER

Consideraciones sobre la imagen en poesía
 
 

 

El problema de la imagen poética

 

Uno de los mayores problemas que plantea el estudio de la poesía contemporánea es el de la imagen poética, precisamente porque suele asimilársela a la imagen pictórica.

En su artículo “¿Hay poesía abstracta?”, Beda Alemann enfoca directamente el problema:

Que la poesía se compone de imágenes y que justamente por ese carácter de imagen y por su graficidad se diferencia de manera agradable del lenguaje abstracto de la filosofía y de la ciencia, es un viejo y raramente refutado dogma de la poética occidental. Ut pictura poesis: con este frgmento de frase sacado de la Ars poetica de Horacio se ha dado en cierto modo el pincel al poeta a través de los siglos y se lo ha animado a pintar poéticamente bellos o encantadores objetos. Críticos de esprit del siglo XVIII rechazaron esta concepción. Edmund Burke, más tarde hombre de Estado y orador parlamentario, intentó demostrar en su escrito juvenil sobre los orígenes de lo bello y de lo sublime que las representaciones pictóricas de textos poéticos no juegan en modo alguno el papel que con gusto se les adjudica. Susictado por Burke, Lessing expuso luego en Alemania, en su Laocoonte , con brillantes argumentos, en qué medida la pintura y la poesía no tienen el mismo objeto –ni pueden tenerlo, a causa de su estructura interna–. ¿Cómo puede ser entonces que dos siglos más tarde se siga hablando sin reparo de la “imagen en la poesía”, y que se ponga de relieve en sentido señalado el carácter pictórico de la palabra del poeta?

 

Acaso para responder a estos interrogantes convenga ir de lo general a lo particular, comenzando por revisar qué es lo que entiende el diccionario por “imagen”. Allí se ofrecen diversas acepciones de la palabra, pero, a nuestros fines, importan, sobre todo, dos: “ figura, representación, semejanza y apariencia de una cosa” y, con referencia a la retórica, “ representación viva y eficaz de una cosa, de una intuición o visión poética por medio del lenguaje ”.

En el primer caso, se apela a una cierta comparación circunscripta a la materialidad de los objetos. En el segundo caso se habla de la representación de una cosa, intuición o visión poética, con lo cual se excede el marco de la mera materialidad. Ambas definiciones se apoyan en la palabra “representación” –que, en su acepción más pertinente, significa “ figura, imagen o idea que sustituye a la realidad ”. Se observa entonces que la palabra “imagen” implica una “representación”, la cual, a su vez, implica una “imagen”. Esas definiciones, por tautológicas, no sirven.

Este inconveniente ya fue apuntado por José Ferrater Mora en su famoso Diccionario de Filosofía : “ Es usual llamar imágenes a las representaciones que tenemos de las cosas. En cierto sentido los términos “imagen” y “representación” tienen el mismo significado. ” Y más adelante agrega:

Ahora bien, pueden emplearse asimismo los términos “imagen” e “imágenes” para traducir respectivamente los vocablos griegos “ eídolon” (“ídolo”) y “ eídola ” (“ídolos”), empleados por algunos filósofos antiguos, y especialmente por Demócrito y Epicuro, para designar las representaciones “enviadas” por las cosas a nuestros sentidos.

 

En el mismo artículo se lee que

 

El concepto de imagen ha sido usado con mucha frecuencia en psicología. En la mayor parte de las ocasiones se ha entendido como la copia que un sujeto posee de un objeto externo. Aunque las opiniones sobre el modo como se produce tal copia, y aun sobre la naturaleza de la misma, han variado mucho a través de las épocas, ha habido un supuesto constante en casi todas las teorías sobre la imagen psicológica: el de que se trata de una forma de realidad (interna) que puede ser constrastada con otra forma de realidad (externa).

 

Por su parte, René Wellek y Austin Warren, en su Teoría literaria , advierten que

 

La imagen es tema que entra tanto en la psicología como en los estudios literarios. En psicología, la palabra “imagen” significa reproducción mental, recuerdo de una vivencia pasada, sensorial o perceptiva, pero no forzosamente visual.

 

Luego de indicar que los sistemas de clasificación de imágenes establecidos por psicólogos y retóricos son numerosos, mencionan:

1) un sistema que contempla imágenes referidas a la vista, el oído, el gusto, el olfato, el calor y a la presión,

2) un sistema que contempla el movimiento, con imágenes estáticas y cinéticas (o dinámicas) y

3) un sistema “ entre imágenes “ligadas” y “libres”: las primeras, imágenes auditivas y musculares, provocadas forzosamente aun cuando el lector lea para sí, y que son aproximadamente iguales en todos los lectores ad hoc ; las segundas, imágenes visuales y demás, muy distintas de una persona a otra o de un tipo a otro ”.

 

Wellek y Warren citan a Ivor Richards, quien sostuvo que

siempre se ha concedido excesiva importancia a las cualidades sensoriales de las imágenes. Lo que presta eficacia a una imagen no es tanto su condición de vívida como su carácter de acaecimiento mental relacionado peculiarmente con la sensación .

 

Según ambos críticos, la eficacia de las imágenes “se debe a que son “vestigio”, “reliquia” y “representación” de la sensación.

 

Problemas para alcanzar una definición de imagen poética

 

Una manera de avanzar en la definición de lo que llamamos “imagen poética” podría consistir en revisar lo que los críticos han escrito al respecto. Los retóricos, por ejemplo, suelen repetir en sus manuales que la imagen es un tipo de metáfora. Si así fuera, resta todavía saber de qué tipo de metáfora se habla. La primera pregunta que se impone es si ambas figuras son asimilables a una única categoría. Los retóricos nunca se molestan en establecer límites claros. El crítico Luis Alberto Sánchez, por ejemplo, señala que

La comparación descubre los dos términos: el real y el ficticio, el que suministra el símil y el símil mismo (…) La metáfora relaciona directamente los términos del símil, creando un todo, un algo indivisible. La imagen va más allá; crea un nuevo ser.

 

Y agrega: “La imagen es, pues, un grado más alto de la metáfora; un modo más directo de llegar al fondo de las cosas”.

A este exceso de impresionismo, sucede otro problema. Tanto entre críticos como entre los poetas, hay una fuerte tendencia a identificar la imagen literaria con la idea que habitualmente se tiene de una imagen pictórica, con lo cual, al poner el acento en lo visual, se dejan de lado otras formas de percepción. Beda Allemann, por ejemplo, en su ensayo “La metáfora y la esencia metafórica del lenguaje”, advierte que

 

A veces se toma la palabra metáfora como sinónimo de imagen. Ciertamente que el concepto de imagen es por su parte una metáfora. (…) De todos modos, la imprecisión terminológica en el límite del concepto de imagen no aparece como casual. Ella resulta de que en diversos casos la metáfora tiene que ver algo con claridad gráfica. Frecuentemente se la define directamente como medio de dar a un texto claridad gráfica y figuratividad.

 

A pesar del valor de su observación, Allemann incurre en el error ya mencionado de identificar “imagen” con “claridad gráfica y figuratividad”, cuando –ya se dijo– no es indispensable que una imagen poética se identifique siempre con lo visual. En el mismo ensayo antes citado, Allemann insiste en el error cuando vuelve a identificar “imagen” con “imagen visual”: “ La primera metáfora de la que se sirve el hombre en el acto del conocimiento es la traslación de la percepción sensible a una imagen” . No obstante, existen instancias ulteriores. Herbert Read lo advirtió:

 

El poeta es original porque ve las cosas por vez primera en una relación metafórica, sea con otras cosas, sea con sus propios sentimientos. Pero es un hecho reconocido que resulta sumamente arduo aislar la imagen como acontecimiento visual. La imagen se expresa inevitablemente en palabras e inmediatamente dudamos sobre la visualidad de la imagen.

 

De acuerdo con esto, la imagen se presenta como un artificio diferente de la metáfora; no es lo mismo reconstruir la relación simple que puede existir entre, por ejemplo, el coral y los labios que reconstruir sistemas más complejos en los que, a veces, ni siquiera existe reciprocidad entre los términos asimilados. Para ello, como advierte Read, son necesarias muchas palabras y, por supuesto, tiempo. Conviene, entonces, sospechar de tanta facilidad. Para poder separar los tantos, resulta irremediable proceder mediante aproximaciones que permitan un deslinde.

 

 

Definiciones de “metáfora” antiguas y modernas

 

No sabemos qué es una imagen, pero, desde los tiempos antiguos, tenemos una idea de lo que es una metáfora. Aristóteles señaló en su Poética que

 

La metáfora es la trasposición de un nombre a una cosa distinta de la que tal nombre significa. Esa trasposición puede hacerse del género a la especie, de la especie al género, de la especie a la especie, o por una relación de analogía..

 

Quintiliano, en las Instituciones oratorias, dijo que “De una manera general, la metáfora es una similitud abreviada”.

Para Du Marsais, en el Tratado de los tropos , de 1730,

 

La metáfora es una figura en la que, por así decirlo, se traslada la significación propia de una palabra a otra distinta que no le conviene sino en virtud de una comparación que se da en la mente.

 

Beda Alleman, en el último ensayo citado, recurre a la definición clásica:

 

Desde Aristóteles y Quintiliano sabemos lo que es una metáfora. Las definiciones de la antigua Retórica son en este caso literalmente aplicables hasta el día de hoy. Y también se las aplica en los más recientes intentos de determinarla. Según Quintiliano, la metáfora es una comparación abreviada. Aquiles lucha como un león: eso sería una comparación completa. Lo que hace Aquiles se compara con lo que hace un león, y el suceso de la comparación está tematizado gramaticalmente mediante la conjunción “como”. Pero si yo digo: Aquiles es un león en la batalla, entonces esta frase está abreviada en la tematización decisiva del proceso de la comparación. Una interpretación completamente ingenua de la frase, tal como la haría una máquina de traducir, tendría que llegar a la conclusión de que aquí se hace la afirmación de que Aquiles es, de hecho, un león. Pero un oyente o lector comprensivo reconoce que en esta frase, pese a que falta la conjunción comparativa ‘como', no se da precisamente ninguna simple identificación entre Aquiles y el león, sino una comparación. No se afirma en modo alguno que Aquiles es realmente un león, sino que Aquiles es sencillamente comparado con un león, si bien en forma abreviada, es decir, sin la señal gramatical especial. El respecto de la comparación, el tertium comparationes , se puede indicar fácilmente: son el valor y la fuerza que distinguen en igual medida a Aquiles y al león, de modo que en este respecto Aquiles y el león pueden ser comparados entre sí sin más. Si entre el autor y el lector se da un acuerdo en relación con la posibilidad de la comparación, entonces la comparación puede abreviarse más aún. Y ya no es entonces siquiera necesario que se mencione el nombre de Aquiles. Se puede hablar sencillamente del “león en la batalla”, y todo el mundo sabe que con ello se da entender a Aquiles. Esta materia puede ser expresada de tal manera que se dice que la palabra león se usa aquí en sentido figurado, que es una expresión impropia de lo propiamente mentado. Decisivo para la comprensión de la metáfora –y para la esencia de la metáfora en general– es la existencia de una analogía lógicamente posconstruible.

 

A su vez, el rumano Tudor Vianu, en Los problemas de la metáfora , recoge una definición también clásica, que él mismo se encarga de criticar:

 

La metáfora, en verdad, es una comparación abreviada o sobreentendida. Desde el punto de vista psicológico y de sus orígenes, no puede en modo alguno asimilársela a la comparación. Se podría afirmar, incluso, que el papel de la metáfora es evitar la comparación. (…) Desarrollar una metáfora en una comparación sería como explicar una palabra ingeniosa: todo su encanto se comprometería. La metáfora, en consecuencia, es el producto de una operación mental más rápida que la comparación.

Hugo Friedrich, en Estructura de la lírica moderna, vuelve sobre la cuestión señalando que

 

Incluso cuando la metáfora, en la lírica moderna, recuerda una de sus funciones tradicionales, como la comparación, se ha producido un cambio profundo en ella: lo presentado como comparable (…) es, en realidad, algo completamente distinto.

 

Y más adelante añade:

La metáfora moderna no surge de la necesidad de retrotraer lo desconocido a lo conocido. Realiza el gran salto de la diferencia de sus miembros a una unidad sólo alcanzable en el experimento lingüístico, y precisamente de modo que busque la máxima diferencia, la reconozca como tal y, al mismo tiempo, la anule poéticamente.

 

Quisiera subrayar este párrafo final de Friedrich porque, justamente, en él podría encontrarse un posible punto de partida. Lo que Friedrich llama “metáfora moderna” no excluye la idea de comparación pero se aleja del modelo clásico que establece una relación entre afines. La novedad se refiere a una comparación de opuestos que tienden a fundirse mediante una operación más ambiciosa que la mera asociación.

Quizá, buscando ejemplos en la poesía de Rimbaud o de Lautréamont –si bien es cierto que el proceso tiene, en términos de la poesía moderna, un antecedente en la teoría de las correspondencias de Baudelaire–, llegaríamos a la conclusión de que la metáfora que Friedrich denomina “moderna” es en realidad una imagen. Veámoslo en la práctica.

La metáfora tradicional –por oposición a la “metáfora moderna” de Friedrich– establece relaciones entre mundos que poseen, al menos, un elemento que les es común, construye un objeto nuevo con rasgos que los mundos a los que sirve de vínculo poseen en común; la imagen para dar lugar a otro objeto puede prescindir de ese vínculo. Nada, por ejemplo, relaciona los términos del famoso soneto “Vocales”, de Rimbaud. Su primer verso implica ya un desafío: “A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul”. No creo que sea demasiado importante saber cuál es la operación que se registra en la mente de Rimbaud para establecer la asociación. Es imposible (más allá de las tradiciones a las que alude Lévi-Strauss en un reciente ensayo) comprobar elementos comunes entre dos series –vocales y colores– que carecen de puntos de contacto. Basta el sistema que, en su conjunto, constituye una imagen. Por otra parte, este ejemplo cuestiona la tan frecuente identificación de la imagen con lo estrictamente visual y, a la vez, plantea la existencia de un sistema complejo, que algunos llaman “objeto verbal”.

 

Tentativas de una definición funcional

 

La idea de la creación de un nuevo objeto es recurrente en la crítica y en los poetas. Véase, al respecto, la definición de Pierre Reverdy:

 

Imagen es la facultad de tomar objetos independientes uno del otro (y que en lo sensible parecería que no se debieran relacionar), elementos lo suficientemente concordantes en el espíritu como para que un tercer término sea creado y constituya una nueva realidad intelectual, capaz al mismo tiempo de satisfacer la sensibilidad.

El crítico español Rafael Lapesa, en uno de los mejores esfuerzos que conozco para llevar a cabo una definición satisfactoria, escribe:

 

Llámase imagen a toda representación sensible. Imagen poética es la expresión verbal dotada de poder representativo, esto es, la que presta forma sensible a ideas abstractas o relaciona, combinándolos, elementos formales de diversos seres, objetos o fenómenos perceptibles.

 

Lapesa, además de referirse a la naturaleza verbal del fenómeno, evita la ambigüedad de equiparar imagen poética con “nuevo objeto”. En la misma línea que Lapesa, pero en términos mucho más secos, el lingüista Stephen Ullmann anota que la imagen “es la expresión lingüística de una analogía"

Hemos visto que Vianu se ha referido a una “operación mental” que, según Friedrich, constituye un salto que permite constituir una unidad a la que se llega buscando una diferencia, reconociéndola y, finalmente, anulándola. Johanes Pfeiffer, no demasiado lejos de Vianu y de Friedrich, intenta simplificar el problema estableciendo una diferenciación de imagen –en su caso, nuevamente pictórica– y metáfora. Para ello apela a una distinción de orden psicológico:

 

Imagen es la mera representación mental de la cosa. Metáfora es el recurso que logra fundir en unidad convincente, imágenes que en la experiencia están separadas y hasta son incompatibles

Con mayor claridad –y menos éxito entre los académicos– la perspectiva de una definición que atienda al impacto psicológico de la imagen poética sobre el lector fue planteada por primera vez por Ezra Pound. El suyo es en un intento de definición en el que la idea de imagen no se identifica mecánicamente con la de representación pictórica; de ahí su importancia. Pound, en 1913, sostiene que “Una imagen presenta un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal." Y agrega:

 

Es la presentación instantánea de dicho complejo lo que produce esa sensación de súbita liberación; esa sensación de estar libre de los límites temporales y espaciales; esa sensación de repentino crecimiento que experimentamos ante las grandes obras del arte.

 

Aun cuando en la definición de Pound falten precisiones, nos ofrece una perspectiva distinta que contempla la complejidad emocional que comporta la imagen. Tal complejidad no debe ser entendida como dificultad –las imágenes pueden ser tan complicadas o simples como las metáforas–, sino como la descripción de la manera en que se traban los términos que constituyen la imagen. Pound habla de “presentar”, no de “describir”. Para él, describir carece de sentido ya que la pintura o la fotografía tienen más posibilidades de descripción que las palabras. Por eso, en el segundo principio del grupo imaginista, anota que hay que “Prescindir de toda palabra que no contribuya a la presentación”. La imagen –y esta es posiblemente su valor central en poesía– permite una mayor economía de medios.

Herbert Read relacionó esta última circunstancia con la de verisificación libre, puesta de moda hacia fines del siglo XIX:

 

Una imagen siempre está celosa de las palabras; es decir, resulta más eficaz cuando se la comunica con un mínimo de palabras. Resultaba sumamente difícil conciliar este mínimo con una estructura métrica regular, ya que el metro es básicamente auditivo y del todo independiente de las imágenes. Por supuesto, el verso libre no fue inventado por Hulme o por algún otro poeta de nuestro siglo. En cierto sentido, existe desde hace muchos siglos, como en la poesía hebrea. Los experimentos modernos se iniciaron en Francia hacia 1880, pero estos primeros experimentos se llevaron a cabo en pos del ritmo –por el deseo de liberarse de la regularidad monótona de los versos tradicionales, creando nuevos ritmos–, en pos de ritmos expresivos directamente de la experiencia emocional. El verso libre de Whitman y Henley es de esta índole y no va acompañado necesariamente por imágenes que se destaquen por lo vívidas. Por lo tanto, cuando Hulme “ saw the ruddy moon lean over a hedge/ like a red-faced farmer” (“vio la rubicunda luna recostada sobre un vallado/ como un granjero de cara colorada”) no se limitaba a introducir una imagen sensorial en un poema sino que también iba en pos de una forma de verso que transmitiera la imagen con eficacia. De hecho, dentro de los límites de siete líneas, halló una forma de versificación para diversas imágenes (todas las imágenes son de “Otoño”): “ A touch of cold in the Autumn night-/ I walked abroad,/ And saw the ruddy moon lean over a hedge/ Like a red-faced farmer./ I did not stop to speak, but nodded./ And round about were the wistful stars/ Whith white faces like town children.” (“Una pizca de frío en la noche de otoño:/ salí a caminar/ y vi la rubicunda luna recostada sobre un vallado/ como un granjero de cara colorada./ No me detuve a hablar pero le hice una inclinación de cabeza./ Y en torno estaban las estrellas pensativas/ con caras blancas como chicos de la ciudad.”). La descripción más eficaz de la dicción de un poema como éste se hace diciendo que es lacónica; en otras palabras, que se presta exactamente para la ocasión. La poesía está en la imagen o en las imágenes; y esto constituiría, durante cierto lapso, la característica distintiva de la poesía del siglo XX.

 

La imagen como método

 

Vuelto sobre el tema de la imagen, Read también ha escrito que

Existen imágenes arquetípicas que pertenecen a todos los tiempos y que pueden trasladarse de uno a otro idioma sin excesiva pérdida. (…) El proceso del pensamiento no es primoridial en el sentido de que el poeta piense y luego busque una forma de expresión poética para su pensamiento (esto constituye la receta de la mala poesía) sino en el sentido de que ese poeta específico es un pensador, un filósofo, y su pensamiento asume una forma poética en el acto de la expresión. Esto constituye una rara combinación, pues el poeta, es, más a menudo, un sensorialista o posiblemente un intuicionista, reaccionando directamente a través de su imaginación; es decir, emplea una forma de expresión simbólica y no conceptual. Su actividad, decimos, es lírica. Ahora bien, aunque muchas imágenes son arquetípicas o universales y aparecen reiteradamente en el transcurso de la literatura universal, las imágenes características de una época son más inmediatas y sensoriales, constituyendo una reacción directa ante la experiencia individual. Las imágenes arquetípicas no son individuales en este sentido. Son al mismo tiempo colectivas e inconscientes; y cualquier tentativa consciente por horadarlas tiende a producir un efecto de banalidad.

A pesar de la reivindicación que Read hace de la sensorialidad y de la intuición, las técnicas para la construcción de imágenes existen. Fueron desarrolladas “intuitivamente” por los que hoy consideramos grandes poetas. Analizarlas y aprenderlas no garantiza la creación automática de imágenes “eternas”, pero es buen entrenamiento para cualquiera que piense seriamente escribir poesía.

Un buen principio puede ser el “correlativo objetivo” de T.S. Eliot. Seis años después de la definición poundiana de imagen, Eliot desarrolló por escrito su idea:

 

El único modo de expresar una emoción en forma de arte es encontrando un “correlativo objetivo”; en otras palabras, un grupo de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción particular, tales que, cuando los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensoria, son dados, la emoción es evocada de inmediato.

 

En cierto sentido, Pound y Eliot están hablando de lo mismo, aunque hay elementos en ambas definiciones que las diferencian. La definición de Pound “presenta” lo que, desde su punto de vista, es una imagen. En la de Eliot se describe uno de los posibles métodos de construcción de imágenes.

 

 

Imágenes en acción

 

1) El proceso de escritura del famoso poema de Pound “In a station of the metro” (“En una estación de metro”) fue relatado por su autor y sirve a nuestros fines. De acuerdo con el crítico Kevin Power,

En 1911, Pound, de visita en París, al salir del metro en la plaza de la Concorde, ve de repente una cara hermosa, después otra, y otra. Busca un modo de captar el efecto de esa emoción repentina. Escribe numerosas versiones del poema, incluyendo una de treinta versos, pero ninguna tiene la intensidad necesaria. Se vuelve entonces al modelo del haiju japonés y hace uso de la tensión que se produce al yuxtaponer los dos elementos del poema uno directamente sobre el otro. La solución reside en encontrar un equivalente abstracto de la visión, una imagen que reduzca e intensifique su efecto. Después de más de un año de trabajo, al fin descubre lo que ha estado buscando: “ The apparition of these faces in the crowd:/ Petals on a wet, black bough.” (“La aparición de esos rostros en la multitud:/ Pétalos sobre una húmeda rama negra”).

Apelando, en este caso, al modo de función del haiku, una de las posibles maneras de construir una imagen consistiría en presentar la mera yuxtaposición de los terminos considerados centrales de lo que se quiere expresar, sin que en ellos medie explicación alguna. El vínculo va a ser creado por el lector que, a través de esta operación, experimentará “la súbita liberación” a la que se refería Pound.

2) En el Romancero gitano, de Federico García Lorca, hay muchas imágenes que responden a otras modalidades de construcción, casi todas visuales, pero no metafóricas. En la primera estrofa del poema “Reyerta”, por ejemplo, los contendientes pelean en la mitad de un barranco. Los versos noveno y décimo declaran que: “ En la copa de un olivo/ lloran dos viejas mujeres ”. Para que la efectividad de esos dos versos se haga manifiesta, el lector deberá recomponer la visión que proviene de alguien que observa la pelea desde el pie del barranco. Las dos mujeres, en algún lugar de la ladera, parecen estar encima de uno de los olivos situados en el barranco. La observación es esencialmente pictórica y, para decirlo de algún modo, “literal”: lo que se ve se presenta como una figura plana, la lógica a la que se apela se sustenta en una realidad apariencial que borra nuestra experiencia previa de la perspectiva.

3) Por su parte, en su poema “Tembladerales de oro”, Francisco Madariaga, recurre a la repitición de una palabra (“oro”) veintidós veces a lo largo de diecisiete versos. El efecto logrado al nombrar y relacionar metafóricamente ese metal precioso con una serie de sustantivos que nada tienen de suntuoso y que, por lo tanto, difícilmente se pueden asociar al oro (“agua”, “aire”, “fantasmas”, “juncos”, “caballos”, “troperos”, “ponchos”, “lagunas”, “balsas”, “pasajeros”, “rebenques”, “barro”, “isletas” “yacarés”, etcétera) termina por alcanzar a todo el poema en su conjunto que se resuelve como una única imagen casi hipnótica, construída en base a la sorpresa de cada metáfora y a la reiteración y sin que medie necesariamente el elemeto visual.

 

La poesía en castellano y las metáforas

 

En el ámbito específico del castellano, cabe afirmar que, desde fines del siglo pasado hasta mediados del siglo XX, la metáfora gozó de gran aceptación en la poesía. Lugones, en el prólogo a Lunario sentimental, señalaba que la metáfora y la rima eran los elementos esenciales de la poesía contemporánea. Disimulando apenas ese credo mediante la eliminación de la rima, los poetas autodenominados “ultraístas” abusaron de la metáfora buscando sorprender a los lectores, estrategia que setenta años después luce modesta y, en general, mecánica.

Borges –que parcialmente participó de los malabares ultraístas, de los cuales más tarde abjuró–, en su ensayo “La metáfora” (incluído en Historia de la eternidad, 1952) es, según el crítico Guillermo Sucre, terminante:

 

Su posición es ahora más definida y más alejada de la concepción ultraísta; se perfila al mismo tiempo la visión de que se nutre gran parte de su poesía. Borges comienza con una nueva alusión a las kenningar. Estas metáforas depararon un asombro agradable, dice; pero después se ha perdido la emoción que las justifica y son consideradas como “laboriosas e inútiles”. Es lo que ha ocurrido con las metáforas en toda la historia de la literatura y por ello no percibimos la unidad esencia que hay entre ellas. Analogía entre las cosas o puro objetivo verbal, la metáfora es producto de una posibilidad más o menos limitada y permanente de relaciones. Por ello Borges señala como vana pretensión el que los poetas de su generación desdeñaran tal limitación y quisiera innovar nuevas combinaciones. Estas, no obstante, no varían en lo fundamental. Borges ilustra este hecho con algunos ejemplos. Desde el Antiguo Testamento, pasando por Homero, Shakespeare, Heine, Vigny, Schopenhauer, el poeta expresionista alemán Wilhelm Klemm y los blues , la imaginación poética ha establecido la relación de la muerte con el sueño . Igual constancia se da en la analogía entre la mujer y las flores . De modo que el juego metafórico surge siempre de esa “eternidad o trivialidad” de la visión. Borges concluye: “El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada , fue compuesto hace tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar esas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o su flaqueza está en las palabras”.

 

Pese a los reparos de Borges, después de García Lorca y de Neruda –así como de los excesos de sus epígonos–, la metáfora, por momentos francamente abrumadora en la poesía de lengua castellana, tendió a enrarecer lo que se proponía revelar. Aclaro, no obstante, que su uso no es malo en sí mismo. Sin embargo, durante mucho tiempo fue algo así como “el dogma” de la poesía, y el excesivo acatamiento de cualquier dogma favorece todo tipo de abusos los cuales, en última instancia, terminan por cansar. Acaso César Vallejo lo percibió y voluntaria o involuntariamente planteó su poesía como un nuevo punto de partida y, a la vez, como una vía de escape.

 

 

Un balance

A esta altura de la exposición uno bien puede preguntarse por qué tanta insistencia en separar metáfora de imagen, y mi única respuesta es que la imagen, en cierto sentido, aventaja a la metáfora. Arriesgo una posible razón: la imagen no se apoya únicamente en la sorpresa, mientras que, en buena medida, la metáfora sí. La metáfora tiende al golpe de efecto, pero a cada relectura ese efecto nos sorprende menos hasta que deja de sorprender del todo.

Michel Le Guern, en La metáfora y la metonimia, describe en los siguientes términos el proceso de desgaste de las metáforas:

 

La evolución histórica de una metáfora puede esquematizarse así: creación individual, en un hecho lingüístico primero y único, después repetido, que es tomada por mimetismo en un medio preciso y su empleo tiende a ser cada vez más frecuente en este medio o en un género literario dado, antes de generalizarse en la lengua; a medida que se desarrollo este proceso, la imagen se atenúa progresivamente (…). La evolución alcanza su último grado cuando la metáfora se convierte en una palabra propia.

 

Rémy de Gourmont se refirió a la naturaleza metafórica de todo lenguaje humano. Borges, que sostenía que las metáforas se limitaban a los cuatro o cinco arquetipos básicos de la humanidad, señaló que el lenguaje comunica precisamente porque las metáforas de que se compone cristalizan dando paso al sentido. Esta pérdida de energía de la metáfora no se registra con la misma intensidad en la imagen que, por su naturaleza compleja, pareciera resistir mejor el paso del tiempo.

En otro orden de cosas, la imagen permite eliminar, con mayor facilidad que la metáfora, las costuras visibles de la retórica. Hoy –y ya lo señaló Borges en su momento– las acrobacias metafóricas de Lugones apenas esconden lo poco que tenía para decir; otro tanto ocurre con la poesía empeñada en juegos de palabras resueltos exclusivamente a través de metáforas. El lenguaje no se limita a ser sólo eso, aunque a veces un sector de la poesía pretenda lo contrario.