MIGUEL CASADO

Notas sobre azar y tiempo en poesía

 
 

 

1. Con las raíces de un ojo

 

Escribía Diego Jesús Jiménez en su primer libro, Grito con carne y lluvia: “Pronto empezó la danza en el paisaje / y el pájaro sentóse desarmado para mirar al mundo; / con las raíces de un ojo/ apenas enganchadas en la arena”.1 Y la pregunta es si cada individuo, de cualquier especie, siente esta precariedad existencial en medio del mundo, si todas las especies animales comparten esta precariedad perceptiva cuando se dirigen al mundo que tienen en torno: ¿forma parte del mismo existir?, ¿se puede hablar de inserción en el mundo sin adoptar un punto de vista existencial? Recuerdo ahora las memorables páginas de La sinrazón, en que Rosa Chacel describía la atmósfera de un zoológico a la hora del atardecer, el pálpito y la densidad del miedo, la revelación en la carne animal del miedo como fundamento preconsciente.2 Quizá tanto la poesía como la ciencia proceden de ahí, del deseo de superar u olvidar esta condición, de abrigar esta intemperie.

Tomo como punto de partida estas sensaciones, pues la pretensión de verdad de los científicos tiende a adquirir a menudo demasiado énfasis. Hoy sabemos que la ciencia no es una cosa, sino muchas, y que su pluralidad no es coherente, sino disgregada por contradicciones y desajustes. Y –como recuerda Paul Feyerabend­– “la mayor parte de los enfoques en conflicto, con sus diferentes mitos, modelos, expectativas, dogmas... obtienen resultados. Encuentran hechos que se ajustan a sus categorías (y, por lo tanto, son inconmensurables con los hechos que surgen de enfoques distintos)”:3  así, cuando se la interroga, la naturaleza da distintas respuestas según cuál haya sido la pregunta formulada y ninguna de las respuestas puede considerarse absoluta. Me atrevería a decir que las teorías científicas ofrecen un abanico de relatos, una forma peculiar de narrativa, capaz de construir mundos poderosos, verosímiles, de proponerse –­alternativamente– como imagen de la realidad.

De este modo llego a los textos científicos, como un lector que los puede sentir apasionantes, que los inscribe en su reflexión personal; un lector a quien a veces disgustan algunas actitudes, algunas formas de exposición que la ciencia adopta; un lector, también, sometido a las condiciones de su trayectoria biográfica, pues renunció a la posibilidad de conocer el lenguaje matemático el ya remoto día en que eligió el bachillerato de “Letras”. Y añado, como todo el que lee, otras circunstancias, las de una postura en la vida, un modo de estar. Cita Lola Velasco, al principio de un libro al que más adelante volveré, unas palabras de Henri Michaux que resumen lo que estoy queriendo decir: “Soy de los que aman el movimiento, el movimiento que rompe la inercia, que emborrona las líneas, que deshace las alineaciones, me libera de las construcciones. Movimiento, como desobediencia, como remodelación”.4 Lo más probable entonces es que los textos científicos a los que me he acercado sintonicen también en esta onda.

La ciencia trata de establecer un diálogo con la naturaleza, de comunicarse con ella, y trata también de intervenir en ella, de acuerdo con la fórmula del “diálogo experimental” que propuso Koyré; entender la ciencia con este enfoque, en contacto con el mundo, más que en su rostro técnico o en su aparato matemático, es mi propuesta. Valorarla como una de las formas que existen para conocer qué pueda ser la realidad, del mismo modo que consideramos la poesía como otra de estas formas.

Precisamente, explicaba el matemático René Thom cómo “los procesos fundamentales de la ciencia corresponden a aquel proceso de la mente capaz de hacer explícitas estructuras que están implícitas en el lenguaje ordinario y en la forma ordinaria de pensar. El proceso suele comportar la disipación de un tabú, lo cual a su vez permite la extensión del mundo imaginario”,5 y su razonamiento bien podría entenderse como una poética y aplicarse también al poema, entregado a parecido desafío en el seno del lenguaje y sus usos sociales. Pues así expresaba Diego Jesús Jiménez el deseo que anima la escritura: “Que la palabra nombre con su sabiduría, llene de sonidos exactos y de luces precisas / nuestro conocimiento”.6

Voy a referirme, siguiendo el curso paralelo de estas dos vías –poesía y ciencia– en la investigación de la realidad, a algunas cuestiones relativas al azar y al tiempo, ámbitos ya insistentemente analizados durante siglos y que, sin embargo, parecen no cerrarse nunca. Por eso no puedo sino titular mi texto “Notas”, porque no habrá conclusiones en él, sino más bien apuntes, ciertas impresiones, muchas preguntas implícitas.

 

2. Las ciencias de lo impreciso

 

En el último siglo, las ciencias se han internado en el laberinto de la complejidad, de las formas pluralistas y no lineales, donde resulta imposible la reducción a una ley, la eliminación de lo imprevisible. Para dar idea de la distancia recorrida desde las ciencias clásicas, Ilya Prigogine ha llegado a proponer una comparación con el surrealismo: “La ciencia clásica describirá un universo transparente, inequívoco, abierto a la evidencia de las ideas claras y distintas avanzadas por Descartes. Por el contrario, el surrealismo (...) subrayará la opacidad fundamental de la materia, la multiplicidad de significados inherente a nuestra relación con el mundo que nos rodea”,7 y este enfoque último lo comparte lo más vivo de la ciencia actual.

Los procesos naturales no pueden ser cifrados ya en un corto número de leyes, el interés por la permanencia y la regularidad ha sido reemplazado por el interés por las crisis y las inestabilidades; el determinismo de quienes pensaban que, conocidas las condiciones iniciales de un proceso o elemento, se podía deducir toda la gama posible de las trayectorias dinámicas, ha empezado a resquebrajarse. Así, las leyes naturales propuestas en el último siglo suelen revestir una forma probabilista: expresar lo que es posible, en vez de lo que es cierto; no resulta extraño que Abraham Moles haya titulado un libro sobre matemáticas Las ciencias de lo impreciso. Lo que la palabra ley implica de determinación, de formulación de una necesidad, se abre en las nuevas teorías a un aumento del conocimiento que renuncia a considerarse finito, que no puede completarse ni siquiera en pequeñas áreas restringidas de lo que llamamos realidad. “La racionalidad –ha escrito el mismo Prigogine– ya no puede seguir siendo identificada con la ‘certeza'”.8 El pensamiento científico parece haber superado ese “terror mítico” a lo desconocido de que hablaron Adorno y Horkheimer9  en su crítica de la “razón instrumental”, para moverse por un espacio fluido en que el conocimiento y lo desconocido se entremezclan e interaccionan sin llegar a fijar sus límites; y acepta la ciencia entonces ese espacio complejo como el que corresponde a nuestra condición en el mundo, a nuestro ser parte de la naturaleza, producidos por ella.

Quizá sea la entropía, el célebre segundo principio de la termodinámica, según el cual todo proceso físico produce un gasto, una pérdida de energía, lo que más haya contribuido a imprimir este nuevo giro en las ciencias físicas, abriéndoles una perspectiva de acercamiento a las ciencias biológicas, forzosamente situadas de siempre en la crisis y la inestabilidad. Son, por ejemplo, las llamadas estructuras disipativas, por cuyo estudio obtuvo el citado Prigogine el Nobel de Química en 1977, y que pueden consistir sencillamente, por ejemplo, en el remolino y las turbulencias que produce un obstáculo dentro de algún tipo de flujo. El nombre de estas estructuras disipativas “representa la asociación entre la idea de orden y la de desperdicio y se escogió a propósito para expresar un nuevo orden fundamental: la disipación de energía y de materia –generalmente vinculada a los conceptos de pérdida y rendimiento y evolución hacia el desorden– se convierte, lejos de situaciones de equilibrio, en fuente de orden”,10 de modo que la disipación genera en su seno procesos de auto-organización que conducen a nuevos estados de la materia. La determinación y el azar se mezclan en esas fluctuaciones, a la vez disipativas y constructivas.

Dicho de otro modo: el tiempo helado e impasible de la mecánica clásica es sustituido por el tiempo irreversible y agitado, caliente, de los flujos que estudia la termodinámica. Quizá ocurre así porque la ciencia clásica había partido del estudio de los movimientos de los astros, es decir, de fenómenos periódicos y regulares. Pero la entropía o, en términos cósmicos, el descubrimiento de un universo en expansión ( big-bang, agujeros negros, radiación de fondo, etc.), han convertido el concepto de tiempo en núcleo que expresa el cambio del pensamiento científico.

 

3. La flecha del tiempo

 

En efecto, los fenómenos a que me estoy refiriendo tienen en común su carácter irreversible, es decir, su desarrollo hacia adelante en el curso del tiempo, su íntima inseparabilidad respecto de tal curso; las reacciones químicas, el transporte de calor, la difusión de la energía son algunos de estos flujos termodinámicos, cuyo desarrollo y velocidad constituye cada vez un proceso particular irreversible. Parece fácil ver, entonces, de nuevo con Prigogine, que “deberíamos considerar el tiempo como aquello que conduce al hombre y no al hombre como creador del tiempo”,11 esto es: “leer la historia del universo como historia de un tiempo autónomo, o de una autonomía creciente del tiempo”.12 La flecha del tiempo es un rumbo inscrito en la materia, la lógica en que se entreteje el existir de la naturaleza.

Parece innecesario, en cambio, explicitar todo esto si se habla de poesía. Como la filosofía contemporánea, con el ser-para-la-muerte de Heidegger, la poesía ha dibujado siempre –en su caso, desde la época clásica– la dirección de la flecha del tiempo: basta que pensemos en la implacable conciencia de irreversibilidad que agita los sentimientos de Salicio y Nemoroso, al margen de las diversas causas de su dolor, o que evoquemos la cristalina metáfora de Jorge Manrique. Pues, como escribió Jankélévitch: “El que fue ya no puede no haber sido: en adelante, este hecho misterioso y profundamente oscuro de haber sido es su viático para siempre”.13

Más allá de esto, la poesía ha sabido explorar las turbulencias que el paso de la flecha provoca, las contradicciones que se abren tanto en la lucidez como en el sentimiento, los choques entre deseo y percepción. Algunas metáforas de Bergson –el tiempo no como la bala de un cañón, sino como un obús que se va fragmentando durante su recorrido; el tiempo no como el chorro de un grifo, sino como el de un surtidor que se dispersa en abanico aéreo–14  permiten evocar este trabajo, la hondura y amplitud del análisis que los poetas llevan a cabo; así, por ejemplo, ocurre en estos versos de Lola Velasco, tomados de su libro El movimiento de las flores, al que aludí al principio: “Hacia delante, / ya se vislumbra / el esqueleto fosilizado / del futuro./ Cuando avanzo,/ retrocedo./ En sus pétalos eternos,/ el presente indomable./ Cada movimiento revela /un deseo de inercia”.15

 

4. Somos nuestros antepasados

 

Si se considera la obra de un poeta como Diego Jesús Jiménez, que todos sus lectores recuerdan saturada de preocupación temporal, se advierte en seguida que, mientras el dibujo de la flecha del tiempo está sólidamente trazado en el fondo del escenario, el fluir de los poemas discurre entre las turbulencias contiguas. La imagen tan frecuente de los ríos de Cuenca y de Priego no remite casi nunca a la metáfora manriqueña de modo directo, sino que traslada en sus aguas la variedad de la vida y las preguntas acerca de la identidad; la trayectoria es única, sí, pero extremadamente densa, inabarcable: “¿Quién recoge el cadáver / de nuestra vida, el relámpago, el hilo de una noche sin rumbo que / sobre las alas de la vida florece?”.16

Las emociones del poeta se hacen intensas cuando se sitúan en el centro de este bullir. Es la perplejidad: “Si debemos morir, ¿por qué la vida,/ sobre cualquier lugar de la memoria, continúa esperándonos?”.17 La resistencia e incluso el desafío: “Y le llaman poema / al placer de la mente de obtener de las cosas / un lenguaje preciso que destruya, / con el fermento de sus signos, las leyes / que edifica la muerte”.18 El espanto: “Vida concreta / hay en el bajorrelieve / que con terror contemplo. Vida / de la que el tiempo nos devuelve ahora / sus borrosas imágenes”.19

Estas múltiples respuestas vitales, del pensamiento y la sensación, van confluyendo, al sumarse los poemas, en una reflexión teñida de sabor elegíaco, recolectora de pérdidas: la del lugar natal y el amparo de la familia, la de la juventud, el sobrecogedor hallazgo del amor y de los cuerpos; a menudo, esta conciencia se centra en un objeto que había nacido con intención artística –la ruina de un monumento, el cuadro o el fresco deteriorado por los años– y se manifiesta en una imagen química, la de una sustancia que parece superponerse a la obra del pasado, pero en realidad procede de ella misma, es una evolución de su materia: un óxido, la apariencia de un barniz que no es sino mezcla de la mugre y los pigmentos: máscaras, disfraces, engaños del tiempo sobre el carácter real de las cosas. Con frecuencia, en esta poesía, a la trayectoria temporal se la nombra como Historia, y consiste ésta en fosilización de lo que estuvo vivo, expresada así por la herrumbre y el polvo, por la transformación destructiva de las cosas.

Esta constante de la mirada se vincula con el modo que tiene el paso del tiempo de formular la pregunta acerca de la identidad. En el bajorrelieve que el poema contempla, el tiempo transforma los seres originarios en otros: “la erosión va haciendo/que azucenas y hortensias /se conviertan en cardos y ortigas”; 20  los años generan un efecto de discontinuidad dentro de la naturaleza que podría leerse como simbólico, mágico o también irónico, si no fuera porque ocurre lo mismo cuando la reflexión se vuelve introspectiva, hacia el yo: “Porque ya nadie viene a perdonarnos / o a condenarnos. Hemos crecido. Somos otros”;21 o con un tono que subraya la discontinuidad, la desaparición, para dar paso a algo diferente de lo previo: “Somos nuestros antepasados, somos /como la espuma/que brilló un momento”:22 es la brecha de la no-identidad que apenas puede acogerse a la certeza de la sucesión; es la interiorización orgánica, informulable, de un movimiento que no puede cesar. Lo lineal y sucesivo del curso del tiempo nos dispersa y rompe en pedazos heterogéneos y a la vez nos reúne, nos sutura, sin que haya lenguaje para esta síntesis, sin que sea posible decir “yo” y decir con ello lo mismo siempre.

El esfuerzo de comprensión y de análisis no pueden más que profundizar las contradicciones de la expresión, escindiéndola en fragmentos regidos por distinta lógica: “Es así que la Historia /sólo sufre sus armas; no se complace nunca en sus bellas imágenes. /Mas los siglos recorren / un camino distinto al de los días. No es fracaso el silencio / que respiras; cada fragmento de este lugar aún sueña / con volver a su origen. /Sólo /con tus ojos construye su mirada la muerte”.23 Pero quizá, a través de las contradicciones, de los sentimientos negativos del sujeto, de la presión amenazadora de la muerte, ocurre como si la historia se descargara de su exceso de sentido (y, con ello, de sus trampas y mala fe) y se asumiera como neutro fluir del tiempo, energía que simplemente discurre sin descanso hacia adelante: son los ojos del observador los que le dan un nombre u otro, sin afectar su carácter.

Es tal vez la intuición que se oculta en un pensamiento contradictorio como el citado, la que le permite a Diego Jesús Jiménez apreciar en la historia otra cara bien distinta del engaño y la fosilización: la historia que conserva vivo lo vivido y es capaz de verterlo en la vida actual: así, cuando la evocación de la hoguera de San Juan trae a su lumbre la memoria de la resistencia contra el franquismo y de todos los sufrimientos bajo la represión, da lo mismo que el sesgo de la imagen sea ideológico, pues vivir es sólo un curso que lo abarca todo: “Todo lo que un día creyeron /reducido a cenizas / es rescoldo, voz viva, pueblo que con su canto quema /su miserable historia”.24 La conformidad, al final, puede tener este signo unificador: “Y aceptamos el día de hoy / junto al de ayer, la vida siempre / junto a nuestra ruina”.25

 

5. Una parada en Bergson

 

Acaso hay algo en esta propuesta de la historia-vida que recuerda la duración bergsoniana; pero lo cierto es que fue de nuevo Prigogine quien me hizo acudir a la relectura del filósofo francés; para él, Bergson es quien mejor entendió avant la lettre la multiplicidad de tiempos vividos, coexistentes en la unidad de un tiempo real y “conectados los unos con los otros según articulaciones sutiles y múltiples”,26 tal como lo plantea la nueva ciencia de los sistemas inestables y complejos. Y es cierto que, aun con el excedente de su metafísica, el pensamiento de Bergson y su rica escritura siguen ofreciendo una gran capacidad de sugerencia.

Como se sabe, la duración es bien distinta de la extensión o la adición de momentos diferentes, ajena a una medida cuantificable del tiempo. “La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores”.27 El movimiento del tiempo implica la sucesión, pero eso no obligaría a que la memoria se fragmentara en puntos independientes que se yuxtaponen; Bergson afronta la dificultad con una metáfora musical: “como ocurre cuando nos acordamos, fundidas a la vez, por así decir, de las notas de una melodía”,28 “de manera que formen una multiplicidad, indistinta o cualitativa, sin ningún parecido con el número”.29

Esta imagen, a la vez plástica y abstracta, fue desarrollada una y otra vez por Bergson a lo largo de los años, desde el trabajo juvenil que tenía a la vista Machado en su memorable “Poema de un día”, Los datos inmediatos de la conciencia. En esa trayectoria, perfiló igualmente la idea de que un autor sólo llega a ahondar en la escritura cuando el tiempo de ésta se hace indistinguible de la corriente de la vida: “Para el artista que crea una imagen sacándola del fondo de su alma, el tiempo ya no es accesorio. No es un intervalo que se pueda alargar o acortar sin modificar el contenido. La duración de su trabajo forma parte integrante del mismo (...) Es el progreso de un pensamiento que va cambiando a medida que toma cuerpo. Es, en fin, un proceso vital”.30

 

6. El adverbio del pasado

 

Hace mucho ya que me referí a la obra de Antonio Gamoneda como una poética de la muerte; de hecho, pocas resultarían tan adecuadas para un enfoque heideggeriano y para la insistencia en la muerte como flecha del tiempo en el poema. Sin embargo, pensaba ahora en cómo su elaboración de la memoria responde perfectamente a ese tipo de funcionamiento entrópico en el cual la energía negativa de la pérdida construye un nuevo orden, otro mundo auto-organizado, que de algún modo podría equipararse a la duración bergsoniana.

Pese a la insistente “perspectiva de la muerte”, no resulta fácil establecer la línea temporal en la poesía de Gamoneda: a veces regresa hasta momentos anteriores al propio punto de partida, elimina prácticamente el presente, suplanta el futuro con gestos que apenas lo simulan. Los escasos presentes son gnómicos, es decir sentenciosos e intemporales, o suponen irrupciones repentinas del presente de la escritura (lo que el poeta ve u oye mientras escribe) que no se sienten formar parte del curso de la vida, mundos autónomos, demasiado reales quizá para el sujeto. Y en la memoria hay tantas capas superpuestas que no se podría tocar fondo en ellas.

Así, cuando se lee: “Todos los gestos anteriores a la deserción están perdidos en el interior de la edad”,31 parece encontrarse el nombre de ese tiempo impreciso y ovillado, cuyos elementos se confunden con la materia de la vida, inseparables de ella; el interior de la edad es ese espesor, como si se tratara de las galerías machadianas pero sin su orden de pasillos y objetos distintos almacenados; como la densidad de un flujo viscoso.

El espacio de la vida interior está constituido por la memoria: “Éstas son las huellas de mis ojos, los contenidos de mi alma”;32 pero a la vez resulta ser también el espacio de la percepción y, así, determina igualmente la vida exterior. Nada nuevo surge ni tampoco nada se pierde, todo va interiorizándose, transformándose en interior: la percepción da en memoria, la memoria integra el alma (en un movimiento que remite, además, a Freud).

Cuando Gamoneda escribe: “El algodón, más verde que los relámpagos de la infancia, exhala augurios que oscurecen la descripción del mar”,33  puede verse cómo, por debajo de la mirada que está intentando describir lo que percibe, se extiende siempre un sustrato de memoria, un “fermento de la infancia”, materia viva que provoca la metamorfosis de las sustancias; los “relámpagos” que de ahí vienen modifican el color, deciden el sentido, se interponen ante lo presente. Se obstruye, pues, la descripción y la mirada queda sustituida por la visión, resonancia de un sentido mítico subterráneo. La actuación constante de la memoria, transformando la vida, busca la metáfora de la carcoma: “Un animal invisible roe las maderas que también están más allá de mis ojos”.34

En los últimos libros de Gamoneda, como Libro del frío o Arden las pérdidas, un adverbio aparece como nombre obsesivo de este mundo interior: aún; éste es verdaderamente lo que el poeta llama “el adverbio del pasado”,35 y no otros posibles como ayer o antes , y también se lee: “los adverbios /están cansados en mi alma”, “los adverbios/depositándose en mi alma”.36 El presente definitivamente desaparece y sólo se desarrolla la vida en el espacio interior que la memoria ha ido constituyendo; aunque las imágenes que afloran parecen discontinuas en su superficie, las piezas van encajando con exactitud como sustancia de una duración indivisible, de una coagulación existencial donde ya no hay medida del tiempo ni acciones; donde lo sensorial y afectivo se reitera una y otra vez en un diálogo minimalista, de elementos reducidos al mínimo por la obsesión. La dictadura de la memoria ha arrasado la realidad del tiempo del mundo: no estamos en la euforia bergsoniana de la duración , sino en un angustiado malestar de la duración.

Me he referido en otras ocasiones al componente forzoso de espectralidad que así se genera, a partir de la figura del sujeto como superviviente, construida en Descripción de la mentira. “La palabra sobreviviente –escribe Lyotard– implica que una entidad que ha muerto o que debería haber muerto, aún está viva. Con el pensamiento de este aún, de un aplazamiento o de una detención de muerte, se introduce una problemática del tiempo en su relación con la cuestión del ser y del no-ser de lo que es”.37 Y eso es lo que ponen sobre la mesa frases como éstas de Libro del frío: “Esta hora no existe, esta ciudad no existe, yo no veo estos álamos, su geometría en el rocío./ Sin embargo, éstos son los álamos extinguidos, vértigo de mi infancia”:38  no existen, se extinguieron, no los veo; pero éstos son.

 

7. La divisoria de las aguas

 

Si, como proponía Prigogine y quizá hayamos ido comprobando, “debemos considerar el tiempo como aquello que conduce al hombre, y no al hombre como creador del tiempo”,39 se ha introducido ya de hecho la implicación del azar, de lo que se produce sin voluntad ni conciencia, sin obedecer a ley. Los sistemas complejos e inestables nos sitúan ante una peculiar aporía del conocimiento: “una disociación profundamente inesperada entre la inteligibilidad de un fenómeno y la posibilidad de predecirlo”;40 es lo aleatorio: lo que ocurre realmente y es físicamente analizable, comprensible por la razón, pero que no observa regularidades, viene como acontecimiento singular.

Los científicos más apegados a la concepción clásica de la ciencia han sostenido que se llama azar a lo que todavía es desconocimiento, que el azar es una apariencia producida por la ignorancia humana; pero el desarrollo de los sistemas inestables cuenta de hecho con el azar, pues ninguna información completa sobre las condiciones iniciales permite prever el resultado de la mayoría de los procesos físicos y biológicos.

Con estas palabras inicia Ian Hacking su libro La domesticación del azar, dedicado al desarrollo de la estadística y el cálculo de probabilidades en los dos últimos siglos: “El acontecimiento conceptual más importante de la física del siglo XX fue el descubrimiento de que el mundo no está sujeto al determinismo. La causalidad, durante mucho tiempo bastión de la metafísica, quedó derribada o por lo menos inclinada y en suspenso: el pasado no determina exactamente lo que ocurrirá luego”.41 El racionalismo había situado el azar entre las creencias del vulgo, junto a la superstición o el destino; la nueva ciencia –incluso cuando no se reconoce la objetividad de los comportamientos físicos aleatorios– lo ha traído al centro del debate para la comprensión de la realidad. El principio de incertidumbre –más allá del sentido específico que le confirió Heisenberg, respecto a la medición de la trayectoria de las partículas en la mecánica cuántica–, ha funcionado como símbolo de esta nueva evidencia.

La posición o el movimiento de una sola piedra basta para establecer la línea divisoria de las aguas, y las dimensiones del mundo parecen haber súbitamente cambiado con esta conciencia. “Donde existe una medida y donde la medida ya se ha colmado –recuerda Ernst Bloch–, basta con el acontecimiento más insignificante para excederla. Ésta es la función mecánica de lo pequeño respecto a la medida”.42

 

8. Un golpe de dados

 

Aunque es bien sabido que el mallarmeano “un coup de dés” debería traducirse por “una tirada” o “una jugada de dados”, resulta difícil renunciar a la traducción tradicional: la fuerza y el impacto de ese coup hicieron del azar el nudo de la reflexión estética, abriendo una línea que produjo la lucidez anarquista de Dadá y la utopía surrealista del azar objetivo. Dos frases, así traducidas, del poema de Mallarmé –“Todo pensamiento lanza un golpe de dados”, “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”-43 han sido tan citadas que casi olvidamos la concepción que su autor tenía del poema como mecanismo perfecto que debía desterrar de él todo lo aleatorio, o la integración del tema del azar en su especulación metafísica, tan propia de la época simbolista, como ya mencioné a propósito de Bergson.

Aun con estos límites, en el extraño y fundador texto que es Igitur, Mallarmé convertía el azar en la fuente de toda energía tanto material como espiritual. Y, conocedor de la ciencia clásica, era consciente del enfrentamiento con los científicos que ello suponía: “Lo infinito sale del azar, que habéis negado. Vosotros, matemáticos, expirasteis”.44 La asociación con el infinito parece convertir al azar en un elemento que preserva la dimensión metafísica de la existencia, frente a lo que sería sequedad pragmática de los científicos; pero esta idea, en su desarrollo, va curiosamente encontrando los mismos términos que hemos visto relacionados en la nueva ciencia: “en la complejidad marina y estelar de una orfebrería se leía el infinito azar de las conjunciones”,45 escribe Mallarmé.

En ese curso, el azar va adquiriendo autonomía, va cargándose de productividad y poder abarcador; va, también, removiendo las concepciones tradicionales del sentido: “En un acto donde el azar está en juego, siempre es el azar el que realiza su propia Idea afirmándose o negándose. Ante su existencia la negación y la afirmación naufragan. Contiene lo Absurdo –lo implica, pero en estado latente y le impide existir: lo que permite al Infinito ser”.46 Más allá de la terminología, es sorprendente la amplia confluencia entre esta metafísica mallarmeana y la física de los sistemas inestables y disipativos. Mallarmé obliga a mantener el azar como objeto de atención, como objeto que es preciso observar en tanto eje de la realidad; abre el camino para que asuma un papel de motor, de generador de cambios, de superador de límites y creador de espacios.

Entremezclado de manera inseparable con la técnica, el azar interviene en la pincelada de los pintores expresionistas, gestiona la trayectoria del color en las aguadas, mueve y dispone la trayectoria de los pigmentos que Pollock arroja por goteo sobre el lienzo: es el pulso del azar. O, en la poesía más reciente, lo encontramos en trabajos como el que realizan con recortes de periódicos Tomás Salvador González (que precisamente tituló La divisoria de las aguas su último libro publicado) o Vicente Gutiérrez.47 Como en la ciencia actual, conocimiento y azar no son contrarios, sino espacios reales que coexisten, y no tiene sentido oponerlos ni convertirlos en armas que mutuamente se excluyan; a la inversa, se penetran y potencian entre sí.

 

9. Azar en conserva

 

Si hay un poeta contemporáneo que ha explorado este espacio a fondo, de manera nada azarosa, es José-Miguel Ullán; especialmente en lo que podría considerarse segundo periodo de su obra –de Maniluvios a Funeral mal-,48 se da tanto un continuo análisis del azar como su transformación en mecanismo que potencia la escritura: “todo es azar el papel / y la herida que lo habi / ta mas necesita eso sí / un raro candil – la sed”.49 En todos estos libros, el verso de Ullán se fabrica en el oído y su ley es el azar; pero no tomado como mero inventario de enunciados aleatorios, sino como contra-discurso que guía las cosas y construye el mundo.

Volviendo por un instante a Mallarmé, éste había previsto ya cómo la nueva perspectiva iba a producir un desplazamiento en la jerarquía de los elementos poéticos: “La obra pura implica la desaparición elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras, movilizadas por el contraste de su desigualdad; brillan con reflejos recíprocos como un virtual reguero de fuegos en pedrería, sustituyendo la respiración perceptible en el antiguo aliento lírico o la dirección personal entusiasta de la frase”.50 Razón de nadie titula Ullán uno de sus últimos libros y, en el impulso de esta lógica, desaparece el sujeto, al verter su voluntad de riesgo, su deseo de expresión, en la objetividad del azar.

Marcel Duchamp –a quien hoy nadie niega su cualidad de renovador decisivo del pensamiento estético ni su honda raíz mallarmeana– definió algunas de sus piezas más conocidas como “azar en conserva”. Quizá ése es también el trabajo de Ullán, cuando convierte la virtualidad de lo arbitrario en instrumento compositivo, generador de rigor formal. En Maniluvios se trata de un dibujo rectangular que acoge, restringe y determina la mancha tipográfica en la página, no respetando al final de la línea ni la normal separación silábica, estableciendo un tenso desajuste entre lo que el ojo lee y las pautas rítmicas de un verso no escrito que el oído reconoce. En De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, un soneto de Góngora proporciona a la vez plantilla compositiva y pie forzado en múltiples dimensiones: estructurales, verbales, semánticas...; se trata de un ejercicio de formalización arbitraria, que concibe el lenguaje como derramamiento incesante, abanico de explosiones, energía centrífuga, que sólo por medios externos y aleatorios se puede acotar; el pie forzado es imán, núcleo al que se adhieren virutas de habla, estructura que permite apropiarse de los elementos dispersos por una fragmentación. Ya en este libro, y en otros posteriores, los textos crecen como una suerte de poesía encontrada dentro de un conjunto de lenguajes yuxtapuestos y supercodificados, palabras borrosas halladas en la frontera con el murmullo social.

Así concebido, el volumen de poemas aparece para Ullán como un mecanismo de lectura y montaje, circunstancia de una experiencia personal y contingente en el cruce de las lenguas, que no persigue el nacimiento de una lengua-yo, sino que acoge una cadena de decisiones efímeras, de decantamientos de algunas entre las historias potenciales, de personajes, de itinerarios al albur: “vive en verdad por los adioses anda troncha los lazos que / al abismo te unen urde el borrón y cuenta nueva diles / que no hay más raza que el azar que no hay más patria / que el dolor que todo // que todo es frágil y la muerte incluso”:51 y el palíndromo raza-azar recuerda el fondo irónico de la urdimbre. Pero el lector que no se deja cegar por la inercia del mecanismo desemboca en un ejercicio de intensidades, de aguda y honda emoción tendida en la palabra escéptica, en el curso nihilista del texto: “Nada acaso que ver salvo en la cálida / lejanía, azar puro, aceptado, que espacia / lo real”.52

Unas frases que escribió Deleuze en su estudio sobre Nietzsche servirían también para describir este proceso: “Nietzsche identifica el azar con lo múltiple, con los fragmentos, con los miembros, con el caos: caos de los dados que chocan y se lanzan. Nietzsche hace del azar una afirmación”.53 Y el propio Zaratustra viene a confirmarlo: “ésta fue la bienaventurada seguridad que encontré en todas las cosas: que prefieren bailar sobre los pies del azar”.54

 

10. Lo que no se repite

 

Alguna de las consecuencias que lleva consigo esta intervención del azar pueden observarse en el poema de Carlos Piera titulado “Modelo japonés para niños”: “Un pájaro llamado mockingbird /canta de noche en la gasolinera. /Paralela a una posibilidad, va media vida / poblando las habitaciones del exilio. /Toda una tradición en verso: Oriente / e historia de Occidente, / literalmente / y en cualquier sentido”.55 La extraordinaria capacidad de síntesis de Piera ofrece la imagen del azar –el pájaro burlón llenando de su sonido la noche– que, de pronto, nombra una vida y, a la vez, recuerda su falta de necesidad; en la aleatoria elección todo está nombrado (es la historia de la literatura universal), pero todo el sentido permanece abierto (en la literalidad de la materia azarosa, en el tejerse de circunstancias que va configurando lo personal). Sin que los datos se precisen, el doble fondo de distancia del poema (el pájaro, la tradición) añade un plus de sentido, unas coordenadas vitales, que alientan en medio del azar. Como él mismo escribe en otro lugar de la misma Antología para un papagayo: “ser como pudiera ser cualquiera, único en un espacio no vacío, /total, casual”.56 La singularidad no conlleva lo extraordinario, es sólo realidad de la existencia: único, como cualquiera .

La idea de reiteración en lo cotidiano, con acento a la vez elegíaco y objetivo, aparece percibida como una regularidad del tiempo en los poemas de Lola Velasco: “Acaso porque la eternidad / busca siempre / más de lo mismo, / caminamos / sobre nuestras propias pisadas”; 57 por ello, anotar una ruptura en esa cadena no remitiría principalmente a una actitud del sujeto, sino igualmente a la objetividad de los hechos, a algo marcado por determinada manera de existir: “La incertidumbre / es un sonido / que no está entero”: la carencia que rompe la simetría no reside en el oído, viene ya dada como duda objetiva y sonora.

Esta idea de lo incompleto se hace eje, para Lola Velasco, de un sentido inscrito en el curso azaroso de la realidad: “Entre lo que ha ocurrido / y lo que está por venir, / en la espera / de lo inesperado, / cambiamos / con la flexibilidad/ de la piedra inacabada./ Cambiamos todo el tiempo, / y el universo / parece detenerse”.58 Mientras se evoca aquel vínculo entre el tiempo y la no-identidad, que ya observábamos en Diego Jesús Jiménez, la clave de la esperanza está aquí en el azar: lo inesperado es el único estímulo posible para la espera de un cambio, lo no previsto ni previsible. La objetividad paradójica de esta actitud radica en la conciencia de inacabamiento existencial; no ya porque se idealice la condición humana, sino por las propias condiciones de la materia: ironía y sabiduría las concentran en “la flexibilidad de una piedra inacabada”. En medio del universo inestable, queda todavía la energía de lo aleatorio, inscrita en la misma contextura física del ser; la poeta lo muestra sin discurso, sin temas ni conceptos, con la estricta desnudez de la dicción.

“Pensar es emitir singularidades, lanzar los dados”.59 La singularidad, presente en esta conocida sentencia de Deleuze, se ha convertido en término clave de la nueva física que la entropía y el principio de incertidumbre abren; es también –como vemos– el núcleo de cierta filosofía. Y lo poético se constituye, de modo privilegiado, en espacio de singularidad radical: “Por una vez las leyes sólo válidas / sólo una vez del verso”,60  escribe Carlos Piera, y de su mano procede también este otro poema, donde resuena, atraída al terreno que observamos, la noción de aura de Walter Benjamin: “Al levantar las nubes hay un sol de soslayo /y árboles bruscamente bicolores. A veces / (árboles de color casual y de cultura) / palian cuadros la falta de nombres que sufrimos. / Aquella muela de molino y esta / accidentalidad. Y la belleza, /de irrepetible nombre innecesario, / muda en mitad del mar y en batallas dormidas”.61

De algún modo, con estos apuntes que se han ido deteniendo en intersecciones de la poesía actual con cierto pensamiento científico, sólo quería acompañar la definición de Ilya Prigogine que estuvo en la raíz de mis palabras, y con la que termino: “En el seno de una población rica y diversa de prácticas cognoscitivas, nuestra ciencia ocupa la posición singular de escucha poética de la naturaleza –en el sentido etimológico según el cual el poeta es un fabricante–, exploración activa, manipuladora y calculadora pero ya capaz de respetar a la naturaleza que hace hablar”.62 

 

Notas

1 Diego Jesús Jiménez, “Grito con carne y lluvia” , en Iluminación de los sentidos (Antología), Madrid, Hiperión, 2001, p. 60.

2 Rosa Chacel, La sinrazón, Barcelona, Bruguera, 1981, pp. 511-517.

3 Paul K Feyerabend, Provocaciones filosóficas, edición de Ana P. Esteve Fernández, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, p. 150.

4 Citado como epígrafe en: Lola Velasco, El movimiento de las flores, Madrid, Huerga & Fierro, 2003.

5 René Thom, “Determinismo e innovación”, en: VVAA, Proceso al azar, Jorge Wagensberg (ed.), Barcelona, Tusquets, 1996 (2ª), p. 75.

6 Diego Jesús Jiménez, “El lingüista”, Itinerario para náufragos, en: Bajorrelieve, Itinerario para náufragos, Juan José Lanz (ed.), Madrid, Cátedra, 2001, p. 289.

7 Ilya Prigogine, “Enfrentándose con lo irracional”, en: Proceso al azar, ed. cit., p. 157.

8 Ibidem, p. 183.

9 Horkheimer, Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, traducción de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 1998 (3ª), p. 70.

10 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, traducción de Manuel García Velarde, Madrid, Alianza, 2002, p. 181.

11 Ilya Prigogine, El nacimiento del tiempo, traducción de Josep María Pons, Barcelona, Tusquets, 2005, (4ª), p. 24.

12 Ibidem, p. 29.

13 Vladimir Jankélévitch, L'Irreversible et la Nostalgie, París, Flammarion, 1974. Citado en: Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, traducción de Agustín Neira, Madrid, Trotta, 2003, p. 632.

14 Cfr. Henri Bergson, Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze. Traducción de Mauro Armiño. Madrid, Alianza, 1987 (2ª), pp. 88-89.

15 Lola Velasco, op. cit., p. 29.

16 Diego Jesús Jiménez, “Ronda de la noche”, La ciudad, en: Iluminación de los sentidos, op. cit., p. 83.

17 Diego Jesús Jiménez, “Espacio para un sueño”, Itinerario para náufragos, ed. cit., p. 226.

18 Diego Jesús Jiménez, “Poética”, ibidem, p. 298.

19 Diego Jesús Jiménez, “Bajorrelieve”, Bajorrelieve, op. cit., p. 213.

20 Ibidem, p. 216.

21 Diego Jesús Jiménez, “Bacanal para el llanto”, Fiesta en la oscuridad, e n: Iluminación de los sentidos, op. cit., p. 143.

22 Diego Jesús Jiménez, “Primer amor”, Coro de ánimas, e n: Iluminación de los sentidos, op. cit., p. 106.

23 Diego Jesús Jiménez, “En la oscura paciencia de los bosques”, Itinerario para náufragos, op. cit., p. 253.

24 Diego Jesús Jiménez, “Noche de San Juan”, Bajorrelieve, op. cit., p. 176.

25 Diego Jesús Jiménez, “Tiempo desolado”, ibidem, p. 174.

26 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza, op. cit., p. 304.

27 Henri Bergson, Los datos inmediatos de la conciencia, traducción de Juan Miguel Palacios, Salamanca, Sígueme, 1999, p. 76.

28 Ibidem, p. 77.

29 Ibidem, p. 80.

30 Henri Bergson, La evolución creadora, traducción de María Luisa Pérez Torres, Madrid, Austral, Espasa-Calpe, 1973, p. 295.

31 Antonio Gamoneda, Descripción de la mentira, e n: Esta luz (Poesía reunida, 1947-2004), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2004, p. 178.

32 Ibidem, p. 209.

33 Ibidem, p. 189.

34 Ibidem, p. 195.

35 Antonio Gamoneda, “Aquellos cálices”, Lápidas. En: Esta luz, ed. cit., p. 293.

36 Antonio Gamoneda, Lápidas, ibídem, p. 299.

37 Jean-François Lyotard, Lecturas de infancia. Traducción de Irene Agoff. Buenos Aires, Eudeba, 1997, p. 63.

38 Antonio Gamoneda, Libro del frío. En: Esta luz, ed. cit., p. 341.

39 Ver nota 11.

40 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza, op. cit., p. 344.

41 Ian Hacking, La domesticación del azar, traducción de Alberto L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 17.

42 Ernst Bloch, Huellas, traducción de Miguel Salmerón, Madrid, Metropolis, Tecnos / Alianza, 2005, p. 56.

43 Stéphane Mallarmé, “Un golpe de dados”, traducción de Cintio Vitier, en: Cien años de Mallarmé. Igitur y otros poemas, edición de Ricardo Cano Gaviria, Montblanc, Igitur, 1998.

44 Stéphane Mallarme, “Igitur”, traducción de Ricardo Cano Gaviria, en: Cien años de Mallarmé, op. cit., p. 42.

45 Ibidem, p. 43.

46 Ibidem, p. 51.

47 Cfr. Tomás Salvador González, La divisoria de las aguas, Barcelona, Icaria, 2002. El grueso del trabajo de este autor con “palabras encontradas” compone su libro Favorables país poemas, Icaria, Barcelona, 1996. En el caso de Vicente Gutiérrez se trata del cuaderno Bajo aguas tranquilas, Santander, Aula de Letras de la Universidad de Cantabria, s.f.

48 Maniluvios, Barcelona, El Bardo, 1972. Frases, Madrid, Taller de Ediciones jb , 1975. De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado, Madrid, Visor, 1976. Alarma, Madrid, Trece de Nieve, 1976. Funeral Mal, París, rld , 1972-1985 (Consta de seis libros, compuestos en colaboración con artistas). De todos ellos hay una amplia selección en: José-Miguel Ullán, Ardicia, Edición de Miguel Casado, Madrid, Cátedra, 1994.

49 José-Miguel Ullán, “[Límites del poema]”, Maniluvios, e n: Ardicia, op. cit., p. 220.

50 Stéphane Mallarmé, Fragmentos sobre el libro, traducción de Juan Gregorio, Murcia, Colección de Arquitectura, 2002, p. 126.

  51 José-Miguel Ullán, “[El poema], 6”, Maniluvios, e n: Ardicia, ed. cit., p 224.

52 José-Miguel Ullán, “Contratiempos”, Visto y no visto, Madrid, Ave del Paraíso, 1993.

53 Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, traducción de Carmen Artal, Barcelona, Anagrama, 1986, p. 41.

54 Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1973, p. 235.

55 Carlos Piera, Antología para un papagayo, Madrid, Hiperión, 1985, p. 21.

56 Carlos Piera, “Ensayo sobre un tema de José Afonso”, ibidem, p. 35.

57 Lola Velasco, op. cit., p. 41.

58 Ibidem, p. 66.

59 Gilles Deleuze, Foucault. Traducción de José Vázquez Pérez. Barcelona, Paidós, 1987, p. 47.

60 Carlos Piera, Versos. Madrid, Visor, 1972, p. 67.

61 Carlos Piera, “Exilio (postal)”, Antología para un papagayo, ed. cit., p. 17.

62 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza, ed. cit., p. 310.