MAURICIO TENORIO
The Children of Prescott (1) 

 

A caso fue William Prescott (1796-1859) el primer mexicanista cabalmente estadounidense que empieza la saga del estudio de México. Tengo para mí que ese reservado historiador, casi ciego, que nunca piso suelo mexicano, apersonaba los rasgos esenciales que habrán de caracterizar el quehacer del mexicanista en Estados Unidos. No hay, pues, porque espantarse que su History of the Conquest of Mexico (1843) fuera en el mundo el libro más influyente sobre México, quizás hasta la aparición de libros como Idols behind Altars (1929) de Anita Brenner (1905-1974), Peace by Revolution (1933) de Frank Tannenbaum (1893-1969) y, sobre todo, Many Mexicos (1941) del no menos enigmático y gringo, cuantimás historiador, Lesley Simpson (1891-1984).

Todos estos libros, cual es claro, importantí­simos, resultan de “amistades peligrosas” entre Estados Unidos, México y Europa, de ahí su relevancia. Don William Prescott le pedía a su amiga escocesa, madame Calderón de la Barca, que le describiera el paisaje de los alrededores de Jalapa, los árboles, las flores, el cielo, para así narrar el paso de Cortés por la sierra de Veracruz. A Frances Calderón de la Barca no se le escapaba detalle. A su manera, Prescott pagó los paisajes narrativos agenciando con Charles Dickens la publicación de las afamadas impresiones mexicanas de doña Frances. A la conexión escocesa, mexicana, estadounidense, se podría sumar la crítica, corrección, uso y abuso del trabajo de Prescott a manos de mexicanos, desde los amigos epistolares de don William, J. F. Ramírez y Lucás Alamán, hasta Vicente Riva Palacio y Justo Sierra. Ni Mexico a través de los siglos (1887-1889) ni México su evolución social (1900-1902) hubieran sido pensables, al menos en sus primeras partes, sin la recopilación de documentos y sin la interpretación de Prescott, la cual no ha cesado de crear seguidores y enemigos.

Así los otros libros: Brenner, una mexicana gringa, o una gringa mexicana, o una judía errante de San Antonio, o una intermediaria cultural, a como se quiera: bohemia, antropóloga, coleccionista, traductora de Manuel Gamio al inglés, amiga y colaboradora de Tina Moddoti, Edward Weston y Franz Boas, ayudante de Ernest Gruening, amante de Jean Charlot y confidente de Diego Rivera. Tannenbaum, el populista y anarquista a la americana que por estudiar prisiones de Estados Unidos acaba estudiando la Revolución Mexicana, coleccionista de datos mexicanos, beneficiario de Luis Wistano Orozco, Molina Enríquez, Silva Herzog y muchos más, íntimo de Lázaro Cárdenas y fundador del latinoamericanismo moderno en la Universidad de Columbia, a la vez que padre intelectual de la Nueva Izquierda estadounidense, la cual retoma a Tannenbaum al revisar el pasado de Estados Unidos –no de Latinoamérica– en la década de 1960 . El mismo Tannenbaum que a principios de la década de 1980 Alan Knight declarara el ganador en las interpretaciones de la Revolución Mexicana. De esta ralea, buena y de abolengo, es la prole de Prescott.

Porque en Prescott se amalgaman varios protagonistas que, no obstante los años, siguen constituyendo la trama del y de la American Scholar cuya faena fue y es México. Y digo que son seis estos personajes; esto es, en todo Prescott caben: an American , un Tocqueville de “siesta, fiesta y sombrero”, un anticuario, un Lord Byron de los tropicos, un empresario cultural y un experto muy costoso.

Como Prescott, todo o toda mexicanista estadounidense ha sido ante todo an American , es decir, un ciudadano que se ocupa y, cuando bien nos va, se preocupa de la cosa pública en su propio país, ya por impulsos intelectuales o por intereses religiosos, familiares o políticos. El Mexicanist es y se asume como an American y echemos ahí todo el peso mítico de la palabra. Esta es una marca que se detecta a poco que se lea una selección mínima de libros estadounidenses sobre México publicados entre, digamos, 1880 y el 2000, en los cuales –juego la apuesta– invariablemente el lector encontrará una clara y militante noción del “we”. Esto es, una especie de perspectiva ciudadana que resalta como tela de fondo para describir, criticar, ensalzar o diagnosticar a México. “Los mexicanos deben estar ya muy cansados de la fiebre de literatura que habla de ellos y que ha salido de la pluma de viajeros, artistas y periodistas estadounidenses en los últimos años”, afirmaba en 1941 Hans Zinsser, el distinguido bacteriólogo germano-estadounidense que en 1931 estudió la relación entre las ratas de la ciudad de México y el tifo. “Los mexicanos ni disfrutan de la manera paternalista con la que son vistos, ni gustan que se escriba de ellos como si fueran en nuestro continente una suerte de tragicómicos anacronismos teatrales”. Y sin embargo, a punto seguido, Zinsser se vestía del ciudadano estadounidense que veía que el problema de México estaba no en un atávico racial, como creían muchos de sus compatriotas, sino en las pésimas condiciones de salud que ofrecían la vida y la comida en comparación al puritanismo culinario y a la asepsia estadounidenses. Antes que ser bacteriólogo, antes que ser un antiracista –y lo fue en momentos difíciles al defender a la inteligencia judía en Alemania y Estados Unidos–, era, y que bueno, an American.

También Prescott y su progenie han querido ser Tocqueville, algo más que simples viajeros: viajeros catrines, observadores que por ver allá ven acá, siempre entre allá y acá, sin saber nunca para quién en verdad se está hablando. Tocquevilles, pues, pero de tierras de “siesta, fiesta, and sombreros”, por ello siempre muy cuidados de que no se les vea el plumero: de que no sea evidente que al hablar de México hablan de Estados Unidos o que al hablar de Estados Unidos hablan de México. Alexis de Tocqueville en América o en Europa creía hablar de manzanas, pero el Tocqueville mexicanista en silencio siempre siente que mezcla peras con manzanas, que México y Estados Unidos no son de la misma especie. Mexicanismo, pues, ha sido el crear la consabida diferencia ontológica entre las peras y las manzanas. Pero los Tocquevilles mexicanistas son indispensables. Gruening o Tannenbaum, o inclusive el distinguido historiador del liberalismo mexicano, Charles A. Hale, describían la revolución institucional y social de México, o los avatares decimonónicos del liberalismo, como un diagnóstico de su propia sociedad. Por eso dijeron algo importante sobre México, sobre el liberalismo, sobre las revoluciones.

Por otra parte, al Mexicanist también ha sido habitado por un Lord Byron de los trópicos, una suerte de irrefrenable exotismo que lo lleva a reproducir la lejanía, el retraso, lo exótico, lo utópico o lo atávico de esos tristes trópicos. Románticos como los que más cuando se fascinaban de los Panchos Villas, o cuando se enamoraban de Lázaro Cárdenas o de Tepoztlán o de Chiapas o del pri . En una cantina del Taxco de principios de la década de 1930 , el romanticismo rampante del poeta Hart Crane (que quería escribir, previo pago de la Guggenheim, un poema épico sobre la conquista), se veía aminorado por el historiador Lesley Simpson. No era posible tanta inocencia, creía Simpson, había que leer esto y aquello, y harto sabía el historiador de las instituciones de la Nueva España. Pero el poeta indignado dejó al historiador con la palabra en la boca: la verdad, la poesía, no se alcanzaba con libros, sino viviendo a México como él, Crane, lo vivía –es decir, montado en tequilas y en los cuerpos morenos que tanto le atraían–. No era sólo el encuentro del romántico y el científico. Eran dos hijos de Prescott luchando en su Missolonghi ; el poeta nunca terminó su poema y acabó tirándose por la borda del barco que lo llevaba de regreso a casa; el historiador escribió el poema, la verdad, que pedía su tiempo, es decir, un monumento duradero a la fascinación por la diferencia civilizacional entre Estados Unidos y México: Many Mexicos.

Y como Prescott que compraba libros, mercaba documentos, abría colecciones en Estados Unidos, traía y llevaba papeles y gente, todo Mexicanist es también, o quiere ser, un empresario cultural, un intermediario de mercancías culturales e históricas. Algún día se escribirá la historia de la travesía de libros y objetos entre Prescott, Bancroft, F. Starr, Nicolás León y García Icazbalceta. Más sobre todo, como Prescott, el mexicanista quiere que por ser an American , un Tocqueville, un Lord Byron y un empresario cultural se le reconozca un nicho de conocimiento y poder, se le vea como el experto, que se le de su trozo de autoridad y poder en la política, en la academia, en los medios de comunicación estadounidenses. México se convirtió en una mercancía académica, política y cultural, cuyos dealers fueron y son los mexicanistas.

Y en estos menesteres el periodismo estadounidense ha jugado un papel destacado. Fueron algunos periodistas de la prensa progressivist los que iniciaron la denuncia del lado oscuro del régimen de Porfirio Díaz (John K. Turner). Y fueron periodistas socialistas los que hicieron de la Revolución mexicana una con la épica de la era de revoluciones (John Reed). Pero también se volvió usanza el periodista estadounidense subsidiado por Díaz, Carranza, Carrillo Puerto, Calles u Obregón. A fines de la década de 1890 un periodista estadounidense decía que cualquiera podía escribir un libro lindo sobre México después de dos semanas de visita. Y si se trataba de estar en consonancia, resultaba difícil encontrar algo bueno qué decir sin el estímulo de un subsidio del gobierno mexicano. Y fue una oleada la de libros publicados por viajeros y periodistas entre 1917 y 1940, pagados y no por autoridades mexicanas. Para 1930, incluso los lúcidos “gringos” y “gringas” que tenían tiempo de vivir en México y de México estaban cansados de tanto libro estadounidense sobre el país en que habían residido por años. Al comentar el libro de Stuart Chase (México: A Study of Two Americas, 1931), uno más de esta oleada, Katherine Anne Porter decía que “México ya no era un lugar para visitar ni para vivir”, se había convertido en “presa de sus amigos”, los comentaristas estadounidenses que “inundan al país por todas partes y le chupan el corazón como una plaga de langostas”. Y dado que Chase se mandara la puntada de dar consejos a los mexicanos, Porter aventuraba un consejo a sus “fellow authors”: visiten México como si visitaran cualquier país del mundo, sin “presumir que son candidatos naturales para obtener favores oficiales, y sin esa amabilidad condescendiente que tanto enfurece a los mexicanos inteligentes. Si realmente adoran la forma de vida que encuentran aquí, no la toquen”. Querellas estas entre los hijos e hijas de Prescott.

No obstante, con la profesionalización de la prensa, el periodismo estadounidense ha producido sus mejores frutos y hoy es más probable la colaboración entre mexicanistas estadounidenses académicos y políticos mexicanos, que entre éstos últimos y periodistas estadounidenses. De hecho, es en el periodismo de investigación de Estados Unidos donde realmente se pueden encontrar caras inéditas de México, rostros que son difíciles de encontrar tanto en la prensa y ensayística en español, como en la producción académica estadounidense (pienso, por ejemplo, en aquellas entregas notables de Alma Guillermoprieto para The New Yorker y The New York Review of Books). Esto es de lo bueno que esperemos pronto encuentre más eco en México y Estados Unidos.

Pero el mexicanismo académico anda por otras sendas. En fin, muy post esto y post lo otro, muchas modas universitarias pero los hijos de Prescott, creo, siguen siendo los muchos hombres que don William fue. Más el problema no está en ser tantas personas a la misma vez, sino en la forma de la mezcla. Y de ya digo la fórmula que a mi me ha parecido más trascendente. El mexicanismo estadounidense que trasciende no es sólo el que habla de México para México, tampoco el que habla de México para Estados Unidos, sino el que por decir “amen”, “amen”, dice “amor”, “amor”: el que por tocar México, toca fuerte a Estados Unidos, y al hacer esto elabora un comentario esencial sobre México y los tiempos que van corriendo. Un mexicanismo estadounidense para consumo exclusivo del mexicano es en el mejor de los casos innecesario, en el peor, un embuste. Un mexicanismo estadounidense exclusivo para “ o gringo ver” , va bien para ganar puestos universitarios pero es estéril política e intelectualmente. El mexicanismo estadounidense que hace y hará diferencia tiene que ser un llegar a formas de conocimiento como esas cosas esenciales que se sueñan y que no se recuerda en qué idioma fueron soñadas; será como el fin de esa rutina del payaso de dos cabezas cuyo acto consistía en que una cabeza le contaba a la otra los miles de lugares por los que había andado y la vida tan autónoma que había llevado, para terminar saliendo de escena sobre los mismos dos pies y balanceando los mismos dos brazos. El mexicanismo que viene es el que conoce bien esta rutina, pero la sabe una ilusión óptica, una ironía insuperable. Un mexicanismo que reconoce que no son dos cabezas sino dos actores, pero que asume, trágica o cómicamente, que hay un solo pantalón y una única camisa por vestir.

 

Los retos

Partamos de unos cuantos datos incuestionables. La Guerra Fría ha terminado, y para lograr consensos no contamos con paradigmas políticos, académicos o morales como lo fueron el marxismo y sus circunstancias; el panorama político del imperio, como el futuro de México, son inciertos. Además, la integración económica y humana entre México y Estados Unidos es y será. No creo que estos sean puntos de partida muy controvertidos.

En este contexto, cuatro son los retos que enfrenta el mexicanismo estadounidense. El primero es el reto del lenguaje; el segundo es el conceptual y disciplinario que implica la conjetura “América Latina”; el tercero, es el reto ontológico que viene de las traídas y llevadas diferencias entre civilizaciones. Y el cuarto es el reto gremial. De otra manera dicho, el primero es el reto de la cultura; el segundo, de la historia; el tercero; de la raza y el cuarto, de la grilla.

El reto del lenguaje es muy simple: el mexicanismo estadounidense generalmente ha mantenido una distancia jerárquica con su objeto de estudio sobre todo a partir de la lejanía de lenguas. Es decir, generalmente para el politólogo, el sociólogo, el historiador o el antropólogo mexicanista estadounidense, el español ha sido una suerte de dialecto de field work , para entrevistar políticos, burócratas o para hablar con informants , incluso indígenas, para leer documentos o fuentes, pero en muy pocas ocasiones la lengua ha sido vivida como lo que es: una suerte de río inmenso que lleva en su cause formas de ver y ser, para arriba, para abajo, populares y no, de ayer, de hoy, que cruza México de distintas formas, llega a Estados Unidos y es mucho más que México o que Estados Unidos. Es un mundo. Si mexicanismo ha de ser sinónimo de un mutuo ser, un común saber, comprender y entender, entonces las nuevas generaciones de mexicanistas estadounidenses han de dejarse habitar por esa lengua, aunque tal cosa nunca sea del todo posible. Han de superar la relación instrumental con su lengua de trabajo y hablar, escribir , vivir las lenguas. Siempre me sorprendió en las universidades estadounidenses ver que los expertos en historia o política de Francia utilizan el francés no sólo para leer documentos sino para leer poesía, novelas, política, economía, cine, chistes, vida... Los historiadores alemanes de Francia, y los franceses de Alemania, conocen y respetan la literatura, el comentario, la prensa, el cine, de la otra lengua de una manera entre iguales. Hay que habitar las lenguas, eso y no el amor abstracto a la diversidad y a la distancia etnográfica crea puentes, además de que quizá el amor a las palabras es la única verdadera fuente de conocimiento.

Cuando ser mexicanista estadounidense signifique habitar esa otra lengua, será porque las culturas mexicanas, las lenguas, han ganado respeto, han perdido exotismo, han dejado de ser field work para ser lo que ya son, parte intrínseca de nuestro, de todos, presente y futuro en todo el espectro de posibilidades expresivas. Sobre todo, el mexicanismo que venga, sin dejar de ser escritor en lengua franca, debe dar calidad y estatus al español en Estados Unidos. Of course I am no one to claim such a thing, as I injure the English language every single day in my classes. And yet, in my writing in English, in my daily reading of academic works, novels, poetry, in English, when I watch cinema, when I examine the lyrics of popular songs, in English, I struggle, alas unrewardingly, to be a part of the meanings that surround me. Beside, I could not have damaged the language more than any u.s . post-this and post-that scholar who writes about, say, the gendering interstices of post-colonial subaltern ethnic hens as constructed counter-hegemonic discourse vis-à-vis the neoliberal virocentric social construction of the chicken influenza .

Por su parte, el reto conceptual y disciplinario implica los cambios de paradigmas en las distintas ciencias sociales y los cambios económicos, demográficos y sociales que no son, como se cree, cosa de esa globalización que hoy emborracha a los académicos. Es la larga duración de la historia en sentido estricto. Es el reto de afrontar lo ajustado que fue meter en México a todo lo que en América no fuera “anglosajón”. Latin America para estudiosos estadounidenses fue una suerte de ensanche de juicios y prejuicios sobre México. Y como los conceptos aprenden a andar por propio pie, hoy México es forzado a caber en la certeza racial y cultural llamada Latin America.

Es mi convicción que América Latina ya es un concepto muy cargado de “la resaca de todo lo vivido”. Implica un conjunto de prejuicios raciales e históricos ya insostenibles para México y para la región. Van mudando, y mucho, los problemas reales y los métodos y preocupaciones teóricas en las distintas disciplinas, pero aún se espera que Monterrey tenga más que ver con Cochabamba que con Houston. Un absurdo. O todavía puede sostenerse sin empacho que el problema de México, como el del resto de América Latina, son las identidades, como si al decir “América Latina” el observador estadounidense no hubiera ya solucionado tanto su propio enigma de identidad con eso de “Latinoamérica” como también el supuesto problema identitario de la región al afirmar de tajo la inconfundible latina identidad que es lo hibrido de ser y no ser, ergo, la identidad del buscaidentidad. O es posible encontrar proyectos de investigación que lleven por mote “ Critical Race Theory of Latin America ”, mas ¿qué es lo crítico de una teoría racial que aún mantiene la idea de una latina América? O se da el teórico literario estadounidense experto total y único, sin sonrojo, en una literatura mexicana, o en una literatura del Caribe, o en la literatura gay de Argentina y en la de mujeres peruanas, pero otra cosa muy distinta es el experto en la literatura “peninsular”, como si no fuera todo la literatura en español. O puede sostenerse en análisis del desarrollo económico que, digamos, en 1920 los negocios en México eran, y aquí la consabida coda, “as in the rest of Latin America”, negocios de familia. Pero, ¿en qué lugar del mundo en 1920 los negocios no eran cosas de familias? O puede decirse que México, “ as the rest of Latin America”, es mestizo… ¿quién o qué no es mestizo?

En fin, es cada vez más evidente que América Latina es una categoría de análisis muy limitada para tratar temas ecológicos, políticos, sociales o culturales, no porque cada país sea un mundo –que lo es– sino porque la demarcación de cualquier problema no respeta este largo prejuicio histórico y racial llamado América Latina. Aún podemos creer que hay un “ethos” latino, una herencia colonial, un atávico ser latinoamericano, porque creemos que la historia nos avala. No. América Latina es una categoría de análisis hecha de la misma argamasa que pangermanismo o panafricanismo, y es de otro costal que la vieja idea panamericanista. Esta última fue propuesta en 1932 por el entonces insigne presidente de la Asociación de Historiadores Estadounidenses, Herbert E. Bolton; “ The Epic of the Greater America” la llamó y era, a su buen ver, “un tratamiento más amplio de la historia estadounidense, para compensar la presentación puramente nacionalista a que estamos acostumbrados”. No era una idea racial, no era una mala idea. Fracasó pero no es que América Latina sea un gran logro analítico. Fue, por cierto, un alumno de Bolton, Charles W. Hackett, quien afianzó los estudios mexicanos en la Universidad de Texas, por ello el nombre de un salón en ella (Hackett). Desafortunadamente, el profesor Hackett, gran amigo de México, de Manuel Gamio, del movimiento indigenista interamericano, se quitó la vida aquí en Austin en 1951 .

El concepto, mejor aún, el latinoamericanismo tuvo su función, y noble, cuando la historia era la raza, en el post- 1898 y de ahí al panhispanismo arielista o vasconceliano. O servía para algo cuando era sinónimo de un paradigma desarrollista, un plan global de sustitución de importaciones, protección y crecimiento de Estados fuertes con agendas sociales. También cumplió su función –que cada quién juzgue si buena o mala– cuando fue sinónimo de revolución socialista. Pero la realidad y las ciencias sociales empiezan a ver otras cosas, y la historia “América Latina” ya no funciona como marco. Los economistas ya hablan de Brasil, India y China. La ecología no respeta el concepto. Incluso flaco favor hacemos al gran problema de la región, la desigualdad, encaramando sus características y soluciones aún en la categoría América Latina, a menos que creamos que en el panlatinismo a la usanza de Hugo Chávez o Fidel Castro está la solución. Simple: México como una y la misma cosa con la sagrada trinidad América Latina-hibridismo racial-anti-anglosajonismo es una derrota intelectual.

Hay, ni qué decir, muchas cosas en común entre los países que surgieron del colapso de los imperios ibéricos. La lengua siempre será un factor de discusión a coro, pero incluso en esto no sé porque Estados Unidos no es parte del asunto. El reto del mexicanismo estadounidense es cómo superar o renovar la categoría América Latina de tal forma que no sea el prejuicio de una diferencia civilizacional y racial entre lo anglo y lo latino. Es el reto de entender que, aunque duela, la historia moderna de México, el Caribe, Centroamérica y Estados Unidos es una unidad, de una manera muchísimo más trascendente, empírica, conceptual y políticamente, que la categoría racio-cultural América Latina. Si el mexicocentrismo del latinoamericanismo estadounidense, y la Guerra Fría, ayudaron en el siglo xx a crear la sólida categoría América Latina, el reto del mexicanismo futuro será vivir con la categoría pero de manera digna, ayudando a crear conceptos, historias, mas útiles en todos los sentidos. Es curioso, la idea histórica “l´Amérique” sirvió a Estados Unidos para liberarse de lo atávico, de lo antiguo, de la opresión de lo viejo. Pues que para eso sirve ese conocimiento moderno, la historia. En tanto, la historia América Latina no libera, amarra a atavismos raciales, latinos, coloniales, estéticos, morales...

Por otra parte, el reto ontológico es el de superar las esencias raciales que se han constituido en una aparentemente insuperable barrera de civilizaciones. Casi todos los posts, multis y las diversidades que hoy son cánones éticos acaban por reforzar la vieja creencia en un pasado, en una raza, en una genética, en una tradición eterna que empieza en algún lugar cerca de Austin, Texas, y acaba en Tierra del Fuego. Creencia que se complementa con la certeza de que esa ontología es muy otra que lo que, supongo, debe llamarse lo anglosajón –un horror de término–. Es un reto porque el mexicanismo, base esencial de esta creencia, debe estar a la vanguardia de la caída de esta cortina que no es de hierro (México ya está en Estados Unidos, Estados Unidos ya está en México, aquí nadie para nadie), ni de tortilla (al máiz pertenecemos por igual), ni de historia (es la misma historia), sino de prejuicio pura y llanamente racial. Por digno y bonito que nos parezca seguir hablando de política étnica, de mestizaje o de multiculturalidad o de latinos… es raza lo que estamos proponiendo. Heine, ese romántico alemán que odió y amó a “la raza” alemana, decía que había que sumarse a la total y absoluta tolerancia, aceptando todas las razas, o negarse por completo a la tolerancia; mantenerse tan puros como se pudiera. Lo que no se podía, decía, era permanecer en el entrecruce de caminos. ¿Cómo es posible que España, Portugal y Grecia sean parte indiscutible y ciudadana de Europa, cómo es posible que incluso pueda estarse considerando a Turquía, y México y Estados Unidos mantengan como precepto teórico, político, ciudadano, étnico y cultural la diferencia civilizacional? No son ni han sido dos civilizaciones, y sobre todo ya no hay siquiera manera de diferenciar entre dos pueblos apartados por la geografía. Es la misma amalgama de gente. Si el mexicanismo estadounidense sigue reproduciendo las diferencias civilizatorias, los riesgos son altísimos en estos tiempos fundamentalistas, en estos tiempos donde una seria crisis económica o política aquí o allá puede acabar en desplazamientos de millones de personas y en guerras nativistas. No tenemos que inventar un mundo, ya está aquí y no es bonito. Ahora inventemos un mexicanismo para este mundo. Y si no es el mexicanismo, sino es el latinoamericanismo estadounidense, el que ha de hablar de no-raza, alguien, algún loco, tiene que hacerlo.

Por último, el reto gremial es menos general y abstracto, pero por ello es más urgente pues concierne a los académicos mexicanistas de manera directa. Lo que estoy a punto de afirmar es delicado para la brevedad a que me obligo. Seré agraz pero trataré de tener el mayor cuidado. Y parto de ciertos supuestos que no profundizaré.

Primero, que en varias disciplinas las academias mexicana y estadounidense hace tiempo que están muy integradas (en las ciencias exactas, por ejemplo), y que esto seguirá pasando. Segundo, que la crítica que estoy a punto de hacer ya la he hecho del lado mexicano en varios trabajos publicados en esa lengua exótica, la de Castilla, en la que, curiosamente, nunca me lee el mexicanismo estadounidense. (Que no tendrían por qué, lo que me asombra es que sí lo hagan cuando escribo en inglés). Así que me curo en salud, no crean que no lo he dicho para mis colegas mexicanos. Tercero, que yo mismo soy y me asumo a la vez como un mexicanista a la manera estadounidense y como un participant observer del mexicanismo estadounidense, no por puro y neutral sino por, y disculpen el mexicanismo, huevón e ineficiente, que por ello no puedo ni quiero ser capo de gremio ni en Estados Unidos ni en México.

Pero bueno, el reto gremial es éste, la pregunta que me he hecho a lo largo de 15 años de ir y venir entre el CIDE y Austin, entre la academia mexicana y la estadounidense, es: ¿qué tiene México que con relativa frecuencia hace grilla de todo lo que toca? Por grilla entiendo el politicking mexicano, nada particularmente atávico y latino. Es la manera de hacer lobbying en México y la forma como históricamente se hizo política en un régimen unipartidista pero representativo y que ha conllevado, y eso es lo que me importa resaltar, una peculiar relación entre la inteligencia y el poder.

El gremio mexicanista estadounidense ha producido economistas, historiadores, antropólogos, politólogos, sociólogos y geógrafos de primerísimo nivel que han realmente contribuido al conocimiento no sólo de México sino de Estados Unidos y sobre todo de problemas más que “gringos”, más que mexicanos. En mi propio campo, la historia, como he escrito en otra parte, la historia de México se escribe en buena parte en inglés y el oficio de historiador es incomprensible sin el impulso de la discusión, las interpretaciones, los recursos y las bibliotecas que favorecen y mantienen las universidades estadounidenses. Pero he estudiado y he vivido cómo el mexicanismo estadounidense ha estado dirigido, quiero decir en términos de poder y recursos gremiales, por una grilla muy a dos bandas, con grillos mexicanos y con académicos estadounidenses. Déjenme decirlo así, en breve: por razones históricas y políticas, el consenso que significó el pri , no meramente cual partido de Estado, sino como el segundo Estado mexicano, el primero realmente moderno y amplio, el primer welfare state mexicano, significó también una peculiar forma de convivencia de la inteligencia con el poder. Pero lo que asombra es que esta peculiar convivencia también ha incluido al mexicanismo estadounidense de una manera limitada en número, pero significativa por la importancia y el poder gremial de los académicos de universidades estadounidenses que le han entrado a la grilla. No se me mal interprete, no creo que sea corrupción o algo así de feo. Estoy hablando de cercanía del poder académico mexicanista estadounidense con la alta grilla mexicana. Y no creo que haya sido cosa de que unos grillescos personajes mexicanos hayan comido las conciencias inocentes del mexicanismo estadounidense, sino que se trata de un matrimonio de mutua conveniencia.

Colegas: si les contara las que yo he descubierto en archivos y correspondencias, lo que yo he visto en mi secreto papel de participant observer del mexicanismo estadounidense. Para ponerlo, como se dice bellamente en inglés, en una cáscara de nuez: Una simple conversación con la gran mayoría de los historiadores, politólogos, economistas o antropólogos, mexicanistas y no, de la Universidad de California en Los Ángeles –¡en Los Ángeles!– pondría al tanto a cualquiera de la grilla grande que ha sido por años el mexicanismo en esa prestigiosísima universidad, grilla comandada por un rancio mexicanista, grillo que más nunca. No abundaré, los del gremio saben de qué hablo. Un despropósito intelectual, si me perdonan decirlo. ¿Y es la ucla una excepción? ¡Uy! Si les contara lo que he encontrado en los papeles de Stanley Ross, aquí abajo en mi querida Benson Latin American Collection . Lo que no hizo el profesor para consolidar su poder gremial, la de grillas que se aventó con mexicanos… ¡Uy! Y Tannenbaum mismo fue cercanísimo a Cárdenas y hay mucho de cabildeo en su papel mexicanista en años difíciles para México en la prensa y el Congreso estadounidenses, al menos frente a la izquierda New Deal . En tiempos de Ernesto Zedillo, circulaba un mexicanista estadounidense, amigo de Zedillo, por las universidades estadounidenses, cuya tesis era que el problema de México consistía en la dicotomía entre un presidente demasiado democrático y una sociedad harto autoritaria. ¿Y la Universidad de California en San Diego y los Salinas? ¿Y el tlc y Clark Reynolds en Stanford? ¿Y Harvard y la elite política mexicana? ¡Uy! Si les contara, pero no, no voy hablar más, y menos de la Universidad de Texas, mi casa, donde también se cuecen habas, y menos voy hablar desde aquí adonde llega el aroma de los libros viejos de la Benson. Sería una patraña. Pero lo voy a decir así: no conozco muchos colegas en las universalidades estadounidenses que trabajen sobre India, sobre Francia, sobre Alemania, sobre Guatemala, que hayan cenado con, comido con, invitado a presidentes y a altos funcionarios del gobierno indio, francés, alemán o guatemalteco. O es impensable o es imposible o es innecesario o es peligrosísimo. ¿Qué le ha pasado a nuestro gremio?

No quiero parecer ante ustedes un purista ni intelectual ni político. Entiendo las razones de esta cercanía y en otro lado he escrito sobre el tema, pero el reto para todos nosotros, buenos hijos de Prescott, es el de reinventar nuestro poder gremial. Y no hago un llamado a las buenas conciencias de nadie, sino al simple y llano sentido común. Si fue bueno o malo, si es bueno o malo, este modus vivendi grillesco del gremio mexicanistas estadounidense, that's not the point . La cosa es que ya es imposible mantenerlo.

Primero, porque si realmente hemos de renovar de una manera teórica y cívica trascendente el mexicanismo estadounidense, entonces para las futuras generaciones de mexicanistas jugar a la grilla conllevará un riesgo, un dar cuentas no sólo frente a México, su política y su academia, no sólo frente a los académicos estadounidenses, sino ante la política y la cultura cívica de su propio país. Si la grilla no se vuelve un riesgo, señal inequívoca de que seguimos haciendo ciencia protegidos en la barrera civilizacional, diciendo nada trascendente ni para Estados Unidos ni para el país que seguiremos tratando como república bananera.

Segundo, porque para bien y para mal ha sucedido una revolución disciplinaria en las ciencias sociales y las humanidades estadounidenses, una revolución que dificulta cada vez más la grilla a escala binacional. La transformación es sobre todo una mala noticia, es camino a la intrascendencia y a las modas académicas que suelen tocar a la puerta del “pra o gringo ver”. Pero bueno, al menos mientras los críticos literarios profesionales se preocupen por el sexo de Sor Juana o el graffiti gay en las cárceles de Tijuana, o mientras los historiadores le den dale que te dale a la noria de las agencies y las identidades profundas y los intersticios de las etnias del mundo a vénganos tu reino, o mientras el politólogo termina su último game model sobre el voto en San Juan Chamula, mientras eso pase hay pocas posibilidades de que les de tiempo de darle a la grilla. No crean, celebro, por ejemplo, que la nueva moda politológica esté poco a poco metiendo a México dentro de preocupaciones más generales e importantes y que algún día México deje de ser una cosa exótica y de segunda en los departamentos de ciencias políticas. Que bueno que no le estén entrando a la grilla, además los académicos mexicanos y estadounidenses están, en ciertas disciplinas, cada vez más integrados a nivel de los jóvenes, que trabajan allá y acá seriamente aunque a veces a mí me parezca un poco oscuro lo que hacen. Lo celebro y aspiro a que de estos expertos con el tiempo salga una especie de Amartya Sen que, cansado de hacer regresiones, escriba en Reforma y en The New York Times su crítica a la política comercial de Estados Unidos, proponiendo modelos prácticos y claros, lanzando políticas fiscales comunes, planes Marshall para México, ideas para una ciudadanía responsable para un mundo vivido en común... Yo tengo fe en una parte de esta especialización, porque aleja de la grilla y porque puede llevar a agendas comunes, pero quizá me equivoque.

Y finalmente, el mexicanismo estadounidense tiene que ir más allá de la grilla, porque la grilla mexicana es más impredecible que nunca. He visto como los capos de nuestro gremio en Estados Unidos malabarean con sus invitaciones a políticos, y los que ayer comían, invitaban o asesoraban a Salinas o a Zedillo o a Camacho o a Labastida luego apurados negociaban invitaciones a Fox, a Martita y a su gabinete. Pero este juego se acabó. Es muy riesgoso. El sistema político mexicano, como toda democracia, se vuelve ignoto. El poder en nuestro gremio debe cambiar de ejes, alejarse de la grillería y quizá encontrar una cierta voz crítica alejada del poder. En suma, hay que pararle a la grilla. Ya no paga.

 

Fin

No quisiera que este fuera el final de mi exposición, pero así salió en el poco y apresurado tiempo que tuve en medio de la mudanza. Prefiero sacarlos de esto último e ir a terrenos más agradables. Contarles, no sé, una historia. Por ejemplo, que cuando yo era niño en casa de mi abuela en La Piedad de Cabadas de Michoacán de Ocampo había un libro publicado en España hacia 1913 con licencia papal, que llevaba por título El pecado solitario . De niño, ojeaba el libro, pero no entendía nada, a diferencia de mis lecturas de pleitos sucesorios en los viejos documentos de mi abuelo notario. Pero ¿qué era eso de “sácate las manos de los bolsillos”?; ¿“no te expongas al pecado solitario, no permanezcas en cama despierto más de un minuto”? De adolescente, entendí muy bien cuál era el pecado y caí en la cuenta de que éramos legión los solitarios. A través de los años, siempre regreso al título, El pecado solitario, y creo concluir, ahora que he aligerado el tono de mis palabras, que el único verdadero pecado solitario que uno puede cometer es la ingratitud. Y ese sí que no lo cometeré. A la Universidad de Texas le debo muchísimo, dejo amigos entrañables, tres que me han acompañado desde mi adolescencia y de los cuales he sido y seguiré siendo aprendiz (Ida Vitale, Enrique Fierro y Charles R. Hale), y varias amigas y amigos nuevos y entrañables. Dejo la juventud compartida con muchos de mis colegas que ahora son para toda la vida. Dejo mi biblioteca Benson y sus cómplices inolvidables (sus bibliotecarios). No puedo decir más que mil gracias por haber creído en mí, por enseñarme tanto a cambio de tan poco, por darme la oportunidad de convivir con varias generaciones de estudiantes que oyeron mis locuras. A ellos, a ellas, a mis estudiantes, se debe mucho de mi trabajo académico y aún más de mis ganas de seguir a pesar de todo. Gracias por dejarme ser no obstante mis rarezas.

Quiero creer que siempre puedo volver. Pero debo confesar que, en efecto, espero que en el futuro la Universidad de Texas, ¡de Texas¡, se convierta en la verdadera Salamanca, el verdadero Harvard, la UNAM cabal del mundo que ya existe pero que no tiene universidad, el mundo que nos tiene aquí, a estadounidenses, a mexicanos, a gente de todo el mundo, unidos en un presente conflictivo, peligroso, difícil, lleno de viejas rutinas e inercias, pero también juntos esperando futuros mejores. Aunque de la incertidumbre escapemos sólo para decir una cosa simple pero cierta, una afirmación que debe reinventar el oficio de hijo de Prescott en Estados Unidos. A saber, que es uno... quiero decir, el futuro. No hay dos. Ya nos jodimos. Gracias.

Notas

1 Este ensayo es resultado de la conferencia de despedida presentada ante mis colegas de la Universidad de Texas (noviembre de 2005). Agradezco sus comentarios, críticas y desavenencias.


Mauricio Tenorio, “The children of Prescott”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 11-32.