PEDRO SERRANO

Ronda

 

 

 

Torre en conil

 

 

Una pieza de afirmación

la torre que vigila

y centra al mundo.

Como un faro de tierra clavado al cielo

en el descampado sin sol, casi bajío,

leguas al mar metálico.

Como un cubo la torre, como un ancla

abandonada en la niebla

orillando al mar tierra adentro

adentrando los campos mar afuera.

 

Playa del palmar

 

Detenida la mesa entre cielo y tierra,

dejada al vuelo de la noche,

los vestigios hechos pelotitas y basurillas,

restos de tabaco recomponiendo un orden,

sobando un papel tras otro en la superficie del sueño.

Vencejos que en el roce no encuentran cabo,

el sol por debajo de las alas

acariciándoles el color, lamiendo el ocio.

Agua hacia dentro las limaduras,

brillos y guijarros en el rabillo del ojo,

la magra concha escudriñando.

Arenisca en la piel infantil,

arenisca en los cuerpos,

agua salada en la conversación.

Lo que conforma el respirar, el coral,

agua por todos lados en acicate y aceite.

 

Venta en Villanueva

 

Todo encalado, hasta la blancura,

como si de troje se tratara,

amparo de mazorcas, ratones, madera rota,

olor a resguardo viejo,

palos y varas sosteniéndola,

untada de azul y rojo la casa,

mitad patio, mitad campo,

como una fuente en medio de la ciudad,

puertas adentro, mies y cortejo familiar

recorriendo las mismas calles

de siglos y trillada tierra.

 

 

Arrayanes

 

1

 

Dos perlas alzan el peso de la noche,

ágiles, límpidas.

Hacia el cielo elevan su regusto de sueño,

su retintín y huella,

su placidez.

Va la marea sobrada de dulzura

en una red de espumas

entre las piedras,

entre las algas y su fronda.

Entre las aguas el redondel, la pizca,

los peces desplazándose

hacia la superficie encandilada.

El golpe de las olas acaricia un mar ensimismado.

Se adentra el orden de las cosas,

despacio, en su profundidad,

entre aquietados miramientos.

 

2

 

La marea baja.

Las olas arrastran sus gasas mar adentro, aspirando,

y la espuma se acuesta en líneas sucesivas,

en retirada.

Deja su marca suave en la superficie de la arena,

oscuridades y petróleo,

cascarillas que se acumulan,

películas de sal, fosforescencias.

Casi una superficie de tacto en esa densidad milimétrica.

Allí aguardan, atentas.

Pasan las aguas bajas a su lado,

chasquean, avanzan de manera transversal,

respiran.

Dejan que vayan de nuevo acumulándose

nuevos olores, cardumen.

Alzan su lomo en un oscuro chapoteo.

Toda la noche el mismo aliento,

flujo y reflujo,

furtivamente.

 

3

 

Sube la arena como un soplo, se arrellana, cae.

Se aquieta un segundo su milimétrica condición,

su peso en pulso, su avidez, depositándose.

En la poza se agita su aliento, entre las algas,

con los rayos del sol,

con la prístina pureza del agua,

tendida la arena, inclinada,

polvareda alegría.

Sube poco a poco un remolino,

como si no pasara, un madreví,

hasta que al fin deja caer su peso nuevo

se deposita, suave, se dispersa,

palpita en su lenguaje hecho de agua, baila.

Como una respiración se alza y regresa

callada hacia sí misma,

forma pendientes, delgadísimas cuestas,

acomodos de la luz que ahí se toca,

susto de un soplo que se anima.

 

4

Ah, la quietud del instante,

el peso que se asienta

después de la agitación.

Palpita así la arena

como si al asentarse sobreviniera,

abriera grietas, cuevas, dejara ver las perlas refulgir

como dos gotas de agua

en su concha, como una palma

sosteniéndose, pura luz,

sorbiendo el sol de alcanfor que resplandece.

 

5

Ah, como se cuela el agua despojada,

como se mece y huye y anda y riñe y arrima,

se enreda aplastándose en las pilastras del muelle,

se sacude involuntaria,

baila rompiendo oleajes.

¡Puff!, suena, ¡puff!, ¡puff!, el, agua

aplastada una ola en otra,

abriendo y reventando, ¡puff!, ¡puff!

 

6

Desencadenan las olas la pastocidad del óleo,

la plúmbea carga, su hondura,

el magreo de la madera y la oscilación del vacío.

Naufragios y conjuras alzadas en su propio

peso y descanso, su explosión.

Teje su opacidad en brocha gorda o con ligerísima

pincelada su esplendor blanquecido.

Pacientes alimentan el infinito abismo

en la caverna de su envoltura.

Cargadas de sal, explotan y depositan

minucias, pérdidas. Es su aplomo

la inconcebible luz, la pauta azul,

un aliento y un desaliento en infinita

repetición amorosa,

cuerpos que se despojan, se alimentan,

vagan en la marea, dejan

basurillas de sí.

Asientan, como si de un árbol se tratara,

sus infinitas hojas

en paz sobre la arena.

 


Pedro Serrano, “Ronda”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 103-112.