LUIS GARCÍA MONTERO
Ha pasado el tiempo
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LUIS GARCÍA MONTERO Ha pasado el tiempo |
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¿Cómo quieres ir vestido, de poeta o de catedrático? Mi mujer suele hacerme esa pregunta cuando le pido que me ayude a elegir la ropa precisa para ciertas situaciones literarias o sociales. Es una pregunta de respuesta difícil, sobre la que yo giro desde hace años, y a la que le doy vueltas mientras bajo por la escalera, con un humor grave que despunta sonrisas en varias direcciones. Porque la figura del poeta catedrático, más allá del prestigio de los conocidos profesores de la generación de 27, implica peligrosas alquimias que suelen ponerme nervioso. Hay profesores que aprovechan su condición poética para no prepararse las clases, y deliran sin rigor sobre cualquier asunto en nombre de la intuición o de la libertad creativa. Se parecen a ese tipo de escritores sagaces que descubren el surrealismo en la Edad Media, o hablan del Lazarillo de Tormes como una novela vanguardista, o se pasman ante la condición posmoderna del Libro de Buen Amor. Hacen de la historia un bocadillo (y con su pan se la comen). Aunque tal vez son más incómodos, ya que la pedantería resulta siempre una incomodidad, los poetas que al escribir versos se empeñan en dejar constancia de su condición de profesores, aplicando a cada estrofa el espíritu de las notas al pie de página, de las últimas teorías literarias resumidas en una tesis doctoral de Princeton, o de las viejas diversiones y ocurrencias cortesanas recogidas en los manuales de métrica. El desparpajo y la pedantería otorgan siempre una seguridad que hace más fáciles las declaraciones públicas sobre la propia poesía, pero que se corresponde mal con el proceso de dudas, incertidumbres y temblorosas decisiones que define la intimidad de la escritura, las horas de oficio y de espera que pasan minuto a minuto en el taller de un autor. No basta sólo con intentar no vestirse de catedrático cuando se escribe poesía, o no vestirse de poeta cuando se sienta cátedra. También es necesario darle un sentido a la creación, escribir con sentido y de acuerdo con una tradición elegida, o, en el otro extremo, huír de la receta profesoral y rutinaria del académico que ha perdido su ilusión de lector y habla de libros como podría hablar de los rebaños de ovejas en la Castilla del siglo XIV. La verdad es que escribir se parece a seguir una ruta más o menos elegida, huyendo más o menos del dogmatismo de los planes prefijados y aceptando las invitaciones que más o menos nos hacen durante la jornada los cruces de caminos, los hoteles y las gentes de cada lugar desconocido. Conviene que uno esté dispuesto a perderse o a detenerse, pero sin olvidar nunca la ciudad a la que quiere llegar. Las consideraciones que pueda hacer yo sobre la poesía son el resultado de esta búsqueda flexible. Responden menos a un programa prefijado que a una experiencia de viaje. Aunque, eso sí, tampoco tardé mucho en saber cuál era la ciudad poética en la que me interesaba vivir. Ha pasado el tiempo. Como a veces pasa igual sobre las vidas y sobre la literatura, la pregunta de mi mujer, ¿cómo quieres ir vestido, de poeta o de catedrático?, me infecta también el buen humor con unas gotas de melancolía. Ya te has vestido de poeta, decía mi madre hace 30 años, al verme salir en dirección a un cineclub, o a una representación de un grupo de teatro independiente, o a cualquier reunión clandestina, con un jersey de cuello vuelto y lana gruesa, una camisa de cuadros, unos pantalones vaqueros, unas botas de montaña, un paquete de tabaco en el bolsillo y una alegre y matizada rabia juvenil en el corazón. La rabia que yo sentía en la Universidad de Granada, en 1976, era alegre y matizada, porque los últimos coletazos del franquismo, cuando a uno no le tocaba la china de la extrema derecha, eran casi un juego si se comparaban con la crueldad de los años más duros del Régimen, y porque el deseo de libertad, en el mundo en el que yo vivía, se desplazaba entonces a las bibliotecas, a los libros prestados, a las ganas de enterarse de las últimas corrientes literarias, filosóficas, psicoanalíticas o marxistas que cabalgaban por Europa. Al llamarme poeta, mi madre reconocía los versos adolescentes de mis cuadernos de bachillerato, pero sobre todo suavizaba en términos culturales las malas pintas de mi militancia izquierdista y callejera a la moda. No le faltaba razón, porque según fui pasando de las imitaciones casi infantiles de Campoamor y García Lorca, o adolescentes de Blas de Otero, a los poemas en prosa vanguardista de mi primer libro, Y ahora ya eres dueño del Puente de Brooklyn (1980), también fui subiendo los peldaños que llevaban de los ejercicios espirituales de los Padres Escolapios a las discusiones de cineclub o las asambleas estudiantiles organizadas por el Partido Comunista de España. La libertad exigía un impulso de renovación moral, en el que la cultura, la política y el jersey de cuello vuelto coincidían con frecuencia en el bar de la facultad o en las manifestaciones y encierros a los que yo acudía vestido de poeta. El prestigio lírico de la rebeldía se condensaba para mí en los versos de “Birds in the night”, el famoso poema de Luis Cernuda, incluido en Desolación de la Quimera. Cernuda escribió un homenaje a Verlaine y Rimbaud que suponía la denuncia cortante de una sociedad estafadora y la reivindicación ética de la heterodoxia, los márgenes y los seres anormales. Recuerdo el poema:
Los poemas más queridos nos provocan a veces incomodidades, puntos de disidencia, de contradicción íntima, que les otorgan al mismo tiempo su fuerza y su distancia. Estas incomodidades no se están quietas, cambian de lugar según nuestro estado de ánimo y nuestra edad. Con los poemas preferidos se conversa y se discute a lo largo del tiempo. “Birds in the night” acompañó la rebeldía de los años más importantes de mi educación sentimental, cambiando de forma sigilosa el lugar de la incomodidad. Primero me pareció excesiva la respuesta tajante de los últimos versos, con su completo desprecio a la humanidad. Yo era rebelde, impertinente, pero me parecía excesiva la conclusión final de una rabia pronunciada tan en alto y con un lenguaje tan claro: “Alguna vez deseó uno / Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla”. Era la misma violencia de los manifiestos surrealistas y de algunas declaraciones poéticas de Luis Cernuda en los años 30, pero presentada ahora sin camuflaje retórico, sin la exaltación del grito, en estrofas contadas de siete versos y palabras secas. Después asumí que hay momentos en los que uno puede llegar a la indignación absoluta, sobre todo cuando las convenciones tranquilas sólo sirven para santificar “la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu” y la autoridad “de la gente que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa”. Pero entonces me molestó la rebeldía sin sentido, sin apuesta por el porvenir, simple desarticulación o aplastamiento. Me costaba trabajo asumir “que la libertad no es de este mundo” y que “los libertos” tienen que vivir en “ruptura con todo”, llegando incluso a renunciar a la curiosidad posterior, a la preocupación por lo que ocurra, con uno mismo y con los demás, después de nuestra muerte: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable / Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella, / Como Rimbaud y Verlaine”. Yo esperaba entonces demasiado del futuro, hasta el punto de imaginarme las buenas palabras de reconocimiento y la bandera en la que sería envuelto mi ataúd. Así que me incomodaba esta desesperanza, esta aclamación del silencio y de la nada, la idea de que cualquier reconocimiento póstumo iba a suponer la farsa de un alcalde mediocre y una sociedad mezquina. Años después, mientras iba perdiendo el deseo de una bandera para mi ataúd, tuve la oportunidad de comprobar el precio que se paga cuando se huye del mundo y se renuncia a “su progreso renombrado”. Por eso me he esforzado en conducir el pesimismo al campo de las ilusiones, elaborando mi voz en las notas de un sosegado optimismo melancólico. Me niego a echar a mis sueños de casa, pero dormimos casi siempre en habitaciones separadas. Por lo que se refiere al poema de Cernuda, me incomodó finalmente una tensión oculta. Las rupturas completas, las búsquedas del silencio y de las cabezas cortadas, entraban en tensión, en contradicción íntima, con una poesía seca, clara, que empleaba en los versos el mismo lenguaje de la sociedad, sin inventarse un vocabulario estético, ni unos procedimientos retóricos de autodefensa. Se trataba de una contradictoria invitación a pensar, a meditar en la épica maldita de Verlaine y Rimbaud, una estela inconformista de evidente tradición romántica. Buena parte de la tradición literaria que he ido perfilando en mi mundo lírico, desde Antonio Machado a Jaime Gil de Biedma, desde Jorge Luis Borges o Pablo Neruda a José Emilio Pacheco, responde a esta necesidad de meditar y cuestionar algunos callejones sin salida de la Modernidad, el alarido o el susurro, con la correspondiente exaltación de la bohemia estética y la sublimación del sujeto romántico. El tiempo pasa también sobre la Modernidad. Cernuda todavía llegaba a identificarse con el tiempo de la pareja maldita: “Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos, / Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo / Suena...”. Pero las cicatrices de la modernidad maldita de Rimbaud y Verlaine se hicieron demasiado lejanas en la historia que me tocó vivir, y acabó siéndome imposible la identificación. Las tradiciones aportan, ofrecen matices, enriquecen. Sin embargo, hay situaciones en las que dejan de ser un ejemplo vivo. Autores sin duda admirados nos piden desde sus versos la documentación y, de pronto, sólo podemos enseñarles un pasaporte extranjero. Eso acabó pasándome con Rimbaud, admirable representante de una tradición de modernidad que consistía precisamente en la inversión de las ilusiones modernas enunciadas desde el Renacimiento. Los poetas malditos pertenecen al pensamiento negativo de una Modernidad que sólo acierta a negarse a sí misma para seguir considerándose moderna. Eso dio muy buenos resultados líricos, pero bien entrada la segunda mitad del siglo XX ya había perspectiva para madurar en otras apuestas. Por ejemplo, en un nuevo diálogo con las ilusiones de la Modernidad negada. La experiencia de la poesía, pasado el tiempo, nos ayuda a valorar los resultados tanto de los buenos como de los malos propósitos. De las contradicciones de los buenos propósitos de la Modernidad ya dieron cuenta los románticos, los malditos y los vanguardistas. Poeta formado en las ilusiones democráticas españolas de los años 80, me interesó más tomar postura ante los resultados de los malos propósitos del pensamiento negativo. Y es que después de una vuelta, el mundo da otra vuelta, y también envejecen los rencores y los malos pensamientos. La épica bohemia de Verlaine y Rimbaud resiste mal el enfrentamiento con la realidad. No me refiero sólo a las sombras que arroja el retrato cernudiano de esta pareja de libertos, si se confronta con los datos biográficos reales. Aunque hay que admitir que la comparación entre “Birds in the night” y el famoso libro de Enid Starkie sobre Arthur Rimbaud no es muy caritativa. La habitación del 8 Great College Street, Camden Town, fue el segundo domicilio de la pareja en Londres, más desgraciado incluso que el primero, un cuarto alquilado en el número 35 de Howland Street. Los años 1872 y 1873 no fueron muy dignos para el amor de Rimbaud y Verlaine. Huidas, arrepentimientos, abandonos, insultos, violencia y desprecio marcan cada uno de los capítulos de su relación. Verlaine abandonó a su mujer por Rimbaud, dejó París y huyó a Bruselas. Luego abandonó a Rimbaud por su mujer, aunque el segundo abandono también duró poco, ya que se bajó del tren que lo devolvía con ella a París, y regresó con Rimbaud, para viajar con él a Londres. El alcoholismo, los celos, los insultos que llegaban a una crueldad negra, el posible amor de Rimbaud con una muchacha, la descomposición de Verlaine, su huida de Londres, sus avisos patéticos de suicidio a la madre y a Rimbaud, su arrepentimiento, su decisión de ir a España para alistarse en el ejército carlista, su nuevo arrepentimiento, acabaron en el famoso drama de Bruselas, con Verlaine disparando sobre Rimbaud. Cernuda escribe que Verlaine pasó dos años en la cárcel “gracias a sus costumbres / Que sociedad y ley condenan”. Pero es que Verlaine tomó la costumbre de apuntar con una pistola y disparar sobre Rimbaud. Un punto final de pólvora, hospitales y cárceles para estos dos héroes líricos de la libertad y de la rebeldía contra los valores familiares. Cuando el comisario preguntó a Rimbaud durante el proceso, “ ¿De qué vivía usted en Londres?”, no tuvo más remedio que contestar: “”Sobre todo del dinero que la señora Verlaine enviaba a su hijo”. Hay preguntas que nos clavan en la meditación, ¿cómo quieres ir vestido, de poeta o de catedrático?, ¿de qué vivía usted en Londres? La meditación tardó poco en acercarme a otros famosos versos de Antonio Machado:
En los años 80, con otros amigos granadinos, comenzamos a repetir la fórmula machadiana de la “nueva sentimentalidad”, para buscar “otra sentimentalidad”. Nos interesaban menos las novedades superficiales, los manidos cortes generacionales, las polémicas entre el esteticismo y la propaganda, que la revisión de la subjetividad romántica, porque estábamos convencidos de que la educación sentimental de cada individuo pertenece a la historia, y de que es en ella donde hay que fijar las estrategias de la libertad. Todo esto tenía que ver con una valoración de las consecuencias últimas de la subjetividad romántica en sus distintas derivaciones simbolistas o vanguardistas. El tiempo pasa, pasa por la vida y la literatura, la perspectivas cambian, los alcaldes y los embajadores ponen placas en la habitación maldita de Verlaine y Rimbaud. Pero tal vez no sea eso lo más significativo. Al fin y al cabo sabemos ya que la lógica de los movimientos de vanguardia pertenece al tiempo publicitario, lineal y urgente del mercado. La ruptura entra en los museos y las modas firman pactos con la muerte, como en el magistral diálogo de Leopardi, para dejar espacio a las nuevas modas. Lo que considero realmente significativo es que la moral de la bohemia, del artista libre, enemigo del Estado, opuesto al trabajo estable, partidario del riesgo, habitante del exceso, sólo sea hoy reconocible en la figura de los ejecutivos neoliberales. Bien pensado, es una semejanza lógica. La moral bohemia no era más que una radicalización de la moral burguesa desde el horizonte negativo. En un momento de destrucción máxima de las ilusiones de la Modernidad, de abandono de su lado optimista, solidario, es lógico que la figura del ejecutivo neoliberal recoja la antorcha del poeta bohemio. Su valor laboral es el riesgo, el exceso, el cambio perpetuo, la renovación urgente, el reciclaje. Considera que la libertad pasa por la destrucción de los espacios públicos. El objeto de su odio es el Estado, un odio sólo comparable al que siente ante los trabajos fijos y los contratos laborales que no flexibilizan al máximo las condiciones del empleo. Cuando llegan a casa tras una jornada agotadora, se entretienen con programas de telebasura, en los que se cuentan historias sexuales más duras que “las breves semanas tormentosas” de Rimbaud y Verlaine. La tragedia cárdena de los que “vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron” es ahora un espectáculo frívolo, sin coartada, literal en su propia estupidez, porque la cancelación de los valores públicos implica también la liquidación de la conciencia privada, y los amantes son un exponente patético, sin leyenda, de la mercantilización de los cuerpos. Por eso, más que la exaltación de la anormalidad frente a la norma, más que la apuesta por las rupturas ornamentales, me pareció interesante buscar una nueva definición de la normalidad, flexible, abierta, superadora de prejuicios, pero que no tuviese que renunciar a sus vínculos y a la responsabilidad de una elaboración histórica compartida. Desde el punto de vista poético todas estas consideraciones suponen una decisión sobre el lenguaje. La tradición lírica negativa denunció el fracaso de las ilusiones de la Modernidad decretando la muerte del lenguaje como ámbito de un diálogo verdadero. La verdad estaba en el silencio, en todo aquello que no pudiera confundirse con un contrato social o con un signo linguístico. La depuración significó entonces un mecanismo defensivo muy concreto: la invención de esencias al margen de la realidad histórica. Un proceso doble por el que se fundaban subjetividades esenciales al margen de la historia y se negaba cualquier valor de ejemplaridad, de dignidad, a las entidades históricas. Una y otra vez el camino repetido comenzaba en la esencialización de la subjetividad pero continuaba, de forma inevitable, con el descubrimiento lúcido del carácter histórico de los sujetos. Se insistía después en la condición hueca o miserable de las esencias, para concluir en la confusión de la realidad y la nada, campo abonado para el cinismo y las existencias líquidas. La deslocalización, en las vidas y en las empresas, es la marca última de un poder que ha aprendido a aglutinar su dominio en el descentramiento. ¿Es que el drama de nuestra existencia se resuelve en la negación de nuestra existencia? ¿Hay que renunciar a contarnos la vida, a escuchar las vidas de los otros? ¿Estamos condenados a ser silencio o telebasura? ¿Tenemos que quedarnos sin plazas públicas en las que conversar y sin tribunas desde las que exigir? ¿Esto debe ser así por obligación? Así fue por historia. El impacto de la mentalidad industrial en la cultura del siglo XIX, con su mercantilismo devorador, su feísmo pragmático, su inevitable superación de la ética artesanal, produjo inmediatas operaciones de autodefensa en la moral lírica. Se equivoca quien piensa que el impacto del mercantilismo en la literatura debe medirse por el dominio del best-seller y las rebajas populistas. Mucho más significativa fue la suerte del mercantilismo a la contra, el arte que aceptó definirse como una reacción ante sus enemigos, abandonando sus propios pasos en favor de una resacralización del oficio poético. Ahí debemos buscar el verdadero impacto. La libertad ya no era de este mundo ni del lenguaje social, y había que imaginar esencias depuradas al margen de la realidad, convirtiendo el silencio en un altar de verdades. En el fondo de todo, se abandonaba la libertad real por la libertad imaginada, del mismo modo que Verlaine y Bécquer renunciaban en sus poemas a las rubias, las morenas y las pelirrojas de carne y hueso en favor de la mujer ideal. Siento especial debilidad moralista por la “Rima XI ”:
Otra incomodidad. Mi manera de pensar me hace recibir con poca simpatía los sueños imposibles y los fantasmas de niebla y luz, sobre todo cuando son utilizados para negar las utopías modestas y las transformaciones que pueden encabezar con buen fin los seres de carne y hueso. Bécquer descubrió que en una sociedad aburguesada “una oda solo es buena / de un billete del Banco al dorso escrita”. Y respondió acudiendo al eco, a la sugerencia, a la depuración. También tuvo la lucidez suficiente como para intuir que esa renuncia llevaba al arte a un callejón sin salida. Yo quise utilizar sus enseñanzas, y las de Machado, y las de Cernuda, para componer una poética equilibrada con mis deseos. Lo he procurado con más o menos disciplina, aceptando posada o deteniéndome en los cruces de caminos, desde la escritura de El jardín extranjero (1983). Considero que la libertad individual es pura farsa al margen de las leyes públicas justas, que son las que crean la libertad, y opino que el entendimiento de la verdad es pura superstición fuera del lenguaje, que es el que crea la posibilidad de entendimiento, como son los poemas los que crean la poesía. Por eso me he identificado con una poética que no imagina héroes, ni profetas, ni iluminados, sino la conciencia de un individuo vestido de ciudadano, que no rompe el lenguaje, que no necesita inventarse un dialecto, sino que utiliza con el mayor rigor posible el lenguaje de todos para meditar sobre sus relaciones con el mundo. El utilitarismo denunciado por Bécquer, la oda escrita en el billete del Banco, invitaba hace dos siglos a exaltar la inutilidad. Hoy me parece más oportuno apostar por una nueva definición de la utilidad, en la que quepan las palabras de familia y los valores públicos que no dependen de una cuenta corriente en el banco. Más preguntas. ¿Heroísmo, o una cosa común, una causa común? El “Arte poética” que Jaime Gil de Biedma incluyó en Compañeros de viaje concluía precisamente en esta necesidad de decidir:
La fe en la materia terrestre y en el lenguaje supone una defensa del lado noble, porque también existe, de la Modernidad, una nueva ilusión en sus promesas incumplidas, en los vínculos sociales que tienen más que ver con la solidaridad que con el egoísmo. Cuando no se renuncia a la conciencia crítica, el retorno positivo a la Modernidad exige tiempo y nuevas reflexiones, pero el tiempo se puede moldear con los dedos y vivirse con cierta calma cuando nos salimos de la urgencia neoliberal, tan partidaria de las jubilaciones anticipadas y de la exaltación de la moral juvenil. Más que la leyenda bohemia de Rimbaud y Verlaine, me acompaña hoy el desgarrón que tiembla en “Birds in the night”, el poema de Luis Cernuda, entre el orgullo individual del artista y el vocabulario seco, común, familiar, de los versos. Porque en esa frontera se ha ido formando la conciencia poética a la que respondo en mis libros. La conciencia es un lugar intermedio entre el duro discurso de las identidades individuales y los vínculos sociales, el ámbito en el que están obligados a vivir los que han aprendido a quedarse solos para seguir respetando a los demás, defendiendo la libertad vinculada de aquello que debe decirse. El mecanismo de defensa evita en este caso la tentación homologadora de los vínculos y el cinismo de la individualidad irresponsable. Considero el lenguaje como un espacio público en el que la incomunicación es desplazada por el entendimiento flexible de las singularidades. La apuesta por una recuperación del deseo moderno no fundado en el mal o en el prestigio oscuro de los infiernos, tiene además sus ventajas por lo que se refiere a las condiciones propias de lectura. Los mecanismo defensivos de la sacralización poética, desde el esencialismo de la poesía desnuda a la retórica del culturalismo, suelen conducir por lógica interna al sectarismo, incapacitando a sus sacerdotes para disfrutar de las tradiciones que no pertenecen a la misma religión. Hay poetas que abren los libros de los demás con la intención previa de enfadarse, de indignarse, de que no les gusten los versos, de considerarlos horrorosos, descalificando a los autores por los estilos más que por su voz personal. La búsqueda de un mundo propio es inexcusable a la hora de escribir. Pero el lector puede disfrutar de distintas tradiciones, de las diversas estirpes y de los muchos matices que caben en la poesía. La apuesta optimista por las promesas modernas es más abierta, más dialéctica, porque hace incluso que el poeta vea como propia la expresión crítica que late en el pensamiento negativo, alejándose solamente de la farsa de los infiernos por encargo, del mismo modo que uno se aleja de los festejos oficiales de un alcalde trasnochado. No se trata de un camino de ida, ni de un camino de vuelta, sino de una estrategia de comprensión global a la hora de elegir el futuro. Conviene, en cualquier caso, mantener viva la ilusión del lector adolescente que arde en los orígenes de todo poeta. Si el rencor, la desidia o la pedantería académica matan al lector que llevamos dentro, los poemas acaban convertidos en un protocolo enfermizo de vanidades huecas. He trabajado todos los días de mi vida, mientras estudiaba a Garcilaso de la Vega o a Rafael Alberti, preparaba oposiciones, daba clase y escribía poemas, con la intención de conservar las pasiones lectoras del adolescente que, hace ya mucho tiempo, en una tarde del otoño granadino, abrió Desolación de la quimera y descubrió “Birds in the night”. He cambiado de domicilio muchas veces, porque no me pareció oportuno seguir viviendo a finales del siglo XX en el número 8 de Great College Street, Camden Town, Londres. Me interesaba más una reivindicación de la felicidad pública y privada, el esfuerzo permanente por conseguirla, como signo de la autoridad que los seres humanos deben tener sobre sus destinos. Busqué también, para vivir con ella, una mujer de carne y hueso, alguien que supiese preguntarme en cada ocasión: ¿cómo quieres ir vestido, de poeta o de catedrático? Ya les he contado a ustedes los matices y las preocupaciones que llevo dentro de mí al bajar por la escalera, pensando en el sentido de mi respuesta. Acabo, pues, con un poema de Completamente viernes (1998), un libro de amor muy libre, pero poco bohemio, y dispuesto a hacer habitables una casa y una ciudad a las que cada vez me siento más vinculado. Se titula “Poética”, responde a mi forma de entender la poesía, y pide una nueva oportunidad para la fe terrestre, para las ilusiones que se esbozaron en el Renacimiento, para la ética del oficio y las posibilidades de la ficción humana, es decir, para todos aquellos que somos partidarios de la felicidad perseguida, porque pensamos que la libertad debe ser cosa de este mundo, un sentimiento que compartir:
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