La estirpe más ilustre del humanismo, la más rica en ideas defendió siempre que el fundamento de toda la cultura debía buscarse en las artes del lenguaje, profundamente asimiladas merced a la frecuentación, el comentario y la imitación de los grandes autores de Roma y de Grecia; que la lengua y la literatura clásica, dechados de claridad y belleza habían de ser la puerta de entrada a cualquier doctrina o quehacer dignos de estima, y que la corrección y la elegancia del estilo, según el buen uso de los viejos maestros de la latinidad, constituían un requisito ineludible de toda tarea intelectual; que los studia humanitatis así concebidos, haciendo renacer la Antigüedad, lograrían alumbrar una nueva civilización. Fue un sueño, porque los medios no bastaban para alcanzar el fin: el proyecto sólo valía sobre el papel de los planos.1
Considero que el sueño sí se realizó, pero duró lo que podía soportar la sociedad que sostenía esta visión del mundo –la que identifico como “construcción retórica de la realidad”–. Con este carácter retórico de la concepción del mundo, me refiero a las sociedades que reconocemos como del Antiguo Régimen.
Entre el Medioevo y el siglo XVII se desarrolló una forma de organización estamentaria, misma que permitió construir un centro a partir del que se regía y se describía la sociedad en su conjunto. Este centro estaba representado por el rey y la corte real, y el clímax de sus posibilidades se alcanzó, como es bien conocido, en la época de los Estados absolutistas y la era del Barroco.
El problema de esta forma de diferenciación consiste en los escasos contactos que son posibles entre centro y periferia. El ejercicio de poder está por lo tanto limitado. El centro se torna un tipo de isla en la sociedad. [...] La estratificación constituye el ejemplo más claro de principio jerárquico, con base en el cual los sistemas parciales son desiguales por rango.2
A su vez, en cada estrato nobleza y pueblo se desarrollaron nuevas diferenciaciones. Así, el estrato superior dictaba el orden social a través del rango.
“La estratificación –se dice– admite un nivel de complejidad más elevado en la sociedad con respecto a estructuras anteriores, en virtud de la acumulación de capacidad selectiva en el estrato superior. El patrimonio conceptual importante (yo añadiría visible y por tanto historiable) se produce en el estrato superior (en el cual sólo, entre otros, está disponible el uso de la escritura), mientras que el estrato inferior está comprometido con los problemas cotidianos de subsistencia. De tal modo, el estrato superior es el que produce la auto descripción de la sociedad”.3 Y justamente de los studia humanitatis emanaban las descripciones formuladas según las reglas del arte del bien decir, o sea, la retórica.
La sociedad se describía desde un centro, la ciudad, y desde la cúspide, la nobleza; esta visión era la correcta y sin competencia. “No obstante todas las controversias entre las escuelas, la elaboración de las descripciones siguió siendo un asunto reservado a una élite, a esto correspondió que se siguió transmitiendo de manera prevalentemente oral aun los mismos textos que ya habían plasmado por escrito”.4 Así se construía y transmitía la identidad social, y las humanidades eran el taller en el que se elaboraban estas descripciones, en las que la verdad, el bien y la belleza se recubrían, desde los cánones de la retórica, –incluso en el caso de sociedades de oralidad secundaria como las del Ancien Régime, en las que la escritura cumplía mayoritariamente el papel de apoyo de la memoria–: formularia, redundante, acumulativa, copiosa, y con el paso de los siglos, cada vez más estilizada, o en otros términos más arte.
Las humanidades se encargaban de producir la identidad social para los habitantes de ese entonces, su pertenencia a un grupo social amalgamado a partir de una compleja red de representaciones vinculadas a un presente y a un pasado dados, desde un centro desde el que se llegaba hasta Dios. En otras palabras, las humanidades eran la memoria de la sociedad.
La historia “maestra de vida”, fuente primordial de nuestro conocimiento de esos tiempos, nos ha dejado miles de ejemplos de este tipo de descripciones: las crónicas de los grandes hombres, de los héroes, de los santos, de las órdenes religiosas, y posteriormente en la Ilustración y la época del Romanticismo, de los científicos y sabios, y de los grandes genios del arte.
Ahora bien, si esta organización estratificada pudo establecer un orden que permitió, por un lado, un aumento de complejidad social importante, a la vez se llegó a un punto en el que desde un solo centro no se podía organizar todo el orden social. Lentamente se dio la emergencia de la que hemos llamado la modernidad, que se caracteriza hasta hoy por la multitud de sistemas funcionalmente diferenciados, que se reproducen en forma autónoma e independiente, y que han generado un policentrismo, para nosotros ya plenamente visible: la llamada “sociedad mundial” y el “proceso de globalización”:
En esta sociedad diferenciada por funciones (o por diferenciaciones funcionales), los sistemas parciales son desiguales por la función que cada uno de ellos desarrolla. Todo sistema parcial se diferencia y se define con base a la función específica que desarrolla en la sociedad: los principales son el sistema político, el sistema económico, el sistema de la ciencia, el sistema de la educación, el sistema jurídico, las familias, la religión, el sistema de salud, el sistema del arte. La comunicación fundamental en la sociedad está por tanto estructurada alrededor de estas funciones. [...]
Toda función se desarrolla de modo autónomo por un sistema parcial. Todo sistema parcial hipostatiza el primado de su propia función, que determina la orientación de la misma: en otras palabras, todo sistema parcial observa la sociedad a partir de la propia función.5
De este modo las funciones no están jerárquicamente organizadas en el espacio de la sociedad global. La desigualdad no se basa ya en la jerarquía, o en otras palabras, no hay centro ni eje estructurador. Todas las funciones son relevantes para el funcionamiento de la sociedad. Esto determina –como lo señalan estos autores, y aquí deseo hacer especial énfasis– la imposibilidad de una autodescripción de la sociedad a partir de un punto de vista único, o en otros términos, desde un centro o alrededor de un vértice.
Por ejemplo, si observamos el decurso de la historiografía a partir del siglo XIX –en el que se ubica la última posibilidad de organizar la sociedad desde un centro rector, la Nación–, ya en el siglo XX podemos recorrer este camino de “policontexturalización”: de las historias nacionales se pasó a la historia política, la historia económica, la historia social, y ellas pueden leerse como intentos ya imposibles de convertir esos subsistemas en centros desde los cuales describir toda la sociedad.
Los problemas de la sociedad global se tratan al nivel de cada sistema parcial individual, que produce sus propias tipologías y soluciones de problemas: en los diferentes sistemas de funciones se realiza así el tratamiento simultáneo de los problemas más relevantes para la sociedad. Los hechos, los acontecimientos y los problemas se generalizan mediante su especificación en los sistemas parciales. El aumento de complejidad con respecto a las sociedades precedentes deriva de esta condición poliédrica de observaciones sin orden de importancia.6
Si pensamos en este proceso de diferenciación, al que los habitantes del pasado tuvieron que ir adaptándose, desde una identidad fundamental alrededor de la cual estructuraban su acción en el mundo, como las que la sociedad estamentaria les proporcionaba –pensemos en los tres órdenes de la sociedad medieval–, hasta una identidad de tantos centros como la que hoy vivimos, podemos apenas imaginar la trascendencia y dificultad de la descripción de un cambio de tal envergadura.
¿Cómo pensar las humanidades en este escenario?
Una Propuesta
En un problema de tal complejidad, tan sólo me gustaría esbozar una propuesta de trabajo desde la cual se puede pensar el problema.
Evidentemente que no se puede renunciar a construir conceptos mediante distinciones. Debe reconocerse lo que en ellos queda incluido y a lo que no se refieren. 7
Así, por lo pronto, me interesa enumerar lo que las humanidades no pueden más incluir:
* Ya no se describe la sociedad desde un centro, esta unidad no es posible hoy.
* Si “...la corrección y la elegancia del estilo, según el buen uso de los viejos maestros de la latinidad, constituían un requisito ineludible de toda tarea intelectual...”, los studia humanitatis se distinguían de la “no–retórica”, lo no correcto o elegante.
Al respecto cualquiera puede hoy constatar que belleza, bien y verdad han dejado de recubrirse e identificarse, y para principios del siglo XXI, el arte, la moral y la ciencia conforman espacios sistémicos diferenciados. Es más, la relación entre ellos se observa –en un abanico de posibilidades– desde indiferente hasta conflictiva. Creo que con estos ojos podemos leer los trabajos que desde el siglo XIX plantean la distinción entre “Ciencias del Espíritu” y “Ciencias de la Naturaleza”, pasando por la distinción entre “Humanidades” y “Ciencias Sociales”, hasta la más reciente de “Ciencias del Hombre”, que intentan demarcar un territorio propio, o las distinciones más particulares, para el caso de la historia, entre ésta y la literatura, entre historia y ficción, que tanta polémica han generado en la disciplina.
Por este camino, que no es el que pienso recorrer, considero que, independientemente de la postura que se adopte, ya no es posible pensar que hay algo intermedio entre la ciencia y el arte, o entre diversos tipos de ciencias, y en ello suscribo la afirmación de Niklas Luhmann:
“Por otra parte, parece haber un cambio en la forma en que estos dos grupos de conocimiento se identifican a sí mismos. No tienen ya su propio objeto o dominio. Esta clase de orientación atomista, del ‘último elemento', ha desaparecido en la ciencia”.8 Ya no es posible hablar de objetos específicos o diferenciados.
Y justamente por esta dificultad –sintomática– es que me parece que es otra la estrategia a seguir: lo que llamamos hoy humanidades no es otra cosa que el moderno concepto de cultura.
No se trata de un simple cambio de conceptos para evadir el problema, sino que esta forma de concebir la cultura la convierte en la memoria de la sociedad moderna.
De llegarse a un acuerdo en este modo de pensar la cultura, me gustaría sólo dejar anotado en el espacio de esta propuesta, que si suponemos el concepto de cultura como la contraparte del binomio de identidad –o sea, justamente, como la memoria de los sistemas sociales– tendría que conceptualizarse desde un análisis histórico, como continúa explicando este autor:
Esto no tiene que significar que las distinciones son una copia del campo que designan, como por ejemplo cielo y tierra o cultura y naturaleza. Pero uno pudiera pensar que el concepto de cultura pudiera trasladarse de una observación de la observación, se trata de una forma singular que da pie a la pregunta, cómo es que el observador observa al observador. 9
Para resolver esta nueva encrucijada se emprende el camino histórico en torno a la emergencia de la posibilidad de conceptualizar la cultura hacia el siglo XVIII, en el que se dieron las condiciones comunicativas y las necesidades sociales de salirse del propio entorno y comparar, ya que, como antes señalaba, la paulatina imposibilidad de describir desde un centro único el todo, ante la aparición de sistemas funcionales diferenciados –tales como economía, política, arte, ciencia, religión–, ya no jerárquicamente dependientes a partir de un metacódigo –el religioso–, o en otros términos, la aparición de lo que hemos llamado “policontextualidad”, hace indispensable la aparición de otro modo de construir la identidad, sin la cual los individuos no pueden vivir ni reproducir su sociedad, un “nosotros” que se distingue de “los otros”.
La memoria social nos permite heredar identidades a partir de las que nos adscribimos a una sociedad. A medida que la modernidad occidental fue avanzando, y con ella la diferenciación funcional, estas pertenencias no sólo se multiplicaron y complejizaron, sino que entraron en conflicto y competencia. Este proceso se hizo ya claramente visible a partir del siglo XVII, en el que ya observamos, por ejemplo, interminables discusiones sobre las características definitorias –los lugares comunes sociales– de un predicador, y cómo éstas se confundían con las de un hombre de letras; se perdía el centro rector desde el que el sacerdote debía estructurar su identidad, y la unión de bien, belleza y verdad.
Y aunque en aquel tiempo [el de San Pablo] estuvo bien ir con aquel cuidado de el poco adorno en el decir, para diferenciar los caminos de Dios de los del mundo: ya recibida la fe y de tantos años pasados, bien se permite predicar con lugares retóricos y aprovecharse del buen decir y hablar [...] Antes vemos que hace más provecho el predicador que tiene las condiciones del buen orador, y le sigue más gente que el que no usa de ellas. Y está muy en razón, porque si los antiguos oradores hacían entender al pueblo las cosas falsas por las verdaderas (aprovechándose de sus preceptos y reglas) mejor se convencerá el auditorio Christiano, persuadiéndole con artificio aquello mismo que tiene ya entendido, y creído.
Así expresaba Ximénez Patón, un famoso preceptista de la época, el problema. Un siglo después, la imposibilidad de describir el mundo desde un centro empezó a hacerse patente:
Lo primero que aparece a la vista es que el siglo XVIII, con la expansión de sus horizontes de observación regionales e históricos, cultiva intereses de comparación y los aplica en aquello que considera “interesante”. A esta capacidad se la conceptualizó como el “quid” y se la definió como habilidad de encontrar similitudes que se encuentran alejadas. Largas discusiones sobre los temas y préstamos de la ciencia y de las artes, primero bajo la famosa querella de lo antiguo y luego sobre lo moderno, concentraron la atención en las innovaciones y en la originalidad, pero llegaron a un callejón sin salida porque se encajonaron en la discusión por quién tenía la primacía. No se podían ignorar simplemente los temas y el estado del conocimiento de la tradición, y su mera repetición aparecía como algo aburrido. En esta situación se podía hacer más justicia a una perspectiva comparativa y sobre todo historizante y, al mismo tiempo, a la multiplicidad de lo que parecía en público. En el siglo XVIII, se expande y se ahonda este interés en la comparación a partir del relieve de un concepto de cultura que está tomada del círculo ordenado de los temas de lo comparable y que expresamente así se presenta.10
Esta concepción histórica de la cultura se caracteriza, entonces, no sólo por ser una reflexión, sino una autorreflexión, y ello le da esa posibilidad de poder a la vez comparar fuera de sí misma, pero sin salirse totalmente de sí, o sea de enfrentar la contingencia constitutiva del mundo moderno. Opera en el límite en el que, sin cerrarse dentro de su espacio –como lo puede hacer una sociedad premoderna–, tampoco se diluye en el espacio de lo otro con el que se establece la comparación. La vida social sigue funcionando en un primer nivel de certeza, a pesar de que se sepa que existen infinitas posibilidades de comparación, y por ende, de diferencia, mismas que se sitúan en un segundo nivel, el reflexivo.
En síntesis, la cultura es la forma en la que la sociedad moderna se observa a sí misma. Es la radical posibilidad de comparación de una sociedad policéntrica y policontextual, que desde el siglo XVII y desde el espacio occidental, se universaliza, y camina, abandonando las distinciones asimétricas entre Europa y el mundo, hacia una simetrización, en términos de comparación.
La jerarquización del ser o de la verdad, que permitía tener un lado fuerte en las distinciones, y por tanto posibilitaba la concepción de un deber ser desde la perspectiva occidental (los studia humanitatis, el progreso, la civilización, la racionalidad, etc.) se liquida conceptualmente hoy, y las comparaciones se tendrán que hacer desde un principio implícito de simetría, aunque no sin tensiones ni quiebres en la realidad de la vida cotidiana.
Así, la cultura, como equivalente funcional de las humanidades, es la memoria de la modernidad. Carente de contenido es, sin embargo, la condición de posibilidad de la unidad en la diversidad, o bien de una identidad múltiple de cada uno de sus actores sociales.
Acaso este enfoque nos permite comprender cómo hemos aprendido a vivir en esta “condición poliédrica” los habitantes de Occidente, condición que, como historiadores, percibimos con curiosidad, y como actores históricos con no poca perplejidad y azoro.
Notas
1 Francisco Rico, El sueño del humanismo: de Erasmo a Petrarca, Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 18.
2 Giancarlo Corsi, Elena Esposito y Claudio Baraldi, Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann , México, Anthropos/ UIA / ITESO, 1996, p. 60.
3 Ibidem , p. 60.
4 Niklas Luhman y Raffaele de Georgi, Teoría de la sociedad , México, UG/ UIA/ ITESO, 1993, p. 387.
5 Corsi, Esposito y Baraldi, op. cit. , p. 61.
6 Ibidem. , pp. 60-61.
7 Niklas Luhmann, Teoría de los sistemas sociales II (artículos), México, UIA/ITESO/ Universidad de los Lagos, 1998, p. 192.
8 Corsi, Esposito y Baraldi, op. cit. , p. 26.
9 Luhmann, op. cit. , p. 192.
10 Ibidem. , p. 195.
lengua
Perla Chinchilla Pauwling, “El fin de las Humanidades”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 133-144.