SILVIA EUGENIA
 CASTILLERO

De moros y fútbol

 

 

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Llegué a Sevilla por la desaparecida puerta de Jerez, de inmediato las fuentes y arcadas mudejares impactaron mi percepción de esplendor milenario. Para un extranjero Andalucía va a ser siempre un acceso al clímax del tiempo: una edad de oro. Quisiéramos decir que el siglo XXI es una era de síntesis pero más bien es un momento de efímera actualidad, casi podríamos tener una especie de sentimiento ubicuo que se parece más al espejismo que a la experiencia mística. En medio del desamparo de los tiempos corrientes, Andalucía se vuelve sumergimiento en un cosmos: la arquitectura tiene la virtud de no poder engañar. La contundencia de sus formas, la permanencia del cuerpo las manos y la conciencia de quienes labraron casas y templos está viva y se muestra. Hay en los barrios sevillanos del centro de la ciudad el juego circular de los laberintos y su conexión con la danza: el contraste de alegría y drama espejea en cada zigzagueo. Se presiente un canon, sin lograr precisarlo: los fragmentos de murallas arcaicas, la ignorancia de su anterior distribución, la incomprensible manera de vida de tiempos remotos, disgregados residuos de mosaicos y arcadas árabes tejen una red de misterios alrededor de la ciudad. La retórica morisca de complicada estructura se ve y se respira en los muros, de ellos trasminan todavía retazos de leyendas y fragmentos de historia, poemas y canciones sobre amoríos y guerras por conquistar la ciudad más poderosa de la llanura del Guadalquivir. Según las crónicas ?Sevilla era una ciudad de gran esplendor y riqueza, situada en medio de una fértil comarca de confortante clima y bajo un benigno cielo. Por su río, el Guadalquivir, tenía un camino abierto a su comercio. Era, en fin, la metrópoli de toda la morisma, en sí un mundo de riquezas y delicias?. Andalucía, sin embargo, fue un terreno cercado por el enemigo. Esta condición de terreno conquistado y reconquistado la volvió un lugar fértil, en tanto que en sus profundidades ?entremezcladas las distintas filosofías? germinaron luego grandes pensadores con enormes ventanas hacia los distintos puntos cardinales del pensamiento.

 

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Es de noche. Dentro del Alcázar aparece Ibn Jaldún: un montaje de luces, videos y objetos trae hasta nuestros días el siglo XIV ?siglo de transición de la Edad Media hacia la conformación de las sociedades modernas? a través de la figura del más grande filósofo que ha dado el Islam, según la crítica actual. Ibn Jaldún fue el emisario del reino nazarí de Granada para firmar un tratado de paz con el rey cristiano Pedro I de Sevilla, con quien entonces trabara amistad. En su pensamiento concentra la agudeza de un tiempo de gran agitación y una summa de sabidurías acumuladas a lo largo de sus viajes por el Magreb, al-Andalus y Egipto. El siglo que lo encuadra es oscuro como los tiempos que vivimos: guerras, hambrunas, rebeliones (habría que agregar terrorismo). Por otro lado, un florecimiento del humor, el arte y la sensualidad. Por eso Sevilla se posicionó como la ciudad más importante del reino de Castilla y una de las más pujantes del continente europeo. Su pasado inmediato ?el gran desarrollo musulmán? fue el verdadero arsenal que le permitió conquistar esa posición. Al decir de Antonio Alatorre la expansión musulmana se caracterizó por su dinamismo, por su humanidad: la tolerancia, el amor al trabajo y a los placeres de la vida, la cultura y el arte. Es una civilización que supo conjugar los progresos de la ciencia con los placeres mundanos, y darles a ambos un lugar prominente. Toda Europa la admiraba por su armonía y buen vivir, por las ciencias que sólo los moros dominaban, por el gran desarrollo filosófico y científico de los sabios hispanoárabes, por las fantasías religioso-morales. Se vivía cotidianamente el festín de la lengua junto al fluir del juego del agua y las flores.

Salgo del Alcázar hacia las calles de Sevilla. Es difícil distinguir los estilos mudéjar y mozárabe. A decir de los estudiosos, los templos mozárabes conservan la estructura visigótica pero con elementos árabes, como el arco de herradura. Los mudéjares, que debían hacer las iglesias cristianas en las ciudades reconquistadas, las ornamentaron con azulejos y artesonado. Y en ese caminar van acudiendo a nuestra memoria palabras que nos remontan a países tan lejanos como Persia o India, pues los musulmanes adoptaron las cosas buenas que se hallaban en las regiones por las que pasaban y las nombraban para hacerlas suyas. Por eso ?como vuelve a decirnos Alatorre? ?los 4000 arabismos de nuestra lengua tienen su razón de ser: corresponden a 4000 objetos o conceptos cuya adopción era inevitable?.

 

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A unos pasos del Alcázar una multitud, música, gritos, algarabía extrema. El 10 de mayo de 2006 el equipo sevillano de fútbol obtuvo una victoria que en 50 años no había podido conseguir. La población se volcó a las calles: jóvenes, viejos, señoras con sus bebés, pequeños, todos con atuendos rojo y blanco: los colores de Sevilla. Hacían valla en la avenida Menéndez Pelayo, por donde ese día 11 pasaría el equipo triunfador. La música eleva su volumen, expectación, un bebé a mi lado viste el uniforme del equipo, a medianoche debe compartir con su abuela el gusto del triunfo. La gente se concentra, el volumen de la música es todavía más fuerte, más gritos, el autobús rojo de doble piso se aproxima, la niña roji-blanca llora junto a un poste porque su papá ha corrido detrás del autobús y ella se siente perdida entre la muchedumbre. Allá van todos, apelotonados, empujándose o abrazándose, blandiendo la bandera del equipo, cantando el himno. Dos autobuses pasan: en el primero van los jugadores, de traje, saludando y ofrendando besos. En el segundo van las familias, los amigos cercanos, los periodistas. Carriolas, sillas de ruedas, ancianos, a la orilla de la calle esperan pacientes a que vuelvan sus conductores y acompañantes para llevarlos a dormir. Pero aún falta una larga jornada. Los jugadores se dirigen a la Catedral, ?a dar gracias? dicen. Una vez que han pasado, la multitud corre para posicionarse en buen lugar. La iglesia ha sido tomada por la población, nadie puede pasar a las calles aledañas, nadie se mueve: silencio. ?Ya salieron, rápido, ahora para el Estadio. Y así, en vela, festejan los sevillanos el triunfo: una fiesta en el campo de juego, noche larga para volcar la dicha, cada uno vuelto hacia los demás como si entre todos formaran la ciudad, como si la ciudad estuviera en cada uno, como si ya no existiera el día de mañana.

A la mañana siguiente, intento tomar un taxi para ir a la estación ferroviaria: nadie llega, nadie pasa. Sevilla no quiere despertarse de la embriaguez. Sevilla duerme, se resiste a volver a habitar lo llano de la vida.

 

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En la misma plaza central de Sevilla, frente a la Catedral, transcurre la Feria del Libro. Tengo en mis manos La historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa, historia de amor entre dos jóvenes moros en la ciudad cercada de Álora. La novela ha permanecido a lo largo del tiempo, reeditándose y rescribiéndose (desde su primera aparición en el Inventario de Antonio de Villegas, luego en la Diana de Jorge de Montemayor, más tarde en Rosa de amores de Juan de Timoneda, La enamorada Elisea de Jerónimo de Covarrubias, La Dorotea de Lope de Vega, y en el Quijote) como un salvoconducto para conservar verdades lejanas y moribundas pero eficaces y presentes en una España de siglos posteriores, sometida a la rigidez espiritual del cristianismo. Al paso del tiempo la novela florece como prodigio, al inventar el entorno fractura la estrechez de la realidad y lleva consigo una sensibilidad colectiva. De la misma manera como el fútbol ofrece un sentido de pertenencia, la seguridad de ser parte de una tribu y nos da importancia colectiva, la literatura nos une a la colectividad pero en dirección contraria: hacia nuestro abismal yo en nuestra condición de seres arrojados. Nos hunde en el espesor de ser sólo individuos con nuestra contingencia del puro existir y con la obligación de darle sentido a la vida propia. Así como el fútbol que es una pura teatralidad y que linda la nada, la vida se nos manifiesta desde esa nada en los estados de ánimo que nos suscita la obra literaria. Vine a Sevilla a buscar textos literarios y me encontré de buenas a primeras frente a la euforia futbolística, un salir por instantes de las terribles coordenadas a las que estamos sometidos: el tiempo y el espacio. El bullicio nos orilla a fugarnos, la literatura nos centra de manera crítica en esas coordenadas.


Silvia Eugenia Castillero, “De moros y futbol”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 95-102.