JOSÉ LUIS BARRIOS
México, capital del siglo XXI
|
||||
JOSÉ LUIS BARRIOS México, capital del siglo XXI
|
|
|||
Empiezo esta exposición tomando en cuenta esa especie de diccionario cabalístico que son Los pasajes, una suerte de escritura alquímica que logra transfigurar la sustancia de las cosas o al menos la de las palabras en objetos y la de los objetos en palabras. Desde la dialéctica de las imágenes, quisiera empezar mi aproximación en torno a las ideas de urbanismo y ciudad en Walter Benjamin,(1) no sólo para exponer sus argumentos o imágenes al respecto, sino para aproximar una topografía de la ciudad de México: esta suerte de monstruo urbano que más que negar la cartografía de la modernidad que Benjamin postula, la realiza en los términos del deseo y el terror, a los que se refería Adorno en su objeción a la noción de sueño del autor Iluminaciones. Se trata de deslizar las ideas y las citas de Benjamin sobre la ciudad, la mercancía y la técnica hacia las derivas que los propios objetos, su presencia y su devenir histórico generaron. Desde luego el punto de partida es París, pero el viaje va de esa ciudad europea y sus utopías hacia la utopía, de Nueva York, para llegar a la distopía de la ciudad de México. Este viaje parte, en un afán de ser leal al espíritu del propio Benjamin, de la noción de materialismo histórico que descansa en las imágenes objetivas, que reposa sobre las producciones humanas abandonadas y cuyo olvido muestra el fracaso de la utopía. Parte del desbordamiento del espacio ficticio con el que la ciudad caótica se coloca en un futuro muy lejano para Benjamin: el año 2855; parte también de las citas y comentarios que refieren a la idea de ciudad de los sansimonianos como cuerpo. Dos citas del Libro de los Pasajes(2) para empezar.
Entre las dos citas referidas se tensa una dialéctica de las imágenes: la del sueño y el despertar. Mientras que en la primera, la visión de París apela al cuerpo secular como metáfora de la ciudad moderna, la segunda construye el imaginario de las ciudades del futuro. Entre ambas imágenes se abre el espacio de la ficción, mejor aún, el espacio de la ciencia-ficción. Benjamin acota la cita sobre la ciudad futura. París 2855 ... Él imaginaba esta ciudad algo así como en la segunda mitad del siglo XXIX. Sin embargo estas proyecciones se empezaron a realizar después de la posguerra y en otras ciudades: Nueva York y México, pero también en Sao Paolo y Tokio. En éstas se configuró una suerte de paráfrasis que nos habla de las derivas del capital a la hora en que la mercancía se aleja de su sustrato industrial para convertirse en capital financiero; algo que el propio Benjamin observó en el acercamiento que tuvo a la topografía del siglo XX a partir de sus reflexiones sobre el cine y la fotografía: el sitio que ocuparía la dialéctica de las imágenes a la hora de ser pura copia, ese espacio que construye las nuevas lógicas de las ciudades contemporáneas y que no sólo no niegan el mito de la modernidad, sino que lo profundizan hasta el delirio. La relación entre reproductibilidad y pérdida del aura produjo una nueva forma de la dialéctica de las imágenes de las que el desarrollo de las ciudades del siglo XX dio cuenta. Es sobre esta dialéctica de las imágenes en las urbes contemporáneas y sus proyectos y objetos de los que me ocuparé. En su libro Diseño y Delito, Hals Foster,(3) habla de una tarjeta postal recuperada por Rem Koolhaas con motivo de la publicación del manifiesto arquitectónico Delirious New York . Se trata de una vieja postal futurista que muestra los rascacielos neoyorquinos y un dirigible que está a punto de impactarse en el Empire State y que bien podría también apelar a la secuencia censurada de la película del Hombre Araña, en la que un helicóptero se estrella contra las Torres Gemelas, a no ser porque Spiderman evita tal catástrofe. Foster recupera esa imagen para hacer ver la noción de perversión distópica que trajo consigo el atentado al edificio emblemático de Nueva York, una perversión de la utopía de la modernidad. El 11 de septiembre, según Hals Foster, “fue una especie de perversión distópica del sueño moderno del movimiento libre a través des espacio cosmopolita. Esta visión de la ciudad y de Nueva York como la capital de este sueño, ha resultado muy dañada”. (p. 44 ) Sin duda, septiembre 11 realizó un imaginario catastrófico que marca una tensión significativa en el análisis y comprensión del sentido utópico de las ciudades. ¿Qué se tiende entre la utopía del cuerpo armónico de los sansimonianos y la distopía de la modernidad, de la que habla Foster, a la hora que desplazamos el desarrollo de las ciudades de París a Nueva York?: la historia de las ciudades del siglo XX y cierta deriva de la estética del capital y de las mercancías. Deriva que se realiza, no sólo en los espacios urbanos donde se negocia la legitimidad de la modernidad en el ámbito simbólico, sino en esos otros donde dicha legitimidad se ve cuestionada como parte del mismo proceso de la globalización del capital. Esos espacios, como la ciudad de México, donde la distopía o quizá la heterotopía, según expresión de Michel Foucault, tiene más que ver con las discontinuidades y “los diferenciales de tiempo” y no nada más, como lo propone Foster, con la destitución violenta de sus símbolos. París y Nueva York son parte de la misma historia, al menos en lo que se refiere a la relación entre el mito del progreso, el fetiche de la mercancía y el urbanismo. Con una diferencia de cien años, ambas ciudades forman parte de la dialéctica de las imágenes donde las relaciones entre utopía y ciudad dan cuenta de las transformaciones y el poder de adaptación que tiene el progreso y la mercancía en la era del capitalismo avanzado. En el paso que va del cuerpo armónico de la ciudad utópica del siglo XVIII, al cuerpo imperial del capital, que es Nueva York, el mito del progreso no hace sino profundizar su sueño en términos de escala y mostrar la transformación de la mercancía-objeto en mercancía-signo. Pero también existen la discontinuidad y los extravíos, los espacios olvidados de la historia, como el de la ciudad de México, donde las ciudades, sus trazas y sus construcciones, su escala y su dimensión parecen más el resultado de un delirio que de un sueño, donde los objetos y sus producciones operan del lado obsceno y perverso de la mercancía. Un acontecimiento en verdad distópico que habla de la forma en que los espacios y productos que desenmascaran el mito mismo de la modernidad al mostrar la reversión del fetiche en la mercancía pirata y el comercio informal. Desde luego no se trata de una defensa a ultranza de un folklorismo o de la exotización de lo cotidiano, sino de una aproximación a las imágenes que la modernidad capitalista también produce a la hora que se enfrenta con la contradicción estructural que la globalización ha generado. Veamos como se da este proceso. La representación sansimoniana de la ciudad como cuerpo supone la correspondencia entre centro, localización y circulación a partir de cierto registro simbólico de la escala, que articula la urbe desde una perspectiva de orden racional, y distribuye las fuerzas sociales y políticas según una traza donde el poder, el saber, la producción y el consumo poseen un lugar bien determinado. Concepción que responden, en el siglo XIX, al proyecto de administración de Haussmann. Como lo observa Benjamín:
La escala y la traza son las estructuras espaciales de contención del cuerpo colectivo, los bulevares y las calles, en su amplitud y limpieza, cancelan la posibilidad de la subversión social. En nombre de la circulación se abre el espacio para que no existan recovecos y ocultaciones, es decir barricadas. Aquí la mercancía reproduce la lógica del fetiche y el habitante es el paseante, el flâneur: ese extraño solitario que se coloca a la mitad entre el burgués y el hombre de masa, el que acepta el sueño de la mercancía. La traza urbana de la ciudad moderna, París, es la imagen del hombre público, del engaño y la promesa, y los pasajes son el sueño objetivo y material de la modernidad: el acero, el vidrio, los escaparates, pero también la mercancía y la moda son el sueño que sueña a la sociedad de masas, ese sueño que “…permanece oculto en la oscuridad del instante vivido y que pertenecen –según Benjamin– a la conciencia onírica del colectivo” (2005: c. 2 a 3) En este contexto no puedo dejar de llamar la atención sobre la relación entre la escala y el sueño de las ciudades del silgo XIX, sobre todo porque aquí lo onírico es el de la sociedad ilustrada, cuyo engaño era pensar que la política y la producción podían caminar de la mano hacia la realización de la igualdad entre los hombres. Acaso por ello el despertar se traduce en el fracaso de esta utopía, el sueño se desplaza hacia otros espacios que tejen la nueva forma de la mercancía y que no hacen sino profundizar las relaciones entre poder y utopía a la hora que esta abandona su sueño político y se instala en el ámbito de la economía de consumo: algo de lo que Nueva York de cuenta. El sueño americano es un poco el sueño de la humanidad contemporánea, y Nueva York fue hasta hace muy poco la maquinaria social, política y cultural de este sueño. Si en París la escala intentó controlar la subversión a través de la traza horizontal, Nueva York, al tiempo que magnificó el mito del progreso, imaginó el cuerpo imperial del capital a la hora que el cristal y el acero, se unieron al hormigón para dar cuerpo a la nueva dinámica de la ciudad. La historia de Nueva York es una dialéctica de las imágenes que pone en juego las relaciones entre traza y verticalidad, una historia de tránsito del primer capitalismo al capitalismo avanzado, una historia que empieza en la Isla de Eli, que inventa al mismo tiempo la democracia desde la migración, la industria desde el corporativo y la mercancía desde la marca. Mientras en París del siglo XIX el acero se resolvía como imagen del progreso y la comunicación, Nueva York sueña su utopía en la masificación de la industria del automóvil, pero sobre todo la sueña en la arquitectura vertical. En 1913 se inaugura el rascacielos de Woolworth convirtiéndose en el edificio más alto del mundo, más tarde la historia de esta arquitectura pasa por el edificio de la Chrysler (1929), por el Empire State en 1931, El Rockfeller Center en 1939 y llega hasta las Torres Gemelas en 1976. Una historia que hace de la escala la forma y la estrategia misma de la expansión del capital y símbolo de la nueva lógica que el capitalismo tendría en al siglo XX: el paso que va del capital industrial al capital financiero, lo que también quiere decir la transformación de los objetos en signos, y de la producción en especulación. Como lo observa Hals Foster, Nueva York “…es la imagen de una ciudad del siglo XX como espectáculo del nuevo turismo, pero también como utopía de los nuevos espacios: las personas libres para circular desde la calle, pasando por la torre, hasta el cielo y la vuelta.” (p. 43) Para el filósofo norteamericano, esta nueva capital del siglo XX se resume, en lo que a su verticalidad toca, en la imagen de la aguja y el globo. “La aguja en el rascacielos es lo que demanda ‘atención', el globo es lo que promete ‘receptividad' y la ‘historia del manhattanismo es una dialéctica entre estas dos formas'.”(p. 44) Al lado de este sueño de la verticalidad, se une el de la retícula de la ciudad y sus nombres. La horizontalidad neoyorquina, una traza regular que coloca en la lógica de la retícula el desarrollo del capital, dando lugar a espacios bien definidos: desde los distritos financieros, hasta las cartografías de la diversidad cultural donde la migración tiene su lugar de representación. En todo caso esta dialéctica en tres dimensiones: altura, ancho y profundidad se convierte en el lugar de la fantasía, donde el “caos rígido” da cabida al exceso del capital a la hora de crear el espacio onírico de una colectividad que resuelve la política en la libertad de mercado y en la masificación absoluta de la mercancía, hasta convertir los cuerpos en objetos y los ciudadanos en modelos. Acaso, como lo he afirmado en otra parte, ¿el Midtown neoyorquino no es el sueño de la democracia y la tolerancia definido por la globalización y el consumo?(4) Manhattan una vez recuperado de su abandono, ha llegado a ser una monumentalización de los Pasajes, el lugar mismo donde el dandismo se convirtió en el fetiche del cuerpo individual como display. La fantasía delirante de esta ciudad hizo del flâneur un consumidor: un sujeto donde el sueño de la clase media se convirtió en el consumo del buen gusto. En este contexto, la mercancía toma un nuevo sentido, trasforma la condición industrial del objeto en su circulación social a través de la marca y de la marca como impronta en el cuerpo, una suerte de plusvalía simbólica que restituye al espacio público de los sujetos a través de la moda. Este proceso nace del regreso de los habitantes a la ciudad. Si el desarrollo de Nueva York, como paradigma capitalista tardo moderno ha llegado a ser tan significativo, es porque su rescate tradujo la lógica de los centros comerciales de los suburbios, que respondían al ideal del american way of life del funcionalismo y la comodidad, en una fantasía del cosmopolitismo de la masa social, una suerte de circulación de la mercancía no por su comodidad sino por su sofisticación, lo que en términos benjaminianos supone profundizar el engaño de capital hasta el delirio: turismo, arte y moda generan la industria del entretenimiento donde el espacio del goce se reglamenta hasta controlar las pulsiones fundamentales de la sociedad. Si en los años 70 y 80 Nueva York llegó a significar el espacio del terror y la violencia cotidiana, la estrategia de recapitalizar la estructura horizontal de la retícula, supuso una nueva forma de las utopías urbanas de la modernidad: la estetización de la sociedad de masas por medio del arte y la cultura pop, la afirmación de las diferencias sexuales, étnicas y culturales a través de la utilización de la retícula como espacio geopolítico-simbólico (Little Italy, Chelsea, etc.), la recuperación de la vivienda a través de la restitución imaginaria de las naves y bodegas industriales de Manhattan como reconversión imaginaria del deshecho industrial. Este proceso muestra una resignificación del cuerpo armónico de las utopías sansimonianas a partir de estrategias políticas de control y de epistemologías de la representación de la diversidad. Se trata de reco-locar y redistribuir ambas en el espacio urbano, no bajo la utopía de la escala humana, sino bajo el mito del “caos rígido” propio del liberalismo capitalista desarrollado. El lugar de la arquitectura imperial, de la retícula y la altura que hoy realiza el mito de la modernidad avanzada, no es otra cosa que el mito ampliado del progreso: el lugar de la promesa y el engaño, el lugar de la tecnología que transformó los objetos en marca y profundizó el sueño hasta el delirio, realizando la condición misma de la sociedad de masas: el consumo de su propia imagen. Paralela a esta utopía expandida de la modernidad capitalista, existen las ciudades que sueñan y se construyen por la discontinuidad, por los residuos temporales, por el vaivén histórico de las transeúntes. La ciudad de México, es un ejemplo, quizá uno de los más significativos de dichas discontinuidades, al menos lo es hasta ahora. El desarrollo de la Ciudad de México, es el más antiguo de América y en alguna medida coincide con el desarrollo de muchas ciudades europeas. Inclusive cuando Nueva York se empieza a desarrollar, México era una ciudad con una larga memoria histórica. No voy a exponer aquí esta historia, en este trabajo me ocuparé del México del siglo XX, una historia de por sí compleja, plena de accidentes y arbitrariedades que hacen de esta ciudad una suerte de hipérbole, a veces monstruosa, a veces grotesca de las utopías urbanas modernas. Si la modernidad industrial y financiera es parte de un proceso donde el mito del progreso se produce en la lógica de la traza y la escala, la ciudad de México ha crecido desmintiendo esta lógica, sus fundaciones han sido múltiples y fragmentarias, y traducciones de distintos momentos de la modernidad. En esta ciudad la utopía de las urbes modernas conoce tantas fundaciones como fracasos han tenido. En ella se anida una suerte de culto al abandono y de júbilo por el presente: un terreno de luchas políticas que apenas, y no necesariamente de forma acertada, se empieza a superar. La ciudad de México ha conocido al menos tres momentos de la utopía de la modernidad, las ha conocido como una suerte de hibridación política que mezcla el pasado y el presente a partir de una proyección fragmentaria del futuro donde se inventa a cada momento de nuevo la modernidad: la utopía posrevolucionaria, que construyó la idea de nacionalismo popular, en que la ciudad era el espacio de inscripción de la identidad cultural como identidad política de la nación. Ahí está el proyecto del muralismo que instituye la identidad visual pública en los murales, a partir de la construcción del pasado indígena y de la fuerza social del pueblo. Una suerte de épica de la representación que imagina la ciudad como el espacio utópico donde raza, pueblo –el obrero y el campesino– y progreso son el motor del progreso social y de la construcción de la nación. Ahí está la segunda utopía del desarrollismo industrial que retomaba los discursos nacionalistas de la revolución a partir de una concepción urbanista basada en la lógica de los suburbios y cuyos ejes de asentamiento y simbólicos se dieron en Ciudad Satélite y el Pedregal, ejes en los que la Universidad Nacional Autónoma de México ocupó un lugar predominante como el espacio de autoconciencia de esta fundación y donde la producción artística convertía, a través de Tamayo, la poética de los Contemporáneos y la estética de la Ruptura, la cultura mexicana en un humanismo universalista. Una suerte de transformación del discurso izquierdo-populista en una modernidad cosmopolita. Una consecuencia importante de la utopía del desarrollo industrial es la migración del campo a la ciudad, este fenómeno produce una primera forma distópica, la que pone en conflicto el cuerpo colectivo con la utopía, volviendo problemática las categorías de sociedad de masas como estatus de control social del colectivo, asunto que veremos más adelante, por ahora importa destacar la implicación que tiene este crecimiento en términos de la pulsión vital que trajo consigo, por una parte introduce el problema del caos en lo que al movimiento y la planeación se refiere, y por la otra genera la categoría de lo suburbano: la mancha en el centro y la periferia de la ciudad. La utopía de la modernidad industrial produjo, al mismo tiempo, los suburbios y lo suburbano, creo el espacio de tensión caótico-vital y buena parte de la configuración simbólica de esta megalópolis. La tercera fundación es la de la utopía del libre mercado global. Nacida en los tempranos noventa se materializa en el proyecto de desarrollo “urbano” de Santa Fe. Una nueva invención arquitectónica y urbanista que apuesta por una estética de la visibilidad, primera manifestación de la globalidad financiera concebida bajo la dialéctica de la arquitectura del imperio del capital, donde sus usuarios, que no sus habitantes, se mueven cobijados por la fantasía de la cotidianidad y en una desproporción entre escala y traza que coloca las formas de fetichismo tardo capitalista en el tiempo diurno del trabajo y hace del gusto burgués una estética de la pretensión (¿una deformación de lo kitch?). Pero además genera una especie de híbrido habitacional que apela al confort y la tranquilidad de lo pintoresco de los pueblos mexicanos y al mismo tiempo es el espacio simbólico de los grandes capitales globales, los propios y los ajenos. Si Nueva York unifica sus fachadas según la lógica de la monumentalidad vertical, Santa Fe engaña en el sentido inverso: desde la fachada de lo pintoresco introduce la utopía tardo capitalista en la sociedad mexicana. Paralelo a la implantación de esta utopía, se construye otra: la que tiene que ver con la Colonia Condesa y los programas de desarrollo de rescate del Centro Histórico. Baste con decir, por ahora, que la utopía que trae consigo este fenómeno, a diferencia de las expuestas, es más cercana a las utopías programáticas europeas. El barrio de la Condesa, y aquí es válido jugar con la implicación francesa del término, es producto de un proceso de autoconciencia donde la producción cultural y artística juegan un papel fundamental. La función de la subjetividad artística detonó, en este espacio urbano, el sentido de la sociedad de masas a la que se refiere Benjamin, acaso por ello la Condesa se inscribe como la topografía donde tuvieron lugar los primeros movimientos del arte contemporáneo en México, el que por cierto ha llegado a ocupar un lugar significativo en el imaginario colectivo global. Pero más allá de esto, importa observar como la Condesa y sus alrededores van ampliando el mito de la modernidad y el fetiche de la mercancía a través de una circulación social de gusto que de más en más ha definido la visibilidad de la ciudad de México. A diferencia de otras zonas de la ciudad, la Condesa y sus alrededores ha desarrollado su proyecto a partir de la producción artística y de la apropiación de los espacios por una simbólica de la personalidad de los agentes sociales, lo que significa en términos benjaminianos, una subjetivización del sueño colectivo que reinscribe como circulación social la lógica cosmopolita del gusto y con ello entra de nuevo en la dinámica del fetiche. Dejo para otra ocasión los análisis más puntuales al respecto, baste por ahora señalarlo. Como sea algo está claro en esta historia de la Ciudad de México: muestra la cara distópica de la utopía de la modernidad. Ahí donde la escala y la traza no alcanzan para representar y contener la fuerza del cuerpo colectivo, según el orden armónico de la ciudad o las fantasías delirantes del capital se pervierten. A diferencia del París del siglo XIX y el Nueva York del siglo XX, México aparece como el espacio desquiciado de la modernidad. La traza de la ciudad nace de los accidentes producidos por sus distintos momentos fundacionales. Accidentes nacidos de la discontinuidad y el fracaso continuo del mito del progreso, a la hora que se enfrenta a la contradicción más fundamental entre colectividad y subjetividad, conflicto, en general, no resuelto en las urbes periféricas. Conflicto, también que pone un matiz a la dialéctica de las imágenes y hace aflorar el inconsciente del sueño en el conciente de desquiciamiento. Si las utopías de París y Nueva York funcionan como una alienación del sujeto, la condición de las distopías/heterotopías, como la de la Ciudad de México, ponen en conflicto un elemento distinto: el de la colectividad con el mito moderno del ciudadano, una dialéctica donde el cuerpo colectivo difícilmente entra en la lógica de la sociedad de masas. Ante el cuerpo armónico y programático de París y el caos rígido y del control de las fantasías de Nueva York, México funciona por la desarticulación, es una hipérbole grotesca donde su monstruosidad habla del lugar anterior a la representación del sueño, del lugar de la voluntad dionisiaca del cuerpo social. Es aquí donde toma sentido la idea de la Ciudad flujo, es aquí donde la tecnología sobrepasa su condición de separación del mundo y la técnica se realiza como naturaleza. ¿Cómo entender, por ejemplo, los asentamientos irregulares y las respuestas inmediatas de urbanización que se dan en sociedades como la de la Ciudad de México? El lugar del transeúnte y del habitante cambia de manera radical la lógica de la escala y la traza. Del caos al orden no puede sino darse una suerte de desmesura, de desbordamiento, donde a la escala no le queda sino deformarse hasta hacer coincidir el futuro catastrófico, el de 2855 del que habla Benjamin, con el presente de los objetos y los productos. Este desbordamiento nos habla más de una dialéctica entre la vida y las cosas que de la dialéctica entre el sueño y el despertar, habla más del cuerpo colectivo que del sueño del futuro de la subjetividad alienada, condición ésta de la utopía moderna. Es bajo esta lógica que el fetiche de la mercancía adquiere otro sentido a la hora en que se profundiza la condición de reproductibilidad masiva del objeto. México ocupa el segundo lugar en el mundo en la piratería. Aquí la moda existe como producto antes de su lanzamiento al mercado, se cuelga de la publicidad para subvertir el mercado: los discos, la ropa existen antes de su distribución en el mercado. Aquí se restituye el lugar vital del deseo a la hora en que la promesa se cumple porque es un engaño y el engaño realiza la promesa. Sin duda el verdadero lugar diatópico de la modernidad acontece en los espacios en que las mercancías son restituidas a su lugar vital, el de un cuerpo colectivo que no sólo sueña la fantasía, sino que la inventa: extraña subversión del mito de la modernidad que a veces hace pensar la ciudad de México más como una ciudad medieval que como una urbe moderna, como una suerte de carnaval, de mascarada…Un engaño que habría que explorar, no como la exotización de los mitos de occidente, sino como un problema de ontología del tiempo, de la historia. La ciudad de México plantea un problema filosófico: aquel donde la inmediatez de la vida cancela el sueño de todo porvenir. ¿Acaso un espacio de subversión vital al capital?
Notas 1 Walter Benjamin, “París capital del siglo XIX ” en Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998. 2 Walter Benjamin, El libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005. 3 Foster Hals, Diseño y delito, Madrid, Akal, 2005. 4 José Luis Barrios Lara, Ensayos de crítica cultural. Una mirada fenomenológica a la contemporaneidad, México, Universidad Iberoamericana, 2004. José Luis Barrios, “México, capital del siglo XXI”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 29-48.
|