Eric Fassin

América en blanco y negro

 


El debate en torno a la naturaleza cultural de las sociedades contemporáneas tiene una de sus principales sedes en Estados Unidos. No es casual. La fantasía del melting pot norteamericano se desintegró, hacia los años sesenta, en la realidad de una sociedad que busca desde entonces, con angustia, su definición global. Las teorías sobre el "multiculturalismo" ofrecieron una primera respuesta. Con el tiempo sus propuestas degeneraron en una visión de la racialidad dominada por la falta de historicidad y la rigidez de categorías sociales y culturales; rigidez que fue capitalizada por los círculos más conservadores. La crítica simultánea a la quimera del melting pot y al "realismo" del "condominio multicultural" ha provenido, en los últimos tiempos, de la imaginación de intelectuales negros críticos, entre los que destacan Toni Morrison y Cornel West. Una nueva generación de escritores, arraigada en la tradición de Baldwin y DuBois, ha provocado una reformulación radical de los paradigmas centrales de la racialidad y la etnicidad y, con ello, de la naturaleza global de las sociedades posindustriales. El ensayo de Eric Fassin se desarrolla en dos secuencias. Primero explora el nuevo territorio literario y filosófico creado por la generación de Cornel West, Henry Louis Gates Jr. y, en cierta manera, Toni Morrison. Después reproduce una conversación reciente con el propio Cornel West sobre los problemas de la política de la identidad.

Cornel West: ¿profeta en su país?

 

¿Dónde están los intelectuales de antes? La pregunta, sin duda familiar para el lector contemporáneo, la sugiere Cornel West, distinguido filósofo y predicador laico que la Universidad de Harvard arrebató a Princeton. Nos encontramos en Estados Unidos. Los intelectuales negros son el tema: "Nunca en la historia de los negros de este país han surgido tantos intelectuales ni políticos, pero nunca de tan mala calidad". Esta condena tajante (de la que sólo está exenta la escritora Toni Morrison), pronunciada por el intelectual negro más destacado del momento, no puede dejarnos indiferentes.

Desde la generación que luchó por los derechos cívicos, conjunción de la esperanza de Martin Luther King y la cólera de Malcolm X, la "comunidad" negra norteamericana parece haberse dividido en una doble realidad: por una parte, surgió una nueva burguesía negra que se benefició de las políticas raciales del stablishment posteriores a los años sesenta (al lado de los yuppies, se hablaba en los años ochenta de los buppies: black urban professionals, no menos deslumbrados por el éxito material que sus colegas blancos); por la otra, se aceleró el hundimiento del subproletariado negro (cifrado en denominaciones como underclass o inner cities), que se debate entre la criminalidad y la prisión, el sida y la droga, la desintegración familiar y la desmoralización. Cornel West vislumbra una relación: sin que lo uno explique a lo otro, el cinismo de los primeros alimenta la desesperación de los segundos. En este sentido, West responsabiliza a las élites por no asumir su papel natural de leadership.

A este sombrío diagnóstico se contrapone otro totalmente diferente. La presencia de una generación de intelectuales negros en el mundo cultural de Estados Unidos es hoy innegable: no sólo abundan escritores (y aunque Toni Morrison sobresale como la sucesora de Ralph Ellison o James Baldwin, no debemos olvidar a los demás, desde Charles Johnson hasta Walter Mosley), ensayistas (Shelby Steele y Stanley Crouch) o profesores de literatura y de filosofía (Henry Louis Gates Jr. y el propio West), sino también juristas (Derrick Bell y Stephen Carter), economistas (Thomas Sowell y Glenn Patterson) y sociólogos (William Julius Wilson y Orlando Patterson). Llama la atención el hecho de que esta nueva generación (junto a otras, más jóvenes, que ya tocan a las puertas del éxito) no represente la unidad de una comunidad negra ideal o de cualquier otra forma de negritud imaginaria, sino la diversidad social e ideológica de un mundo en ebullición, de hombres pero también de mujeres (Bell Hooks, Michelle Wallace y Patricia Williams), de izquierda pero también de derecha (como el juez Clarence Thomas y casi la mitad de los hombres ya citados). ¿No es acaso un indicio que, a diferencia de los paladines del Harlem Renaissance, los intelectuales cuenten hoy con la aprobación de un público amplio, no sólo entre los blancos, sino también entre los negros? ¿O bien un público no solamente negro, sino también blanco como el de los universitarios afrocentristas Leonard Jeffries y Molefi Kete Asante?

La presencia cultural negra en Estados Unidos ya no es exclusiva del show business o el deporte, de Michael Jackson o Michael Jordan, ni incluso de Spike Lee o el rap. Un universitario como Gates representa una fuerza cultural real, tanto intelectual (interviene en congresos universitarios, las páginas del New York Times, revistas intelectuales como The New Republic y The New York Review of Books) como institucional (controla un verdadero imperio que se extiende desde Harvard hasta el mundo editorial, pasando por la revista Transition). Incluso el éxito de Cornel West es una evidencia de esta transformación que puede medirse en los cuantiosos contratos que le proponen los editores. El dinero es buena señal de reconocimiento social, así nos lo recuerda este pensador radical, inspirado en el marxismo, que maneja un Cadillac.

Sin embargo, un tercer diagnóstico ha perturbado la apoteosis. Mientras la prensa cultural (como The New Yorker y The Atlantic), sensible a esta controversia, proclama el renacimiento del intelectual negro, The New Republic anuncia en su portada, al mismo tiempo y como respuesta, su derrumbe. El juicio de Leon Wieseltier es terrible: "La obra de West es ruidosa, aburrida, evasiva, sectaria, pedante, complaciente y carente de humor", en pocas palabras, "sin valor" (worthless). A su parecer, West habla de todo un poco, pero sin ninguna sustancia; ni estilo ni pensamiento.

Si este diagnóstico sobre Cornel West supera en severidad al primero, no deja de ser diametralmente opuesto. Sobre todo porque West intenta asumir el papel del intelectual que tiene una idea cruel del mundo de los negros. El filósofo se vuelve objeto de la ironía del periodista, quien se interroga in fine: "¿Dónde están los verdaderos intelectuales?" Más que el estilo de una revista cuya humildad no es la regla, esta impertinencia parece ser un acto de demolición. Por lo demás, la virulencia del ataque no tardó en provocar un clamor de indignación, como lo muestran las cartas publicadas durante las siguientes semanas no sólo por Henry Louis Gates Jr., sino también por el filósofo pragmático Richard Rorty. ¿Por qué se presta The New Republic a tanta violencia? ¿Por qué tanta agresión?

Conservadurismo, respondieron algunos; en efecto, meses antes, la revista en cuestión dedicó un número entero a The bell curve, difundiendo y atizando el escándalo que provocó este libro dedicado a estudiar las correlaciones entre la racialidad y el coeficiente intelectual y, con ello, a cuestionar el Estado asistencial. Desde entonces, The New Republic se ha empeñado en asumir la tarea intelectual de desmantelar la política de affirmative action, es decir, las medidas adoptadas desde los años sesenta en beneficio de las minorías y, en particular, de la minoría negra.

Otros fueron más lejos aún y condenaron a Wieseltier de racista. Según esta visión, el problema no es que The New Republic se aparte del liberalismo (al estilo norteamericano) para adherirse al neoconservadurismo (a la manera de Washington), sino que la sociedad norteamericana en su conjunto se empeñe en derribar, una a una, tranquilamente, como en el tiro al blanco, las figuras negras más destacadas del momento, ya sea que se trate de Mike Tyson o de O.J. Simpson, de Marion Barry –el alcalde de Washington– o de Ben Chavis –el presidente de la asociación negra NAACP– o, el caso más notorio –sobre todo porque parecía invulnerable a los escándalos– de Lani Guinier, la desafortunada candidata a la administración de Clinton, a quien incluso su amigo el presidente acabó por abandonar. Éste parece ser el precio que tienen que pagar los negros por el éxito, y esta también, dadas las circunstancias, su necesidad de luchar contra el complot.

Pero invocar este tipo de argumentos significa caer en el juego de quienes denuncian el racismo sin razón (como ocurre con el antisemitismo); es suavizar el ataque, colocando a Cornel West en la posición de víctima. ¿No es ésta acaso la mayor crítica que se le hace actualmente a la izquierda que todavía continúa hablando del problema de la raza? A esa izquierda se le acusa de complacerse en la "victimización", pues encasilla a quienes pretende defender en el papel de eternas víctimas y eternos menores de edad.

Cabría plantear la pregunta de otro modo: ¿por qué provoca Cornel West (al igual que otros intelectuales negros) reacciones tan hostiles y apasionadas? Para responder es preciso desplazar el terreno de la discusión y reflexionar sobre las evidencias. Quizás el negro no sea en realidad el centro de la controversia, sino más bien el intelectual negro; por eso conviene aclarar la doble postura de su controvertido resurgimiento. Su papel en el debate nacional sobre los problemas raciales y la posición que ocupa en la definición del intelectual en general hablan de un nuevo intelectual negro (¿por qué habría de sorprendernos?) que contribuye a reformular, en rigor, la cuestión negra y, a la vez, la problemática del intelectual.

 

 

 

Más allá del eurocentrismo y del multiculturalismo

La frase Race matters, título del best-seller de Cornel West, tiene un doble sentido: puede entenderse como "asuntos de raza", o bien, como "la relevancia de la raza"; incluso se puede traducir como "la raza pesa". Es preciso hablar del problema racial, porque en la actualidad la raza habla por sí sola en Estados Unidos. De Nueva York a Los Ángeles, de Central Park a South Central, de Yankel Rosenbaum a Rodney King es imposible ignorarla. Cornel West tiene un público tan amplio porque habla de evidencias; en el fondo, los medios de comunicación no dicen nada más. Sin embargo, no se trata de una falsa evidencia, sino de una evidencia a medias. Para algunos, la cuestión racial ha sido en esencia superada. Los conservadores negros opinan que el racismo ya no es una realidad vigente en la sociedad norteamericana; sólo pertenece al pasado y subsiste como un vestigio y, sobre todo, como una imagen en la memoria. En uno de sus ensayos más célebres, Shelby Steele sugiere que son los mismos negros quienes permanecen prisioneros de ese pasado, víctimas ya no de la opresión de los blancos, sino del recuerdo de esa opresión, que los condena al papel de víctimas. Y probablemente sea cierto porque, irónicamente, esta inocencia imaginaria garantiza un poder real. En este sentido, Steele prefiere hacer tabula rasa con el pasado y sobreponerse a una visión racista de la sociedad. Así como lo hicieron los blancos antes que ellos, los negros deberían integrarse a una sociedad y a un régimen que se han vuelto indiferentes frente a las diferencias de color (color-blind).

La argumentación alude, en particular, a los negros que se beneficiarion de la "discriminación positiva". El mismo Stephen Carter lo reconoce cuando se autodenomina "hijo de la affirmative action". Haciendo muestra de su valor nos relata cómo, debido al color de su piel, la escuela de derecho de Harvard se arrepintió de haber rechazado su expediente de estudiante cuando Yale, una universidad de mayor prestigio aún, a sabiendas de ello, decidió admitirlo. ¿Cómo desear a otros tanta humillación? Pero no todos tienen escrúpulos. Para Clarence Thomas, por ejemplo, tomar en cuenta la pertenencia racial, la suya incluida, es siempre prueba de racismo. El juez se jacta de ser el arquitecto de su propio éxito. Pese a que su color lo benefició doblemente en su rápida ascensión, primero en sus estudios, por ser negro, y después en su carrera, por ser conservador negro, nada le impidió jugarse la carta de discriminación racial en cuanto se vio acusado por Anita Hill, también negra, durante las comparecencias ante el Senado que finalmente lo llevaron a la Suprema Corte.

Nadie ignora que hay un problema negro; las evidencias son del dominio público: una tercera parte de los hombres negros jóvenes han estado en prisión e innumerables adolescentes negras deben criar a sus hijos sin apoyo alguno. Lo que difiere en el razonamiento de los conservadores son la interpretación y las soluciones posibles. A su parecer, la sociedad no es culpable, y en vez de buscar siempre al responsable en alguna parte, se debe responsabilizar a una población desmovilizada y desmoralizada. Para los conservadores el problema es de orden cultural antes que económico: es necesario acabar con la "cultura de la pobreza". La solución es moral y no política y debe buscarse dentro de la comunidad negra, no en los poderes públicos.

Es obvio que este razonamiento se basa en premisas discutibles: no todos coinciden en que el racismo se haya acabado. Cornel West no minimiza la importancia de su propia posición privilegiada, al contrario, inicia su libro con anécdotas personales: cuando viaja a Nueva York con el objeto de posar para la fotografía de la portada de su libro, ningún taxista se digna a detenerse, dándole preferencia a la clientela blanca; cuando llega a Princeton, la policía lo detiene tres veces en diez días por conducir demasiado lento, confundiéndolo con un dealer. Es probable que todos los negros conserven recuerdos de esta naturaleza. Pero la existencia del racismo no es meramente anecdótica ni casual; basta con recordar, como lo hace Martin Kilson, las estadísticas de la persistencia de la discriminación. El mercado de trabajo y la distribución de la vivienda son dos ejemplos notorios. El fracaso profesional de los negros no indica tan sólo falta de voluntad, ni a la inversa, la aglomeración en barrios segregados y la carencia de vivienda digna, una elección libre.

Los dos obstáculos

¿Podemos hablar todavía de responsabilidad cuando las opciones se vuelven tan precarias? Sí, responde claramente Cornel West, y es en este aspecto donde su reflexión se torna más interesante. Dos obstáculos se contraponen: el conservadurismo, cuyos adeptos pretenden negar la existencia del racismo, y el nacionalismo negro, que se obstina en pensar en términos de raza. Según West, ambas posturas deben evitarse. Es la lógica de la Nation of Islam, desde Elijah Muhammad hasta Louis Farrakhan, la de los tribunos, como Al Sharpton, que no sólo repercute en los ghettos negro de Chicago o Nueva York, puesto que la encontramos en un universitario fracasado como Leonard Jeffries, en Spike Lee o, incluso, en la burguesía negra. Las declaraciones que hace Cornel West en referencia al antisemitismo demuestran la atención que presta a este tema. Al igual que Gates, West no se conforma con denunciar la tentación antisemita de los nacionalistas negros, también analiza los significados de esta tensión para proponer su superación.

Los escritos políticos de West se alejan de una racialidad ingenua. La discusión que giró en torno a los motines ocurridos en Los Ángeles lo muestra en cierta manera. A diferencia de la mayoría de los críticos, West se niega a reducir dicho suceso a cualquiera de sus dimensiones, sea racial, económica o política:

 

Solamente 36% de las personas aprehendidas eran negras, más de un tercio gozaban de un empleo estable y la mayoría no reivindicaba ninguna filiación política. En Los Ángeles fuimos testigos de una convergencia fatal entre el derrumbe económico, la descomposición cultural y el letargo político actual de la sociedad norteamericana. La racialidad no fue más que el catalizador visible y no la causa profunda.

Es importante no dejarse cegar por las creencias populares, pero tampoco se trata de llegar al extremo de perder de vista las evidencias del racismo. Su opinión acerca de la affirmative action, que pone a muchos intelectuales de izquierda en aprietos, es un ejemplo de este vaivén. Es probable que West esté dispuesto a reemplazar el criterio de racialidad por uno de clase en el trato preferencial, como lo piden los conservadores. Por lo menos en principio, porque de hecho, quienes hoy se sublevan contra la política de cuotas raciales nunca se movilizaron por la política social. No existe en Estados Unidos, y West lo lamenta, una verdadera política de clase. No queda sino conformarse con aquello que es aplicable, es decir, aquello que es políticamente viable porque lo impulsan grupos movidos por intereses reales. Pese a todo, la política de affirmative action, aunque insuficiente, no deja de ser necesaria a los ojos de West; aun cuando no garantiza una relativa igualdad, por lo menos frena la discriminación activa: su función es, por lo tanto, esencialmente de contrapeso.

Lo que Cornel West propone es preservar el discurso de la responsabilidad sin olvidar la realidad de la discriminación racial; pensar "una historia que es inseparable de la victimización sin por ello reducirse a ella". De ahí su afán de abrir un canal de comunicación entre conservadores y nacionalistas que rechaza la lógica que los une, es decir, la de la alternativa simple. Desde el punto de vista de Leon Wieseltier, la disyuntiva no tiene escapatoria: lo uno o lo otro. Cornel West, en cambio, se arriesga a plantear una postura que puede parecer tibia: ni lo uno ni lo otro.

Otros intelectuales notables emprendieron este camino "más allá del eurocentrismo y del multiculturalismo", optando por mantener una identidad política sin adherirse a la política de la identidad. Toni Morrison lo recuerda en ocasión del caso Thomas: "está claro, aun para la inteligencia más reductiva, que los negros piensan diferente los unos de los otros; tan claro como el hecho de que la hora de una unidad racial acrítica ya pasó". Del mismo modo, Gates afirma que, lejos de ser una esencia, la racialidad no es más que un tropos y, para escapar del multiculturalismo, invoca la tradición pluralista:

 

Me resisto a plantear el debate en términos de Occidente-contra-el-resto (the-West-versus-the-rest): es precisamente esta oposición la que el verdadero pluralismo pone en tela de juicio. Desde la óptica pluralista, las culturas son porosas, dinámicas, interactivas.

Gates cita además al antropólogo francés de la etnicidad, Jean-Loup Amselle, quien nos invita a pensar contra la pureza étnica, el hibridismo y el mestizaje. En lo que concierne a Cornel West, el fin del nacionalismo supone una política de coaliciones, que por definición rebasa el concepto de una raza, e incluso de las razas, dado que no sólo se fundamenta en las "minorías" de clase, sino también en las minorías homosexuales. ¿Acaso no fue éste también el proyecto de Jesse Jackson, quien intentó formar en 1988 una rainbow coalition?

En conclusión, hablar de racialidad no implica necesariamente enfrascarse en el discurso de la identidad, y lo que hoy sugieren estos intelectuales, más allá de sus diferencias, es que los negros de Estados Unidos no están condenados a elegir entre Louis Farrakhan y Clarence Thomas, entre nacionalismo y conservadores. Además, los blancos norteamericanos, antes de discutir las premisas de Cornel West, tendrían que olvidar a Leonard Jeffries. Por lo demás, se comprende mejor la exasperación que suscita en la actualidad este último. Jeffries, el de mayor renombre de su generación, ha contribuido al cuestionamiento de la controversia pública sobre el multiculturalismo. En efecto, su racismo e ignorancia no fueron inútiles, ya que le permitieron, pese a su pobre impacto, ocupar un lugar privilegiado en los medios de comunicación. Se le condenaba, sin lugar a dudas, tanto intelectual como moralmente, pero esto no impidió que se le tomara en serio. Jeffries reforzaba de esta manera la idea de una alternativa simple, pero también de una opción que jugaba con éxito a atemorizar a los blancos.

Después de la obra de Cornel West, la alternativa ha dejado de ser simple y la elección se complica, tal vez justamente porque, en vez de infundir miedo, seduce con su elocuencia y su sonrisa cristianas. Nadie ha puesto en duda aún su integridad moral; sólo queda entonces, para que no se le tome en serio, atacarlo por su calidad intelectual. De esta manera, el debate público volvería a su pureza original, reencontrándose con las virtudes polémicas de un maniqueísmo que amenaza con obstruir el diálogo abierto por los intelectuales negros.

El intelectual frente a sus orígenes

A Cornel West le gusta exhibirse como un intelectual profético. El mismo Gates lo describe como "nuestro Jeremías negro". Antes de esbozar una sonrisa maliciosa, habría que comprender la filiación que esta pose designa, así como el papel que adjudica al intelectual. En primer lugar hace referencia al mundo de las iglesias bautistas del sur (West es originario de Oklahoma). Definirse como intelectual profético y conservar, al estilo de un orador académico, la entonación del predicador, supone proclamar un arraigo al mundo negro popular. Así, convertirse en intelectual no significa romper con los orígenes. Gates también intenta, aunque sin preservar los modales propios del "color local", reencontrarse con sus raíces en un relato autobiográfico reciente. Le importa demostrar que ser intelectual no es incompatible con el hecho de ser negro: no hay necesidad de olvidar la raza para ser intelectual.

Cornel West insiste en que resulta inconveniente por igual dejarse definir por el color de la piel que negarlo. El intelectual negro no es sólo el intelectual orgánico de los negros; aspira al mismo tiempo a desempeñar un papel dentro de la nación, independientemente de su pertenencia racial. El intelectual profético es, por esta razón, el que trasciende su color y el color. Y el lenguaje de la trascendencia nos remite a la función moral, cristiana y universal del intelectual. Esta visión profética propone la valoración moral de la diversidad de las perspectivas negras para elegir aquellas que se fundamentan en la dignidad y la honorabilidad de los negros, sin que por ello ninguna cultura sea elevada a la cima, ni tampoco arrastrada en el fango.

A decir verdad, Cornel West no basa su retórica solamente en la religión. En el contexto norteamericano actual, defender una visión moral, no obstante las tensiones raciales, es hacer un acto de fe en el poder de un discurso intelectual trascendente. Haciendo a un lado las dificultades raciales, el intelectual profético se enlaza aquí con la tradición norteamericana del intelectual que adjudica un valor moral a los asuntos públicos. Durante años, en Estados Unidos se ha escrito mucho acerca de la decadencia de los intelectuales. Las generaciones de intelectuales neoyorquinos, en su mayoría judíos, como Irving Howe y Sidney Hook, Edmund Wilson y Alfred Kazin, llegaron a su fin debido a que la universidad impuso su lógica disciplinaria en el discurso intelectual. Desde entonces, el medio intelectual se encerró en sí mismo, entre las paredes de su propio campus, en donde el radicalismo no hace sino reflejar un esplendoroso aislamiento. En este contexto, el intelectual negro emerge, si no como un mesías, al menos como el profeta de un renacimiento intelectual.

En todo caso, el relevo de los intelectuales judíos por los nuevos intelectuales negros ha intensificado la tensión racial entre negros y judíos. Quizás esto explique en parte la intensidad de las pasiones suscitadas en torno a la intelectualidad, sobre todo cuando se desatan las comparaciones entre Cornel West y James Baldwin o Lionel Trilling. Algunos, en efecto, han comenzado a trazar paralelismos entre las vidas de ambos grupos de intelectuales, en un intento por acercarlos y, a la vez, distinguirlos. Michael Bérubé, por ejemplo, considera que hoy sus "herederos" no pueden evitar enfrentarse al nacionalismo negro, al igual que los New York intellectuals de los años treinta tuvieron que confrontar el estalinismo. Robert Boynton, por su parte, subraya el hecho de que si la pertenencia étnica particular de ambos grupos los arraiga de manera similar en lo universal, sus trayectorias no sólo son simétricas sino paralelas: "Si los neoyorquinos dedicaron una buena parte de su carrera a descubrir su judaísmo, los intelectuales afroamericanos, en un sentido existencial, nacieron negros". Irving Howe descubre tardíamente la prosa yiddish, Cornel West nace entre los ritmos del mundo sagrado negro.

Sin embargo, la diferencia fundamental entre los dos grupos de intelectuales, que en parte explica el malestar, la incomprensión o incluso la hostilidad de algunos de sus legítimos herederos, radica en la estética. Los intelectuales neoyorquinos descubrieron su judaísmo y su universalidad a través de Proust, Dostoyevski y las grandes obras literarias europeas y, particularmente, en las obras de T.S. Eliot, Kafka y el modernismo. Los intelectuales negros, en cambio, sin rechazar esa cultura de élites, también hacen suya la cultura popular, así sea en su versión de masas. Para Cornel West y Stanley Crouch, para Houston Baker y Tricia Rose es igualmente válido estudiar la música negra, desde el jazz hasta el rap pasando por el blues. Black noise: los ruidos de la calle están siempre cerca. Malcolm X, como lo demostró Michael Eric Dyson, pertenece tanto al universo de Cornel West como al mundo de los políticos, de los rappers, de los cineastas y de los niños de la calle. La jerarquía cultural se diluye al menos en apariencia y la mezcla de géneros parece ser la regla, que algunos herederos de los gloriosos ancestros interpretan como un principio de barbarie.

Se comprende que esta actividad intelectual sea calificada frecuentemente como una producción de segunda. Primero porque no satisface los cánones de la cultura del gran intelectual y, segundo, porque no responde a las exigencias de la academia. En estos dos frentes, West se vuelve vulnerable. Se le acusa de superficial debido a que pretende cubrir un terreno demasiado amplio. Cornel West abarca mucho, demasiado, opinan algunos, le falta profundidad intelectual. Quiere representarlo todo, sin embargo, corre el riesgo de quedarse en imagen pasajera: su legendario traje de tres piezas, al estilo de W.E.B. DuBois, reivindica la dignidad del clero intelectual, pero para algunos no hace más que evocar el dandismo de Tom Wolfe.

El peligro de asumir un papel simbólico es que lo significativo puede fácilmente caer en lo insignificante. ¿De qué manera puede un individuo sustituir a todo un movimiento social o político? Bogdan Denich y John Mason lo explican de la siguiente manera: "West se desenvuelve mejor en el escenario público porque cuando intenta sentarse a trabajar se encuentra marginado". Quizás éste sea el precio que tiene que pagar el intelectual profético. A fuerza de abarcar la globalidad de la experiencia negra, de querer vincular la calle con la universidad, el ghetto con la burguesía, el mundo blanco con el negro, West, para representar mejor su papel, para fundirse en su propia imagen, se expone a perder público.

Sin embargo, esto no impide que Cornel West y el intelectual negro tengan éxito en Estados Unidos gracias a que, con el surgimiento de esta generación, la experiencia negra vuelve a vivirse como una aventura norteamericana. Hablar del problema negro en Estados Unidos ya no implica solamente hablar de negros; es imprescindible hablar de un problema norteamericano. Acaso la crisis en la que están inmersas las ciudades son el reflejo de la crisis de la conciencia pública de todo el país. Es probable que la función nacional del intelectual negro, más allá de su "comunidad" de origen, radique probablemente en la necesidad de reintroducir un punto de vista negro.

Así, se comprende mejor el lugar que ocupa el pragmatismo en la filosofía de Cornel West; su libro más académico propone, en efecto, una "genealogía del pragmatismo". Tal vez encontró en el pragmatismo la manera de escapar al esencialismo de las razas; por esto su interpretación del pragmatismo se asemeja más a la de John Dewey que a la de William James, ya que traza, al mismo tiempo, una genealogía del intelectual. Quizá su verdadero modelo sea Reinhold Niebuhr, cuyo "pragmatismo cristiano" anuncia una suerte de "pragmatismo profético". Pero ante todo, el pragmatismo ofrece a West, como al mismo Rorty, una tradición norteamericana de pensamiento, indispensable para quien se ocupa de la experiencia nacional.

El intelectual negro se halla obligado a pensar simultáneamente en el hecho de ser negro y en su inserción en la sociedad norteamericana. El trabajo de un hombre como West, y también de toda una generación, es un trabajo tanto de representar como de pensar, es decir, un trabajo de representaciones intelectuales. La tarea es doble: se trata, por un lado, de arrancar al mundo negro del ghetto, de su marginalidad singular, para darle un lugar en el mundo norteamericano; pero, por el otro, de insertarlo en el corazón de la vida nacional. Esto significa, sin lugar a dudas, transformar ese corazón: no sólo agregar una pieza al edificio sino modificarlo en su conjunto. El sentido de la obra literaria de Toni Morrison es el mismo. En un solo movimiento inscribe la memoria negra en el registro de la nación y da una nueva lectura a la historia nacional a partir de la propia experiencia negra. En otras palabras: escucha y hace escuchar la voz negra en el corazón norteamericano. Nos encontramos en el terreno de lo profético: al profeta le incumbe no tanto reformar la nación como reformular su historia.

Entrevista

 

 

ERIC FASSIN: En Francia, por ejemplo, Estados Unidos sirve hoy con frecuencia de contraste para oponer al modelo republicano francés de la integración nacional el de la democracia norteamericana del multiculturalismo. De hecho, el modelo y el contramodelo funcionan de manera similar en Estados Unidos (e pluribus unum), donde muchos rechazan ahora en los mismos términos toda politización de la diferencia por temor a que la reivindicación de la identidad conduzca inexorablemente a la "ghettoización", es decir, a la desintegración nacional. Dicho de otro modo, las culturas contra la cultura, ya sea la francesa o la norteamericana.

CORNEL WEST: El problema es que la política de la identidad rara vez se piensa desde una perspectiva histórica. Hablar de diferencias es hablar de subordinación, de subyugación, de servidumbre; se trata de poder, es decir, jerarquías, opresión, relaciones asimétricas. Desde una perspectiva socialista y democrática, para mí es imposible hablar de identidad o de minorías y olvidar las heridas que dejó el pasado. En Europa, se trata de la herencia colonial, el regreso del imperio a la metrópolis; en Estados Unidos, se trata de la herencia de la supremacía blanca. Pero en nuestro país no hay conciencia histórica. Es una tierra de heterogeneidad étnica e hibridación cultural sin memoria social. También la política de la identidad parece estar sumamente limitada.

FASSIN: En Estados Unidos, la retórica de la identidad se formula menos en términos de clase que de cultura, una cultura a su vez determinada por la raza. Los movimientos homosexuales y feministas acaso lograron su definición en referencia al movimiento de los derechos cívicos con respecto a la cuestión negra. Por lo tanto, el lenguaje disponible para emprender cualquier movimiento social es la identidad cultural y no la pertenencia de clase.

WEST: En efecto, pero no debemos remontarnos a los años sesenta, sino mucho más atrás, a la época en que se fundó la nación misma. La diversidad étnica ya existía en los años 1820 y 1830, cuando se desarrolló la industrialización. La noción racial de "blanco", construida en oposición a la noción de "negro", es precisamente lo que permitió darle una resolución a esta heterogeneidad étnica. La fuerza con que se impuso en aquel entonces esta definición de identidades dificultó el desarrollo de una política de clase que no considerara las definiciones de raza y etnicidad. Los años sesenta no hicieron más que retomar este viejo esquema. Por supuesto, para un socialista democrático como yo, esto no es positivo, pero los hombres actúan bajo circunstancias históricas que no eligen.

La izquierda teme, con justa razón, una retórica racial que ignore las diferencias de clase, como ocurre en los movimientos nacionalistas negros, donde todos los negros son puestos en el mismo saco, desdeñando deliberadamente las diferencias de clase, género o sexo. Sin embargo, debemos reconocer que, en parte, también los nacionalistas negros tienen razón. Es una verdad ineludible que todos los negros están expuestos a la supremacía blanca y que, históricamente, ésta ha configurado la fisonomía de la cultura norteamericana.

La división de razas es real. Por lo tanto, mi esfuerzo está encaminado, por un lado, a tomar en cuenta este peso de la supremacía blanca que en algunos despierta la ilusión de una homogeneidad racial y, por el otro, a considerar no sólo las divisiones de clase, sino también, más allá de las diferencias raciales, las posibles alianzas y coaliciones.

 

 

 

Nacionalismo negro y antisemitismo

 

 

FASSIN: Sin embargo, en la historia de Estados Unidos, los negros, junto a otros, tuvieron varias oportunidades de desempeñar un papel decisivo en la definición de una visión nacional; por ejemplo, con los abolicionistas en los años que precedieron a la guerra de Secesión, o después, durante la Reconstrucción. Y por supuesto, hace cuarenta años, cuando se instituyeron los derechos cívicos. ¿Nos hallamos frente a una situación opuesta? Hoy la política de identidad racial parece empeñarse, por ejemplo, en construir coaliciones en las metrópolis.

WEST: Las contradicciones raciales se han agudizado. Se agravaron con la presencia de los republicanos en la década de los ochenta. Y, entre los negros, los nacionalistas parecen llevar la delantera. Probablemente su mérito consiste en restaurar el sentimiento de dignidad, el respeto y el amor propio. Aunque el precio es alto; su visión es estrecha y pesimista y rechaza cualquier alianza que desborde los marcos raciales. Mi labor es no dejarles el terreno libre, razón por la cual he mantenido el diálogo con ellos, como por ejemplo, en la primavera de 1994, en Baltimore. Invitado por el leader de la NAACP, Ben Chavis, participé en esa cumbre histórica al lado de la organización de los derechos cívicos y de las iglesias negras. En aquella ocasión, como lo puntualizaron los mismos medios de comunicación, no sólo se encontraban los dirigentes nacionalistas, sino también los representantes del conjunto de las profesiones, del mundo económico negro e incluso de la bolsa.

A los primeros, intento decirles que tienen razón cuando hablan del sufrimiento y de la desesperación de los negros, pero su propuesta de replegarse no es una buena solución; a los segundos, me permito recordarles que la idea de desarrollar un capitalismo negro, industrial, comercial y financiero, tal vez sea buena y que estoy a favor de ella a corto plazo, pero no hay que olvidar que solamente el uno por ciento de la población domina cerca de la mitad de la riqueza nacional, mientras la pobreza, incluida la pobreza invisible del trabajador que subsiste sin la mínima asistencia pública, va en constante aumento. Éste es mi papel en una reunión de esa naturaleza.

FASSIN: Además de esas reuniones de representantes negros, usted también ha entablado el diálogo fuera de la comunidad negra, en particular con los judíos.

WEST: Desafortunadamente, el cristianismo tiene una larga historia de antisemitismo. Y la civilización norteamericana es profundamente cristiana. Por añadidura, nos hallamos en un periodo económico lamentable para muchos trabajadores y las tensiones raciales han renacido. El judío puede fácilmente convertirse en el chivo expiatorio de un gran número de negros quienes, para explicar su miseria, imaginan la maquinación de un complot. En lo que a mí respecta, mi intención es retomar el diálogo con el objeto de reanudar una alianza que desempeñó un papel tan importante en los movimientos progresistas de los años sesenta. En este sentido se dirigen mis conversaciones con Michael Lerner, de Tikkun, en un intercambio cultural que culminará con la publicación de un libro. Las dos comunidades necesitan reencontrar juntas su dimensión profética. Pero también intento dialogar con los hispanos, los asiáticos, en fin, con los grupos sociales en general.

 

 

 

Inmigración y pobreza negra

FASSIN: La referencia a estos últimos grupos nos conduce a otra pregunta, la de la nueva inmigración a Estados Unidos, la última gran ola que ha atraído desde hace ya más de diez años a cerca de diez millones de inmigrantes legales y seis millones de ilegales, en su mayoría provenientes de América Latina y Asia. Sabemos que la inmigración europea de las generaciones anteriores bloqueó la inclusión de los negros en el mercado de trabajo industrial en el norte. ¿No estará sucediendo lo mismo: una alianza entre los inmigrantes (los "morenos") y los conservadores blancos, cuyos efectos podemos observar en la política urbana de Los Ángeles o Miami?

WEST: A principios de siglo, la gran mayoría de los negros del sur vivía atrapada en un mundo agrícola sostenido por un sistema de terror institucionalizado, primero por las leyes de Jim Crow y, después, por la de Lynch. Hoy la situación es distinta. Por un lado, se halla una burguesía en ascenso para la cual se abren horizontes, aun cuando tenga la impresión de haber llegado a su límite y sienta que el mundo de los negocios obstaculiza su propio éxito; por el otro, observamos un proletariado industrial en una sociedad en vías de desindustrialización. La pobreza no es nueva, aunque sea masiva; lo nuevo son las condiciones de vida de una sociedad que se debate entre las armas automáticas y las drogas. A diferencia de principios de siglo, hoy somos testigos de una desesperación absoluta frente a la disolución de familias y comunidades enteras.

FASSIN: Basta con pensar en la tasa de nacimientos "ilegítimos", y no me refiero únicamente a la población negra. ¿No se deberá esto a una exacerbación de la crítica de la cultura de la pobreza, incluso dentro de los medios liberales de izquierda?

WEST: Ciertamente. Además de los conservadores, por supuesto, habría que contar a los neoliberales al estilo de Bill Clinton. Difundir el lema "ayúdate a ti mismo" no cuesta mucho, pero tampoco quiere decir mucho. Por supuesto, todos somos responsables, y la responsabilidad no hace daño. Pero eso no resuelve nada. Cuando Charles Murray adjudica a los nacimientos ilegítimos la causa de la pobreza y, por si fuera poco, del crimen, y culpa al Estado asistencial porque apoya financieramente a las madres, me dan ganas de decirle: "¡No friegues!". Nuestras divergencias no son solamente ideológicas, sino también metodológicas: ¿desde cuándo el comportamiento individual explica los fenómenos estructurales? Analicemos el problema del desempleo, cuya verdadera magnitud no aparece en las cifras nacionales. Se estima que el cuarenta por ciento de los hombres negros están desempleados, lo cual habla de la necesidad de "asistir" a un total de cinco millones de personas. Nosotros los socialistas democráticos proponemos una visión diferente para analizar la crisis social.

El intelectual profético

FASSIN: Usted reivindica el título de "intelectual profético". ¿Qué significa para usted este término?

WEST: A diferencia del marxismo, en el que me inspiro en ciertos aspectos, reivindico para el intelectual una dimensión moral que implica a la vez justicia e igualdad democráticas y, en un nivel individual, la integridad y una vocación de servicio, es decir, de sacrificio. Desde mi punto de vista, todo esto forma parte de la definición de una política progresista.

FASSIN: ¿Acaso no se propone también llegar a una población apática y apolítica que sólo la Iglesia sabe cómo movilizar?

WEST: Contrariamente a la filiación política, la filiación religiosa es, sin duda alguna, excepcionalmente importante en Estados Unidos. Este fenómeno no sucede en Francia, por ejemplo. Nueve de diez norteamericanos creen en Dios, y uno de cada tres está convencido de haber hablado con él por lo menos dos veces la semana pasada. Si la religión es tan importante, como lo observó Tocqueville, es porque se halla en el corazón mismo de la vida asociativa, que por supuesto hace las veces de vida pública. Por esta razón, el intelectual se ve obligado a reflexionar sobre la vida pública y, en lo que a mí respecta, me sitúo en la tradición de intelectuales como John Dewey, DuBois o Michael Harrington, aquel socialista que nos hizo repensar la pobreza en Estados Unidos. Mi apego al pragmatismo se debe a que lo considero la fuente filosófica más idónea para analizar la vida democrática, en otras palabras, para reflexionar sobre lo que vale, lo que significa esta forma de organización de la vida. Yo la asocio con el jazz, el modelo democrático por excelencia, inventado por las víctimas negras de la democracia norteamericana que aspiraban al ideal democrático que les estaba vedado. Esta clase de ejemplos nos permite comprender la sustancia de la qué se compone una sociedad que pretende ser democrática y entender cómo los negros, que conocieron la otra cara de esta democracia, pudieron reencontrarla gracias al jazz.

FASSIN: ¿Una crítica de la democracia norteamericana a partir de sus valores?

WEST: A partir de lo mejor de sus valores, sí. Es un buen resumen de lo que intento hacer desde hace doce años.

Traducción de Suely Bechet

Eric Fassin, "América en blanco y negro", Fractal n° 3, octubre-diciembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 129-151.