Christopher Domínguez

Tres grandes paganos

 

 

Las familias verdaderas y naturales de los hombres no son tan numerosas. Basta haber observado un poco el asunto y manejado cantidades suficientes para reconocer en qué medida las diversas naturalezas de espíritus, de organizaciones, fluyen hacia dos o tres jefes morales. Un individuo bien observado se relaciona rápidamente con la especie a la que no se ha visto sino de lejos, y la aclara.

 

Sainte-Beuve, Port-Royal, I, II (1864)

 

Puedo disfrutar de una obra, pero me resulta difícil juzgarla lejos del conocimiento del hombre mismo. Ese árbol, ese fruto. El estudio literario me lleva así, del modo más natural, al estudio moral. Esa observación moral de los caracteres se encuentra en el detalle, en los elementos, en la descripción de los individuos y cuando mucho de algunas especies. Entonces, dado el carácter principal de un espíritu, podrían deducirse de él varios otros. Nosotros hacemos por nuestra cuenta simples monografías, amasamos observaciones de detalle; pero entreveo lazos, relaciones y un espíritu más amplio, más luminoso, y apegado al detalle podrá descubrir un día las grandes divisiones que marcan a las familias de espíritus.

Sainte-Beuve, "Chateaubriand juzgado
por un amigo íntimo" (1862)

 

Un escritor moderno sin crisis de conciencia religiosa durante la juventud es una especie rara. Quienes no las han sufrido, se las inventan. Los tres grandes ateneístas sufrieron de rechazo pertinaz al cristianismo. Hijos de la primera generación de mexicanos educados por el positivismo, durante el Porfiriato, fueron mucho más que fieles discípulos de los liberales y jacobinos que los adoctrinaron. Su bestia, más ridícula que negra, fue ese monje Pafnuncio que Anatole France retrató, el hombre de Dios que arroja a la hoguera toda obra de arte temiendo que ésta sea la manera que Thäis ha elegido para perderlo. Pero la liberación de Pafnuncio es aparente. Tan pronto como abandona al oscuro objeto de su deseo y se aleja hacia la noche, descubre que la belleza de las estrellas que lo iluminan no puede ser incinerada. Aquellos jóvenes lectores de Anatole France no sólo eran anticlericales, sino deístas y agnósticos. Si no llegaron descaradamente al ateísmo fue porque el paganismo de Goethe ofrecía un consuelo más atractivo que la aterradora imitación de Nietzsche.

La marcha de regreso de Vasconcelos al catolicismo es la Reintegración virulenta que anhelan los descarriados. El origen de la incredulidad del joven José, narrada en el Ulises criollo, es significativa. Adolescente, llora la muerte de su madre, en el cementerio, sobre una tumba equivocada. Cuando descubre la pifia maldice al cristianismo. Convierte el error topográfico en diatriba teológica. Repetirá esos caprichos a lo largo de su vida. Su tránsito por el paganismo, como el de su maestro Chateaubriand, es tan pleno y rico en osadía, que cuando regresa a la iglesia católica ya ha agotado la variada apostasía. Aun en 1929 rehúsa el martirio como si éste fuese una decisión olímpica antes que la Gracia electiva. Se comporta como el romano que prefiere la deshonra del destierro antes que la fatalidad de la cicuta. Vasconcelos se sintió protegido por Minerva hasta que su amante utilizó la misma pistola divina para darse un tiro en el corazón y en Notre-Dame. Sus manes en el Olimpo lo despidieron con una broma macabra.

Octavio Paz dice, en su memorable analogía entre Revueltas y Vasconcelos, que éste, filósofo coronado, se creía enviado de lo alto y, siendo así, decidió educar a una nación. Tras el fracaso de esa misión, el profeta de la reconciliación pagana –la Raza Cósmica– se convirtió en un antihéroe más católico que cristiano, militante de la fe que entiende a la religión como el campo de batalla donde la salvación del alma se bate contra las fuerzas del Mal. Su itinerario ideológico es una progresión de derrotas tácticas. Obispo guerrero, Vasconcelos pierde una guerra de movimientos. Del positivismo escolar a la profecía iberoamericana, pasando por el liberalismo, Vasconcelos agota todas las posibilidades de redención. El viejo vuelve a ser el muchacho que se equivoca de tumba y maldice a los dioses por su desorientación. Vasconcelos murió, qué duda cabe, anhe-lando a Cristo. Pero conocía la suficiente teología dogmática como para dudar de su salvación. Soñó acaso con que su vida sería vista con mayor indulgencia en esa Atlántida platónica que diseñó.

Si Vasconcelos hubiera muerto en 1929, víctima de la venganza pretoriana, su obra pública como educador habría quedado como la restauración pagana más grandiosa y descabellada de la historia americana. Nadie aspiró con mayor inspiración que él a despojar al cristianismo de su carácter de triunfo de la Barbarie, como diría Gibbon. Nunca fue un jacobino, pero su deísmo era más peligroso para la iglesia católica que las blasfemias de los saqueadores de templos. Hasta 1929 fue uno más entre quienes han querido conservar del cristianismo sólo una eticidad compatible con la de Platón, Marco Aurelio, Buda o Quetzalcóatl. Fueron sus propagandistas quienes, en el curso de la campaña electoral, lo convencieron de que su cruzada era evangélica, la verdadera "cristianización" de México. Un lustro después de su regreso al catolicismo, todavía escogió a Ulises como mito personal, pudiendo entregarse, como acabó haciéndolo, a la imitación de San Pablo. Su Reintegración a la Gracia, en 1940, debió significar un alivio para la Iglesia: el más peligroso, por taimado y ocurrente, de los herejes mexicanos, vol-vía a casa.

Alfonso Reyes rechazó con horror el drama de la Cruz. Repudió una cultura sustentada en el parricidio, él, quien al perder a un padre que tenía por héroe homérico, creyó perderlo todo. En la Oración del 9 de febrero, Reyes reafirma su identidad con Eneas, y como amante de Dido viaja al mundo de los muertos por la promesa de un imperio. De vuelta del Hades escribe esa oración fúnebre, cavidad subterránea y secreta de su ciudad de la prosa.

Tan incrédulo como Vasconcelos recordando la falsa tumba de la madre, Reyes no mira hacia el Empíreo cristiano. Se decide por el viaje infernal hacia el Oeste, donde moran los espectros, y no descansa hasta volver con la bendición del general Bernardo Reyes. Esa confianza en el padre recuperado dicta la felicidad, a veces lerda, de la obra de Reyes. La reconciliación alfonsina con la orfandad en nada se parece a la resignación cristiana. Es un episodio digno de la tenue escatología ciceroniana. Reyes escribirá sus libros evadiendo los temas judeocristianos, rechazando sus consecuencias belicosas y culpígenas, que son, precisamente, las más modernas. La Oración del 9 de febrero completa aquel opúsculo de Lessing titulado Cómo los antiguos se imaginaban a la muerte. Si la muerte del general Reyes es hermosa y bravía sin ser obscena, la literatura será ejercicio de civilización antes que testimonio de barbarie. Cuando Reyes se dice curado del odio, le creemos. Libre de la sed insaciable de la venganza, se da el lujo de apartar de su obra toda reyerta que involucre a la carne y a la tristeza, al esqueleto y su desintegración, a la guerra de las ideas con sus rehenes. Como Lessing, Reyes admira la belleza ecuánime de los antiguos representando la muerte, mejor que la barbarie cristiana dibujándola pestilente y corrupta. Víctima de la Hybris, el general Reyes se congela en la memoria de su hijo como una estatua clásica digna de veneración marcial. Ajeno sin ser arisco, Reyes ignorará a todos aquellos que levanten la mano contra el Padre. La literatura fundada por Rimbaud, ese Cristo ante quienes se postran los escritores de la modernidad, es para Reyes un culto oriental que apesta a mirra, sudor y sangre, una esotería ansiosa de crueldad y sufrimiento. Cortés y mustio como era, Reyes se cuida de escandalizar en público con las manifestaciones de su repugnancia. Se tapa las narices y desvía la mirada rechazando por omisión todo lo que encontraba de cristiano entre sus contemporáneos. Y obligado a elegir un moderno, se queda con el evanescente Mallarmé, olvidando la herejía del libro para coleccionar como un niño las cuentas de collar de mademoiselle Mallarmé.

El tercero de nuestros grandes paganos fue Martín Luis Guzmán. La biografía del hombre público no contrasta con su intimidad. La leyenda de Guzmán concluye sin verdaderos honores ni grandes crímenes. Murió condecorado por los matarifes a quienes apoyó el 2 de octubre de 1968. Pero éste, hombre para quien el estilo lo era todo, no gustaba de ensuciarse las manos de sangre. Y la tinta consagrada al elogio del delito suele borrarse.

En la obra de Guzmán no encontramos las cicatrices del guerrero. Su padre, el coronel Martín Luis Guzmán y Rendón, murió por heridas de combate en el cañón de Malpaso, apenas el 29 de diciembre de 1910, al frente de una partida porfirista. El escritor fue testigo de la agonía. A diferencia de su amigo Alfonso, Martín Luis no veneró la memoria de su padre, un enemigo al que sólo recordaba cuando las convenciones sociales lo requerían. En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (1954), Guzmán, general de la novela, se limita a dar un escueto parte de guerra del fallecimiento de su padre en las primeras refriegas entre federales y revolucionarios.

Martín Luis Guzmán fue a la Revolución Mexicana como Stendhal a la campaña de Rusia, para tomar nota literaria de las jaurías humanas. Militar agregado como Beyle, abandonó los campos de batalla tan pronto entendió la perspectiva histórica y natural de la guerra. Por infortunio político –apoyó la rebelión delahuertista en 1924– y por temperamento estético, Guzmán se abstuvo de servir a los caudillos triunfantes. Pero durante la guerra de 1910 aprendió lo esencial de sus caracteres, como para retratarlos con inolvidable precisión. Al convertirse en propagandista político, Guzmán ya había escrito sus grandes novelas. Lo suyo fue la observación de la virtud entredicha por las pasiones. Actor y testigo de la Revolución, Guzmán la describe con la serenidad áulica de un moralista del gran siglo. Habla de los hechos como se lo enseñó Tucídides, con el aliento de quien repasa la inmensidad de la Historia y con la concentración en los detalles que delatan al protagonista. Guzmán es omnipresente sobre su creación.

En El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa no encontramos el egotismo de un Vasconcelos. En las novelas memoriosas, Martín Luis se da el lujo de la tercera persona cuando habla de su intervención anecdótica en los hechos, recurso que Vasconcelos utiliza como una incomodidad que apenas cubre su falsa modestia. Libre de las pendencias del Yo, Guzmán se aparta de los paisajes del alma, aquellos que Reyes encontró en el Hades y que son la materia vital del periplo vasconceliano. ¿Por qué Guzmán se habría detenido en un personaje menor como en su propio padre, teniendo ante sí el gran drama del águila y la serpiente?

Los caudillos de Guzmán no distinguen entre el Bien y el Mal. ¿Los distinguía él? No lo creo. Sus retratos morales hubieran complacido a Suetonio, a Maquiavelo o a La Rochefoucauld, antes que a cualquier biógrafo cristiano. Cuando escribió sobre Pancho Villa, el narrador construyó un observatorio antes que un héroe. Tan pronto vio la guerra tras los ojos de Villa, Guzmán abandonó su caballo de Troya, en la batalla de Trinidad, se hundió la División del Norte. ¿Seguir a Villa en su regreso a la condición de bandolero? Eso no; estudiaba el poder, no la condición humana. Si las vidas de caudillos y políticos dejan de ser paralelas, el novelista renuncia a ellas.

Las masas revolucionarias, decorado indispensable para su radiografía del poder político, viven pasiones animales que Guzmán apenas advierte. La conducta de los campesinos rebeldes es sólo un problema de tramoya escénica. Tanto los delitos como el coraje de la gleba responden a reglas predecibles del arte de la guerra. Vasconcelos, orador y profeta, bendecido por las masas en sus días de gloria, soñaba con eliminarlas mediante una solución final eugénica. Decepcionado, el maestro de América tan sólo invirtió el signo de la operación: de la suma a la resta, de la Raza Cósmica a la raza maldita. Guzmán retrató a la muchedumbre bárbara sin encontrar en ella otra característica que la sed de sangre. Fueron otros narradores del siglo V, artistas menores que Guzmán y por ello más sensibles, como Azuela y Urquizo, quienes se cobijaron a la luz de las fogatas y bajo las patas de los caballos.

Cuando Guzmán juzga la moralidad de los caracteres no va más allá de las convenciones éticas y políticas de su generación. Jacobino por educación y por prestigio, agnóstico prudente y moralista práctico, Guzmán colgaba el gorro frigio, al entrar a su casa y se paseaba por ella con la cabeza despejada, tras una jornada dedicada a la opinión pública, a su curul senatorial o a la silla académica. Pero las opiniones de Guzmán importan poco. Su grandeza prosística no está en el enjuiciamiento del espíritu, sino en el seguimiento de su función en el teatro de la política, o de la guerra, su ineluctable continuación.

Guzmán siempre parece ocupar ese palco donde se autorreta mirando a la Soberana Convención de Aguascalientes como espectáculo. Mientras sus hermanos en paganismo visitan el Hades o planean la Atlántida, Guzmán, un clásico más cercano a César y Plutarco que a Hesíodo y Platón, se deleita con la fiesta de las balas. Esa frialdad le permitió describir el Mal de la política sin sufrir contagio de la peste ideológica. La sombra del caudillo es la novela maldita del siglo V. La narración del secuestro, la tortura y la resurrección de Axkaná González es una representación pavorosa del poder en el México de las subastas sangrientas. La política en Guzmán es una demonología escrita por un hombre que nada tenía de teólogo. Su visión difiere de la guerra de religión donde Vasconcelos actúa o de las catacumbas del comunismo primitivo que conocemos gracias a Revueltas. Guzmán pasa del salón del trono a la celda de tortura como lo hubiera hecho Corneille si el decoro neoclásico se lo hubiese permitido.

El Mal del poder como pócima que bebe el torturado para resucitar es lo que Guzmán nos ofrece en La sombra del caudillo. Esa víctima nos asaltará, muerto-vivo, en la carretera. El lector se estremece mientras el novelista busca otra locación. Guzmán crea tragedia política y dramas épicos con la siniestra discreción del artista que jamás se compromete con las emociones de su público. El efecto del distanciamiento que Guzmán antepone entre él y sus personajes es una obra maestra del clasicismo.

Reyes se libró del dualismo cristiano que hundió a Vasconcelos. Construyendo nuevas ciudades de la grecolatinidad en una América utópica, ambos paganos, el apolíneo y el dionisíaco, quien se alejó de la Cruz y aquel que la abrazó, componen un trío que se completa con la templanza estoica de Guzmán. Encarnan el Gran Estilo del siglo V.

 

Christopher Domìnguez, "Tres grandes paganos", Fractal n° 3, octubre-diciembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 29-37.