Raymundo Mier
Notas sobre la violencia:
las figuras y el pensamiento
de la discordia
El acento antropológico: violencia, vínculo y norma
|
||||
Raymundo Mier Notas sobre la violencia: las figuras y el pensamiento de la discordia El acento antropológico: violencia, vínculo y norma |
|
|||
a. La interrogación por lo normativo
Dos aproximaciones discordantes de la idea de violencia han marcado primordialmente la antropología: por una parte, la violencia como objeto de reflexión, como forma de acción orientada a la destrucción o a la desolación, al sometimiento o a la degradación de los vínculos colectivos.
Vista desde este punto de vista, la violencia hace patentes los presupuestos de todo principio de organización social, y sus patrones de acción e integración. Por otra parte, la violencia aparece en el pensamiento antropológico como una reflexión sobre las fuentes, dinámica y desenlace de los conflictos, el surgimiento de jerarquías, identidades y enfrentamientos entre sujetos; atañe así a la noción misma de lo político y sus resonancias en la edificación de las pautas simbólicas predominantes. En todos los aspectos, la antropología habrá de asumir la violencia como una zona de sombra, al enmarcar en su comprensión territorios de desarraigo y de distanciamiento; es una comprensión de la identificación de lo anómalo, lo insoportable, lo inhumano. Ahonda la visibilidad de los umbrales equívocos de la transgresión como fundamento y como marca de la exclusión. La antropología contempla la violencia como la irresistible reacción que suscita la presencia del otro y la opacidad de su reconocimiento, de su mundo de sentido. El efecto estructurante y el proceso social suscitado por la asimetría, la diferencia intransigente entre el sujeto y el otro. Así, la sombra equívoca de la presencia del otro se hace patente como fatalidad, como vía irrenunciable de identidad. Prefigura la tensión esencial irreductible, suscitada por lo inaprehensible mismo -la inaccesibilidad a la comprensión plena del otro- en la conformación de la experiencia. La presencia -patente, evocada o invocada- del otro conlleva el abandono de toda pretensión de verdad relativa al vínculo y que, sin embargo, impulsa a afirmar una comunidad de sentido del mundo como fundamento de la inteligibilidad y el reconocimiento de la acción. La instauración del vínculo supone asumir la autonomía asintiendo a la responsabilidad impuesta por el otro. Pero la diferencia irreductible del otro requiere de una violencia que constituye el vínculo institucional: es ineludible la negación radical y el olvido de esa diferencia -negar esa diferencia que es la condición del sentido ético del vínculo- para establecer la persistencia de la alianza social, del intercambio, de la acción recíproca. Es preciso negar la diferencia ontológica con el otro, suspender el desamparo que sobreviene al corroborar esta distancia, para construir la identificación, para erigir el régimen afirmativo de la mimesis en la que descansa la regularidad del intercambio: toda relación social supone comprender al otro como "semejante", es decir, sostener la identificación reflexiva, la equiparación del otro a sí mismo. Presuponer la comunidad de los mundos, la conmensurabilidad de la intimidad, la irrelevancia de la singularidad. La relación con el otro supone asumir, aun cuando eso sea insostenible, la mutua inteligibilidad -la traslación del sentido de un universo irreductiblemente propio, al otro, de idéntica condición- como negación y olvido de la diferencia. Esta exigencia en apariencia contradictoria deriva ineludiblemente en una experiencia extrema pero constitutiva de una nueva comprensión de la autonomía de la acción pública. Lo público y lo privado, dominios patente del juego cultural, de la norma y las estrategias de control social, hacen visible el escándalo de la autonomía de los sujetos: sometidos al rigor de la regulación colectiva, los sujetos sociales están sometidos al enrarecimiento de la comprensión de sí. Se hace imposible el reconocimiento del sentido de la acción y con ello, se oscurece el fundamento de la heteronomía de la propia acción. Las vicisitudes agonísticas del vínculo con otro se someten a la fuerza reguladora de la norma. La antropología encara el régimen complejo de la violencia con visiones discordantes: como un fracaso de la alianza, como una condición de la dinámica de la acción social, como procesos suscitados por la estructura de estamentos, jerarquías y potencias diferenciales de los sujetos sociales. Así, supone, por una parte, la violencia engendrada por la naturaleza mimética de las identidades, por otra parte, la violencia como un acto de poder que exhibe y ahonda los efectos de la segmentación social; y, finalmente, la comprende como una acción que deriva de la fuerza rectora y excluyente de la norma como condición del reconocimiento recíproco y de la mutua inteligibilidad en un orden cultural e histórico determinado. Esta concepción de la violencia como acción derivada de la condición normada de las formas de vida sociales, plantea una esfera moral estructurada al margen de la capacidad de creación de los individuos, de los impulsos inherentes al deseo, del vínculo singular como acrecentamiento de la potencia. Privilegia la intervención normativa generalizada en la escenificación y atenuación de las pugnas, la génesis e instauración de equilibrios en asimetrías jerárquicas, las dinámicas de prescripción y prohibición que señalan estratos de dominio. La condición ética primordial de vínculo singular con el otro, cede su lugar en la esfera social a una "autonomía" sometida a la generalidad simbólica de la norma. La moral social reclama el olvido de la ética primordial. La reciprocidad y la solidaridad se transfiguran a partir de la interferencia del orden normativo. Se instaura, inapelablemente, un régimen de exclusión articulado a partir de la condición de validez general de la norma. La figura de poder surge, en el orden moral institucionalizado, a partir de la supremacía como creación de un segmento dotado de capacidades excepcionales de acción: acción material y simbólica sobre las identidades, tanto como sobre la regulación de las normas y las acciones mismas. La acción del poder como potencia excepcional, sectorial, deriva de la trama normativa misma, y se implanta en el juego social al margen de toda responsabilidad. El acto de poder deriva de la paradoja de una moral social sin fundamento ético. Así, el poder se sustenta en otra paradoja: su potencia de acción y su identidad excepcionales exceden los márgenes de la normatividad misma que la hace posible. La antropología, al poner el acento sobre el papel del régimen normativo y los patrones simbólicos en la génesis de la violencia, hace patente la relación entre la dinámica de la violencia y las estrategias sociales para la implantación, predominio y exterminio de las identidades. La antropología se revela como una comprensión del poder. El poder remite a la dinámica de la regulación, el control y la norma. Deriva de dos condiciones para la vigencia de la norma: la que hace posible su instauración - la implantación de la norma supone a un tiempo el reconocimiento prescriptivo de las identidades y la exclusión o estigmatización de otras - y las estrategias para su preservación. Ambas suponen una atribución incierta de la autonomía a los sujetos sociales. Mientras que la instauración de la norma supone la creación e implantación de un orden normativo que suplanta otro, lo desplaza, anula su fuerza; supone, fatalmente, la negación de la universalidad de la norma y la cancelación de su fuerza de obligatoriedad. La segunda violencia - preservación y confirmación de la norma - , como ha subrayado Benjamin, supone la permanente supresión de sujetos y sus universos normativos. No obstante, estas condiciones no revelan dos procesos separados ni sucesivos; son facetas simultáneas, inextricables, de la dinámica de poder, que se expresan en el orden normativo. Es un dualismo que se engendra a sí mismo y se reproduce, insiste, realizado en una serie sin fin de episodios de sometimiento y extermino. No obstante, ese dualismo revela, por una parte, la conjugación entre violencia y poder que no se resuelve en una distinción entre medios y fines. Por el contrario, la distinción entre poder y violencia supone y excede las condiciones instrumentales y teleológicas. La violencia no es un instrumento: engendra la identidad misma de quien la pone en juego y de sus destinatarios, crea umbrales de exclusión, disciplina los cuerpos, la percepción, las afecciones. No sólo sostiene normas y taxonomías, también crea otras, introduce la anomalía en el espacio jurídico, apuntala la excepcionalidad que quebranta la validez lógica de las normas, las socava, mina los propios fundamentos sociales de la institucionalidad que busca sostener. Implanta un universo de miedo e incertidumbre que degrada la fuerza imperativa de la norma. Pero el poder no puede prescindir de la violencia, se funde con ella hasta hacerse indiscernible. El poder es la faceta instituyente de la violencia - creación y recreación incesante de la fuerza imperativa de la norma - , la atribución de potencias de acción diferenciales, excepcionales, y esferas normativas, identidades y patrones de exclusión de carácter general. La violencia es condición y secuela del poder. El poder da un alcance omnipresente, duradero, totalizador a la fuerza puntual, a los alcances locales de la violencia. Las estrategias de poder tienen un impulso expansivo. Revelan una vocación de integración absoluta, se diseminan; pretenden la invisibilidad y la radical obliteración de lo excluido al tiempo que crean identidades prescriptivas que saturan el campo social; buscan asimilar el espectro de acciones, de vínculos, a los criterios de exclusión y de creación de identidades. Conllevan la supresión, exclusión o destrucción material y simbólica de cualquier régimen de acciones desviadas, indóciles, la purificación radical de la herejía. Inventan para ellas un olvido. Es una violencia cuya eficacia reside en ofrecer la invención de su propio origen como un comienzo absoluto y como una síntesis del destino admisible. La implantación normativa trae consigo la reinvención de la memoria, una imaginación inédita de la historia. Por otra parte, a su vez, toda preservación de la norma, toda estrategia de poder, apela, de manera tácita, al mito de una renovación incesante, a la rememoración de un origen y la invención de un recomienzo, al aliento de una expectativa. Engendra su propia teleología y su espectro de recursos y su propia lógica instrumental. Todo universo normativo funda no sólo un imperativo sino una escatología, su propia trama de saberes y su inventario de estrategias e instrumentos, define sus propios alcances y fronteras, modela su propia fuerza de obligatoriedad. Incorpora mitos de origen y rituales de pasaje y purificación, vías para la redención y para la expiación. Reclama un espectro ceremonial de destrucciones, en una clara alusión al horizonte de la muerte. El mantenimiento de la fuerza imperativa de las normas vigentes requiere una lucha implacable por someter, bajo nuevas estrategias, la multiplicidad de acciones potencialmente extrañas, las acciones disruptivas, la reaparición de lo excluido. Hacer irrepresentable, irreconocible cada figura que perturba potencial o realmente la pretensión de toda norma a someter el universo completo de la experiencia. Estrategias de la amenaza y de la salvaguardia, del amparo y de la condena, la violencia normativa enmarca los mecanismos de poder, la lucha por el dominio y la instauración de un universo simbólico propio. Lo señalado por Benjamin sobre el dualismo de la violencia inherente a la implantación y preservación de la norma, encuentra su expresión en las concepciones antropológicas: advierte la trama de determinaciones recíprocas, diferenciales, entre sujeto, acción y norma. Asume la dinámica de la concurrencia de prescripción y prohibición - facetas positiva y negativa del orden cultural - y la expresión de su dinámica en los trayectos sacrificiales. Pone en relieve el sentido de la transgresión, el extrañamiento, los impulsos de creación en las zonas limítrofes de la norma, los integra en la dinámica de los procesos rituales. Destaca la relevancia social de la acción "autorreflexiva", sometida asimismo a una regulación capaz de tomar como objeto la regulación misma. El proceso ritual tiene en esta perspectiva un papel privilegiado: ofrece la vía para la expresión de la acción que concurre y a veces suplanta la autorreflexividad: es una "racionalidad", asumida colectivamente, capaz de operar no sólo sobre otras acciones, sino sobre las propias reglas que ordenan y confieren sentido a la acción misma: así, da forma a acciones cuyo objeto, cuyo valor y cuya finalidad son consolidar la vigencia imaginaria de la norma. El proceso ritual se conforma a partir de prescripciones, prohibiciones, juegos transicionales, creación dinámica de patrones de identidad. El proceso ritual conforma un espacio negativo como un régimen acotado de permisividad anómala. No obstante, la antropología canónica ha permanecido reticente al análisis de ciertas condiciones que revocan la vigencia de la norma o la acotan en su vigor estructurante: al hacer prevalecer los patrones de intercambio en la comprensión de las acciones simbólicas - y particularmente la trama instituida de normas - excluye de su dominio la generosidad y el impulso pasional que ésta supone. Manifiesta asimismo un desinterés respecto del vínculo de solidaridad como experiencia, es decir, como advenimiento. La restringe a la fuerza estructural del linaje o de las alianzas. Por el contrario, es posible comprender la solidaridad como vínculo que emerge como significación en devenir. Desde esta perspectiva, la solidaridad implanta la asimetría irreductible, la incidencia constructiva del reconocimiento del otro, la instauración de la heteronomía como principio ético, y fundamento de libertad en el ámbito de la alianza. La solidaridad quebranta el patrón circular del intercambio. Cancela su fuerza de exclusión al revelar la acción de don como potencia pura de creación. Inocula en la monotonía imperativa de los valores de intercambio una extrañeza que deriva de la aprehensión súbita de la esa "autonomía" paradójica, derivada necesariamente de la norma, como una tensión sin respuesta y sin horizonte surgida del juego de la solidaridad. En consonancia con la exclusión de la solidaridad como advenimiento, el canon antropológico ha desestimado la reflexión sobre la violencia: la convierte en un sentido derivado, en un "efecto", o bien de la perturbación de la cohesión normada y la estabilidad funcional de las acciones, o bien del fracaso del intercambio simbólico. La violencia aparece así como exterior al dominio antropológico: como su negación, su cancelación. La visión estructural de la antropología no da cabida a una comprensión de la violencia como una experiencia constitutiva del tiempo social, inherente al juego, al proceso ritual, a la creación misma. Bataille pone el acento sobre una faceta inquietante de la violencia: su relación con la visibilidad. La violencia, advirtió Bataille, es inabordable porque es lo propiamente excluido del ámbito del pensar. Su expresión radicalmente negativa es accesible sólo a partir de una experiencia limítrofe, en la plenitud del vértigo. Para reconocerla y comprenderla es preciso inscribir la propia mirada en un territorio más allá de todo significado social, en el "afuera", en un más allá del sentido estructurado, en una forma negativa de mirar o incluso de existir. La violencia es lo intolerable mismo para la cultura del trabajo. No es sólo lo que contraviene la norma, sino lo que ésta excluye radicalmente. La violación misma de la norma y su orientación teleológica se velan, se hacen imperceptibles, se excluyen del horizonte de sentido. Es aquello que se inscribe más allá del dominio de todo régimen simbólico. No es, por consiguiente, lo inhumano, sino la exacerbación negativa de lo absolutamente humano. Lo inaprehensible de la violencia no la sustrae, sin embargo, a la mirada, ni a la experiencia; más bien, acarrea su radical opacidad, la suspensión radical del juicio, el pasmo, la angustia. Violencia y transgresión guardan, por consiguiente, afinidades y diferencias significativas. La transgresión es la expresión equívoca de la una relación negativa con la norma que, más que suprimirla, la confirma, la fortalece, permite revela su fuerza imperativa, pero también sus umbrales. El transgresor es quien revela la eficacia de la norma y la hace visible, patente, tanto en su positividad como en su fuerza excluyente, pero también en sus bordes, en sus alcances. La transgresión se ofrece como una experiencia negativa ante los equilibrios del espacio normado, de lo social; hace palpable la indeterminación de la norma, sus rangos, sus zonas de incertidumbre. La transgresión es la operación negativa sobre la norma, contraviene la fuerza visible de exclusión. Hace patente el juego del miedo y la amenaza como instrumento de las estrategias de poder. La tensión entre transgresión y violencia se equipara entonces a la que se advierte entre miedo y angustia, ambas intensidades afectivas que concurren en el acto de violencia. La angustia es la afección que apunta a la disolución radical, absoluta, irreparable de las identidades. En el límite, tiene como figura privilegiada la muerte, las escenas de exterminio, los fantasmas de la aniquilación corporal, anímica, cultural; el miedo, por otra parte, surge ante la anticipación del sometimiento, de la servidumbre, voluntaria o involuntaria, de la degradación pública o íntima. En algunos casos aparece como una secuela, indeseable o parásita, de la ley, un accidente de los plenos equilibrios de lo jurídico. El sentido de la transgresión sintetiza la angustia y la amenaza, pero también la potencia y la fuerza negativa que acompaña implícitamente el ejercicio de la norma. A diferencia de la transgresión, la violencia aparece siempre en tonos equívocos, como figura inasible del mal inherente al horizonte equívoco y ficticio de la "paz perpetua", una paz garantizada por el imperio universal de la ley. La violencia es la faceta nocturna, impalpable, la negatividad radical inherente a la positividad de la ley. Aparece con todo régimen de identidad y de acción adecuada. Pero la violencia es un suplemento a la transgresión. La transgresión es una violencia que surge de una interpretación inadmisible de la ley, una herejía. Su violencia intrínseca es un quebrantamiento de la certeza de la tradición, de los fundamentos de la verdad, de las taxonomías de identidades. La violencia, por su parte, acompaña a la transgresión y a la supresión de la transgresión: revela la potencia de exterminio de la ley, el acto de exclusión o marginación de identidades, el eclipse de las potencias de acción, la degradación de expectativas y un extrañamiento de esferas de valor. También la aniquilación, la supresión absoluta e irreversible del otro amparada en la validez de la norma. Drama de orden simbólico, la transgresión guarda una relación particular con el estigma, imposición simbólica de la exclusión. Al asumir la transgresión la antropología interroga la violencia de la acción simbólica, las estrategias de visibilidad emanadas necesariamente de la regulación. La noción misma de cultura se somete a una revisión integrar cuando se integra en la comprensión de la norma y la alianza la aniquilación fundada en el régimen moral y jurídico. La ley deja de ser figura del amparo, de resguardo, de estabilidad, recurso simbólico para conjurar el riesgo. La lógica del estigma: algo o alguien, acción o identidad, entidad simbólica o corporal, marcado simbólicamente para la exclusión, para la prohibición de los vínculos, para la condena, para la servidumbre irremediable, para la insignificancia. Es lo imposible de asumir tanto por quien sufre el estigma como por quien lo impone. No obstante, la imposición social del estigma supone el reconocimiento colectivo de lo inadmisible, la imposición impersonal de una condena originada por una señal atribuida a una racionalidad intolerable, fraguada en marcas indelebles. El estigma está más allá de la purificación: reclama la supresión de lo estigmatizado, incluso la aniquilación del portador. El estigma es un signo residual de la violencia institucionalizada - institucionalización abierta o velada - y de sus diversas estrategias de visibilidad: es el reconocimiento del destino del sujeto estigmatizado, señalado para la desaparición, condenado a la desmemoria, a la insignificancia. El estigma es ya lo que señala al sujeto ya aniquilado o destinado a la aniquilación, tanto como al propio acto y a la racionalidad de su aniquilación. La institucionalización del estigma confirma la degradación absoluta de los vínculos, lo intolerable en el otro. Involucra estrategias de identificación, reglas de invisibilidad, clausura de espacios y de duraciones, prescripciones de purificación, la serenidad de la aniquilación efectiva. Prescribe el olvido, se desestima la exclusión o la supresión del otro. La imposición del estigma involucra patrones sociales análogos al ritual: la estigmatización toma el lugar del episodio sacrificial, aunque se distingue drásticamente de él. La destrucción sacrificial no se traduce en figuras de poder, sino en juegos de solidaridad y estructuras de prestigio. La imposición del estigma es el simulacro sacrificial que corresponde al despliegue escénico del poder, la exhibición de la potencia diferencial de los actores, las estrategias de excepcionalidad - la destrucción selectiva y la permisividad selectiva de la destrucción -. De ahí el lugar que ocupa en la reflexión antropológica esta figura particular de la violencia enmarcada en las fases y estrategias de destrucción ritual: el acto sacrificial, la destrucción ritual o las fases liminares del intercambio en las que se da cabida a la destrucción simbólica. El ritual incorpora los espacios de transgresión y destrucción gratuita de los bienes, como momentos de la experiencia ritual que llevan a la colectividad a la consolidación de sus vínculos a través de un tránsito sin identidad, participando de una identidad sin fisonomía, sin nombre, lugar y foco de una intensidad compartida, el communitas (Turner). El momento culminante de esa transgresión consagrada ritualmente involucra la fusión y disipación de normas e identidades. Es la instauración plena de la destrucción como momento de realización colectiva de la identidad en la destrucción, el momento extático de recreación de la norma. Todo estigma opera sobre el ámbito de las identidades. Deriva de la estrategia cardinal de control de identidades, que se traduce, reflexivamente, en una argumentación "pedagógica" fincada sobre la visibilidad de la exclusión o la desaparición, desplegada como amenaza. La antropología, al orientar la reflexión sobre la transgresión y el estigma requiere, de manera tácita, colocar la identidad, las afecciones, la destrucción y la fuerza negativa de la norma, como tópicos privilegiados de su meditación; esa posición conlleva integrar en la concepción de la cultura, las modalidades de la exclusión, la supresión, la aniquilación y el estigma, la experiencia tangible de la violencia. Comprender las estrategias culturales de la visibilidad de la violencia, poner de relieve en la comprensión de la cultura la comprensión de las estrategias de la amenaza, la gestión de la desaparición, de la exclusión, del sometimiento y del dolor, del olvido supone una transfiguración radical de la antropología canónica. A pesar de su lugar crucial en la cultura, la violencia, territorio oscuro engendrado por el régimen de intercambio, ha permanecido como un objeto en los márgenes de la antropología. Dominio inaccesible, constitutivo y periférico, implícito y señalado con reticencia. La antropología comparte con la filosofía en la modernidad una paradoja cardinal, velada, y que define el desarrollo de los grandes temas de la reflexión. Desde Hobbes hasta George Sorel, y en la perspectiva contemporánea Hannah Arendt, Walter Benjamin, la violencia es un tema ineludible y extraño. En la antropología la reflexión sobre la violencia se expresa fundamentalmente en las reflexiones sobre el lugar de la guerra y los guerreros. Esa inclinación es patente en obras particulares de autores clásicos como Roger Caillois o George Dumézil. Su lugar crítico se condensa en una de las polémicas centrales en la reflexión contemporánea: la que se bosqueja en los comentarios polémicos de Pierre Clastres a las posiciones de Claude Lévi-Strauss. A partir de las observaciones de Clastres entre los guaraníes se advierte que el silencio relativo de la antropología frente a la violencia corresponde plenamente a una mirada esquiva ante la guerra. El silencio de la antropología es sintomático. Señala una omisión significativa: la omnipresencia de la violencia, intangible pero patente en todo régimen agonístico de intercambio, es decir, en las confrontaciones entre individuos y entre comunidades. La antropología desdeña la guerra como un acontecer, como una catástrofe irregular e imprevisible, como un accidente al margen de toda comprensión sistemática. No obstante, la observación de Clastres es definitiva: la guerra y la violencia no son una contingencia o una irrupción excepcional del acto guerrero, sino modos de acción que irrumpen de manera constitutiva, perturbadora, en los presupuestos del intercambio y en las estrategias de gestión y de poder. Estos presupuestos ya se habían formulado, explícitamente, en las reflexiones de Marcel Mauss sobre el potlatch . Aluden tanto a las condiciones de las estructuras generales del intercambio y el régimen agonístico del don, como al relato mítico, estudiado exhaustivamente por Dumézil, que incorpora la figura del guerrero en el régimen de identidad de las comunidades. La guerra -y con ella, la violencia y la crueldad- señala un límite y una inconsistencia fundamental en la comprensión misma de la cultura como orden institucionalizado, como régimen estable de significación. La guerra y la violencia -advierte Clastres- no constituyen un fracaso o una degradación de las estructuras fundamentales de la cultura. Son , por el contrario, dimensiones cardinales de todo universo cultural, sin ellos no es posible comprender la dinámica del poder. Ambos hacen patente una zona de sombra en la mirada antropológica: revelan su imposibilidad para mirar la violencia o la guerra como condición de existencia, como régimen inherente a la cultura misma. Clastres hace patente que la gestión de la violencia en la conformación estructural de lo social participa, como una fuerza inconfesable e inefable, de una relevancia equiparable a otros procesos simbólicos de participación aparentemente indirecta en el régimen de poder: el parentesco, a los mitos, a los rituales. Señala un rasgo ontológico de la cultura. No obstante, cuando la antropología ha orientado su mirada a la guerra o a la violencia, ha privilegiado la reflexión de la expresión patente de la violencia, como una perturbación que adviene, como una contingencia que quebranta, que disgrega el régimen de lo social y suscita lo que algunos han llamado la muerte de lo político. Cuando alude a la violencia, la antropología canónica nombra una catástrofe azarosa o imprevisible que irrumpe en el seno de los ordenamientos simbólicos estables y constituidos. La perspectiva funcional en el dominio antropológico contempla la violencia como un modo de comportamiento, patente, descriptible, identificable: da lugar a taxonomías, a descripciones y a explicaciones. La antropología reconoce el advenimiento de la violencia como una ruptura de los equilibrios sociales, como una vacilación súbita e indeseable de las correspondencias y las alianzas a partir de un efecto disgregador de los conflictos. Se la equipara con el delito y el crimen, que son del orden de la transgresión, se la identifica, incluso, con la desviación a la que se atribuye la dislocación de la acción colectiva. Desde este punto de vista, la violencia desmantela los marcos reguladores instituidos que garantizan la persistencia de las estructuras de intercambio y la firmeza de las identidades. Así, la violencia es a un tiempo un accidente, una emanación del mal, un súbito desplazamiento del actuar a una zona intransitable. Reclama un trabajo de purificación, de restablecimiento de la concordia y los patrones de relación. Apela a un recurso mítico y ritual para la restauración de las identidades simbólicas, el retorno a las taxonomías, los hábitos y las certezas. No obstante, como observa nítidamente Bataille, la transgresión no suprime la norma. Más bien guarda con ella una relación de síntesis negativa: la confirma al revelar su fuerza simbólica. Así, si acaso la transgresión perturba la observancia de la ley, no altera su relevancia ni su vigencia. Su incidencia perturbadora es que revela la finitud de la ley, su arbitrariedad, su entorno de pugnas, su conjugación con las estrategias de poder y las zonas oscuras de la institucionalidad. Si bien la antropología no ha alentado la expectativa de una erradicación de la violencia, sí ha puesto el acento en los límites de la normatividad para orientar la trama de las acciones. Desde una perspectiva disciplinaria, la violencia disloca la cohesión funcional de las acciones. Es un acto que ocurre en el marco de la estabilidad, como un acto de significación inadmisible a la luz de los equilibrios normados de la acción concurrente. La violencia es, desde este punto de vista, un quebrantamiento de los equilibrios en todos los ámbitos de la relación social: una ruptura en la correspondencia cohesiva de las normas, un desmembramiento de las taxonomías, una vacilación de las identidades, una relación inconsistente entre acción y norma, o incluso, la aparición de una acción irregular, incalculable pero concebible, que quebranta la consistencia del apuntalamiento recíproco de la racionalidad estructural. Caracterizar la norma a partir de consideraciones estructurales reclama un presupuesto de estabilidad. La persistencia de la función en un régimen sistémico se desprende de la preservación de las condiciones de equilibrio, una homeostasis firmemente establecida. La aparición inesperada de las perturbaciones deriva así en un súbito cambio de las condiciones externas o internas del sistema y se expresa en la génesis y desarrollo de los desequilibrios sociales. La concepción funcional identifica secuencias causales previsibles que desembocan en diversos momentos de desequilibrio: la violencia, la delincuencia, la desviación y la transgresión, señalan calidades, intensidades y secuelas de los actos perturbadores. Con esta perspectiva, la condición de equilibrio es la que hace visible y patente la violencia, hace apreciable el alcance, el sentido y la relevancia de la perturbación. Significa asimismo la capacidad para quebrantar de manera duradera la composición institucional. La visión funcional alienta una suerte de utopía propia de todo pensamiento estructural: la visión de un régimen social sometido a una homeostasis eficiente; una sociedad sustentada en el equilibrio, articulada mediante patrones y estructuras simbólicas trascendentes cuyo sustento lógico se coloca al margen de toda historicidad, y al amparo de toda catástrofe. No obstante, en el seno de la propia visión funcional surge una perspectiva contradictoria. Incluso, en la perspectiva amplia y llena de matices de Durkheim, la noción misma de norma conlleva, intrínsecamente, un espectro de ambigüedades y ambivalencias, un amplio repertorio de variaciones y de incompatibilidades entre patrones de acción, linderos difusos de significación, representaciones sociales indeterminadas en la generalidad de su vigencia. Normas diversas exhiben distinta fuerza imperativa, y un destino desigual para las estrategias de control. El sentido de su violencia es inconmensurable, y esta diferencia se inscribe en la trama misma de las funciones. Desviación y delito difieren en la significación y la atribución simbólica del sentido de la acción. Mientras la desviación revela zonas indecidibles de acción, linderos inciertos de exclusión, revela también calidades y dinámicas diversas de las funciones: no puede admitirse el mismo tipo ni grado ni impacto de la desviación en todos los ámbitos funcionales. Hay desviaciones de escasa relevancia y ejercicio brutal de la acción, hay desviaciones que trastocan el equilibrio funcional a partir de un mero acento simbólico, de una presuposición o de un gesto difícilmente reconocible. El delito, por el contrario, reclama la escenificación de las estrategias de restauración de la fuerza normativa. Su aparición conlleva el recrudecimiento de la ley y el fortalecimiento de los signos, los discursos, los olvidos que dan fundamento a la omnipresencia de la amenaza. La violencia derivada del delito, a su vez, se distancia de la transgresión: ésta incide sobre todo régimen de identidad. Incide sobre el dominio de los pactos, de las alianzas, de las formas primordiales del intercambio. Obliga a concebir figuras inauditas del vínculo. Hace figurable y representable lo radicalmente excluido. Confiere una imaginería y una visibilidad a lo radicalmente excluido. Hace germinar lo intolerable en el dominio de lo prescrito. Desviación, delito y transgresión guardan también diversas referencias a la muerte y a la fuerza de la amenaza. Son figuraciones particulares de la violencia radical, la de lo impensable mismo, que no es ajena o contraria a la ley, sino que emerge de ella como su rostro negativo. b. El mito del engendramiento circular de la violencia: el olvido de lo irreversible de la acción violenta
La irreversibilidad de la violencia reclama una génesis incesante de la acción de destrucción. La violencia surge así, nítidamente, de la irrupción incesante del acontecer y de la evidencia perturbadora de la muerte, el conflicto y la destrucción en el seno de la vida social. La violencia como acción social aparece como la respuesta civilizadora, como pretensión finita de control, ante una "violencia" de la vida biológica y social. La destrucción social parece responder a la violencia de la "naturaleza" o del azar, con el impulso a la cohesión por la exclusión o la supresión de lo amenazante o lo destructivo. Con ello, la acción violenta adquiere también el sentido de "naturalidad" que emana de esta concatenación de destrucciones. La violencia cobra así el papel de la fuerza mítica originaria en la génesis del vínculo, no sólo en su destrucción. Pero esta significación mítica tiene a su vez una eficacia: engendra alianzas, respuestas rituales, objetos, valores, marcos simbólicos del intercambio. Genera también prácticas sacrificiales como formas de dar cuerpo y visibilidad a las exigencias míticas de la violencia. Girard , en un planteamiento no exento de acentos perturbadores a partir de su raíz especulativa, traza las vías para la reflexión del papel de la violencia en el movimiento irreversible que crea las estructuras normativas, el control y las figuras de identidad colectiva. La tesis de Girard toma como punto de partida un rasgo de identidad del sujeto, concebido como universal: la mimesis de apropiación que deriva de la dinámica de la relación entre el deseo y su reconocimiento. En esa perspectiva, todo régimen de vínculos genera agresividad y conflicto por la naturaleza necesariamente ambivalente de todo vínculo, toda afección y todo vínculo, al involucrar juegos de identificación y distanciamiento, hace patente la fuerza amenazante tanto de la mimesis como de la extrañeza. Ambas amenazantes, porque conllevan potencialmente la ruptura, es decir, tengo que plantearme ser diferente del otro que quiero, pero la diferencia por definición no tiene otro límite que su propio enrarecimiento. El vínculo es siempre ambivalente, al mismo tiempo de apego y desapego, identificación y desidentificación, odio y amor, placer y dolor. La ambivalencia y la agresividad que engendra amenazan siempre con destruir el vínculo. Para Girard lo social requiere de mecanismos para orientar la agresividad inherente al vínculo más allá de los confines de la acción y la norma sociales. Sólo así es posible consolidar alianzas, normas, patrones de acción, patrones de reciprocidad. La violencia interna a la colectividad, capaz de degradar los vínculos y destruir la posibilidad de identidad social, requiere un objeto externo destinado a sufrir la descarga de toda la violencia. Es una violencia que se encuentra en el fundamento y el destino de toda normatividad. Se expresa como la conjugación ritual de las diferencias y la acción colectiva unitaria. Es el momento culminante y eficaz del episodio sacrificial. Se aniquila el enemigo potencial, la agresividad destructiva se dirige hacia este punto virtual. Se consolida así un régimen de vínculo cohesivo, interior a la comunidad, mientras que la fuerza de disgregación se orienta hacia fuera del grupo. Para Girard, la génesis de la violencia revela la conformación dinámica específica de degradación y renovación de los vínculos colectivos. Es la forma de una "racionalidad" específica, una teleología de la acción destructiva orientada hacia un objeto exterior, amenazante o irreconocible, que resiste toda asimilación. La violencia toma la forma de una permanente instauración de identidad colectiva, una amalgama que se despliega ante los ojos para dar lugar a la experiencia común como un universo unitario. Pero este yo colectivo alienta una exaltación de esa figura unitaria, un nombre y un cuerpo ficticio que reclama su expresión en un cuerpo y una imagen únicos. Supone una exacerbación de la violencia que desborda el régimen ritual para convertirse en una forma de vida y una pauta de ejercicio político instituido: la secta, el fundamentalismo, la aniquilación de todo objeto exterior a los confines de la propia identidad. No hay reparación para la experiencia de la violencia. Ésta invoca una memoria indeleble, una huella imborrable que sólo puede atenuar la intensidad de su perturbación con la búsqueda de una equiparación de las devastaciones. El diálogo como una traslación de las tensiones de la violencia a un intercambio simbólico agonístico reclama ineludiblemente una conmensurabilidad de las identidades destruidas, una equiparación de las identidades en diálogo, una mutua condescendencia al juego de las diferencias. No es una compensación ni un consuelo, tampoco una convicción de igualdad, reciprocidad o justicia. Es la participación ficticia de los participantes en un mundo común, marcado por diferencias reconocibles, por reglas definidas aceptablemente y a partir de simbolismos indiferentes en su mecánica a la contingencia de los vínculos. De ahí la apariencia de concatenación circular de la violencia: una violencia engendra otra en un juego de equilibrios que súbitamente da lugar a una sucesión de episodios de violencia creciente que derivan en el exterminio o la exclusión radical; la violencia se expresa así como un universo abismal: el desenlace de una composición de reacciones violentas en cadena, violencias crecientes o en un equilibrio surgido de la amenaza recíproca: la violencia colonial engendra la destrucción anticolonial, la violencia despótica engendra la devastación social, la violencia totalitaria engendra la degradación de las identidades y la depuración y extinción generalizada. Estas secuelas dan cabida al "hábito" de la violencia: la ficción que contempla la violencia como "costo" del equilibrio, un recurso "suplementario" para la implantación de la violencia tolerada, institucionalizada. La violencia se admite así como una secuela "natural", como un efecto de los reclamos ineludibles del vínculo social. Respuestas a una violencia al mismo tiempo primordial y sin origen, surgida de otras violencias que la anticipan y la hacen incluso admisible, tolerable. No obstante, el carácter circular de los episodios de violencia es ilusorio. No hay concatenación circular, no hay engendramiento recíproco, no hay retorno a una condición primordial, no hay reparación de la violencia ni restauración de aquello que fue destruido. La violencia es la precipitación en un vértigo temporal irreparable. La violencia es la precipitación de los sujetos en una degradación irreversible de las alianzas y los vínculos. Cada momento de aparición visible de la violencia es la sombra residual de la tentativa de invención de sí desde la huella de la degradación, una tentativa imposible de recuperación de la propia potencia reflejada por las identidades devastadas. Sin embargo, es preciso distinguir sentidos diferentes en la destrucción degradante de las identidades y en la abolición de los límites de las identidades constituidas. Es preciso separar la violencia y la extrañeza, el aniquilamiento y el abandono, el sometimiento y la conminación ética, la estigmatización y la restauración y ampliación de la potencia vital. La violencia como destrucción mantiene al otro ceñido a la memoria de la degradación como un ensombrecimiento. La abolición de sí, el abandono, la inmersión deliberada en la anomia de creación es la reinvención del propio pasado, de los horizontes de sentido y de las potencias del vínculo. Es también el abandono de la propia identidad, del lazo con el otro y su identidad en un gesto de vértigo que abre la vía a la construcción de formas, de significados, de experiencias. Este momento es también el momento fundamental de la creación estética, de la experiencia analítica de la anomalía y de la anomia. Su desenlace es la creación de significación y la creación de identidades. c. La consagración de la violencia: la destrucción sacrificial del otro como garantía de identidad La génesis de las identidades está edificada enteramente sobre la exclusión y la destrucción real o simbólica de lo excluido. Pero la génesis de las identidades requiere la salvaguardia de las relaciones de intercambio y reciprocidad. Transfigura la fuerza destructiva, la desaparición de lo excluido: lo incorpora a su propio dominio simbólico por la vía de la sacralización del sacrificio. Lo sagrado está vinculado con esta calidad durable de la presencia simbólica que, a su vez, objetiva la "memoria" de sujetos desaparecidos. El simbolismo es la prueba tangible de la perseverancia de una "memoria" sin sujeto, sin edad, sin referencia narrativa al pasado, sin exigencia de verdad, una pura decantación de hábitos de designación y figuras de la creencia. Su fuerza evocativa que rechaza los límites y la fragilidad de la vida de los sujetos. Lo sagrado surge como la delimitación simbólica y práctica de esa diferencia entre lo mismo y lo otro, entre la pasión y la compasión, entre la tentación de la destrucción del otro y la piedad que nos lleva a la confusión y la fusión de las identidades que desemboca en la entidad moral que llamamos sociedad. La "presencia" de lo social no es otra cosa que el efecto patente de la conjugación de fuerzas, de imperativos, de acciones derivadas de la compulsión, de impulsos a la evocación y a la preservación de la memoria que se expresan sintéticamente en la masa de intercambios sociales. Lo social excede la fuerza, el tiempo vital y el deseo mismo de los sujetos, su ámbito de autonomía. Supone la continuidad del vínculo incluso más allá de la desaparición, como promesa, como espera, como compromiso, como amparo. Hace admisible la destrucción, la sublima en un impulso a la fusión con los otros en el espacio ritual. El ritual escenifica la destrucción de las identidades, pero las congrega, las funde. Esta fusión es que transforma la congregación en una coalescencia de experiencias y significaciones, orientadas a la perpetua reinvención de sí. Lo social como "entidad moral" no es más que la experiencia del sentido y la fuerza de la regulación y sus expresiones simbólicas. La arbitrariedad de las normas y de lo simbólico mismo, sin embargo, supone una creación del tiempo social: la memoria de la experiencia contradictoria de las colectividades, la capacidad de acción práctica adecuada, la imaginación interpretativa y la invención formal en la experiencia íntima - lo estético - y en la orientación de las alianzas - la teleología. La arbitrariedad de los sistemas simbólicos es absolutamente ajena a la violencia. Ésta reside enteramente en el acto simbólico que engendra por sí mismo un impulso excluyente, la insignificancia de aquello que escapa a su propio universo. El proceso civilizador no es otra cosa que la sucesión de momentos y estrategias de gestión de la violencia: una metamorfosis de la aniquilación de los vínculos y las alianzas a través de la destrucción material de los cuerpos, los objetos y los espacios simbólicos, que cede su lugar a una exclusión, confinamiento o control íntimo de las identidades por la fuerza imperativa de la acción simbólica. Así, la violencia no radica propiamente en el simbolismo - es impensable una violencia que emane de lo simbólico mismo - ni en las condiciones de la acción simbólica o del diálogo, sino en la realización del acto simbólico y sus secuelas. La violencia surge de una condición imposible de satisfacer: la exigencia de cohesión y consistencia entre todos los marcos normativos concurrentes, presupuestos en la acción simbólica. La exigencia de cohesión y consistencia se advierte en los marcos de la composición del lenguaje, en las tensiones derivativas del diálogo, en la determinación histórica de los hábitos y los recursos de la acción local. La fuerza imperativa de las regularidades formales acota el acto simbólico. La fractura de esas condiciones de cohesión y consistencia abre la vía de la anomia, a la creación de "estrategias de inteligibilidad" inéditas que reemplazan a los patrones normados de significación. Si bien es posible sostener que jamás se da un eclipse absoluto de la inteligibilidad y la oscuridad radical de la experiencia, es decir, no hay disolución plena del campo de regulaciones, es patente que la consistencia parcial de las estructuras normativas instituidas se quebranta en el ejercicio del diálogo simbólico. d. La anomia y la disipación la norma: el espectro de la violencia anómica y la desestimación normativa como condición de creatividad No obstante, frente a la figura de la violencia derivada intrínsecamente de la implantación normativa Durkheim advierte otra: la que se suscita a partir de la supresión de la norma. Es una violencia singular, surgida de la indeterminación generalizada del sentido de la acción, y un desaliento de los marcos para la interacción simbólica sintónica. La violencia como potencia inherente a un acto singular. Es una violencia que emerge de la contingencia misma de acciones sin norma. Actuar gratuito en el vacío de valores y de finalidades. Es la extinción de la dinámica agonística del intercambio y la instauración de un régimen de angustia abierto al resplandor ocasional del encuentro. El perfil de la acción se disipa y con ello también su sentido, su horizonte, la inteligibilidad de su finalidad. La disolución de los patrones habituales de acción revela también el derrumbe de las identidades y la suspensión de la fuerza de obligatoriedad de la norma. La fuerza imperativa de la norma se hace imperceptible a medida que se restringe la certidumbre en su validez universal y se revela el límite y la precariedad de su dominio. La universalidad absoluta, irrestricta de la norma, se difumina, disipa la evidencia de su fuerza imperativa y su arbitrariedad. La restricción del dominio normativo se ve sometido a una dinámica compleja de reconocimiento: o bien, se restringe drásticamente el universo del reconocimiento recíproco de las identidades -el efecto de secta- , y se alienta en ese universo un intenso vínculo especular entre un número ínfimo de participantes que se reconocen por su común sometimiento a un régimen normativo de excepción, o bien, la norma se disipa para dar lugar a una intensificación de las pautas de identidad singular, una intensificación pasional del vínculo con objetos propios, exacerbación del juego de deseo y una potencia creciente e indiferenciada. Consecuentemente, la transformación de los patrones de identidad lleva en la anomia a asumir un dualismo de lo colectivo: la irrelevancia de la acción individual alienta la génesis de sujetos colectivos de acción, pero su impulso es efímero en una atmósfera de valores enrarecidos, arrancados de sus mitos de origen y de sus fantasías utópicas. Al tiempo que emergen nuevos regímenes de vínculo colectivo y formas de vida inusitadas, la disolución de los marcos normativos hace insostenible todo patrón de identidad de acción de estos sujetos colectivos y cancela su reconocimiento. El régimen de disolución de la norma encara así destinos disyuntivos: por una parte, la adhesión pasional a un régimen normativo exacerbado, restringido, que satura el espectro completo de las experiencias, o bien, la ruta perturbadora de toda norma general y la afirmación de una singularidad en condiciones de marginalidad y de exclusión -el juego, los ámbitos de la experiencia estética- en la exigencia de una creación estética en el filo de la desaparición. Se destacan dos figuras particulares de la violencia, facetas diferentes de la violencia normativa. O bien, la norma se confunde con los designios cósmicos, adquiere una fuerza absoluta, ineludible, trágica, es el recrudecimiento de la sociedad disciplinaria, o bien, la fuerza imperativa de la norma se disipa, pierde toda significación, permanece como un designio vacío. En la sociedad disciplinaria las pautas institucionalizadas se incorporan indistintamente en las forma de vida. Se troquelan los cuerpos y las almas hasta el extremo mismo en que la arbitrariedad de la institución se hace imperceptible, se "naturaliza" la experiencia social. Es la fisonomía crepuscular de la anomia, la extinción de toda posibilidad de dar sentido al acontecimiento. Con la ampliación e intensificación del universo disciplinario se extingue también el reconocimiento de la diferencia. El cuerpo y el entorno se incorporan a la experiencia como una tierra tácita, como un fundamento incuestionable, como una raíz cotidianamente imperceptible. El impulso imperativo se impregna en el cuerpo como una sensación tácita que doblega y acopla a las exigencias de la norma, y refrenda su validez generalizada, inobjetable. Al disgregarse los estamentos normativos, se "naturaliza" la diferencia: la norma se hace imperceptible, se asume la certeza de su universalidad incontrovertible vinculada con la imposibilidad de presagiar ni de reconocer la implantación intempestiva del acontecimiento. Las normas sociales toman el sesgo de la fatalidad, clausuran la posibilidad y la imaginación de la elección. La disolución radical de la norma cancela también toda elección. El sentido de las acciones parece indiferente. Se está permanentemente en el filo del sinsentido. El fracaso de esta elección deriva en el derrumbe absoluto de los vínculos y del sentido de la acción. El universo se vacía, el vacío de identidad se confunde con una muerte anticipada, o bien el desencadenamiento de la agresión indiferenciada, o bien lo que Durkheim reconoció en el desencadenamiento social de las condiciones de suicidio. A partir de la propuesta del vitalismo filosófico de Guyau, Durkheim nombró anomia a la disipación de las regulaciones en una esfera colectiva. Aquél había empleado el término para referirse a las condiciones de incertidumbre normativa inherentes a la invención creadora y la acción orientada por la figuración autónoma y capaz de instaurar un régimen de significación sin referencia alguna a un régimen de significación constituido. La anomia suprime tanto el furor negativo de la transgresión como la violencia expresa de la delincuencia. Reclama la absoluta autonomía de los sujetos, los impulsa a un régimen inédito de invención de sí. La desaparición de la norma permite vislumbrar en el horizonte la implantación de una regulación general aún inimaginable, al margen de patrones vigentes de comportamiento. Da cabida no a una violencia propiamente dicha, sino a una constelación de acciones incalificables, aunque vividas como necesidad, y, sin embargo, ajenas a normas. Responden a la efusión singular del deseo: la invención de sí y la expansión del deseo, su creación de vínculos, como reclamo de sobrevivencia. Así, por una parte, se disuelve la individualidad al exacerbarse la acción radical de negación de sí; aparece la invención de valores propia de la generosidad; por otra parte, esta fuerza de negación toma por objeto la pretensión de universalidad y la disuelve; instaura la primacía de los propio como la esfera única de valor, una individual exasperada y cerrada sobre sí misma. Se conjuga en este ámbito la exaltación de la usura, en sus diversas manifestaciones, como consolidación de un régimen de identidad que multiplica las figuras de la exclusión, se abaten el vínculo y el deseo como juego colectivo. No obstante, la anomia no necesariamente disipa enteramente los marcos normativos. Los preserva pero suscita la equiparación de todos los regímenes de la acción, la inscribe en un entorno de valores indiferentes, de finalidades indiscernibles. Alienta la visibilidad y la indiferencia de estigmas y anomalías, el debilitamiento de las restricciones morales unívocas y el repliegue de la subjetividad sobre la intensificación pasional de las identidades propias. Es el dominio de las dos inclinaciones radicales del cinismo: los rostros contradictorios de la celebración de la excepcionalidad llevada a la exaltación delirante del bienestar y la eficacia individual. La anomia engendra así un punto de bifurcación del proceso social: por una parte, la exacerbación de la exigencia creadora. Conlleva así, con la invención de formas, la intensificación de los vínculos, la creación de marcos interpretativos para la acción. Ésta se orienta según patrones forjados en respuesta a las exigencias puntuales de reconocimiento, engendradas al margen de pretensiones normativas. No obstante, revela también una pendiente oscura: la anomia como suspensión de las pautas estructuradas de discernimiento y la disolvencia del otro. Somete a los sujetos a una experiencia extrema de desarraigo que se expresa en la disolución de las identidades. Acarrea la extinción del diálogo, de reconocimiento; en ese ámbito de debilitamiento de los vínculos se expresa la extinción del deseo. Esta vertiente negativa de la anomia pone en relieve la relevancia del acontecer y la exigencia límite de la experiencia - comprendida como capacidad de creación de sentido ante la irrupción del acontecimiento. La anomia es el más radical desafío a la imaginación formal, a la aprehensión creadora del tiempo, a los juegos de la experiencia, a las pulsaciones e intensidades del deseo. Pero arrastra a los sujetos al límite de su experiencia: asumir una identidad marcada por el eclipse de la significación y del sentido del mundo sustentado en el advenimiento que trastoca irreversiblemente el universo. El sentido crucial de la anomia es que abre un tiempo de pleno advenimiento. Un ámbito de vértigo donde desaparecen también los órdenes de temporalidad: se extingue la memoria para dar lugar a la evocación pura y el futuro es la preservación del juego de deseo. La extinción de la espera, de otra finalidad que no sea la engendrada por el impulso del deseo, produce una atmósfera en la que concurren creación y cinismo, exacerbación y tedio, exuberancia y morbidez, ahondamiento de las solidaridades y ruptura de todas las alianzas. El debilitamiento extremo de la regulación se asemeja a la saturación normativa: la ansiedad experimentada ante la extrema incertidumbre coincide con la angustia ante la extinción de las incertidumbres, la angustia por la apertura absoluta del horizonte y su clausura radical coinciden. La elección infinita se asemeja a la extinción de las elecciones ante los perfiles turbios del futuro y del pasado. Se hace patente que no es la mera conformación estructural de las normas lo que confiere su sentido al mundo, sino el juego que se suscita en las fracturas y silencios de lo normativo, en la posibilidad del acontecimiento. Es el juego que se abre al acontecer lo que alienta la espera y el deseo. La anomia se expresa en las estructuras de subjetivación como la huella de la implantación colectiva del fantasma de "la muerte del deseo", el eclipse de la negatividad de lo simbólico - de la imaginación simbólica - , cuando la finalidad de la acción se restringe a la primacía de la identidad. En la sofocación normativa y en la desaparición absoluta de la obligatoriedad normativa aparece la fuerza del impulso de muerte - el suicidio, el asesinato, la reiteración inerte de las rutinas - . Aparece la sombra de la violencia como recurso para la creación de identidades y su afirmación sin respuesta. La aparición de la anomalía en el ámbito de la anomia revela una particular visibilidad de la violencia, la doble violencia engendrada por la tensión entre la exclusión y la aniquilación: la violencia que se revela en la aniquilación, la anulación del otro es su supresión de toda memoria, de todo saber, de toda huella simbólica; por contraste, la que se hace patente de la exclusión involucra la preservación de lo excluido como presencia, como figura execrable, como referencia contrastante de lo indeseable, como recurso pedagógico. Situaciones divergentes de la implantación de la angustia y del miedo, de la urgencia y el impulso de creación. La anomia acoge lo intolerable, de ahí su cercanía con lo abyecto; la experiencia de sí en la anomia transita entre lo íntimo, lo privado, lo público, da cabida a lo que irrumpe nuevamente desde su exclusión o desde su anulación, abre la vía a la asimilación de lo abyecto en el ámbito de lo propio. Transfigura radicalmente el horizonte de la experiencia. Acoge un doble impulso: la creación de formas a partir de la disolución de formas, la creación de sentidos a partir de su eclipse. En la anomia, propiamente, se suspende el intercambio fundado en ponderaciones del valor. Se suspende asimismo la función cardinal del intercambio que es la producción de identidades y diferencias, la generación del espacio de lo propio, mecanismos de individuación y de reconocimiento colectivo que sustentan la estructura del diálogo a través de criterios de significación relevantes. El desempeño social exige estos patrones de relevancia: hacer reconocible el sentido de la acción, la asunción recíproca de valores y finalidades, la comprensión compartida de criterios de adecuación para las disposiciones y realizaciones del intercambio. La anomia suspende transitoriamente el juego mismo de lo social: la tensión entre el éxtasis y la angustia, el desafío y el miedo, la febrilidad y la parálisis, es finito. La desaparición radical de lo social no puede preservarse sino como el momento crítico en la inminencia de una restauración plena de la confrontación de poder. La anomia interviene con frecuencia como momento propicio para la reformulación y el recrudecimiento de los recursos de control. Participa, de esta manera, cardinalmente de la gestión del poder: exacerba y contrarresta, reclama y suprime la exigencia de intercambio, la restauración de lo social, la espectacularidad del control. Es el umbral de la invención social, pero también del sometimiento incondicional al deseo de control. Las identidades surgen como el desenlace del juego simbólico en el que se conjugan capacidades y acciones cognitivas, de intercambio, de vínculo, de afección, figuras narrativas del tiempo - pasado y futuro, modos de asimilación y respuesta a la experiencia. La anomia conlleva una aparición de una zona de indecidibilidad de lo simbólico. Surge una zona de penumbra que involucra todas las facetas, las formas y los dominios de la significación. Algo inquietante de la gestación de la anomia es que esa indecidibilidad se origina en la capacidad de lo simbólico para plegarse sobre sí mismo, tomarse como objeto de conocimiento, de reconocimiento, de acción. Lo indecidible aparece en lo simbólico como juegos "metalingüísticos" y "metarregulatorios": operaciones por los que el lenguaje actúa sobre su propio universo de significaciones, o bien sobre las regulaciones de la propia acción simbólica. No solo remodela elementos expresivos, sino confiere formas singulares y modela patrones de acción simbólica, que inciden sobre los patrones de uso de los símbolos, dislocándolos, transfigurando su relevancia y su eficacia. La acción simbólica transforma así su propia materia, la forma y la regulación de los procesos simbólicos mismos, la transfiguración de todos los ámbitos de la experiencia. La indecidibilidad normativa de la anomia, vista con esa perspectiva, deriva de múltiples operaciones simbólicas en todos los dominios de la experiencia: la acción, privada de marcos generales que la definan, se orienta a una eficacia propia, al beneficio o el placer individualizados. Es la implantación de un régimen cínico, es decir, un universo en el cual la acción individual responde a las exigencias de la situación en términos de una eficacia estrictamente local, ante la disolución de toda exigencia ética y moral. El cinismo es el presupuesto de la implantación de la tolerancia indiferente: la segmentación y coexistencia de incontables esferas normativas pulverizadas que dan lugar a ámbitos sociales ínfimos y cerrados. Traslada al universo moral la experiencia colectiva del fracaso de la tentativa de universalidad de la norma que se expresa en dos facetas: o bien en la extinción de la fuerza imperativa de la ley -ya sea por la disipación del horizonte teleológico de las acciones o por el súbito enrarecimiento de los valores y el derrumbe de las morales dominantes- , o bien en la incapacidad de la norma para nombrar y sustentar el control de los acontecimientos sociales. El cinismo es la atomización infinita de la certeza para configurar una racionalidad abigarrada, una amalgama circunstancial de saberes y procedimientos prácticos, una fusión indiferente de afecciones y juicios. El cinismo disuelve las grandes estructuras canónicas que dan lugar a formas de vida articuladas. El cinismo, sin embargo, no es, como la herejía, negación y revocación de la norma, afirmación de horizontes y formas alternativas de sentido por teleologías y valores derivados de formas simbólicas "negativas": el mito y la utopía. Si la herejía es la expresión simbólica de acciones derivadas de la primacía de la imaginación negativa: la creación colectiva de expectativas y formas de vida inéditas, el cinismo es el desconocimiento y la disolución de los patrones generales de orientación de la acción regidas por un único principio general, la razón eficaz. La modernidad no ha hecho posible la libertad irrestricta para la multiplicación y diseminación de la herejía, es decir, la discordancia hermenéutica de la norma en la experiencia colectiva y la multiplicación de sentidos irrefutables para idénticos sistemas de normas. Lo que la modernidad ha engendrado es la disipación de la norma por inadecuación a las formas de vida; el reemplazo de criterios generales por pautas individualizadas de adecuación normativa. La modernidad ha ahondado la extrañeza y la sospecha ante las formaciones colectivas; se ha edificado en una exigencia anómica, dominada por patrones de acción cínicos. La concurrencia colectiva en rituales queda confinada a zonas restringidas de la experiencia y a momentos particulares de las congregaciones. Las sociedades de masas son el enrarecimiento de toda colectividad y la suplantación del vínculo entre sujetos por la relación con los otros mediada por estructuras simbólicas generales, abstractas y ajenas a las formaciones locales de acción. Los sujetos, tomados en sí mismos, son irrelevantes, prescindibles. Sólo son relevantes en la medida en que se acogen a la conceptualización de grandes magnitudes de dimensión demográfica. Es ahí donde se advierte otra dimensión de la violencia. La que sugiere la noción de gobernabilidad: régimen de control de "magnitudes" sociales articulado sobre procesos simbólicos; magnitudes que reclaman formas singulares de visibilidad, de comprensión, de apreciación, de ponderación y, también, estrategias de intervención, de orientación, de significación. La violencia reside en un sentido "suplementario" de esa relación inquebrantable de exclusión -una exclusión en el orden mismo de la intimidad, de experimentada o percibida. Ese suplemento se proyecta en principio sobre el deseo, sobre la identidad, sobreviene por la comprensión de un régimen de intervención heterónomo. Aparece como una experiencia de privación de sí, de la esfera de lo propio que comprende, también, el espectro completo de vínculos y de potencias del propio sujeto violentado. Lo que se significa como violencia es una acción que acarrea el abatimiento de toda potencia de acción derivada de una privación ética. Es la experiencia de la propia bajeza marcada por el sometimiento -voluntario o involuntario, consciente o inconsciente-. Esa bajeza implica la irrelevancia de la esfera de lo propio, que se disipa bajo la intervención efectiva -simbólica o material- de otro, sea un sujeto -real o imaginario- o una condición objetivada en una intervención subjetiva. Surge de la violencia esa identidad marcada de manera irreparable por la huella indeleble de la bajeza.
Referencias bibliográficas Arendt, Hanna, "On Violence", en Crises of the Republic, Nueva York, Harvest Book, 1972. Bateson, Gregory, Naven, Stanford, Stanford University Press, 1958. Benjamin, Walter, "Zur Kritik der Gewalt", en Aufsätze, Essays, Vorträge, vol. II, Gesammelte Werke, ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, Frankfurt, Suhrkamp, 1999. Roger Caillois, Bellone ou la pente de la guerre, París, Fata Morgana, 1994. Pierre Clastres, Essais d'anthropologie politique, París, Seuil, 1980. Gilles Deleuze, Différence et répétition, París, PUF, 1968. Jacques Derrida, "Violence et métaphysique. Essai sur la pensée d'Emmanuel Levinas", en L'écriture et la différence, París, Minuit, 1968. George Dumézil, Heur et malheur du guerrier, París, Flammarion, 1985. Émile Durkheim, Le suicide, 10a. ed., París, PUF, 1996. Franz Fanon, Les damnés de la terre, prol. Jean-Paul Sartre, París, Gallimard, 1991. Michel Foucault, "Il faut défendre la société" , París, Gallimard-Seuil, 1997. _________, L'herméneutique du sujet, París, Gallimard-Seuil, 2001. _________, Surveiller et puni, París, Gallimard, 1975. _________, L'ordre du discour, París, Gallimard, 1971. Sigmund Freud, Gesammelte Werke, 18 vols., ed. Anna Freud, E. Bibring, W. Hoffer, E. Kris, O. Isakawer, Frankfurt, Fischer, 1999. René Girard, La violence et le sacré, Grasset, París, 1972. Max Gluckman, Politics, Law and Ritual in Tribal Society , Oxford , Basil Blackwell, 1965. Erving Goffman, Stigma. Notes on the management of spoiled identity, Nueva York, Pinguin Books, 1981. Jean Marie Guyau, Esquisse d'une morale sans obligation ni sanction, París, Fayard, 1985. Michel Henry, La barbarie, 2a. ed., París, PUF, 2004. Françoise Heritier, De la violence, 2 vols., París, Odile Jacob, 1999. Thomas Hobbes, Leviathan, ed. Edwin Curley, Cambridge , Hackett, 1994. Jacques Lacan, Écrits, París, Seuil, 1966. Emmanuel Levinas, Totalité et infini, París, Martin Nijhoff, 1971. Bronislaw Malinowski, Crime and Custom in Savage Society, Nueva Jersey, Rowman and Allanheld, 1985. Marcel Mauss, Sociologie et anthropologie, París, PUF, 1973. Radcliff-Brown, A. R., Estructura y función en la sociedad primitiva, Barcelona, Península, 1972. Jean-Jacques Rousseau, Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes , en Oeuvres Complètes, 4 vols., ed. Bernard Gagnebin y Marcel Raymond, París, Gallimard, 1989. Richard Sennett, The Fall of Public Man, Londres, Faber and Faber, 1993. Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, 2 vols, Frankfurt, Suhrkamp, 1983. George Sorel, Réflexions sur la violence, pref. Jacques Juilliard, París, Seuil, 1990. Victor Turner, The Forest of Symbols, Ithaca , Cornell University Press, 1967. Dramas, Fields and Metaphors, Ithaca, Cornell University Press, 1975. Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Leipzig, Voltmedia, 2006. Simone Weil, Oeuvres, París, Gallimard, Col. Quarto, 1996.
|