HANS ULRICH GUMBRECHT
Una aristocracia casi democrática

Sobre el estilo, los privilegios y su relación

en algunas universidades americanas

 

 

 

Habían regresado hacía unos cuantos días a la pequeña ciudad universitaria de clima amable y pensionados ricos, en donde vivían hace ya trece años, cuando él encontró en su buzón una carta sin timbres dirigida a ella, que les hizo notar que tan lejos estaban de casa sin siquiera haberse movido de ahí. Abigail K., la joven esposa del Presidente de la Universidad que, así se decía, le gustaba hacerse llamar “First Lady”, y de la cual se temía que escuchaba estas palabras sin ironía alguna, invitaba a las esposas de los profesores a un almuerzo en Calistoga. Ahí se proponían visitar, primero, una “vieja pastelería de casi cien años” (lo que en California suena tan pomposo como en Europa, por ejemplo, una “fuente romana”) bajo la guía del Profesor W. y, después, un orfanato para entonar canciones populares con los niños, no sin antes detenerse, entre la pastelería y el orfanato, en la fresca sombra de un parque de árboles antiguos para allegarse de champagne, canapés y pastel de trufa (de la mencionada pastelería). El costo, calculado cuando mínimo en la suma de 2000 dólares que serían repartidos en cuotas de 40 dólares por esposa y transferido íntegramente, sin deducciones, al orfanato para solventar los disfraces de Halloween –“sin deducciones” porque todos los gastos de los “Canapées sur les herbes” serían cubiertos por un vendedor de autos del lugar que no sólo aprobó en 1963 sus exámenes finales en “nuestra universidad”, sino que jugó en su equipo de fútbol americano con bastante éxito. “No nací para dama de compañía”, le replicó con su inquebrantable- sine-renitentia ella a él, que en sus adentros (aunque sin hacerlo notar) guardaba cierta esperanza de que la invitación la impresionara. Y ahora debía reconocer lo decepcionado que estaba de no poder enterarse de los colores y el largo de la falda que llevaría Abigail K. para los Canapées del Indian summer bajo los frondosos robles.

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Poco antes de Navidad retornó de un coloquio en Sintra (Portugal) y, como no había encontrado un vuelo directo por el tráfico prenavideño, tuvo que ingresar su equipaje a través de la aduana de Nueva York, lo que siempre resultaba de una u otra manera engorroso e incómodo. Si lo entendía bien, quedaba al arbitrio del inspector aduanal fijar el monto del impuesto a pagar por la introducción de ciertos bienes (incluso tienen derecho, algo que se remonta a los años 20, de confiscar las bebidas alcohólicas sin explicación alguna). El inspector, un tipo poco amigable incluso para los standards de Nueva York, le pidió que abriera las maletas; se colocó unos guantes de hule y hurgó con paciencia entre la ropa interior sucia y los voluminosos manuscritos de la conferencia hasta toparse con la pequeña cadena de diamantes auténticamente microscópicos ya empacada para regalo. Le preguntó si había considerado el valor de “las joyas” en la cantidad que aparecía en el rubro de “bienes introducidos” en su declaración. Sí, contestó él, pero no lo podía demostrar porque no había guardado la nota de las joyas portuguesas. El guardia le informó que bajo esas circunstancias debería calcular 1500 dólares por la cadena: por supuesto, no estaba dispuesto a pagarlos –hasta que llegó el momento en que la autoridad del cargo desata la resistencia civil, cuando el inspector vio los emblemas y el nombre de su universidad en el marco superior de una tarjeta de presentación. Que era profesor ahí podía atestiguarlo (y hasta constatarlo) con plena conciencia. Por qué no lo dijo desde el principio, le preguntó el inspector, pues nunca habría pensado que un profesor de una universidad tan renombrada evadiría los pagos que por ley corresponden al Estado.

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¿Cuál de las dos historias es la más no democrática? ¿Y cuál de ellas irritaría a un estadounidense promedio? Sin duda alguna, la primera. Pues privilegios sin el sostén de méritos colectivos o personales son inconcebibles –y Abigail K. nunca fue más que la esposa casi tan joven como rubia del Presidente de la Universidad (más adelante hablo sobre su futuro pasado). En Estados Unidos, como profesor –e incluso simplemente como estudiante– de una universidad renombrada se goza de los privilegios de una elite que no puede violar ninguno de los principios de igualdad de la vida cotidiana. Elite a la que la sociedad le confía sus mejores hijas e hijos. Se podría describir palabra a palabra en la conclusión del inspector, una confianza (casi ciega) ganada, una confianza a cuyo origen y consolidación han contribuido generaciones de estudiantes y colegas que a diario deben y quieren mostrarse merecedores de ella. Acaso eso fue lo que él aprendió –no sin cierta vergüenza– en ese viaje de regreso: perder cuentas y ahorrar eventuales impuestos de aduana no es el estilo de esa elite a la que quisiera pertenecer (cada vez con menos culpa) desde hace tiempo.

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No hay grafittis en el campus, hace notar de manera aparentemente incidental el colega de Potsdam, sin que quede claro si lo dice en un tono de condescendencia o de admiración. Sus estudiantes se sienten orgullosos de las laboriosamente irrigadas (y apenas perfectas) áreas verdes y de los edificios que en la mayor parte de las universidades de este calibre son atribuibles a algún historicismo del siglo pasado (en todas ellas hay una que otra obra arquitectónica salida del restirador de algún arquitecto que fue prominente en el pasado reciente, aunque aparentemente las universidades han tenido poca suerte al elegir a estos arquitectos: la mole de cemento del museo de Harvard es por lo menos tan espantosa, para mencionar un ejemplo, como la mayoría de las iglesias construidas en Alemania durante los años 70). Estos edificios del campus cifran más bien un understatment de ambiciones estéticas posmodernas. Un Departamento con cuatro premios Nóbel instalados en un adaptado garaje de bomberos o un historiador distinguido con el premio Pulitzer en una cámara oscura difícilmente localizable –a ello se agregan estudiantes por doquier, cuyos padres pagan más de 35, 000 dólares al año para que sus hijos puedan estar ahí viviendo en un cuarto para dos provisto de muebles espartanos tan extremos como la estrechez del espacio en el que se vive. Y a pesar de esto, ningún grafitti. Lo que se ve, en vez de ello, son grupos de viajeros admirados de Texas, Nebraska y Dakota del Sur que se dejan guiar por el campus como si hubieran llegado a Versalles o al Foro Romano. Y mientras que nadie, por instrucciones expresas de la administración, habrá de revelarles en cuál dorm pernoctó Chelsea Clinton (o, unos años antes, Tiger Woods), suenan en los oídos de los visitantes miles de nombres de donadores, quienes a su vez dieron nombre a los edificios, junto con los nombres de los descubrimientos que fueron realizados en el viejo garaje de bomberos. También se menciona con orgullo el capital base de la universidad (8 mil millones de dólares aquí –y más en otros casos) y después, todavía con más orgullo, la cifra dividida entre el número de estudiantes que, con puño de hierro, se mantiene en un límite. Y a pesar de ello, ningún rector general cambiaría sin más su dirección recién amueblada por la office del Presidente de Princeton, donde alguna vez se sentó Woodrow Wilson antes de mudarse a la Casa Blanca.

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No hay mucho que ver en el campus, y es el mismo principio que rige a los banqueros multimillonarios de Ginebra. Pues el que no se necesite exhibir nada es el contenido de la representación académica. Sólo los magnates petroleros de Texas exaltan los acres de su ranch o el volumen del cabello de sus hijas. Las universidades se concentran en lo que les es esencial, y el hecho que saben lo que es esencial para ellas sin necesidad de demostrarlo pertenece al rango de confianza depositado en sus elites. Estas universidades son como monasterios medievales; lo aprendió a imaginar en las entrevistas con futuros doctorandos a los que debe convencer de ingresar a estudiar con una cuantiosa (aunque nunca opulenta) beca. Su erótica, dice él –a un científico social se le permite esa palabra mientras suene como si citara a Lacan–, su erótica proviene estrictamente de su concentración en el trabajo intelectual. Y lo que los edificios eclesiásticos eran a los monasterios, sigue pensando (e incluso llega a decirlo), son al campus las bibliotecas, es decir, cathedrals of learning. Aunque sólo en Pittsburg , el Bochum americano, se hay convertido en un nombre oficial.

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En la selección de sus profesores, las universidades luchan con una agresiva desconfianza contra si mismas. Sólo un tercio de los assistant professors que son contratados por seis o siete años lograrán obtener una plaza de por vida (si bien la semántica que lo documenta resulta mucho menos socialdemócrata: tenure significa un contrato without limitation of time). Si no fuera por las intervenciones que suele hacer la administración de vez en cuando, este margen se reduciría aún más, pues muchos departamentos consideran como un símbolo de metanobilidad académica no contratar, de ser posible, a ninguno(a) de sus junior colleagues en el octavo o el noveno año. Cuando él, en aquel entonces, lo que era más típico que el nombramiento por lugar, fue nombrado aquí desde otro país, escuchó por voces de algunos de las treinta recomendaciones que se requerían para convencer a los colegas y al comité de selección que él era la persona correcta. Y el contravoto de un colega apenas eminente hubiera bastado para hacer fracasar el nombramiento. ¿Cómo es que alguien se convierte en una eminencia cuyo único voto puede impedir un nombramiento? A través de la concentración y la paciencia, es (ligeramente idealizada) la respuesta. Una buena señal del camino hacia la eminencia –en cualquier caso luminosamente gris– es cuando, digamos, a más tardar cinco años después del nombramiento en una universidad se recibe el nombramiento para la Silla de una Cátedra (sólo las universidades neoricas otorgan Sillas de Cátedras al mismo tiempo que el nombramiento). Nada como la gloria sin medios es una de estas Sillas de Cátedra, pues la mayoría de las firmas de cuyos impuestos se cubren los salarios del ocupante de la Silla son activas desde hace tantos años que en el mercado de capital sólo producen una fracción de los competidos salarios. El siguiente escalón de la suavemente obligada escalera hacia la gloria académica no es ni siquiera un decanato, sino la simple esperanza con respecto al decano o al Presidente de que lleguen a invitar a un colega tan eminente a charlar para pedirle consejos (y a comidas de trabajo con embajadores) –y que la secretaria del Presidente los comunique por teléfono en segundos y sin grabaciones de espera de por medio. A cambio, lo principal que deben rendir las eminencias yace en pensar (y sobre todo en decir) que son lo que son por donde están, porque la universidad casi ha alcanzado la meta de transformarse en la mejor universidad del mundo. Y por lo tanto, sólo existe otra meta, la meta de convertirse en la mejor universidad del mundo. Ninguna institución es –como se observa: en ambas direcciones de la jerarquía– más meritocrática que estas universidades, y por ello sólo décadas de evaluaciones de estudiantes positivas y sin mancha alguna de las clases y de los seminarios son el más sustancial y el único escalón verdaderamente imprescindible en la escalera hacia la eminencia. A cierta distancia siguen –algunas cuantas, no muchas, reseñas de libros positivas (eso sí) de representantes prominentes de la disciplina, así como muchos pequeños articulillos. “Publish or perish” es, a pesar de las palabras en inglés, una máxima de las universidades alemanas. ¿Pero se puede confiar de tal manera en los juicios de los estudiantes?, se pregunta tajantemente y como una crítica americana el Sindicato de Educación y Ciencia, y desde Yale se escucha la respuesta que vindica lo bueno en el hombre, que nadie es tan confiable para emitir juicios de calidad como nuestros fabulosos estudiantes –suponiendo que se ha dado suficiente esmero a la tarea de escogerlos. Por el contrario, es en la resonancia de las clases y los eventos académicos donde se muestra final y definitivamente si el nombramiento de un profesor puede ser visto como “logrado”.

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Para ningún alumno tiene sentido solicitar su ingreso a la universidad sin calificaciones finales brillantes, y sólo a una décima parte de los interesados se les ofrece una plaza de estudio. Naturalmente, muy buenas notas son la condición para ingresar, pero no se encuentran en el centro de la intensiva lectura de la documentación. Hoy en día se valora por encima de todo la perspectiva de talentos potenciales específicos y extraordinarios que puedan ser descubiertos en el aspirante (si bien los criterios básicos dominantes de la selección cambian permanentemente). Se quiere obtener la impresión que él como estudiante podría ser un buen compañero para los otros estudiantes y sobre todo: se examina si ha logrado hacer algo con las posibilidades que le fueron dadas. Este es precisamente el sentido de la affirmative action, el sentido de la autobligación de estas universidades de dar cabida a un número determinado de estudiantes que provienen de grupos minoritarios no privilegiados (en la mayoría de los casos sin que tengan que pagar los estudios). La universidad invierte una cantidad en cada uno de estos estudiantes elegidos que anualmente representa el triple del costo oficial de los estudios. Pero también oficialmente le regala un bono a los hijos y las hijas de antiguos estudiantes (y hasta a los hijos de los propios profesores). ¿Es decir, un sistema feudal?

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Aquí la conciencia de estamento está ligada al rendimiento, pero ya que el rendimiento, el cual propicia la conciencia de estamento, es visto sobre todo como rendimiento de instituciones, existe –de manera acaso irremediable y en el plano individual– cierto sistema de tolerancia para los casos perdidos. Raramente entre los estudiantes pues ellos pueden ser motivados con exámenes y calificaciones –y en última instancia también eliminados. Pero ciertamente hay casos perdidos entre los profesores con contratos prolongados. ¿Cómo es que soporta a estos colegas?, pregunta. Él no encuentra tan simple la pregunta, pero siempre tiene una sospecha fundamental contra aquellos que violan con demasiada frecuencia el mandato del understatement y colocan su nombre con demasiada frecuencia junto al de la universidad. Otra versión fallida se esconde en la biblioteca o en el laboratorio para sacrificar con obligaciones autoimpuestas de un día de 16 horas la posposición del éxito obligado en la investigación y la enseñanza –como los habitantes del purgatorio de Dante sólo que sin la esperanza de acercarse al paraíso. Pero lo que la institución rinde y aquello sobre lo cual los profesores pueden identificar un sentimiento de autoafirmación, se objetiva en los estudiantes, sobre todo en los undergraduates, que por lo general absuelven sus cuatro años de college entre los 18 y los 22 años. En su formación no se trata en principio de las “competencias profesionales” para lograr su calificación, sino que más bien lo que está en juego es la continuidad y la educación de elites –en vez de la formación de cuadros. Le impresiona de sobremanera como los undergraduates han madurado, cuando toman clase con él por segunda vez, dos o tres años después de la primera ocasión. Han aprendido idiomas, han sido llevados –en el marco de un curriculum concebido todavía como studium generale – al nivel más actual del progreso científico; pero sobre todo para él –en el transcurso de unos cuantos meses– se convierte en un desafío mucho mayor el discutir con los estudiantes. They shine, decimos con un orgullo lo más desapasionado posible y los hallamos, mientras nos damos palmadas sobre el hombro, elegantes, seguros, autoconcientes y cultivados. Se han transformado en cosmopolitas, en intelectuales –o también en deportistas de clase mundial y en músicos concertistas. Ciertamente no por la cantidad de conocimiento siempre algo desmedida que sus computadoras, los libros en la biblioteca y nosotros los docentes les trasmitimos, sino, al menos así lo esperamos, a través de la fricción y la provocación intelectuales, que queremos representar para ellos tanto como sea posible –y que día a día la reflejan en nosotros mejor y más intensivamente. El juicio social sobre el resultado de la educación, es decir, el criterio de pertenencia a la elite es al fin y al cabo estético: she received a beautiful education, se dice. Y si te lo puedes guardar para ti mismo, agrega él casi con pudor: sometimes I think they even end up looking better, I mean physically and in terms of clothing.

¿Se trata de una educación para princesas y príncipes? ¿Y por qué no? El mejor –y realmente algo excéntrico– paralelismo sería (de encarnación en encarnación) la educación de los pequeños Dalai Lamas. Pues ellos deben sus privilegios no al nacimiento, sino a la circunstancia que eran los únicos que, como neonatos, supieron liberar a todos los recién nacidos de un Tibet enriquecido por los tonos de los tambores de los monjes.

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Mientras tanto ha reunido una colección de fotografías siempre iguales de la fiesta de graduación anual: él siempre en toga, de año con año un poco más predeciblemente viejo, siempre brazo con brazo de estudiantes radiantes, también en toga, tomadas sin excepción por los padres, cuyo día festivo oficial no académico apenas convalidan las imágenes. Nunca entendió por qué la fiesta de graduación de final del año de estudios se llama precisamente “commencement”, pero lo atribuye a que el nombre puede señalar “el comienzo de la verdadera vida” para los estudiantes. En la vida de una familia norteamericana no hay un acontecimiento nodal más importante y ninguna alegría festiva mayor (los trovadores medievales festejaban “vroide des hofes”). Es la extroversión de la alegría sobre si misma en el marco de un mundo exclusivo, libre de mala conciencia, es una elite que festeja a sus novicios y se festeja a si misma en el campus ataviado con banderas y en las largas mesas del buffet, unida y dividida en padres, graduados y profesores. Ni siquiera cambia el clima del verano –y mucho menos el ritual. Cada una de estas vidas ha sido llevada a la órbita de la promesa del éxito, la inversión de 150 000 dólares por los estudios ya ha sido amortizada (y sobre todo olvidada), las pláticas versan sobre el sacrificio, los logros y la responsabilidad que habrá de llevarse pronto, y por última vez los graduates pueden ser niños dispendiosos, ahora niños adultos. De manera ostentosa llevan tenis bajo las togas, juguetean entre las filas con una bola de playa mientras el Presidente celebra con palabras académico-sacrales, y han irrumpido en el estadio, donde serán nombrados Bachelors of Art, como un equipo de fútbol americano que ha enloquecido. Antes de que empezara la fiesta del comienzo de la vida, los mil quinientos graduados habían reunido varios cientos de miles de dólares para su primer y último regalo colectivo a la universidad, que hoy se ha convertido en su alma mater.

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Ser un graduate de Harvard, Yale, Princeton o Stanford les proporciona una orientación de rango para toda la vida y diversas tonalidades de estilo, así como antes lo garantizaba el nacimiento en cada uno de los diversos clanes de la nobleza europea, incluso la conciencia, y ahí él piensa en el inspector de Nueva York que “la nobleza obliga”. Esta nobleza casi democrática es la espina dorsal de la nación y lo seguirá siendo, siempre de manera renovada, en el futuro próximo. Su continuidad se debe a una convergencia admirable de principios encontrados. Privilegiados serán tanto aquellos estudiantes cuyos padres y abuelos gozaron de los mismos privilegios, como los otros, cuyos padres y abuelos se hallaban lo más alejados de estos mismos privilegios. Sobre todo el primero de estos dos grupos conlleva los costos que se derivan de estos principios, pero a nadie se le ocurriría lidiar contra esta asimetría financiera de los postulados de la igualdad. Se sabe que no hay mejor inversión para el futuro del propio clan. Por ello el old money obliga tanto como la vieja nobleza, mientras que el new money no puede comprar los privilegios de la nobleza democrática. Los niños dispuestos con voluntad al esfuerzo –¡Qué palabra tan (no)americana!– de los potentados del Valle del Silicón se van a abastecer a si mismos y a sus hijos de los trust fonds reunidos por los padres sin obtener los mejores cargos ni las glorias del país. Pues ninguna universidad puede permitirse conceder un bono a los nietos de los donadores sólo por las donaciones.

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Y a Abigail K., junto con su pasado futuro, ella me lo recuerda todavía a tiempo, no la deberíamos olvidar del todo a pesar del ambiente de cordialidad del día después del commencement. Casi un año después de los “Canapées sur les herbes” se instaló en la oficina del Presidente, su esposo, un auditor de impuestos de sombrío carácter que estaba convencido de haber visto en una hendidura del muro de la iglesia universitaria la inconfundible señal del cielo. El auditor de impuestos se dio a la obra y descubrió, como si realmente el dedo de Dios hubiera estado en el muro, que para la recepción de la boda de su señoría Abigail, en este evento se hizo de un lecho celestial y también del lujoso yate con el nombre de la universidad al que había invitado a las damas la siguiente tarde, toda “su bella pompa” había sido solventada de una cuenta establecida para instrumentos de investigación. Un sobredescuento, tal vez, dijo el esposo algo taciturno, lo cual no significa: que fueran realmente derivados de los instrumentos de investigación. Ya para entonces, el auditor de Dios había informado a la prensa, y la envidia contenida por la mayoría de los americanos hacia la elite de la nación, inundó el campus como una corriente súbita. “President K.'s Future” era el primer punto de la orden del día cuando el Consejo de la Dirección se reunió de nuevo, y el consorte de Abigail todavía encontró tiempo para aclarar que se trataba “por motivos de salud”, etcétera. La universidad lo emplea hasta hoy como un rey sin gloria, lo que algunos viejos amigos ven como un castigo que se extiende ya demasiado tiempo, como un estar enterrado en vida sin fin. Hace mucho tiempo que el nombre de Abigail ya no aparece en ninguna nómina (o en cuentas para gastos), y si encontró lugar como estilista en los alrededores de esa pequeña ciudad entonces mi historia sería un cuento de niños de los Grimm (y no un ensayo proto-sociológico).

   

Traducción del alemán: Ilán Semo


Hans Ulrich Gumbrecht, “Una aristocracia casi democrática”, Fractal nº 36, enero-marzo, 2005, año IX, volumen X, pp. 11-24.