PIERRE VIDAL-NAQUET
La prueba del historiador
                

Reflexiones de un historiador general

 

 

Los organizadores de estas jornadas de estudios me han pedido que presente algunas ideas1 como historiador sobre la manera en que los colegas han reflexionado en torno al inmenso acontecimiento que está en el centro de estos debates: el genocidio de los judíos y de los gitanos, la masacre de los prisioneros soviéticos y polacos. Responderé a la petición con plena conciencia de mis límites, aunque tal vez estos límites sean en este caso una ventaja.

Al igual que en otras ocasiones,2 parto de una página de Tucídides, tomada esta vez del libro III de La guerra del Peloponeso.3 El historiador relata la guerra civil entre oligarcas y demócratas en Corciro en el año 427 a. C., episodio sin duda menor comparado con la guerra civil europea (1914-1945), que el poeta Paul Claudel y el historiador Arno J. Mayer han llamado con justicia la guerra de los treinta años, pero que impresionó para siempre a ese general que fue derrotado, ese hombre político que una reflexión lúcida condujo a escribir la historia de su propio tiempo. “La muerte –escribe Tucídides– revestía todas las formas, y como sucede en casos semejantes, no retrocedía ante nada y peor aún:   el padre mataba a su hijo, los suplicantes eran arrancados de los santuarios o se les daba muerte allí mismo, algunos perecieron sepultados en el santuario de Dionisio.” 4

Todo esto en Corciro, pero Tucídides agrega que esta conmoción, esta ruptura de consenso, esta stasis como se dice en griego, 5 se granjeó en todo el mundo helénico el apoyo a una guerra que fue a la vez internacional y civil. Y Tucídides añade: “Cambió hasta el sentido usual de las palabras con relación a los actos en las justificaciones que se daban. Una audaz irreflexión pasaba por apoyo valiente a un partido, una prudencia reservada por bajeza disfrazada, la sabiduría por máscara de cobardía, la inteligencia por una inercia total. Los impulsos precipitados contaban como cualidad viril y las deliberaciones pormenorizadas como un buen pretexto de escapatoria.”

No se trata aquí de lo que Tucídides llama las “justificaciones” ( dikaioseis ), que nosotros tal vez llamáramos hoy los pretextos ideológicos, pero huelga decir que esta misma observación se aplica cuando se trata del relato de acciones. Cuando el propio Tucídides cuenta6 cómo quizás en el año 424,7 los espartanos hicieron desaparecer a 2000 ilotas que habían cometido el error de servirles bien y de ser, en consecuencia, lo bastante valientes para acabar rebelándose, nos dice haciéndose eco de algún discurso codificado que había recogido en Lacedemonia: “Los espartanos los hicieron desaparecer sin que nunca nadie supiera cómo había desaparecido cada uno.”

Hoy día estamos lejos de Tucídides y los 2000 ilotas, víctimas oscuras de una guerra en lo que la historia volteriana llamaba los “cantones” de un país con escaso peso en la escala de los imperios, son poca cosa al lado de los millones de hombres, judíos sobre todo, pero también gitanos y soviéticos que perecieron en las fábricas hitlerianas de la muerte. Como historiador de Grecia antigua no creo, como lo creía el propio Tucídides, que los males paroxísticos que él describe y que compara con una erupción volcánica o con un terremoto,8 “se producirán y reproducirán siempre pues la naturaleza humana seguirá siendo la misma”,9   dicho de otra manera, creo en las variaciones más que en la permanencia de la naturaleza humana; pero Tucídides matiza sus palabras y agrega de inmediato que esas desgracias se incrementan o se disminuyen y cambian de forma según cada una de las variaciones que intervienen en las coyunturas .

Pero no es esta la lección, o no solamente ésta en términos generales, la que quisiera extraer hoy de Tucídides. Su enseñanza me parece que es en esta ocasión triple. En primer lugar, nos recuerda que es posible una historia del presente. Pero, y este es mi segundo punto, toda historia, incluida la historia del presente, supone evidentemente tomar distancia. Por último, y esto tal vez sea lo esencial, toda historia es comparativa, aun cuando crea no serlo. Para constituir a los 2000 ilotas en un conjunto histórico, de los que cada uno tenía su propia vida y cada uno tuvo su propia muerte, es necesario evidentemente construir el conjunto “ilotas”.10 Esto nos parece una obviedad, que es, como se dice, “evidente”, pero en realidad no lo es ni más ni menos que el conjunto “judíos” o el conjunto “Alemania nacional-socialista”.

Basta abrir el volumen que el lector tiene en sus manos para constatar que la apuesta historiográfica ha sido esencial en el transcurso de las jornadas cuyos actos reproduce. Es cierto, por supuesto, en el caso de Francois Bédarida, que nos presenta un balance de cuarenta años de trabajo histórico, 11 pero es cierto también en el caso de todos. Es un debate historiográfico, por ejemplo, el que presenta luminosamente Philippe Burrin, el debate que opone a los “funcionalistas” y a los “intencionalistas”, los primeros corriendo el peligro de disolver la unidad de los hechos, o mejor dicho el conjunto, en la polvareda de los detalles, y los segundos, que hacen hincapié con razón en una ideología asesina, corren el peligro de escribir un discurso cerrado sobre sí mismo, como lo es el discurso mítico, incapaz de tomar en cuenta el factor tiempo. Pero lo que digo de la ponencia de Burrin se puede decir también de los informes de M.R. Marrus, de Saúl Friedländer o de Pierre Aicoberry, y nuestro coloquio ha terminado con un debate sobre memoria e historia. Y es evidentemente inútil oponer los “hechos” a las “interpretaciones”. La crónica más desprovista de comentarios es a su vez una interpretación. En cuanto a la gran disputa de nuestros colegas alemanes, la Historikerstreit, célebre en lo sucesivo, muestra precisamente que ante un público de ciudadanos, la apuesta esencial es historiográfica. Si se compara el presente volumen con el que reproduce las actas del coloquio organizado en 1982 por l'École des Hautes Études,12 constatamos que la diferencia esencial está entre ayer, un ayer no obstante muy próximo, y hoy. Éramos apenas tres en 1982, Saúl Friedländer, Amos Funkenstein y yo, los que nos preocupábamos directa o indirectamente de estas cuestiones. El debate se desplazó bruscamente de la historia directa a la reflexión sobre las interpretaciones sucesivas.13 Si esto fue así es, naturalmente, porque el balance historiográfico es impresionante.

Impresionante en el plano mundial, sin duda, pero tengo que agregar de inmediato que, haciendo justicia al papel pionero que desempeñó Léon Poliakov, y a la actividad del Centro de Documentación Judía Contemporánea o del Instituto de Historia del Presente, que están en el origen de este volumen, el lugar de Francia y de la escuela histórica francesa en esta historiografía ha sido mediocre. Si bien hubo en otro tiempo una tesis de estado sobre El sistema nazi de concentración,14 que por lo demás no se refería al exterminio propiamente dicho, aparecen a partir de entonces otros trabajos en curso, y no es injusto decir que el exterminio de los judíos, de los gitanos y de los enfermos mentales en el III Reich ha sido un tema que la historiografía universitaria francesa ha descuidado, y de ahí el papel que desempeñaron en esta historiografía un jurista de formación como Léon Poliakov, un bioquímico como Georges Wellers, o muy tardíamente, un especialista de historia griega antigua como el autor de estas cuartillas. No cabe duda que a veces ha pasado lo mismo en el extranjero: el autor de ese libro capital, traducido por fin al francés, The Destruction of the European Jews,15 no es un historiador de formación sino un political scientist, lo cual debería tranquilizar a los que estiman que la historia de la Segunda Guerra Mundial es un asunto demasiado serio para ser confiado sólo a los historiadores.

Sin un patriotismo excesivo del oficio, se puede no obstante estimar legítimamente que vale más conocer también Bizancio o Luis xiv y no pasearse sólo por los caminos de la desaparición, Roads to Extinction , para retomar el título del libro póstumo de Philip Friedman.16 Arno J. Mayer acaba de demostrarlo brillantemente: para entender lo que fue la operación Barbarroja, la ofensiva contra la urss que tenía, como una nueva cruzada, que proporcionar su lugar y su tiempo al genocidio hitleriano, no es del todo inútil saber lo que fueron las cruzadas y en lo que se había convertido el mito del emperador Federico Barbarroja.17 En Francia, con demasiada frecuencia, en lugar de una historia analítica o sintética, se recurre a ese “sensacional envilecimiento de lo trágico” que denunciaba nuestra colega norteamericana Cynthia Haft.18 Paradójicamente, y a riesgo de hacer una advertencia y desmentirla, diría que la única gran obra histórica francesa sobre la masacre, obra que con seguridad durará y, como se dice, permanecerá, no es un libro sino una película, Shoah, de Claude Lanzmann, y volveré a referirme a ella. ¿Por qué esta larga carencia de la historiografía francesa, carencia que empieza solamente ahora a ser superada? Por mi parte veo tres razones importantes para ello, muy diferentes una de otra.

La primera razón es política y está englobada en lo que Henry Rousso ha denominado “le syndrome de Vichy”.19 Todo trabajo sobre el exterminio de los judíos plantea la cuestión de la colaboración de Francia en esta política, es decir, plantea la cuestión de la continuidad de la historia francesa a través de Vichy, que no era solamente un gobierno declarado ilegítimo en 1944, sino una administración, una policía, una justicia. En este aspecto, las cuestiones planteadas no son fundamentalmente diferentes de las que se plantearon en Alemania durante la disputa de los historiadores, salvo que la ruptura alemana de 1945 fue tal vez más violenta que la ruptura francesa de 1944. No es de extrañar en todo caso que el papel de los historiadores extranjeros sobre estas cuestiones haya sido mayor en Francia, como es el caso de Marrus y de Paxton, o el de no especialistas como el jurista Serge Klarsfeld.20  

La segunda razón es igualmente política, pero de política universitaria. La universidad francesa ha tenido desde hace mucho una actitud muy conspicua frente a los temas de historia contemporánea. Las resistencias empiezan sólo a ceder: se han presentado o se van a presentar numerosas tesis sobre la guerra de Argelia. Recordaré simplemente que en 1935, el historiador Jules Isaac no pudo conseguir que la Sorbona le diera derecho a registrar un tema de tesis de estado sobre el ministerio de Poincaré (enero 1912-enero 1913), porque el tema planteaba inevitablemente la cuestión de la responsabilidad personal de Raymond Poincaré en los orígenes de la guerra.21 Cuando yo era estudiante, hace un tercio de siglo, se atribuía con razón o sin ella a uno de nuestros maestros de geografía de la Sorbona, Aimé Perpillou, el adagio que sigue: “Hasta 1918 es historia; de 1918 a 1939 es geografía;   después es política.”22

La tercera razón es epistemológica. La escuela llamada de los Anales, rompiendo por una parte con la inspiración de la revista fundada en 1929, en la crisis y en parte por la crisis, escogió en su conjunto la “larga duración” contra el acontecimiento, considerado a menudo como una simple onda e incluso “la espuma de las cosas”.23 Lo que nos reúne en este volumen corresponde sin embargo al tiempo corto, aun cuando la larga duración pueda ponerlo en perspectiva.

En este coloquio que nos ha reunido en la Sorbona y en el que la historiografía desempeña el papel decisivo que acabo de mencionar, la cuestión del “revisionismo”, o como otros han propuesto deno-minarlo, del “negacionismo”, no se ha incluido en el programa de nuestros trabajos.24 Esta manera de descartar una cuestión que se halla –tengamos la franqueza de reconocerlo– ampliamente en el origen de nuestros debates en lo que tienen de mediático, me parece a la vez legítima y lamentable. Es legítima en el sentido de que el “revisionismo” no encarna ni una escuela histórica ni un tipo de discurso histórico, sino la supresión pura y simple de lo que es el objeto de la historia. Se ha llegado a hablar, a propósito de los escritos “revisionistas”, de “excrementos intelectuales”.25 Acepto esta expresión, pero existen laboratorios donde se analizan los excrementos. ¿Desde cuándo la mentira, la falsedad, el mito, lo imaginario ya no son objetos de estudios históricos? La historiografía contemporánea se ha ampliado hasta el grado de que una colección célebre, la Bibliothèque des Histoires, que dirige Pierre Nora, ha podido repetir hasta la saciedad esta fórmula: “Vivimos el estallido de la historia”, ¡y no somos capaces de integrar en un análisis histórico el “revisionismo” contemporáneo!

¿En qué puede consistir este estudio fructífero y hasta enriquecedor? Esbocemos algunas rectificaciones de detalle a las que puede ser que haya que proceder. No son los revisionistas los que han enseñado a los historiadores que no había cámaras de gas en Buchenwald y, en el transcurso de los debates sobre el número de víctimas de la “solución final”, su aportación es propiamente inexistente. El discurso “revisionista” no adquiere interés si no se pone en serie y en perspectiva. Es un discurso de secta, y sabemos desde hace tiempo que el discurso de secta tiene una vocación totalitaria en la medida en que quiere ser un discurso verdadero frente a la mentira reinante. Esto se aplica al Partido Bolchevique antes de 1917, así como también al maurrasismo y al discurso de Acción Francesa. Son precisamente las obras con pretensión histórica de principios de este siglo, y en especial el Prècis de l'Affaire Dreyfus de “Dutrait-Crozon”,26 seudónimo de dos oficiales de Acción Francesa, las que me parece que encarnan el modelo mejor diseñado del actual revisionismo. Expresión ideológica del nacionalismo francés, esta obra toma la precaución de imitar hasta la apariencia física de un lehrbuch alemán.27 Obra muy erudita, repleta de referencias la mayoría de las veces exactas, de rectificaciones de detalle que a veces pueden ser útiles, pero a la que le falta un “detalle” que tiene su importancia: la total inocencia de Dreyfus con relación a la acusación de traición que había pesado sobre él; en otras palabras, esta “verdad” de la que Zola proclamaba, en L'Aurore del 13 de enero de 1898, que estaba en camino y por la que acaba siendo necesario combatir.

Es cierto que no hay ningún historiador que haya reflexionado sobre la teoría y la práctica de su oficio que no comparta “el prejuicio según el cual el lenguaje del historiador podría ser expresado como totalmente transparente, al grado de dejar que hablen los hechos: como si bastara con eliminar los ornamentos de la prosa para acabar con las figuras de la poesía”.28 Pero si bien es verdad que el trabajo histórico exige una “rectificación sin fin”, la ficción, sobre todo cuando es deliberada, no por ello dejan de ser dos extremos que no se encuentran. El discurso revisionista es muestra de una reflexión teórica sobre la mentira tal y como se concibe desde Platón, no de un análisis del lenguaje histórico.

Claro que la sociología histórica también tiene algo que decir. He escrito que ese discurso era el de una secta, pero sucede que las sectas llegan a ser de Estado, aprovechando, por ejemplo, una gran conmoción social. Esto fue lo se produjo por ejemplo en octubre de 1917 en Rusia y desembocó, por vías que quizás eran resistibles, en el discurso histórico de tipo estaliniano del que las ediciones sucesivas de La historia del Partido Comunista de la URSS constituyen el modelo consumado.

Por lejos que puedan parecer actualmente del Estado las minúsculas sectas revisionistas que existen en Francia, en Alemania, en Italia, en Estados Unidos, no hacen más que prolongar y retomar , a nivel de burla, la tentativa auténtica de disimular el crimen a la que se consagraron los nazis durante toda la ejecución del crimen mismo, utilizando el lenguaje codificado del “tratamiento especial”, y más específicamente a partir de 1943, cuando bajo la presión de la derrota en el Este y después en el Oeste, quemaron los cadáveres y destruyeron sistemáticamente, primero en los mataderos de Polonia y después en Auschwitz, las armas del crimen. Crimen y mentira de Estado se dieron a la par en el seno del aparato de las SS, responsables simultáneamente de la atrocidad y del olvido de la misma.

El Estado nacional-socialista está muerto y ya sólo subsiste mediante fantasmas interpuestos; pero el ejemplo de la historiografía turca contemporánea, desde la gran masacre de los armenios en 1915, muestra que la denegación se puede instalar en el poder, y creer de este modo que mantiene la ficción de una historia nacional unificada y pura.

Pero volvamos a nuestra secta y al vínculo que hemos postulado entre el crimen y la denegación. Los “revisionistas” se propusieron negar el genocidio nazi en su totalidad, pero han hecho hincapié –se llamen Arthur Butz, Wilhelm Staglich, Robert Faurisson o Henri Roques– en la negación de las cámaras de gas como instrumento del exterminio. Son muchos los que no han entendido la importancia de la cuestión, en la medida en que las cámaras de gas constituyen algo específico, no solamente con relación al Gulag, lo cual es evidente, o con relación a otras fórmulas de terror de Estado, sino también con relación a todo el sistema concentracionario nazi, o incluso con relación a los asesinatos colectivos realizados por los Einsatzgruppen en la URSS. Entre la muerte por gas y la muerte por balas, y hasta la muerte por extenuación o por la acción del tifus exantemático, ¿hay diferencia de grado o diferencia de naturaleza?29 Mi respuesta personal es que hay diferencia de naturaleza. ¿Qué representan en efecto en el Estado ss las cámaras de gas? No sólo, o no esencialmente, la industrialización de la muerte, me refiero al empleo de técnicas industriales para matar y no para producir, como por lo demás se hacía al lado de los mataderos. Si los “hornos crematorios” de Auschwitz son instrumentos perfeccionados, las cámaras de gas son muestra únicamente de una técnica muy pobre. Lo esencial no reside en esto. Lo esencial es la negación del crimen en el seno del crimen mismo. El problema lo planteó muy bien una abogada alemana, Mme Hans Laternser, en el transcurso del proceso de Auschwitz (1963-1965).30 A partir del momento en que la orden era matar, los que seleccionaban –como se dice muy a menudo, como he llegado incluso a decirlo yo mismo–, no para separar a las personas aptas para el trabajo de las ineptas, sino para separar a los que se enviaba a reemplazar la fuerza de trabajo desaparecida de aquellos a los que se mataba de inmediato, no eran en realidad asesinos de judíos sino salvadores de judíos. Esta abogada expresaba a su manera una realidad: la difusión de la responsabilidad, la casi desaparición de la responsabilidad. ¿Quién es pues el que mata en Auschwitz? ¿Es el que pone las pastillas del Zyklon B en el opérculo que comunica con el interior de las cámaras de gas? En lo esencial, la conducción de las víctimas al salir de los trenes, la acción del desnudamiento, la limpieza de los cuerpos, su instalación en el crematorio, todo esto se hacía bajo el control de los SS, por supuesto, pero por intermedio de los miembros de los Sonderkommando, que eran los que en definitiva estaban en contacto directo con la muerte. El crimen hoy en día se puede negar solamente porque fue anónimo.

Es tiempo de concluir. Decía hace poco que la única gran obra histórica francesa sobre el tema que está en el origen de estas jornadas de estudios y de este volumen es la película de Claude Lanzmann, Shoah. ¿En qué cuestiona esta película al historiador? El propio Lanzmann lo pone de relieve: su planteamiento marca una ruptura con la tradición historiográfica. Lanzmann parte de Chelmno en diciembre de 1941 con la utilización de las cámaras de gas. Si el exterminio por gas tiene la importancia simbólica que yo le atribuyo, Lanzmann tiene razón en arrancar así.31 Pero el historiador está en tela de juicio porque el discurso histórico, sea el que sea, escapa difícilmente a lo que Spinoza llama la concatenatio, el encadenamiento de los efectos y de las causas. ¿Cómo no remontar el efecto de las cámaras de gas a los Einsatzgruppen y poco a poco a las leyes de exclusión, al antisemitismo alemán, a lo que separa y a lo que opone el antisemitismo de Hitler y el de Guillermo II, y así sucesivamente hasta el infinito? Así es como ha procedido, por ejemplo, Raul Hilberg en su admirable libro. Pero el discurso histórico es capaz de todas las tretas, comprendida la trampa principal que consiste en disimular que en Chelmno pasó algo nuevo. Porque las leyes de Nuremberg eran todavía leyes, como lo era el estatuto de Vichy, y los miembros de los Einsatzgrupen veían a los que mataban en el cara a cara terrible del verdugo y de la víctima. Pero la mayoría de los habitantes alemanes de Auschwitz no veían morir en las cámaras de gas a los judíos y los gitanos.

La segunda cuestión que plantea a los historiadores la película de Lanzmann tal vez sea aún más fundamental. Su tentativa tiene algo de locura: haber hecho una obra de historia allí donde sólo la memoria, una memoria de hoy, está llamada a testimoniar. Como dijo Michel Deguy: “Los actores son como los propios hijos de sí mismos, cada uno de ellos engendrado porque aquel que fue en su joven agonía.”32  

Antes de Shoah33 llegué a escribir que una de las cuestiones que se planteaban a los historiadores de hoy era introducir en la historia la enseñanza, cabe decirlo, de Marcel Proust, la búsqueda del tiempo perdido como tiempo perdido y recobrado simultáneamente.34 Esto es lo que ha realizado Lanzmann en esta película en la que se nos presenta un solo documento, pero en la que todo descansa en las preguntas que él plantea hoy a sus testigos y en las respuestas que ellos le dan. Y sé bien que detrás de cada una de estas preguntas se encuentra toda la historiografía de la Shoah, que Lanzmann conoce tan bien como un historiador de oficio.

Entre el tiempo perdido y el tiempo recuperado está la obra de arte, y la prueba a la que Shoah somete al historiador es esta obligación que el historiador tiene de ser a la vez un erudito y un artista, con lo que pierde, irremediablemente, una fracción de esta verdad que él persigue.

 

©Les Temps Modernes, núm. 507, octubre 1988 .

Traducción de Isabel Vericat

 

Notas

 

1 He realizado muy pocas modificaciones a la exposición que presenté en la Sorbona y he conservado en parte su tono oral. Para más detalles sobre los temas abordados aquí, me permito remitir a mi libro Les Assassins de la Mémoire, La Découverte, París, 1987.

2 Cf. Les Assassins ..., p. 134.

3 Tucídides, III , 82-83; cito la traducción de R. Weil ( Belles Lettres ).

4 Literalmente: “y aún más allá”.

5 Se trata de una de las palabras más importantes del vocabulario político griego, cuyo sentido oscila entre conflicto interno y revolución violenta. Nicole Loraux prepara una obra general sobre la stasis y en los últimos años ha multiplicado los trabajos de acercamiento. Véase también H.J. Gehrke, Stasis, Beck, Munich, 1985.

6 Tucídides, IV, 80, 1-4; un joven investigador, M. Roger-Vasselin, prepara un estudio minucioso sobre este texto extraño y relativamente desatendido; véase provisionalmente Les Assassins ..., pp. 134-138.

7 La fecha en realidad se desconoce y puede ser que se trate de un episodio muy anterior que Tucídides cita a modo de ejemplo. La fecha de 424 es la que se da con más frecuencia y sin la menor vacilación, por ejemplo en el caso de g.em . de Ste Croix, The Origins of the Peloponnesian War , Londres, Duckworth, 1972, p. 93.

8 El libro III termina con una erupción del Etna: el vínculo entre la guerra del Peloponeso y las grandes catástrofes naturales se establece muy explícitamente en I, 23.

9 Tucídides, III , 82, 2.

10 A lo que nos ayudará enormemente un libro todavía inédito de Jen Ducat sobre Les Hilotes de Sparte , que he podido leer en manuscrito.

11 Remitimos también al estudio de M.R . Marrus: “The History of the Holocaust: A Survey of Recent Literature”, Journal of Modern History , 59, 1 (marzo 1987), pp. 114-160.

12 L'Allemagne nazie et le génocide juif , París, Seuil-Gallimard, 1985.

13 El último intento de historia directa y sintética que conozco, el libro de Arno J. Mayer Why did the Heavens not Darken, The “Final Solution” in History (que se publicará en Pantheon Books, Nueva York) es, como es debido, un relato y un balance interpretativo a la vez.

14 Por Olga Wormser-Migot (París, PUF , 1968).

15 La traducción francesa, La Destruction des Juifs d'Europe , fue publicada después de la tercera edición norteamericana (1985) con algunos complementos en Fayard, París, 1988.

16 Conferencia sobre Jewish Social Studies, Nueva York y Filadelfia, 1980.

17 Op. cit , Cap. VII: “Conceiving operation Barbarosa. Conquest and Crusade.”

18 Cf. su artículo de Le Monde, 25 febrero 1972, y la conclusión de su libro: The Themes of Nazi Concentration Camps in French Literature, Mouton, París y La Haya, 1973.

19 Seuil, París, 1987; no estoy siempre de acuerdo con este libro, ni en los detalles (rechazo por ejemplo el juicio que expresa sobre Shoah , p. 253) ni en el fondo, es decir, en el corte cronológico, pero no veo cómo recusar la cuestión que plantea.

20 M.R. Marrus y R.O. Paxton, Vichy et les Juifs , París, col. Diaspora, Calmann-Lévy, 1981; S. Klarsfeld, Vichy-Auschwitz, I y II, París, Fayard, 1983-1986.

21 Dossier sobre este caso en Le Mouvement Social, enero-marzo 1982, pp. 101-102.

22 Para saborear este adagio conviene recordar que los dos últimos volúmenes de la Géographie Universelle, gran empresa del periodo entreguerras, publicados en 1948 y dedicados a Francia por Albert Demangeon, geógrafo célebre y suegro de Aimé Perpillou, reflejaban la situación del país en 1939, lo cual suscitó numerosas protestas.

23 Véase la protesta de Arno J. Mayer en el “prefacio personal” que publicó a su última obra.

24 Contrariamente al coloquio de 1982, en el que se me encargó la presentación de las “tesis sobre el revisionismo” que se pueden volver a encontrar con algunas modificaciones de detalle en Les Assassins de la mémoire , pp. 108-133.

25 Pierre Pachet, La Quinzaine Littéraire , 1-15 de noviembre 1987.

26 H. Dutrit-Crozon, Précis de l'Affaire Dreyfus, avec un répertoire analytique , Nouvelle Librairie nationale, París, 1909; esta obra sucede a una “revisión” de la Histoire de l'Affaire Dreyfus de Joseph Reinach.

27 Un aspecto que ha sido puesto de relieve por Francois Hartog en su seminario en la EHESS .

28 Paul Ricoeur, Temps et récit , III, Le Temps raconté , París, Seuil, 1985, p. 225.

29 Diferencia de grado, responde Arno J. Mayer, op. cit ., p. 358, y en este punto me deslindo de él.

30 H. Laternser, Die andere seite im Auschwitz-Prozess 1963-1965. Reden eines Verteidigers , Stuttgart, Seewald, 1966, pp. 185-186.

31 A partir de un análisis totalmente diferente, Arno J. Mayer ve también en el fin de 1941, el fracaso ante Moscú, un giro decisivo de la guerra, giro que permitió el “judeocidio”.

32 Michel Deguy, “Au sujet de Shoah ”, Les Conférences du perroquet (14 de enero 1988), cf. Une oeuvre après Auschwitz , p. 30.

33 En mi prefacio al libro de Marek Edelman y Hanna Krall, Mémoires du ghetto de Varsovie , París, Éditions du Scribe, 1983, tal como fue desarrollado en italiano, Gli ebrei, la memoria e il presente, Roma, Editori Rivniti, 1985, p. 96.

34 El problema lo plantea en sentido inverso P. Ricoeur, op. cit .,III, pp. 184-202.


Pierre Vidal-Naquet, “La prueba del historiador, reflexiones de un historiador general”, Fractal nº 34, julio-septiembre, 2004, año IX, volumen IX, pp. 115-128.