FRANCISCO SEGOVIA
"¡No puedo quedarme callado!" Notas sobre Tolstoi y las dos leyes
¿Cuál amor... el amor... que consagra el matrimonio?
—Tolstoi, La Sonata a Kreutzer
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FRANCISCO SEGOVIA "¡No puedo quedarme callado!" Notas sobre Tolstoi y las dos leyes ¿Cuál amor... el amor... que consagra el matrimonio? —Tolstoi, La Sonata a Kreutzer |
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Cada año, para celebrar el cumpleaños de León Tolstoi, se celebra una reunión internacional de escritores en Yásnaia Poliana, la antigua hacienda del Conde, cercana a Tula, en Rusia. Las distintas mesas redondas que ahí tienen lugar, a lo largo de una semana, se centran especialmente en la vida y obra del gran escritor ruso y son atendidas por especialistas. Pero algunas invitan a los no especialistas a abordar por cuenta propia algún tema tratado por el gran maestro. En 2005, una de tales mesas llevará por título el de uno de sus ensayos más famosos: “¡No puedo quedarme callado!”. Para ella escribió Francisco Segovia una versión más corta y ligera del texto que publicamos a continuación.
La lógica que aprendíamos en las escuelas de México, en la que Sócrates brillaba mortalmente, no fue la que estudió el protagonista de La muerte de Iván Ílich . Para él, que memorizó los silogismos según Kizevérter, la mortalidad encarnaba en Cayo, no en Sócrates, y de una forma más escueta que en la nuestra: “Cayo es hombre, los hombres son mortales, luego Cayo es mortal”... Qué distinta esta enunciación de la que recitábamos nosotros: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre; luego Sócrates es mortal”. No niego que el valor del silogismo sea independiente de la forma en que se enuncia, pero el Cayo de Kizevérter –por más que fuese César– me parece a mí un personaje más común y corriente que Sócrates. Cayos hay muchos, mientras que Sócrates no tiene tocayos. Por eso Cayo me resulta más ad hoc para el silogismo, pues, si se trata de que todos los hombres somos iguales, habrá que reconocer que los hombres en general somos más iguales a Cayo que al famoso y señalado Sócrates, de tan triste fin... Es quizá este señalamiento, con su triste fin, lo que nos deja la sensación de que Sócrates es más un hombre que Cayo. Porque aun concediendo que Cayo es también un hombre, es uno del montón, indistinguible de los otros Cayos y Pedros y Migueles. Después de todo ¿a quién le importa quién es ese Cayo, si tuvo alguna vez una madre, un hermano, un hijo; o si alguien lloró el día en que murió, como mueren todos los hombres, “junto con el montón y el rebaño”, como decía Mandelshtám? Sócrates redimido en el panteón de la historia; Cayo condenado a la fosa común del olvido... Éste es el tono de las reflexiones de Iván Ílich en su lecho de muerte. Rebasan con mucho la rígida frialdad del silogismo y lo conducen a encontrar algo que no sé si es de verdad una respuesta a sus inquisiciones o la mera irrupción de una trágica evidencia: no es lo peor que todos seamos mortales. Lo peor es que todos somos Cayo. Cayo, no Sócrates. Aunque… ¿No podría ser al revés? Pensándolo con Tolstoi -y no con Iván Ílich-, es posible imaginar que Cayo haya conocido una felicidad que sin duda se le negó a Sócrates. Una felicidad anónima y común, pero honrada y sincera. Lo digo porque a este Cayo anónimo le cuadra bien el no tener una historia digna de mención, de donde es fácil inferir que tal vez pudo ser dichoso. Esto, claro, si es verdad la proposición con que comienza Anna Karénina: “Las familias felices son todas parecidas; cada familia desgraciada es desgraciada a su manera”. Dicho de otro modo: las familias felices no tienen historia; sólo la tienen las desdichadas. La felicidad es un anonimato paradisiaco y atemporal. La desdicha es el señalamiento, la historia, este valle de lágrimas... Cayo feliz, Sócrates histórico...
Hay una suerte de Evangelio según Borges cuyo primer versículo dice: “Felices los felices”. No creo que la probable ironía de esta sentencia logre doblegar del todo su palmaria verdad, la evidencia de ese anhelo ancestral con que algunos hombres persiguen una vida sin señalamientos, sencilla y feliz; una vida campestre o rural –si nuestros sueños no toleran ya la antigua imagen del Jardín del Edén– pero en cualquier caso sin tragedia: una vida sin la tragedia de la historia, sin la tragedia de la política... Este parece ser el sueño de Tolstoi. Visto a la luz del famoso libro de George Steiner, Tolstoi o Dostoievski, se nos muestra como una diatriba contra la “falsa representación”; como desprecio del mundo que nos propone el drama y defensa del que nos ofrece la épica. Homero contra Shakespeare, según lo ponía el mismo Tolstoi. Pero también el mito contra la historia -o, como lo hubiera dicho Hegel, “una totalidad de objetos” (la unidad de lo que hay) contra “una totalidad de la acción” (la unidad de lo que ocurre). “La quietud de la universalidad simple” contra “la inquietud de la vida contingente”... A nadie se le escapará que en esta visión la épica es conservadora e invoca ideales eternos, mientras que el drama es revolucionario y apela al realismo; que el drama representa puntualmente (hoy, hoy, hoy) la tragedia que la historia echa a andar, y que la épica en cambio pinta la imagen de lo que el hombre es siempre, aun en los momentos en que lo revuelca la ola enorme de la historia... ¿Son inconciliables estos dos puntos de vista? Lo dudo. Y lo dudo porque en principio no veo que el mundo gobernado por la épica se quede ocioso cuando se defiende del drama de la historia. Por más que sea cierto que “sólo es inocente el no obrar” –como dice Hegel–, el héroe épico no podría sustraerse de la acción sin perder su esencia, que es cuando menos trasunto de inocencia. No son los actos concretos del héroe, realizados en el puño del destino, lo que “apunta a la quietud de la universalidad simple”. Es el sentido general de estos actos lo que aspira a tal quietud. En su libro más famoso, Mímesis, dice Erich Auerbach que el estilo homérico apunta siempre a “un presente puro, sin perspectiva”, aun cuando “tantas veces marcha hacia atrás o hacia adelante”. Así, la defensa de lo que no cambia (o no debe cambiar) puede implicar un llamado a la acción tan urgente como el que incita al cambio y al progreso, aun cuando no implique una perspectiva; o cuando, antes que hacerse en vistas al futuro, se haga en pos de una restauración del pasado. Pienso en la no-resistencia a la que llamaba Tolstoi, pero también en Emiliano Zapata y el sueño milenario que anidaba en el alma de sus huestes campesinas: restaurar un orden perdido y nebuloso; un orden cuya existencia no consta en los libros de historia, pero que ha constado siempre en la imaginación campesina. El llamado a la rebelión es siempre un llamado a la justicia, pero la justicia puede ser un tesoro enterrado en el pasado, como para Zapata, o en el futuro, como para los ejércitos revolucionarios que no defendían ideales campesinos... Zapata épico, Villa dramático...
Zapata y los zapatistas de ayer –pero también los de hoy– son tolstoianos en este sentido: buscan su justicia en la épica, no en el drama. La buscan como se busca algo que se ha perdido pero es , está , no como algo que sólo se realiza en el despliegue de la historia. Para ellos la justicia no es inédita ni novedosa: existió alguna vez –in illo tempore, míticamente–, pero fue corrompida por la actualidad del poder, por el drama (la acción) de la política. Esta postura puede parecerle ingenua a un progresista como Hegel –cosa de cazadores y agricultores, capaces sólo de narrar exteriormente la aventura del mundo (en un poema), y no de representársela de bulto a sí mismos como experiencia propia (en un drama)–, pero no deja de ser una forma de afirmar la soberanía de la justicia. Para estos campesinos “reaccionarios”, la justicia no queda jamás librada simplemente a las veleidosas manos de la historia. La valoración heroica del orden social supone a los hombres capaces de vivir y conservar su justicia, sí, o de malbaratarla en intereses mezquinos, pero no de crearla. La justicia es paganamente inmanente o cristianamente divina, pero no es “invento” de la historia. Forma parte de esa “totalidad de los objetos” eterna e inamovible que define el mundo de la épica, no de esa “totalidad de la acción” que señala la aventura de la historia... La admiración de Tolstoi por el mundo de Homero, y su decidida oposición al de Shakespeare, se debe sin duda a que para los héroes homéricos la justicia es el sentido del hombre -y acaso todo y su único sentido-, pero está más allá de sus poderes, y los precede. Y justamente por eso, porque está más allá de sus poderes, el hombre no puede nunca corromperla tanto como para no poder al cabo recobrarla. Puede verse ahí el sentido de su creencia: para el creyente, el Paraíso no se entiende si no es porque ha sido perdido para ser recuperado . Ni Tolstoi ni Zapata concebían la justicia como algo que nos damos los hombres unos a los otros sino como algo santo, eterno y sagrado. Los hombres no podemos darnos de veras la justicia sino sólo quitárnosla. Porque los hombres no hacemos más que administrar bien o mal ese tesoro que no es nunca cabalmente nuestro; que no es nunca obra nuestra sino siempre, tan sólo, nuestra responsabilidad ...
A la justicia que yace soterrada y sin enunciación formal en un sistema legal, Hölderlin la llamó “la ley de los muertos”. Ésta es la ley que ampara a Antígona al enterrar a su hermano, violando las leyes civiles de Tebas, y ésta es la ley que ella misma invoca en su defensa ante el rey Creón. La de Creón, en cambio, es “la ley de los vivos”, una ley expresa (“histórica” en el sentido técnico del término; es decir, escrita); una ley que ha sido formulada en un código y que por eso mismo puede ser tomada literalmente , al pie de la letra, aun cuando así se traicione el espíritu en que ella misma tiene su fundamento. Aristóteles vio el conflicto de estas dos leyes antes que Hölderlin. En su Retórica dice que Antígona representa la “ley general”, que se enfrenta a la “ley particular” defendida por Creón:
Hegel también distingue estas dos leyes, a las que llama “divina” y “humana”. Pero –a diferencia de Aristóteles y Hölderlin– no se aviene a justificar la primacía de la primera sobre la segunda, pues seguramente veía en la “ley divina” una fuerza reaccionaria. En la Fenomenología del espíritu , la “ley de los muertos” de Hölderlin se convierte en una “potencia tenebrosa”, pues para Hegel Antígona representa a la familia contra el Estado, a “los penates [que] se enfrentan al espíritu universal”. Los penates, es decir, esos espíritus domésticos, enemigos de la historia, que adoran las almas simples. A Hegel no podía ocurrírsele algo que más tarde se le ocurriría a Mandelshtám: que pudiera haber un nexo entre la lengua natural y la ley natural, pues también ésta se establece sin consenso ni pacto mutuo. En cambio, bien pudo haber visto en la intuición de la ley natural (“que todos en cierto modo adivinamos”) una muestra más de las supersticiones campesinas. Pero ¿no era acaso esa intuición lo que mejor convocaba la extraña religiosidad de Tolstoi? Tolstoi volvía a Aristóteles y Hölderlin cuando reprochaba a las instituciones eclesiásticas su desapego de las enseñanzas de Cristo. Así lo dice en un ensayo titulado “En lo que creo”:
Se oye aquí un eco de Aristóteles y Hölderlin, pero el tono de la voz es muy distinto. Éste es el reclamo del moralista, y no por certero deja de ocupar la airada tribuna del profeta, el púlpito desde el que se adoctrina a los neófitos, ese sitio del que recelan casi siempre los poetas, entregados más bien a los murmullos que se escuchan “a oscuras y en celada”, en intimidad con los muertos. Un murmullo, en cualquier caso, que para todo Estado y toda doctrina positiva resulta bastante siniestro, pues para ellos toda intimidad es un trato en el otro mundo, un acto clandestino, una conspiración.
Pero hay justicia –o cuando menos justicia poética– y el rey Creón habrá de sentir en carne propia la feroz quemadura de su traición a “la ley de los muertos”. Por amor a Antígona y amor a la justicia, su hijo Hemón se quita la vida en la misma cueva donde los tebanos han abandonado a Antígona a su muerte... Esta especie de venganza del destino no es un simple añadido justiciero. Es el pathos que le muestra al rey, por encima de su ethos , la fuerza de “la ley de los muertos”: Hemón es su hijo antes de ser un ciudadano. Lo es, diría Aristóteles, naturalmente. Por eso Creón sufre. Y “porque sufrimos –dice Sófocles– reconocemos haber obrado mal”. Qué hueca debió de parecerle entonces a Creón su atingencia con “la ley de los vivos”, qué literal: un mero formulismo vacío de sentido. A esta hipocresía de los defensores de la ley alude Tolstoi en su Comentario a La sonata a Kreutzer , donde dice:
Los fariseos son aquí quienes defienden a ultranza el imperio de la ley, aun cuando con ello violen su sentido y aun cuando “la letra” atropelle “el espíritu”. Así, los fariseos esgrimen “el apego irrestricto al código legal” para mantener chantajeada a la sociedad, o para justificar su represión (¿o no apelaban también a sus leyes Franco y Pinochet?). Pero el asunto no tiene por qué ser siempre así de grave. También es fariseo, por ejemplo, un juez que actúa como si el contrato matrimonial no sancionara sólo la unión de una pareja sino también su amor… Cuando esto ocurre, cuando el amor y la justicia se ven atropellados por el matrimonio y el código legal, cuando la política arrasa lo político, el orden social se desmorona. Y entonces hasta los muertos se levantan...
El levantamiento de los muertos puebla las novelas rusas desde los años 40 del siglo XIX, y permea de cabo a rabo las obras de Tolstoi. “Desde Las almas muertas hasta Resurrección –dice George Steiner– (y la imagen primaria está implícita en la mera yuxtaposición de estos dos títulos) la literatura rusa refleja la venida del apocalipsis”. Los muertos de estas novelas son el preludio de la revolución de 1917. Puede ser que esta imagen se ajuste bien a la percepción que Europa y los Estados Unidos tienen de la revolución rusa, pero a los mexicanos nos resulta quizá demasiado nítida y optimista, como si en ella se aceptase buenamente que la revolución de veras puso fin a lo que había y renovó la escena por completo. Los mexicanos sólo podríamos aceptar esta imagen con una pizca de sal, con esa especie de recelo campesino que nos previene contra la ciega fe en el progreso de la historia. Quizá porque éste es nuestro pathos. Un pathos trágico, si se quiere, pero en todo caso trágico al modo de la épica, no al modo del drama, y ni siquiera de la tragedia misma. Después de todo, los muertos por excelencia de la literatura mexicana son los habitantes de Comala, el pueblo donde Rulfo entreoyó los murmullos que se cuelan de las tumbas de nuestros muertos después de la revolución de 1910, no antes. La novela y los cuentos de Rulfo no parecen intuir un apocalipsis ni una posterior resurrección, a lo Tolstoi. Muestran al mundo campesino en una suerte de muerte eterna–o, por decirlo con el título del poema de Gorostiza, los muestran en una “muerte sin fin”– en la que no cabe hacerse ilusiones sobre el futuro. Los campesinos de Rulfo no se sublevan –o sólo se sublevan “naturalmente”, como parte de un orden cósmico que les impone la violencia y la rebelión. No se levantan a crear el futuro sino que musitan su queja desde un infierno donde lo normal no es la justicia sino la injusticia; desde un infierno que es este mundo, donde se pasan la vida eternamente más muertos que los muertos. En este aspecto, la literatura de Rulfo es típica de México, donde parece dominar el tono de la desesperanza, interrumpido a veces por un sarcasmo macabro o, más raramente, por el relajo festivo de la parodia y la autoparodia. De La visión de los vencidos a La muerte de Artemio Cruz, todo es una “muerte sin fin” –sin término, sin finalidad. Pero es quizá su misma desilusión lo que mejor se opone a aquello que la engendra; es decir, lo que se opone a la desilusión no por vía de la ilusión sino por vía del reflejo. Me explico. Lenin veía en Tolstoi “un espejo de la revolución rusa”. Pero Tolstoi veía en sí mismo a un profeta. Lo primero vale sobre todo para las novelas, en las que Lenin leía un retrato de la realidad rusa. Lo segundo, en cambio, vale sobre todo para el hombre, y muy particularmente para el viejo. La vida de Tolstoi es la de un progresivo encono de la ética contra la estética; la de una transformación del novelista en profeta. Por eso puedo suponer que él mismo sospechó alguna vez que el mundo implícito en sus novelas iba dejando poco a poco de corresponderse con el mundo que sus ensayos explicitaban, y me imagino que se alegró de ello como quien se alegra de ir remplazando una “falsa representación” por una verdadera, el teatro por la épica y, finalmente, el arte por la verdad... Lo contrario de Dostoievski, pues, que no se cansaba de pregonar que prefería creer en Dios que en la verdad... En cambio, me cuesta suponer que Tolstoi haya siquiera sospechado que la vehemencia con que exponía sus ideas en el cuerpo de sus novelas provocaría hastío en muchos de sus lectores, seguida de una displicente crítica a su didactismo. ¿Cómo iba él a creer que alguien querría saltarse las páginas “filosóficas” de sus novelas, si era justo esa “filosofía” lo que las suscitaba?... Hegel se habría burlado sin piedad: ¡Un campesino pensando! ¡Una revolución sin progreso! Pero Tolstoi hubiera respondido estentórea-mente, alzando la Biblia en la mano. Nada de eso hay en México. Si la literatura mexicana puede acaso verse como espejo de la realidad social, no puede en cambio verse en ella ningún portento de cólera profética comparable a la de Tolstoi. Ni siquiera en Vasconcelos. Pero esta falta de radicalismo, que hace treinta años solía verse como una cobardía complaciente, parece hoy una forma de resistencia. No de militancia revolucionaria: de resistencia. No de asalto al poder o de connivencia con él: de resistencia... En los términos de Tolstoi esto es más bien una no-resistencia; es decir, una forma de resistir que renuncia a la violencia. No por eso deja de ser resistencia, claro, aunque a los ojos de quienes defienden el orden legal por encima de la legitimidad resulte ingenua, “romántica”, “idealista” –por más que fuese un romántico como Hegel quien mejor la fustigara. Una resistencia que aparece y reaparece tenazmente aquí y allá a lo largo de los siglos; la que ilustra la negativa de Zapata a sentarse en la silla presidencial cuando sus tropas y las de Villa entraron a la Ciudad de México (y Villa se sentó en la silla); la que desplegaron hace poco en la Ciudad de México un millón de capitalinos que veían en la intención del Gobierno Federal de desaforar a su Jefe de Gobierno un uso ilegítimo de la legalidad; la que muestran los grupos que exigen al gobierno una explicación por su incompetencia (o su complicidad) en los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez; la que piden desesperadamente a la sociedad civil los zapatistas de Chiapas; la de los que ven en la sociedad algo más que un sistema de satisfactores y piden educación ahí donde el Estado sólo ofrece “desarrollo de técnicas y capacidades”; la resistencia, en suma, de quienes ven en “la ley de los muertos” y en “la totalidad de los objetos” una forma de no caer en el viejo cepo del poder y se niegan a entregar al monopolio de la política el ámbito de lo político; la que se fía, en suma, de la res publica frente al embate de la cosa nostra en que los políticos han pervertido el orden legal...
Los muertos de la literatura mexicana siguen hablando después de la Revolución. ¿Puede verse esto como el anuncio de un nuevo apocalipsis? No faltará quien lea supersticiosamente los signos y suponga que, si hubo una revolución en México en 1810 , y otra el 1910 ¿por qué no una más en 2010 (o en 2012, que es la fecha en que termina el tiempo para el calendario maya)? Pero no hace falta ponerse tan esotérico para vislumbrar lo ominoso de estos signos. Echemos un ojo tan sólo a la justicia en su aspecto más formal; esto es, a la justicia que administra la Procuraduría Federal de Justicia, y preguntemos: ¿quién asesinó a Colosio, quién al cardenal Posadas, quién a Digna Ochoa, a Ruiz Massieu?; ¿quién masacró a los campesinos de Aguas Blancas y de Acteal?; ¿quien asesinó y sigue asesinando a las mujeres de Ciudad Juárez?; ¿por qué la Suprema Corte de Justicia de la Nación exculpa a los responsables de las matanzas del 2 de octubre y el 10 de junio, declarando que esos asuntos no son importantes para el país?... En los pueblos de México la gente ha comenzado a hacerse justicia por propia mano. ¿Tendremos el cinismo de decir que se trata otra vez de los penates, que quieren arrasar con el espíritu universal? ¿Volveremos a prometer que aplicaremos todo el peso de la ley cuando lo que se nos pide a gritos es justicia?... ¿Es que hacen falta más señas? ¿Es que no se adivina nada ahí?...
Al final, la justicia prevalecerá, nos dicen Tolstoi y los zapatistas. Y no hace falta compartir su optimismo para ver que hay en esto algo de verdad: los spots publicitarios de las campañas políticas pasarán, se callarán; seguirán susurrando en cambio los muertos de Comala... Es así como Pedro Páramo resiste al monopolio de la política. Y lo hace sin siquiera proponérselo, sin declararlo ni convertirlo en propiedad de la política, porque su asunto es muy otro: lo político. Lo hace por el simple hecho de ser cultura según esa acepción en que la cultura no es lo contrario de la incultura o de la ignorancia sino de la política; cultura que se resiste “naturalmente” al “imperio de la ley”, como el amor se resiste a reducirse al matrimonio. Por eso tiene sentido la pregunta de Pozdnyshev en La sonata a Kreutzer: “¿Cuál amor... el amor... que consagra el matrimonio?”. Sí, ese amor, cuando en efecto el matrimonio lo consagra, pero también cuando no lo consagra el matrimonio, pues sigue siendo amor aunque sea ilegal; ese amor, cuando representa “la ley de los muertos” frente a “la ley de los vivos”, lo que hay frente a lo que sucede, y la vida frente a la muerte (porque la muerte existe en verdad para todo aquel que mira a otro fuera de sí, aunque no exista ya para Iván Ílich, cuyas últimas palabras dicen: “y la muerte ya no existe”)... Ese amor, sí, que resiste al drama de la política como la justicia resiste al chantaje de las leyes y a la violencia del poder. Ese amor y esa justicia, en suma, que hacen hablar a los muertos, que no los abandonan a la inercia de lo inerte y a ser nomás –como dice Hegel– “la sombra irreal que se borra”, sin redención en el mundo del espíritu, en el mundo del sentido. Ese amor y esa justicia que por amor y por justicia no los dejan quedarse callados.
Francisco Segovia, “¡No puedo quedarme callado!” Notas sobre Tolstoi y las dos leyes, Fractal nº 34, julio-septiembre, 2004, año IX, volumen IX, pp. 11-24. |