MICHEL DEGUY
Una obra después de Auschwitz 

 

 

 

1988

 

Fue el verano pasado, junto con miles de otros en los que ahora pienso como amigos, cuando vi la película de Claude Lanzmann Shoah, con discontinuidad y, después, con continuidad. Se me ocurrió de inmediato que esta obra nos exigía un cuidado infinito. Memoria, memorial, su paciencia extrema esperaba, y espera, que la soportáramos, con el soporte del pensamiento. Lo que Henry Corbin llama nuestro amor, cuando dice que “todo lo que los indiferentes denominan el pasado queda por venir en proporción de nuestro amor, que es la fuente del porvenir. Hay que tener la valentía de su amor”.

 

Esta obra nos espera con la contención de las obras que se pueden pasar de largo, porque se mantiene al borde de nuestras calles, en un “cine”, o al filo de nuestros días, “en la televisión”, y deja que recorramos los recorridos de nuestros ajetreos, pero con la insistencia silenciosa enorme de un rostro con el que puede ser que no nos crucemos, pero que nos mira.
Francois Furet decía: “El nazismo constituye, todavía 40 años después de su caída, una especie de enigma para la razón histórica”; y Lanzmann: “Shoah sigue siendo en muchos aspectos opaca y misteriosa.” Hasta el vocablo “Shoah” se ha convertido en ese nombre, opaco y misterioso, que se ha introducido en nuestras conversaciones, nuestros susurros, nuestras meditaciones, nuestras alusiones, como un huésped sombrío al que ya no se olvidará en la casa, cuyo nombre de pila murmuramos recuperado, vocablo tan cercano en francés al que se pronuncia para amortiguar el ruido, parecido a esta aparición en la película de Simon Srebnik, silencioso y sonriente en Chelmno, en la provincia polaca.
Si me detengo en el umbral de la consideración como excusándome, casi como una plegaria, es porque hay algo violentamente contradictorio –más aún en este caso que de costumbre– entre el pudor y la sobre-exposición que se requiere al que habla (¡y más aquí!). Tal vez no tendría que haber una conferencia sobre Shoah, y la temeridad de hablar –no sin fallas– a propósito de la película en lugar de su autor me cortaría la palabra que es menester que tome con una inquietud imposible de apaciguar.

 

Una película

 

Lo que ordinariamente se llaman “las imágenes”, esta causa materialis del cine y del audiovisual en general, esta materia visible de lo fílmico, aplaca la sed ardiente de ver, de reconocer la extensión infinita de lo perceptible: “¡Más, más!”. Como un enfermo con fiebre y atiborrado por el gota a gota entre almohadas, nuestra febril, infantil, danaidiana libido videndi, nuestra “curiosidad”, según sentencian los moralistas, la boca del ojo que tiembla en la percepción, aquí se arrellana en la butaca de platea con la cabeza entre las manos de la niñera... “Mira, mira todo lo que puedas”... Y la sucesión de imágenes deja estupefacto, clava al espectador, al amante de película en perfusión cinefílica; al grado que se corre el riesgo de “sólo ver esto” en el cine, a saber, que atiborra de visible al beneficiario que es el ente óptico encadenado en su caverna.
Y esta gran comilona, cuyo autorretrato fue la película así titulada, esta iconografía que cien cadenas televisivas reactivarán más que apaciguarán, pone de manifiesto, quitando casi todo su tiempo a la lectura, revela, repito, lo que hay de fanopéico, de imaginario en el sentido trivial, precisamente también en la lectura. Esta sed de evasión que la novela como sucedáneo satisface, corresponde, para alimentarla, a esa necesidad de ver cada vez más lo visible en lo visible, de “visionar” el espesor visible de lo visto, de sumergirse en la materia de visibilidad del menor espectáculo, de dejarse revolcar con los ojos en la carne del mundo. Lo percibido se abre por esencia cada vez a más ojeadas. Eros está allí siempre inmiscuido, con su pasión, o pulsión si prefiere, de deslizarse por todas las rajas, pliegues, miradas, frunces, escondrijos, grietas, por cualquier desnudez de la carne de lo visible para abrir paso en ella a la imaginación impaciente, impaciente de imaginar lo peor o lo más preciado, el tesoro, que son sus correlatos esenciales. Ante esta voracidad, lo visible coquetea y retrocede cada vez más, con su densidad de oculto que no tiene nada que ocultar, que lo que pide es descubrirse. Ahora bien, una “gran” película –y este es el secreto de la obra que procuramos entender– aparenta seducir a esta imaginación; pero embaucándola, trata de despertar en el espectador una atención que sobrepase las imágenes ahítas y en vilo por lo que, entre las imágenes, junto a las imágenes –cuya trama no implica, sin embargo, ninguna laguna–, no es imaginable; ¿en qué escondite entonces, para qué otra imaginación, para qué pensamiento en el reverso del inexpugnable recinto de lo visible? La obra, que aquí nosotros aligeramos con el nombre de obra maestra, una “gran película”, acapara, cuida, absorbe, moviliza, atrae, seduce, “fija” en el sentido estratégico, y reactiva este enorme potencial de curiosidad escópica por lo “imaginario”. Y por esto nos libera para la otra parte. ¿Cuál?
Lo interesante en una película, un cierto amaneramiento, no consiste en agregar vistas a las vistas, en atiborrar el ojo, este ojo en demasía que hasta cerrado “visiona”, sino en dar algo al pensamiento; no un concepto, sino algo de algos; lo que la poética en su reflexión llama un acercamiento, hecho de cosas pero no reducidas a su limitación yuxtapuesta, a la aposición de sus bordes separados, sino a su como-unidad; en suma, en darle al pensamiento no abstracto, darle la relación entre lo percibido, darle el entre, el estar-juntos, una unidad múltiple no asociativa; una “imagen”, sin duda, pero esta vez en el sentido de una intuición de la manera de ser una-cosa-con-la-otra y una-por-la otra que no sea la suma de sus partes objetales una junto a la otra. Aparece el ser junto del conjunto.
Tal vez todo sea visible, pero la totalidad no lo es. Quiero decir: cómo “representar el mundo”, puesto que el mundo no está dado como un ente entre los entes, sino con las cosas en sí. El mundo puede hacer mundo por dondequiera, por doquier. El todo, bajo diferentes especies de diminutivos que valen-por-el-todo, es una mediación para los acercamientos. Es su mediación la que confiere carácter simbólico a las “partes”, y es en tanto que partes-del-todo cómo las partes son abordables. El arte se juega el todo por el todo; y lo invisible, que no está hecho de visibilidad sustraída provisionalmente a la mirada, ni de sobre-naturalidad para contemplar en una supervivencia en otro mundo, sino de pensamiento figurado, que a su vez se figura en “el otro lado del espejo”, esta fábula lo es sólo porque no se puede tomar al pie de la letra.
Lo decible abre una solución en la terrible continuidad de lo visible; los dos se revuelcan juntos hasta la negrura del sueño, se enlazan y se baten en los sueños o en la falta opaca de sueños. Lo decible se interrumpe.
En Shoah, la voraz curiosidad de cosas vistas –que una película cree saciar o que, si es una verdadera obra, finge alimentar– es decepcionada porque la gran no-cosa a ver de la que se dice lo indecible, no solamente no está “presente” en lo visible, en ese templo de “la profundidad de campo” que perfila, reabre, abre la cámara que vuelve “en directo” a los lugares, sino que de nuevo es casi imaginable en ausencia por unos cuantas huellas recubiertas y que podrían pasar por vestigios de otras cosas diferentes a aquellas de las que se habla.
Esto no estuvo presente, sino como eufemismo y abstracción en los que concibieron y ordenaron el genocidio, agobiante rutina de tortura para los verdugos ejecutores y aniquilación “individual” para las víctimas incrédulas.
Sólo una profecía puede ver esta no-cosa que quiso hacerse objeto, “el aniquilamiento de un pueblo”. Shoah transforma la desaparición en profecía de lo que fue. El sin precedente que nos precede ha desaparecido, dejando testigos a quienes hay que persuadir de que es de esto de lo que fueron testigos; transformar lo increíble en el ser-de-lo-que-fue, en esencia, que no es abstracción sino sentido.

El rostro

¿Qué muestra la “película” en lugar de lo aniquilado? Los rostros. El rostro es algo extraño visible. Es la única área de lo visible que tiene aire de decir, parece que dice, que sugiere: “quiere decir”. A diferencia de todo lo otro visible, es expresivo, parecido a esos labios de moribundo en los que se trata de escuchar “las últimas palabras”; da lugar a interpretación, a lectura. De la fisonomía y de los ojos se dice que “hablan”, sin embargo nunca dicen nada; hacen como que dicen.
Y su casi palabra, su “testimonio mudo” es tanto más frágil, está tanto más amenazado de no-ser (refutable, desdeñable, lamentable, incierto) cuanto más engañosa es la expresión, cuanto mas “equívoca” es la expresividad. El rostro debe, por tanto, superar sin manifestar ningún signo especial, sin “criterio objetivo”, sin índice verificador de una relación unívoca de sinceridad con verdad, sino siendo él mismo en el elemento de la equivocidad, suya por esencia, superar, decía, el engaño constitutivo de la intención por siempre tácita y falseable; un doble obstáculo: la máscara de cada quien, que imita una intención, garantizada por el código social que la “lectura” convencional produce en el destinatario; y la plurivocidad de su “sentido”, según el entorno y la leyenda o “contexto”, porque esos mismos ojos que vemos “agrandados de horror” podrían ser leídos como “en blanco de glotonería”, si la vista en la que se inserta el mismo rostro representara una pastelería y no una masacre. Y la expresividad a partir del rostro se comunica poco a poco, todo llega a ser, puede llegar a ser, “como el rostro”: prosopopeya. Contrariamente a lo que la doxa afirma a todo trance porque es el señuelo en que ancla su confianza realista en la adecuación de significados claros a sus significantes estables, los rostros son intercambiables, y el de los verdugos, “cuya apática crueldad salta a la vista”, se metamorfosea instantáneamente, según el contexto, en “la tranquila sencillez de la inocencia”, etcétera.
Pero sólo nos queda la fe, que es el medio de nuestros encuentros, el éter de la intersubjetividad, de la comunicación. En otras palabras, contra la posible superchería universal (“el genio maligno”) no hay más que creer en la posibilidad de un juramento de verdad con los ojos y los labios. Para conjurar al Genio Maligno coextensivo a la diferencia entre el parecer y el Ser, que se “interpone” por doquier, sólo queda presuponer la prioridad, la precedencia del que es su adversario verídico.

Prosopopeya

Shoah: ¿cuál es el “contexto”? La vida lo ha recubierto todo. Cuál es la leyenda, el dicho para decir, el logos para recolectar, el relato de relatos que busca Lanzmann.
En este contexto, con estas “leyendas”, el rostro habla. Fue necesario que todo llegara a ser por la obra, como un rostro que des-engaña y que reaparece, como la aurora, después de toda la noche de lucha con el Genio Maligno.
Me viene a la memoria el dicho de los indios osuna que relata Malaurie, a quien le asombraba la desnudez de sus cuerpos en el frío perpetuo, y yo diría de Shoah:

Es en todas las partes como el rostro
Todo se vuelve prosopopeya de un rostro veraz.

La emoción, el vislumbre

La emoción depende del cuadro, que es en primer lugar una relación con el mundo en el mundo, una entrada de mundo en mundo, que genera mundo, a contracorriente del flujo perceptivo.
La obra necesita la emoción para nacer, proceder y consumarse; y la emoción necesita el cuadro, es “estética”, y la procura algo en la vida que parece un cuadro, que se arranca, se escapa, se desprende; y además la ejecución de este cuadro en una obra. Se ha dicho que la “vida de representación” animal es “pobre en mundo”. La existencia, ligada a la vida, sale de la vida por el escape, vislumbre de videncia de lo visible, por el que la visión entrevé lo que se escapa de lo visible, escapa a lo visible, y simultáneamente la facultad misma de ver que desborda lo visible. La visión entrevé, por vislumbres, la diferencia entre lo visible y el ver; y el modo en que lo visible puede reflejar el ver en su origen, nos puede hacer imaginar el ver. ¿Qué se vislumbra?
Intercalo una comparación tomada de la experiencia trivial de existir para dar a entender, con el ejemplo modélico de lo visible, la diferencia en lo visible, esta dehiscencia o doble torsión de lo visible sobre sí mismo que nos deja entrever la comparecencia de lo visible y cómo el ver se interesa en sí mismo:

como en el tren que nos acarrea, el “espectáculo”, encuadrado por las ventanillas, de los pueblos de cerca, a contracorriente, hace que, a través del cuadro móvil recortado, entre y se duplique en lo real un flujo espectacular, aparte, a contra-flujo de nuestro arranque, una paráfrasis, con-portada por nuestro movimiento (¿quién huye de quién?), y ese movimiento a dos, esa intersección, esa tangencia, crea “la realidad”; pasa lo mismo a su vez con el encuadre, el desglose de la obra, que abre un vislumbre de lo que se nos escapa –y que en el mundo de Shoah no logra ascender hasta lo visible– y conlleva su acompañamiento, que nos importa, ahora comportado por nuestra existencia, que ya no dejará de tener vínculo con esta relación, sino que será su acompañamiento para siempre, la música del vivir: marcha fúnebre. Una obra, encuadrada, desglosada, desdobla la existencia, abre la brecha, duplica lo real para que, así, lo que pasa en la obra vuelva a nosotros, tangente a esta vida, y para que así nuestra vida se comprenda en relación con esta obra, comparable a la figuración de aquélla.

***

En su transitividad, llorar es llorar por uno mismo.
Llorar por uno mismo siendo asido des-asido –y así asiéndola– por la desproporción entre su ser y aquello de lo que está hecho, de lo que una obra permite entrever un encuentro, una intersección fugaz; llorar por uno mismo... Es la obra en la vida la que hace llorar, la obra en la vida por un intersticio.
Lo que arrastra la existencia, desprendiéndola de y prendiéndola a su vida, es la emoción. Modificando ligeramente la célebre fórmula de Maine de Biran, habría que hablar de un poder-se-emocionar, en el que la acción y la pasión se enlazan pronominalmente, reflexivamente, en término medio (griego).
El cuadro crea la interfase, que pertenece a la existencia por el vislumbre y a la obra de arte, que lo dispone. La existencia da emoción a la poiesis-mimesis de la obra, que debe devolverla rindiendo una buena obra, y es la emoción la que se impone, no la sensación. “Emoción” es un nombre para decir la experiencia de la obra, y mediante la cual, el deseo de obrar “se propala”, como se dice del fuego. La emoción es el relevo de obra a obra, origina una puesta en obra, una parábola; la obra transporta la emoción a poner de nuevo en obra, metafóricamente. Compartiendo la emoción por la obra, estamos en igualdad ante el arte, nos volvemos fraternales.

***

Ladrillos desgastados, frondas con ventiscas, viejos vagones de museo; carretas con caballo por los angostos caminos secundarios de la Polonia actual; vestigios “romanos” de zócalos de “barracas”; estelas en desorden, ni siquiera preservadas, el antisemitismo que ha rebrotado las borra; cementerios abandonados, nombres cubiertos de musgo que se borran; pareciera que unos conejitos bajo las alambradas de alguna fábrica; desaparición del gueto en las avenidas mediocres de la Varsovia moderna, modernizada con todos los objetos “modernos”, es decir, los que son modernizados sin cesar.

 

Que el tren sea

¿Hay algo cuya esencia sea figurar el inasible tiempo? El movimiento; figuración del tiempo, fábula del tiempo. Nuestro tiempo, el tiempo del que estamos hechos, nuestra morición, nuestro perecer desea su figura, busca su afinidad con un móvil –deseo de imagen donde tiembla el reconocimiento; deseo de acercarse a lo que se ha acercado a nosotros, a lo que “se ofrece” a reconocernos; son raras las obras que nos conmueven hasta llorar y exclamar “¡sí, es así!”.
Algunos artefactos y labores artesanales fungen como mejores figurantes en el juego de la figuración, en la puesta en escena del figurativo general de la existencia: son los que más se parecen a lo incognoscible. Estamos en marcha, a punto, en el tren de la muerte. “Embarcados” (Pascal).
El tren se comba de cabo a rabo. Y transforma lo ilimitado en estela, en máquina para descender el tiempo. Unos siguen, otros huyen, y la indecisión-indivisión de esta meta aparentemente doble, ambivalente (¿dónde vamos?, ¿de qué huimos?, ¿qué alcanzamos?) nos la da esta turbia excitación de viajar y de estar contemplando el emblema del viaje: el tren.
Shoah es una película de trenes. Sabemos el destino “final”. Nosotros, espectadores, estamos instalados en la butaca del destino; sabemos dónde ellos no sabían que iban. La enseña de esta película es este cartel en el que Charon, sonriente o con una mueca, el ferrocarrilero polaco, saca la cabeza fuera de la locomotora, frunce los ojos que saben, y sabemos cuál es el gesto que repetían sus compatriotas, augures a lo largo de la vía, imitando el degollamiento. La vía era el camino.
El problema logístico del exterminio fue los ferrocarrileros, los jefes de estación, el conductor. Y cuando Primo Levi y los suyos, liberados, emprenden el camino de regreso, el purgatorio de la Tregua es éste: un convoy los deporta una vez más o los transporta, vacilando durante meses sobre los rieles indiferentes.

 

Hubo un presente

Shoah nos hace el don de la tragedia de Occidente. ¿Por qué llamarlo don? Porque lo trágico escapa, huye; lo recibimos mal. Es un don porque ella (la obra), obedeciendo la ley de la imposibilidad de representar, ley del silencio si se quiere y en este caso singularmente, la atraviesa, la supera pese a ella, y como alguien que vuelve del silencio y sin embargo no sabe cómo “pudo”, sin desobedecerlo, volver a salir de la zona de lo prohibido, nos lo ofrece con lo que relata de él. Lo imposible lo puede todo, el todo de una obra en su relación “diminutiva” (Baudelaire) con el Todo que escapa de todas partes.
Pero es una película. Por lo tanto, yo debería aclarar que la tragedia y la película, una y otra, mediante la una y la otra, “intercambian la reciprocidad de una prueba”. Como sólo una película, esta película, ha podido poner en una obra y darnos la tragedia de esta época. Don y obra, posibilidad de ofrecer y de poner en obra, forman un círculo, se pertenecen, condición recíproca, intercambio, amor con amor se paga.
Hubo un presente para algunos judíos y algunos ss sin número y sin nombres, miles de judíos, cientos de ss, cada vez, cada semana, de una masacre sin fin, miles contra cientos, tratemos de “imaginar” esto. ¿Cuál presente? Y algunos judíos para quienes la cosa tuvo lugar fueron “objetivamente” –como el lenguaje totalitario, en este caso estaliniano, nos ha forzado a decir–, objetivamente, pues, fueron servidores de los ss. Lo que tuvo lugar sin que tuviera lugar para el mundo, sin que fuera conocido por otros, por el mundo, por los aliados, por el “pueblo alemán”, por todos los interesados, ha desaparecido. Nosotros, “espectadores” petrificados y catárticos, vemos la ausencia de huella: en el viento del bosque que ha rebrotado, el osario; ni siquiera el osario, sino saber la ubicación del osario que hoy se conoce. Puede que nuestros ojos no crean a sus pupilas: allí no hay nada más que el viento. La fosa común está más vacía que cuando la vaciaron los esclavos judíos para cremar los restos. ¿Está vacía? Ni siquiera. Está repleta, colmada de ignorancia. El “lago de las cenizas” tiene un nombre que se diría que es el de un lago en China o de una mancha en la Luna.
La Búsqueda del Testimonio lucha contra dos dobles negativas: la del alemán: “Yo no estaba allí. No fue lo que usted dice.” La del judío: “No me pida que me acuerde; no quiero volver a ese pasado. El transportado, el deportado, nunca supo lo que pasaba. Fueron gaseados sin creérselo.”

¿Es una tragedia?

¿Es una tragedia? Al principio parece que ninguno de los rasgos que definen a una “tragedia” constituye esta obra, aun cuando se hizo con lo terrible y lo despiadado. La imitación de la acción ya no tiene cabida, ya no puede tener cabida. Los que fueron los actores históricos de lo que, por un retorno de la comparación, se llama una tragedia, se han convertido en “actores” en ciertas condiciones: actores-víctimas, buscados como actores-comparsa por el dramaturgo (Lanzmann), les repugna convertirse en figurantes y testigos. Se llega a pensar que si la escena puesta en escena hubiera sido la de un teatro, no hubieran podido superar esta imposibilidad. Pero la escena es móvil, furtiva, interrumpida: “no existe”; es la del ligero velo translúcido que instala la “toma de vista”, toma de velo, por dondequiera, al otro lado del cual el figurante, que hace su aparición, no sabe cómo será visto.

***

Los actores son como, a su vez, sus propios hijos, cada uno engendrado por aquel que fue en su joven agonía, hijo de su propia morición y así re-nacido, pero con los rasgos ya encanecidos, surcados se dice, de un padre que ha dejado a su hijo muerto “allí”, en Auschwitz; hijo de su propia supervivencia. Se creían incapaces, por pudor a lo terrible (su sola evocación, se pregunta la superstición del antiguo desaparecido, ¿no podría desencadenar la catástrofe?) y por enfermedad psíquica, de testimoniar, de “desempeñar su papel de testigos”, de “imitar la acción” y de inventar las palabras que fueran convenientes, ya que en este caso no se puede reescribir, enseñar, recitar un diálogo “literario”.


Testigos y representación

De cargo. Testimoniar contra esa época, contra sí mismo; de cargo. La carga del tiempo es pesada. Estar a cargo de sí mismo. Ha pasado casi medio siglo. ¿Por qué todo este tiempo, esta espera, esta huida de los testigos? Cincuenta años después, de los que algunos ascienden como si el purgatorio hubiera seguido a su infierno... Los perecederos testigos han seguido pereciendo “durante ese tiempo”; difiriendo el trabajo de ascender de ese tiempo, fueron necesarios diez años de recolección en ese tiempo y luchando a la vez contra el tiempo para la elaboración, in extremis, de este testimonio extremo contra la negrura de los “Dark Times”, diez años de la vida de Claude Lanzmann.
Sin embargo no ha desaparecido en absoluto ninguna relación representativa con la acción, con lo que pasó. La indagación misma es una búsqueda desesperada que incumbe a la “Tragedia”, un deseo que acaba con la imposibilidad de la “Tragedia”: “Ustedes, que han regresado y han sepultado su memoria en su segunda vida después de tantos años, que no han dicho todo a sus propios hijos, ustedes, que han sobrevivido a sí mismos, ¡represéntenos lo que fue!” Una de las secuencias más conmovedoras (pero este superlativo relativo pasaría de una evocación a otra cada vez que evocara su evocación) nos muestra al peluquero de Tel Aviv, Abraham Bomba, superviviente, como se dice, salvado, mejor dicho, de las cámaras de gas de Auschwitz, a quien Lanzmann implora, con su voz suplicante paralela, sobria y sombría: “Debe hacerlo; sabe bien que debe hacerlo; continúe hablando, se lo ruego.”
Sin rodeos: la película muestra (y sólo ella, nada más nos lo ha mostrado), para distinguir dos sentidos posibles de “representación”. Según uno (el que yo distingo con mostrar), no representa sino que entrega, hace ver, da lo que no tuvo lugar, no tiene ningún lugar fuera de esta película: aquí esencia en carne viva que refuerza esta ilusión propia del cine, a saber, la del espectador que soy hic et nunc, de que me están dando la primera y única vez en cada “representación” de la película. Lo que muestra la película lo recibí tal día a tal hora y no hay ninguna otra vez.
No obstante, la película representa, ahora en el sentido de que, al ponerlo en escena, da a ver la puesta en escena misma: el artefacto implica el artificio, y como no puede ser de otra manera, no borra su marca. La puesta en escena que constituye la escena está también en la escena. Y en la escena “Shoah”, el cargo no le incumbe a un Encargado claudeliano, satisfecho de ser él quien sube el telón y que, dando un paso adelante, dice: “van a ver lo que van a ver”, porque el contento de la creación ya no es por la puesta, sino que, como el artesano que en su búsqueda agotadora, encarnizada, del acontecimiento finado, en esta búsqueda de la cosa misma, va también tras la Tragedia, la obra trágica que se había vuelto imposible: ¿cómo representar la acción mediante mimesis y diegesis?

***

Nos referimos a este acontecimiento que llevó a Adorno a la desmesura famosa de decir: “Después de Auschwitz, ¿es aún posible la poesía?” De la tragedia a la “Tragedia”, es siempre una misma palabra la que ha nombrado lo que se produjo y su representación, algo del pasado o inmemorial y su puesta en acto, en escena, en sentido, en movimiento. ¿Por qué en el caso de Auschwitz la tragedia real, histórica, interminable, prohibía su homónimo? Esta película es en respuesta a la pregunta que Adorno formulaba a sus contemporáneos: “¿podemos aún nosotros...?”. Prueba fehaciente de que es posible la obra, puesto que ahí está, es una obra en relación a Auschwitz, que restablece la relación con Auschwitz, que acaba con la interminable espera, que nos concede el poder relacionarnos con el testimonio de lo que pudo ser Auschwitz. Y en esas condiciones, a saber, de testimonio sin documental y sin intriga inventada.

***


No ha desaparecido la relación con la acción. La “unidad de acción” está todavía en el centro de la representación. ¿Y en qué se ha convertido el diálogo? ¿En qué consiste la narración? ¿Cómo se infiltra el terror en la casi ausencia sino en lo que no muestran las “imágenes” –como viento en el bosque; no hay ondulaciones en la superficie del “lago de las cenizas”–, lo que no llegan a decir los dichos; y cómo se comparte la piedad, corriendo el riesgo de extraviarnos (¿no la dirigimos fugazmente, osemos decirlo, a uno de los verdugos, en el momento en que Lanzmann lo engaña cuando da su nombre que había prometido no revelar?)? ¿Y qué catarsis es al fin posible, además del odio –que es posible–, más poderoso que la venganza? ¿Es posible un pensamiento paradójico? Trataré también al fin de decirlo.

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Se trata aún de representación, por supuesto. Algo desaparecido, monstruoso, una no-cosa, increíble pero que se puede atestiguar, con-testar (en el sentido también de atestiguar juntos), pero que se puede atestiguar, que, por lo tanto, tiene que ver esencialmente con el testimonio, pero en condiciones de inverosimilitud, algo, rumor helado, enterrado y derramado por toda la tierra, esparcido, siempre inaudito, a la vez clandestino e importuno, agotado como el Prometeo de Kafka al fin devuelto a su roca, “inesclarescible” según la última palabra de Kafka, en trance de desaparecer por última vez, ese algo encuentra su reunificación, la reunión que lo hará ser, haber sido.
¿Unidad de tiempo? Una vez más se trata de hacer que sea un tiempo contemporáneo a nosotros. ¿Unidad de lugar? La Tierra; Tel Aviv, Treblinka, Nueva York, el Ruhr, Vilna, Varsovia... La diáspora ya no es la misma. El espórada hace un lugar, archipiélago de lenguas. ¿Nada habrá tenido lugar más que el lugar? Bosque de Vilna, estación de Bellznec, campo de Polonia, claro de Sobibor, nieve de Vermont... ¿Unidad de acción? Unidad de preocupación, unidad de lo único necesario: unos casos por cientos de miles de casos. Es “representación” porque un número muy pequeño, algunos sobrevivientes están allí, filmados, fieles y en sollozos, ante nosotros, espectadores innumerables como en un censo; están allí para la masa, la inmensa tribu, las doce-potencias-doce-tribus de muertos cuyo gran número hizo que fuera inverosímil.

Claude Lanzmann

Es necesario que haya herencia de las últimas palabras, sobrevivencia de las palabras del final para que haya historia. Un descendiente, Lanzmann, exige el legado, reclama la maldición. Donatario, donante. Está en la película, autor, figurante, voz; al borde de la película. En escena y fuera de escena; implora, exige la transmisión. Pide que haya narración. Hace dialogar –es su ubicuidad ausente- mediante la construcción de la película. El efecto retroactivo, su labor, genera un presente, un público para un presente, una presencia: reconstituye. La construcción pone en relación, instaura el diálogo de los muertos y de los sordos, y el de las lenguas. Donante en retirada, la película inventa una escena realista y retórica para una repetición a la que no representará “ficticiamente”. La repetición teatral de un juicio final instruye la acción que puede hablar sólo sin mostrar “miméticamente lo que tuvo lugar”. ¿Más allá de la justicia? ¿Más allá de la condena? Después de Nuremberg, en otro plano que no es el de la justicia de los jueces, un juicio más allá del castigo, sin apelación.
Lanzmann: ni juez ni jurado, sino postulante, evocador; ni procurador, sino en procuración; ni testigo sino asistente de los testigos, asesor, escribano forense, el que toma juramento, prosélito. Su voz quiere saber. Es la instancia de la insistencia. Como Ulises (...¡atención! No quiero “hacer literatura”, sino recordar que la literatura, hecha con nuestra historia, hace nuestra historia, hace que seamos lo que hemos llegado a ser gracias a las obras), como Ulises indaga a los muertos; cava la fosa común, un poco de sangre, unas cuantas lágrimas, reanima las sombras, fuerza a las sombras, a que los espectros escondidos entre nosotros aparezcan, se reúnan, lloren por ellos mismos, por lo que fue y por nosotros. “La palabra persuade” (Gorgias) y al llamado de su voz neutra y políglota, las lenguas vuelven a pasar por voces, con acentos: francés, alemán, inglés, yidish, polaco, hebreo, lituano, se reúnen, y la lengua alemana es también la de las víctimas, vuelve a hablar, lengua de Canetti, lengua de Celan. Cada quien habla en su lengua y todos entienden.

***

¿El relato? Arrancado al mutismo de los actores, de las víctimas, de los sobrevivientes. Lanzmann es recibido como un hijo en las familias, con su película como toisón al hombro, entiende lo que los niños no han podido conseguir de sus padres, que se negaron a transmitir, porque lo que hay que transmitir es la bendición. La lucha con este ángel del pavor obtiene el don: el relato. Extorsión piadosa, confesiones obtenidas in extremis por la palabra persuasiva en nombre de la memoria, de la tradición que no debe interrumpirse, que debe recoger lo que se sustrae todavía a ser recogido, en nombre de la humanidad. ¿Hay, es posible que haya habido, que haya “crimen contra la humanidad”?... ¿Y aún “humanidad”?
Si según la tradición de lo Sublime, y lo sublime de la tradición, si la “literatura” y el arte son transmisión de las últimas palabras “al morir” y de la promesa de la relación del libro con la tierra, para que la tierra sea tierra prometida a la luz de las últimas palabras, entonces aquí, lo sublime invertido y así perpetuado, el hijo la arrebata y obtiene la maldición.

Poner en obra

Para que haya la unidad que permite hablar de una obra, de esta película, designada por su propio nombre, es necesario que haya unificación, es decir, composición, unidad de unidades. Que haya al menos dos escalas, “doble articulación”.
Es conveniente analizar Shoah como obra distinguiendo las unidades, las series unificadas, los subconjuntos con los que la unidad de la obra se recompone. Distinguir, por ejemplo, la serie “travellings de trenes”; la serie “travellings a pie de los caminos”, la serie de entrevistas cara a cara, las “perspectivas”...
Para que haya un acontecimiento de emoción reactuada, que se da en la primera vez del “re”, en actuación, ante nosotros, ahí, puesto en escena; para que haya una obra es necesario que haya “reglas de unidad”. Una norma responde a una amenaza, se defiende; esforzándose por hacer que sea el ser-uno o el ser-como-uno. Se trata de prevenir contra la dispersión y la pérdida. Como nunca: esta vez o nunca: que no se nos escape lo que se nos ha escapado. Recomponernos. Reunir lugar, tiempo, acción, lo uno con lo otro, el dónde de la tierra, el cuándo de un al-mismo-tiempo, como-uno, y el qué del drama. Emulación entre ellos, uno con y por el otro. ¿Reencontrarla? ¿Qué? La historia... Es la memoria ida con el infierno. Aquí se trata de restablecer: tiene lugar algo nuevo que halla su unidad, como una pintura rodeada por el marco, que huye pero que es incesantemente reencuadrado por la cámara. Unidad de lugar: la pantalla, la película, la escena múltiple de la audición de testigos forzados de lo inenarrable. Forzar el relato, reunir los fragmentos del relato para re-suscitar un foco desaparecido de la narración, ¿se puede reanudar un presente (1985) con este pasado?
Entre las condiciones de la “causa material” que podemos leer y enumerar a posteriori sobre esta obra como las que ha tenido que satisfacer, reinventándolas para hacerse, podemos destacar:

-la duración: de nueve a diez horas o más, como una “jornada” claudeliana; como una noche “parecida” a la Noche del mundo, disminución suficiente para una simbolización suficientemente labrada, para generar la contención que contiene, por ejemplo, los sollozos contenidos: al mismo tiempo esto podría durar 2 o n veces más;
-desfile de testigos, tan decisivos en su iniciativa obediente, bajo un “doble apremio”, cuyo curso pueden invertir, y ahora que han empezado a hablar, atraer a innumerables testimonios, posibles, nuevos, conocidos, agregando relatos a los relatos;
-exclusividad del carácter fílmico, unicidad del arte “cinematográfico”, adaptado a esta reunificación y reeducación de las grandes víctimas de la memoria; sin cámara, hubiera sido imposible reunir “aquí” a la diáspora de los últimos testigos; el cine crea la ubicuidad de esta escena; han venido aquí de todas partes y este aquí puede estar en todas partes. Por otra parte, el cine hace posible el carácter indefinido para siempre de la repetición, de la “proyección”. Lo que podía escapar al olvido ha escapado de “una vez por todas”.


Se ha dicho a menudo que la televisión favorece una cierta maldad. Instala por doquier una situación de maledicencia en conversaciones aparte, en apartados. La casi presencia de esos “invitados” a colores que no nos oyen, a la vez invitados (hemos pulsado el botón) e intrusos (qué hacen aún allí, hablando sin escucharnos), desencadena nuestros “apartados” y además el gesto vengativo de hacerlos desaparecer.
Estas “sombras animadas”, aunque tal vez ya están muertos, lo son cuando es una película que se “repone” y cuando sabemos que esos actores han desaparecido hace tiempo... Nos acostumbramos a decir de esos “otros” convertidos en un poco más otros aún... “¿están todavía vivos?”
Shoah acalla esta maldad. Sólo he oído algún desacuerdo sobre el tono de Lanzmann, que algunos consideran pesado. Yo he dicho, al contrario, que sin su interrogatorio, en el que la esperanza y la desesperanza contemporizan dando su timbre a esa insistencia admirable, sabemos que nada habría sido posible.

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“El mundo del texto es el que interviene en el mundo de la acción para configurarlo de nuevo o para transfigurarlo”, dice el filósofo (Paul Ricoeur). Este papel, este efecto de intervención, que el filósofo confía a “la intriga”, es complejo, retorcido, y un análisis de cómo lo hace (en respuesta a la pregunta “¿Pero, entonces cómo?) debería seguir con detalle las vueltas y los nudos de acuerdo con los que se debe contornear la obra, metiéndose y ahondando en su “abismo” para poder volver a salir “al mundo de la acción”. La eficacia de esa “intervención” refiguradora depende, en efecto, de la representación que se hace la obra de sí misma en su propia conformación en “maqueta”, como si se replegara sobre sí en homología no homotética. O sea: si es la modelización de su “interior”, o la disminución simbólica de su infinidad, lo que hace que comunique, hace que dé un mundo dando al mundo, que se abre por ello a su ser-como, su ser-como esta fábula que lo configura transfigurándolo; dando un mundo que tiene su compareciente en la obra y que por eso intercambia una reciprocidad de pruebas con la puesta en “obra” al comprobar que paga con la misma moneda.
¿Cómo funciona esto en el caso de la obra “Shoah”? ¿No es todo esto lo que quedó en suspenso, desconcertado, imposibilitado, como lo sugirió Adorno cuando dijo que ya no era posible la poiesis (Dichtung) después de Auschwitz? ¿Aquello que fue interrumpido puede ser reanudado sólo por una obra, es decir una obra construida en torno y sobre esta ausencia de figurabilidad, de “puesta en intriga”, en ficción, en narración, en comparación, denominada “Auschwitz”? ¿Construir sobre la falta de posibilidad de la poiesis, de la representación de sí?
La imposibilidad de la puesta-en-intriga se asume como tal, no hay más ficción que la ubicuidad de los testigos conjuntada alrededor de la desaparición del horno, foco apagado; y esta asamblea sólo lo es para nosotros gracias al llamamiento apremiante, reiterado y retirado de Lanzmann.
Podríamos tratar de decirlo en estos términos:
Desde siempre, es decir, desde la antigua escena primitiva de la literatura que abrió Aristóteles, esa gran escena retórica en la que los hombres divididos contra ellos mismos inventan la trascendencia de una Justicia que distribuye jueces, abogados, partes contrarias, testigos, procuradores, audiencia muda, desde el principio de los tiempos la Justicia es la que pone en escena, en intriga, en relato: “¿Qué pasó, cómo han podido ustedes...?”, pregunta la voz de la Justicia que parece descender del Cielo o del Orden. Shoah deja que se distribuya y que se organice una disposición antigua y nueva de la escena judicial retórica.
Era necesario que se pudiera poner en obra, dar como espectáculo en alguna modalidad de obra el irrepresentable “Auschwitz”; indirectamente, mediante una puesta en escena; que se conjurara la solución de continuidad histórica de la que habla Adorno; que el sin precedente que impide comprender este pasado como repetición fuera citable. Que se volviera a confiar a la memoria, a nuestra historia, aquello que la dejaba en suspenso; que se pudiera expresar ¡figúrate!

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Pero el Dios de Moisés desviaba a la mirada humana de su hoguera ardiendo. Cuando el jefe del Éxodo espera y obtiene la autorización de su Dios, se pone a cubierto mediante una construcción de fosa y muro, protegiéndose del incendio de la “Presencia” teofánica, y así puede entrar en relación con el desfile de la antorcha divina. Pero aquí el horno se ha apagado y las cenizas han desaparecido y dispersado. Es a la inversa, la ausencia y el no-ha-pasado-nada-semejante lo que había que conjurar: avivar, permítaseme la expresión, las cenizas de Auschwitz con la potencia de un resplandor que proyectara su sombra sobre la olvidadiza historia en curso, a la escala de la “humanidad”, a la medida del proclamado mundial de la Segunda guerra, de un apocalipsis que provocara el interés de toda nuestra Tierra. ¿Qué muro construir en este caso que reavivara a contraluz el fulgor desvanecido del crematorio extinto, olvidado y hasta negado?
Reunir con la película las piedras monumentales, mostrar en su longitud el inmenso muro lamentable y recoger las “piedras vivas” de las palabras, hacer que la promesa que se hizo a los moribundos, deportados, muertos en los hornos, finalmente se cumpla, no dejar que perezca el testimonio.
Mediación de una obra que ofreciera una referencia incontrovertible mediante una operación que edificara un “muro”, gracias al cual el resplandor del crematorio pudiera volver a pasar entre nosotros, incendiar la historia. Como el Dios de la Biblia, al que Moisés no pudo “mirar al rostro”, obligado a apartarse y esconderse detrás de un muro y a inferir de la calcinación la potencia de su “pase”, ¿puedo aventurar que, de manera comparable e inversa, la inimaginable violencia del Mal, “Auschwitz”, esperaba un “muro” para volverla a ver indirectamente, para volverla a evocar en memoria?

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Piedras. Hasta las piedras reunidas, esos “alineamientos” modernos, ese Carnac de estelas europeo, con su lado “mal gusto” incluso, hay que señalarlo, a veces de decoración de hoy, en una galería de arte moderno. Las piedras órficas, atrailladas aquí por la obra como enormes lágrimas petrificadas, reunidas bajo el nombre del país de los atormentados y que llevan sus nombres; cenotafios repletos de dolor, como el dolor de Trakl convertido en piedra, tumulto de granito petrificado de dolor, como si poco a poco toda piedra grande se convirtiera en epitafio sin inscripciones, mientras que las tumbas del recuerdo, tumba de “Cherniakov”, reingresan erosionadas en la roca de lo inesclarescible; horripilación de la tierra antideucaloniana donde los hombres expulsados se han convertido en piedras, anti-tierra, anti-materia, anti-historia, bloques del “desastre oscuro”... Muro de lamentaciones.

Para ver

La obra crece, se toma tiempo, con falta de acción, representada en cierta manera por actores en papeles que dialogan y cuentan, inmostrable por dos razones: que han desaparecido las huellas y que a los testigos de las huellas dantescas, que han ascendido del infierno, les repugna testimoniar, como si temieran sufrir demasiado, revivir su muerte, como si no pudiera haber en ello más que ekmnesia y paramesia, como si la mnesia fuera un volver a morir al que tenían derecho a sustraerse, por fin. Mimesis y mneme imposibles juntas.
No se ve nada de lo que cuentan. Vemos el matorral, el camino, el bosque, el arroyo del canto, el lago de las cenizas; en el lago de las cenizas ya no hay cenizas; en los matorrales ya no hay nada. Vemos caballos, rostros, lágrimas, y el Ruhr, la salida de la iglesia polaca, el salón de peluquería israelí. Vemos las cosas de hoy en día, los espectáculos de nuestro mundo, y escuchamos el relato, los relatos, las respuestas a las preguntas de Lanzmann que se dan hoy, que miran un campo de hoy, campesinos polacos, los inmuebles feos “en lugar” del gueto de Varsovia. De lo que hablan los últimos protagonistas, testigos de lo que no se puede exhumar, todo ha desaparecido: ni autopsia, ni excineración, en el claro del bosque ya no hay más que el viento, en el lago ya no hay cenizas.
No veremos “algunas veces lo que el hombre creyó ver”; vemos sus ojos que creyeron ver. El acontecimiento, denominado Auschwitz, que se produjo como lo que disloca las homonimias, separa (¿hasta “Shoah”?) la relación entre tragedia y Tragedia, y esto allí mismo, en el umbral del emplazamiento extinto del que nos despide el travelling que lleva a nuestros ojos en tren, como si nuestros ojos pudieran rehacer, puestos en los ojos de los sobrevivientes y de todos los muertos, el viaje del tren de la muerte, el acontecimiento nos llega hoy como la luz de una estrella amarilla desaparecida, cuarenta años tinieblas después.
La palabra trágica habría sido posible mediante una relación (película) con la última relación (testimonio), con la desaparición de todo lo que fue la tragedia de la “Vernichtung”, del aniquilamiento, como con los ojos extirpados, cegados, de testigos desorbitados por el horror de lo que han visto; miramos ojos cegados, ojos de testigos que a veces, extrañamente, han envejecido poco, apenas encanecido, contemporáneos intemporales de lo que ha “detenido el tiempo”, o casi mudos como el “último judío” de la aldea polaca rodeado por la feligresía actual. Como si la región del “no queda nada” a la que nos rapta la cámara, esa ausencia de huellas de la “solución final”, indicara la radicalidad de su devastación.

 

Caminos que no llevan a ninguna parte...

“Todos” los caminos forestales del mundo, Feldweg y Holzweg, ante la cámara llegan a ser1 de momento coberturas de fosa común, cenotafios de lodo, túmulos, zanjas colmadas de muerte: las idas y venidas de la muerte tuvieron lugar allí, hicieron allí lugar, huellas recubiertas. Las avenidas del bosque se han convertido en los monumentos de esas idas y venidas de la muerte que la cámara recorre una y otra vez; a pie. Es allí. ¿Es aquí donde fueron abatidos “fríamente”? Sin duda es aquí.
Como un doliente pensativo que vuelve a una fosa marina en ninguna parte del viejo océano, lugar sin sitio donde se ahogó la que amaba, es allí donde desapareció, y también su desaparición, trata de alucinar ese vacío de la desaparición, no hay nada, sólo el agua que remonta y se retira, “es ahí, sí”.
Il y a, hay. El “il”, ese gran sujeto neutro, ha; ha esto, aquí. Lo que denominamos “il”, ha precisamente allí, y; ¿y él ha qué allí? Lo que sigue; lo que se va a decir.

Il y a

El acontecimiento, el que tuvo lugar, no está representado. Un acontecimiento tiene lugar ahora ante nuestros ojos en el cine. ¿Qué es? Es el del testimonio mismo, el testimonio reunido con gran dificultad, con gran piedad, con crueldad. Al testigo se le buscó, indagó, despertó, explicó, forzó. Unos hombres entran en su ser de testigos ante nuestros ojos. El curso del mundo actual, parecido al gigante helado del rey Arturo de Purcell, no desea este despertar; no desea este atestado, desea su letargo.
Esto es una película, y de búsqueda. Pero no es una película de ficción. No hay intriga policíaca, enigma provisional que tendrá un desenlace. Hay un enigma de “lo imposible-real” que entra en su ser de enigma, en su cuerpo en defensa propia, en su corazón que repugna. Ni un documental; si un documental es una cámara que se ha llevado cerca del objeto que se va narrar en imágenes cinematográficas: la mina de carbón, el portaviones, la estación de deportes de invierno, que existen y que el cineasta ha ido a visitar.
Shoah: “ni documental ni ficción”, escribió Simone de Beauvoir; aun si es una confección, que recibe su compostura y su perfección de su obstinación por volver a trazar la defección de lo que hubiera tenido que ser lo indiscutible, lo constantemente memorable. La cosa es la película. La película es el acontecimiento, cada vez que se muestra.
Los actores, unos sobrevivientes que no quieren revivir su muerte, el pasado, unos cuarenta años después, en retiro o lejos de la memoria, parecidos a viejas glorias revisitadas, no desean acordarse de haber estado allí.
La cosa-vista no dice lo que hay de ella sino cuando por una inversión de la mirada ordinaria, es vista como primicia, como compareciente, figurante de lo Indescriptible, del todo que tocó en suerte así nada más. Lo insensato escapa si no tengo la justeza de reconocer en lo que he visto y veo una figura de la no-cosa (Unwesen) que se precipita sobre nosotros disimulándose en lo visible del lugar, desimbolizado.
Los funcionarios de la solución final, los ss cuyos cinturones de cuero tallados a la medida en la carne judía, eran retallados en botas, guantes, talabartes, fundas negras, escudos de fantasía, pretenden haber sido Fabricios del horror sin precedente.
El revisionista tal vez no sea tanto el que no pudo ver la cámara de gas en actividad y ve solamente, como la mayoría, “el centro de clasificación de los que llegaban”, puesto que ningún “hecho nimio verdadero” tiene la capacidad de un significante de la verdad temporal de la fase en que estamos, sino el que rechaza la visión de la verdad, la profecía Shoah.
Es más fácil extraer de la desaparición y de la borradura casi total de lo que pasó, la prueba de su inexistencia. Sobre todo cuando, como para algún funcionario encargado de la “protección” del gueto de Varsovia, la catástrofe siempre está amenazada de no haber tenido lugar. Para los judíos precipitados al horno en el momento en que pensaban entrar en el campo de trabajo, lo increíble no tuvo tiempo de tener lugar. La obra construye el tiempo del haber-tenido-lugar.
Esta especie de no-cosa, Unwesen, “monstruo”, erraba todavía hasta Shoah (que, por supuesto, no se dio sin primicias, no olvidemos Nuit et Brouillard y algunos otros documentos) en busca de un lugar.
¿Hay una “prueba ontológica” del Mal radical? Creer lo increíble es tan “imposible” en el caso de Dios como en el del Mal absoluto; requiere una libertad de pensamiento que quizás haya que comparar con la apuesta. Como para un filósofo que se dedicara a sacar de la imposibilidad de la perfección diabólica (¿o de la posibilidad de la imperfección diabólica?) una “prueba de su existencia”, es a partir de la destrucción, de la abolición, de la “solución” –ue antiguos verdugos minimizan, cuyos testigos apartan el rostro, que los historiadores niegan– de donde nuestra creencia extrae, como de anti-milagros, la prueba del que fue, local y mundialmente, el peor de los mundos posibles.
Toda la producción gime, o el poema de la banda de sonido

¿Acompañamiento de lamentos? Sí, pero así: los chirridos chillones, los crujidos de los vagones actuales, es decir, de los que el espectador percibe en la pantalla, que fueron filmados en 1978 (por ejemplo), que pasan chirriando por la diagonal de la pantalla, y en la relación de las palabras de los testigos en ese momento (en ese “plano”) con esos gemidos metálicos, se puede escuchar una especie de música quejumbrosa, una lección de tinieblas. El tren que pasa, en 1978 y en nuestros oídos en la sesión de hoy, hace cantar una relación musical de sus ruidos de hierro con las lamentaciones de los moribundos deportados evocadas. Los sonidos se vuelven la música de la película, el “acompañamiento” de ese momento. Y si la queja se deja escuchar, canto de sirenas fúnebres que capturan a un ser vivo, es sólo discretamente, mediante una comparación fortuita e inevitable: una bella coincidencia, la precisión de que en ese momento en que se evoca esos convoyes de agonizantes, todo el acero, todo el armazón, todo el tren, o como Pablo de Tarso decía “la Creación toda ella”, así toda la técnica, la Producción toda ella, gime; y todo en efecto gime en ese momento gracias a los vagones que pasan gimiendo.

El eufemismo

El crimen contra la humanidad fue casi perfecto. Faltó algo en él –¿pero qué?– para que nunca haya tenido lugar. Sin cadáveres. Bajo “el lago de las cenizas”, apacible reverberación; en el bosque de Vilna frondoso... Miren: los lugares se llaman siempre Treblinka, Belzec; la estación ahí está. Los nombres son pronun-ciables, apacibles, no prohibidos, como Drancy o Varsovia.
Crimen que nunca fue nombrado, designado, apelado en su presente. Siempre callado, seudonimizado, más aún: innombrado; eufemizado con convicción; sin intriga, sin actor, sin testigo, sin despojos, sin motivo, sin narración. Nadie pensaba en él, creía en él, y muchos no solamente no creen en él (“revisionistas”) sino que acusan de mentir a los últimos relatores. Eufemizado todavía hoy, en la nueva eutanasia.
Por eso en pleno exterminio, los judíos de Varsovia pidieron solamente que aquello se supiera; que fuera proferido: esto, que un todo-parcial de la “humanidad” fue exterminado, vernichtet.

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No tuvo lugar en el lenguaje. O mejor dicho: hay que encontrar precisamente sus huellas en los giros que se constriñó a hacer al lenguaje, en insensatas perífrasis para rodear, evitar mirar, decir; lo indecible está grabado en hueco en estos rodeos del decir: todo fue eufemismo. No olvidemos que el “eufemismo” fue inventado por la lengua griega para que la muerte pasara en silencio o en antifrase, para callar a la muerte. Pero el “eufemismo” moderno, con las mismas sílabas empero, no tiene nada que ver con el eufemismo de Sófocles. Nuestra época, eufemística porque es eutanásica, está en germen en este rasgo, este hecho, contado “de paso” por un testigo de Shoah: “el centro internacional de información”, nos enteramos de que es (fue) el nombre del crematorio. No es un seudónimo. Ni siquiera hoy nos detenemos aún lo suficiente en el eufemismo. Parece algo consabido, que “pasa”: esta relación nominal de la información y de la eutanasia, indicada, recordada “de paso”, pero en la que aún no se ha reflexionado. Y mi escrituración intenta calibrar este desastre: el eufemismo mortal, que irradia a partir del iii Reich y cubre la tierra por contaminación de las lenguas de la tierra en “lenguas de trapo”. Los ciegos se han convertido en “mal-videntes”; los sordos en “mal- oyentes”. Imagínense los grandes Libros religiosos hablando de mal videntes y de mal oyentes...
El nombre mismo de mortal es como si se hubiera vuelto demasiado pomposo: como si los hombres ya no fueran “mortales”, a falta del envés de inmortalidad de su vida.
Está el-que-muere-bien; o para traducir eutanasia siguiendo el modelo del “buen vividor”, denominémoslo el “buen-moribundo”. Sobre mal-vidente, mal-oyente, eufemismos en vigor, forjemos “mal-vividor”: es el mal-vividor buen-moribundo.
A menos que, todavía, sea mortal (e...inmortal) por ser como nunca mortales en plural, juntos en la muerte por masacre sin precedente, es decir, mortales en masa; en una carnicería sin precedente que los dota de una mortalidad inaudita.

“Sin precedente”

¿Qué quiere decir “sin precedente” sino que no hubo presente para esto? Así habla en la película el sobrio e intenso profesor Hilberg en Vermont. Después de haber repetido obsequiosamente toda la historia, todos los procedimientos del antisemitismo, los alemanes, los ss, tuvieron necesariamente que inventar, y no tuvieron más remedio que nombrar esto, esta no-cosa, “la solución final”.
La película es la Tragedia de esto. Por la obra, esta no-cosa llega a ser una especie de cosa, llega a nuestra Historia.
No hay ni un golpe que sea visible, ni un eco de la schlague que sea audible, ni se muestra una gota de sangre, ni un cabello caído de esas cabezas caídas; no está allí, en imagen. La cosa inimaginable está sin imagen, y mediante esta determinación de la obra, “llega” a estar entre nosotros, entre los ojos, sin mirada “para nosotros” de los Últimos Testigos (que no nos miran) y nosotros que los vemos pero que no les sostenemos la mirada, llega evocada.
La convicción no depende de las piezas; esas barracas “reconstituidas” en testigos tal vez sean talleres. Está la interrogación insensata de Lanzmann y la evocación que hace ascender a la inversa el infierno a través del purgatorio, hacia ese “paraíso” en el que hoy comemos nuestras flores opiáceas.
¿Qué quiere decir “sin precedente”? Estrictamente, que no hubo “genocidio” antes de la “solución final”. Ya que para ello es necesario: a) la ideología proclamada, sistematizada, de la separación de la Humanidad en super y sub-hombres, señores y desechos; b) la tecnología de la reproducción, indefinidamente refinable, perfeccionable, del exterminio “científico”, eufemizado.

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Algo más interesante que la muerte, esa fue la fórmula simple e incomprensible (es decir, comprensible solamente en la experiencia dadora de sentido que relato y que fue una película; cuyo lenguaje era una película), esa fue la frase que me pasaba por la cabeza viendo las imágenes de la última cuarta parte de Shoah, y mientras mi memoria, sin duda, “volvía a ver”, al verlas, toda la película.
¿Qué cosa más interesante que la muerte tiene lugar para terminar? ¿Puede haber algo semejante? Las imágenes hacían que surgiera esta pregunta, “creaban” esta pregunta vivible como a la que responden... “puede ser”.
De lo que trata, problemática de principio a fin, esta pregunta de un hecho, indiscernible e indiscutible, irrepresentado, inmenso, que escapa a toda relación, misterioso, ésa es la palabra, esta pregunta de un hecho transformado en el hecho de una pregunta, esto es lo que da, desencadena, una gran obra.
Al final, Shoah muestra la estatua de la Libertad por la ventana del testimonio, y Washington, el ajetreo de los mortales, efímeros, junto a bellos monumentos, grandes templos blancos desproporcio-nados con la pequeñez de los mortales, bajo los cerezos, después de la guerra, después de Auschwitz, después de después de la guerra y de después de Auschwitz, ¿es otro mundo? No, es el mismo reunido con aquel que hace que sea el mismo, es con seguridad el mismo; faltaba esta otra mitad del anillo, del símbolo, que la obra –la película– le restituye para que se reconozca. Viene de lejos, viene de allí de donde no se regresa.
¡¿“Algo más interesante que la muerte”?! ¿Hay algo semejante con todo? Como si la Única molestia, referencia, preocupación no fuera solamente la de la muerte, la de la mortalidad –no la de la estadística sino la existencial– en los libros, en las palabras. Algo sucede (por la película; en la película; en el espectador), algo pasa entre la oriflama de la imagen y mi cabeza ardiendo, casi sin relación con la muerte, que no le preocupa la muerte, pero para nada en el sentido del viva la muerte que “se ríe de morir”, algo desplazado; tal distracción que la muerte ya no es aquello que nos da vergüenza olvidar. Un trastocamiento de la “diversión” pascaliana; en la misma relación, pero el peso, los daños, han cambiado en los platillos de la balanza, ya no es Stalin el que gana (“Al final, siempre gana la muerte”), y la muerte sería ahora más bien lo que desvía, lo que nos “divierte” de la vida...
Aventuremos: puede ser incluso que “la relación” se haya dislocado, ya no entran en rivalidad ambas, en comparación evaluativa, en (des)equilibrio... Antes bien, lado a lado, separadas (muy próximas) por un o que equilibra intercambios benévolos; que “deja que los muertos entierren a los muertos”; pero muy próximas, en la vida; las dos juntas. Puede ser lo que dijo Proust al final, cuando dice “la misma muerte me es igual”. Otro tipo de reviviscencia...
Algo al lado del morir rutila, algo de primavera en invierno, que sabe bien que la muerte tuvo lugar, como dice Camoens, pero esta vez ya no es para “los tristes”, sino para los serenos. La muerte tuvo lugar, lo sabemos de buena fuente, y por esta película también y sobre todo; lo sabemos incluso “a ciencia cierta” por la ciencia y su ficción; nuestra muerte tan imaginada ya llegó a otro satélite y después regresó a su fuente en éste, “nosotros la recibimos”, estamos a punto de recibirla por Shoah. La muerte calculada tuvo lugar; la cuenta sale bien, cuadra, es segura, en el sentido de la seguridad matemática, termodinámica; queda vivir; sobrevivimos, ¿es esto vivir? Nada que ver con eutanasia, con muerte suave “sin darse cuenta”, “felizmente”, tecnológicamente. Me daré muerte cuando yo lo decida. Queda “algo más interesante que la muerte”.

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Si pronuncio “los judíos”, reuniéndolos desde fuera con este nombre, ¿no es una denominación, un llamamiento “antisemita”? ¿Cómo se puede decir “los judíos”? En mi juventud, este reagrupamiento objetivante se hubiera tomado por antisemita. Los amigos judíos no eran “judíos”. Esta diferencia, mencionada a veces en “referencia” o como una “preferencia”, no se relacionaba, curiosamente, con la religión (tal vez porque esos amigos no eran practicantes y casi todos agnósticos) ni con la “raza” (estoy obligado a poner comillas porque al final de la Segunda guerra mundial, el término resonaba en los oídos como un odioso vocablo alemán, Schleu, rass! rauss!...), ni con la política (es justo que Israel exista; mis amigos no eran sionistas, o no más que los franceses que éramos en conjunto); ¿sino con qué? Con una especie de valencia de contorno impreciso que envuelve, aunque vagamente, caracteres... religioso-étnico-nacionales, tal vez, pero sobre todo un carácter cultivado, no “cultural”, cargado de memoria, de historia, es decir, en nuestra cultura, cargado de un relato posible, a la vez erudito y con lagunas, de la historia del “pueblo judío”.
El significado de judío hoy, como está de moda designarlo, ¿no sería un arcaísmo que retorna? ¿No sería arcaico “el judío”, si mantiene, retiene, retoma el motivo de la elección, aunque fuera invertida, de Auschwitz? ¿Arcaico en la medida en que toma la diferencia entre judío y no judío por real y literal?
Lo que cuenta es: “Ya no habrá ni judío ni gentil, ni esclavo ni romano (...)”. Y no digo que sea Pablo quien cuenta como santo en el que “creer”, no hablo tampoco de una “superioridad histórica” del cristianismo (ni lo contrario), sino de una palabra que nos cuestiona así: qué hay que hacer para no suprimir ni a los judíos ni a los árabes, sino la diferencia literal-realista, integrista, si realmente tomar al pie de la letra constituye el realismo e identificar con la letra constituye la matanza. Suprimir esta diferencia en beneficio de un ser-juntos por el como.


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La doxa es identificadora y violenta: “Un judío es un judío y Gobsek un tunante” (con tonadilla de epigrama volteriano).
El muro de la doxa es infranqueable a fuerza de ser demasiado bajo. Para rebasarlo se requiere una transformación espiritual; un salto desde el escalón en que la doxa se enuncia en forma de una paradoja trivial, cuyo famoso paradigma nos los ofrece Epiménides, porque es la opinión misma (que yo traslado como sigue: un cretino dice que todos/= cretinos/son cretinos), hasta el escalón o punto de vista para el que la paradoja o verdad oximonórica y pragmática (optativa) se enuncia en la forma: “Todos somos judíos alemanes” (lo que precisamente no somos, desde el momento en que nos reunimos para proclamar esta “verdad”): punto de vista que sólo es sostenible para el pensamiento de la verdad del pensamiento que compara: uno no es el otro, uno es como el otro; y a base de esto, “nosotros” podemos formar un “nosotros”.

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Y nosotros que no somos ni judíos ni alemanes sino parecidos a ellos “rasgo por rasgo”, por un rasgo como-unario no visible en lo visible, sostenido por el pensamiento como el como de la analogía, confiado(a) al arte que lo figura en obra (como Shakespeare en Shylock); nosotros que anhelamos hacer un nosotros (según el anhelo de Ducasse: “la poesía debe estar hecha por todos”) para que así solamente pueda ser...que ya no haya “ni hombre ni mujer ni judío ni gentil”, sino el uno como el otro. Como de otra manera podría “ya no haber ni judío ni romano, ni maestro ni esclavo ni hombre ni mujer”, mediante ser el uno como el otro... Puesto que siempre habrá hombres y mujeres, judíos y no judíos, pero lo que cuenta es que cada quien esté aquí como en casa”, según la frase de la hospitalidad, la antidosis originaria que consiste esencialmente en un decir que vuelve a sellar la transacción: en la palabra, las palabras que hacen la acogida y el silencio.
Y así hemos pasado de Epiménides a San Pablo vía Lautréamont o Cohn-Bendit.

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En el espacio abierto, en la Obertura que regala el mundo, esta inagotable fuente en retroceso donde un “mundo” agota su posibilidad de advenir; al aire libre, por llamarlo con uno de los nombres a lo que se refieren algunos con Universo; en el espacio común al que el espacio público se adosa, siempre amenazado de obstrucción; en el espacio vital, Lebens Raum si se prefiere, que siempre hay que volver a abrir, esta libertad para la que “el tiempo que hace” en el sentido meteorológico es todas las mañanas, para todos los hombres que se levantan en todas partes con un nuevo día, el adviento en la figura de las estaciones incansables, vivas y vivaldianas, que Hölderlin “para terminar” durante cuarenta años de locura suave se contentó con llamar la espiral ordinaria; en la escampada que se mundaniza en “mundo” donde se edifican y derrumban los mundos humanos, en este aflujo zahorí de un Hoy virgen, vivaz y bello, de un “mar que recomienza” (¡qué hecatombe de nombres en los poetas para sacrificar a Esto!); allí donde se cruzan “tierra y cielo, mortales y divinos”, en ese allí-donde del Ser, en ese ser-allí, en esa localidad esparcida por todos los lugares cuyo arrendatario es el poema con todos sus locativos y laudatorios... ¿cómo puede existir la ilusión acaparadora de que es nuestro, de nosotros (“unos”; “für uns, mit uns”); que nosotros estamos mejor hechos que los otros que no son esto o aquello (por ejemplo, no arios más que buenos arios), o más históricamente puesto que historialmente?; allí, en directo, en ese no-lugar que nos hace inocentes y cuyo libre exterior es la figura que localiza, local, arrendada y en arriendo, aflujo del “espacio vital”; digo que allá, para todos, por dondequiera, por doquier, en ese borde más arcaico que cualquier privilegio, donde no debe resonar ninguna prohibición que (se) reserve, que prive, ninguna de las prohibiciones que asignan, particularizan, instituyen lo privado (aunque, por supuesto, “después” será necesario que las haya, que haya diferencia instituyente, privado, “prohibido entrar, fijar carteles”, ¡todo lo que quieran!); ¿cómo el acaparamiento de lo divino (“Gott mit uns”), allí mismo, en ese vacío protector del que todos los “templos” son refiguración tutelar, retribución visible, contra-don, ha osado proclamar, fijar: “Prohibido ser judío, ser gitano, no ario; prohibido ser-como”?

Traducción de Isabel Vericat

 

Notas 

1“ ‘¿Llegan a ser'?... ¿Qué es este devenir?” Es la metamorfosis moderna en acción; en y por la obra. Que no es un devenir-dios o devenir-animal, sino una antropomorfosis por la verdad de la obra.

 

Michel Deguy, “Una obra después de Auschwitz”, Fractal nº 34, julio-septiembre, 2004, año IX, volumen IX, pp. 75-114.